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Críticas de cinedesolaris
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Críticas 308
Críticas ordenadas por utilidad
7
25 de mayo de 2022
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando comienza el proceso de socialización, en los colegios, se hace patente esa inclinación también con los otros congéneres. En este caso, el sometimiento puede ser tanto individual como grupal. Pronto, los niños, unos más que otros, toman consciencia de que necesitan aliados para someter a otros, en minoría numérica, o más desvalidos o menos agresivos (o menos necesitados de imponerse o menos capaces de ello). Y para estos la realidad se convierte en un cerco constante que puede ser desesperante. La producción belga Un pequeño mundo (2021), opera prima de Laura Wandel, opta por un estilo cinematográfico que remarque esa condición de cerco, de vida sitiada y azuzada, mediante una sucesión de planos cortos, como también era el caso de El acontecimiento, de Audrey Diwan, sin transiciones ni respiros de encuadres más amplios. La cámara no se separa de la perspectiva de la niña de siete años, Nora (Maya Vanderbeque), testigo de cómo su hermano mayor Abel es golpeado y humillado por un grupo de chicos. El recreo no hace honor a su nombre ya que se torna diaria tortura. Ambos son recién llegados en ese entorno, y suele ser tendencia de ciertos humanos hacer chanza, poner a prueba o sencillamente amargar la vida de los que se califican como extraños. En vez de ser amables, y facilitar la integración, prefieren disfrutar con el sometimiento y el ejercicio de la tortura. Sienten la vulnerabilidad de quienes se desenvuelven con inseguridad en un territorio que desconocen por lo que para la bestia depredadora que hay en nosotros se convierte en víctima propiciatoria, por sentirse menos protegida, más indefensa.

En Un pequeño mundo, que en el original es a secas Un mundo, porque su mundo es esa particular parcela de realidad, la cual es padecimiento, la cámara, como los contornos de una prisión, escoge la perspectiva impotente, perpleja, de la hermana, quien, a su vez, también vive su personal proceso de integración y adaptación, aunque no sea, en primera instancia, tan desazonador. En esas circunstancias, el espécimen recién llegado, aún no integrado, que sufre ese asedio violento suele tender a no compartir (sobre todo, a una figura de autoridad) su padecimiento, como si considerara que es una inexorable prueba de acceso a la aceptación. Prefiere superar esa vejación sin recurrir a intervenciones externas de figuras que, en teoría, disponen de más fuerza o poder que aquellos que le someten y torturan. Como si, por añadidura, fuera un desdoro. El padecimiento es una prueba de fortaleza. Pero también, por otro lado, porque Abel sabe que serviría de acicate para que le inflijan daño con más saña. La soberbia es parte consustancial de muchos seres humanos. La reprimenda, propiciada por la confesión de la hija al padre, no servirá para que los niños torturadores cesen en la práctica de sus crueles humillaciones sino para que las ejecuten con más virulencia. La infección, por así decirlo, se extenderá a la hermana, ya que por ser hermana de quien ha sido estigmatizado, será ninguneada por las que consideraba que eran sus amigas. Se convierte también en apestada, ser de baja categoría. El cerco se extiende a ella. Y es tan efectivo que afecta a la propia relación de los hermanos.
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cinedesolaris
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8
13 de noviembre de 2021
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Calle River 99 (99 River Street, 1953), de Phil Karlson, es una obra impulsada por la urgencia, tensión y crudeza, como si mantuviera en un permanente límite, o contra las cuerdas, como ya marca la primera secuencia, un combate de boxeo planificado con descarnada fisicidad que no tiene nada que envidiar a otros más afamados, como esta obra no desmerece de otras señeras obras del cine negro con mayor reconocimiento. Un combate en el que el éxito, que parecía ya entrever con la victoria por cómo dominaba a su contrario, se vio frustrado por un herida en una ceja que entorpecía con la sangre su visión. Tres años después de aquella derrota, como si se hubiera congelado el tiempo y no hubiera avanzado, Driscoll (John Payne) se siente contra las cuerdas en una circunstancia vital que parece colapsada, tanto en su misma relación marital como en su dedicación insatisfactoria como taxista. Una circunstancia extrema, en la que se sentirá contra las cuerdas, incluso para peligro de su vida, será la que le libere a través de la convulsa montaña rusa de situaciones en las que se verá envuelto en la noche en la que transcurre la acción de esta febril e inspirada obra, basada en una historia de George Zuckerman, convertida en guion por Robert Smith.

Una frágil línea puede separar el éxito de la precipitación en el abismo de la irrelevancia. Una línea escurridiza como un hilo de sangre. Driscoll pudiera haber sido campeón, si una herida en un ojo no se lo hubiera imposibilitado cuando, en ese combate inicial, estaba ganando por puntos. Una brillante elipsis nos traslada en el tiempo: De un primer plano de su rostro magullado, literalmente pendiendo de las cuerdas, se pasa a unas imágenes que, en ralentí, en un pase televisivo que contempla el propio Driscoll, repiten el instante en el que le abrió su contrincante la herida. Driscoll es ahora taxista, y sufre los reproches de su esposa, Pauline (Peggy Castle), por seguir hurgando en el pasado, y por ser un fracasado, por mucho que él insista en la posibilidad de comprar una gasolinera para recuperarse. Sin duda, ya bien puntuado desde estas secuencias, la propia vida es un cuadrilátero en el que, como dice él, cuando te golpean debes responder más fuerte, y en el que no sólo se mata de golpe sino lentamente, pulgada a pulgada (como pasa en su relación). Driscoll parece estar en el límite de resistencia, ese en el que puedes reaccionar de cualquier modo, con los nervios a flor de piel, dominado por la visceralidad, hecha de rabia y frustración. El uso del sonido (de los combates pasados) en la secuencia en la que Driscoll acude al gimnasio para pedir a su antiguo manager que le vuelva a conseguir combates (como reflejo de su necesidad de descarga de agresividad y de búsqueda de una salida) se hace eco de esa sensación de callejón sin salida vital.
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cinedesolaris
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8
7 de abril de 2021
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las noches de la luna llena (Les nuits de la pleine lune, 1984), de Eric Rohmer, cuarta obra de su serie Comedias y proverbios, y reflejo de su sutil capacidad para elaborar complejas construcciones dramatúrgicas bajo una aparente transparencia formal carente de retóricas de estilo, es otra corrosiva reflexión sobre el teatro de las relaciones afectivas, con actores (conscientes o inconscientes) de la vida ordinaria, con ínfulas de dramaturgos (demiurgos), enfrentados a las contradicciones de sus planteamientos y diseños de modo de vida y relaciones. Y cómo la vida rasga el telón de las hojas de cálculo en las que se la intenta atrapar como un insecto en un ámbar. En Las noches de la luna llena , Louise (Pascale Ogier), como otros personajes de las obras de Eric Rohmer, tiene establecida como pauta un guion de vida que convierte a ésta en un escenario, lo cual implica que los componentes que la conforman (los otros) se ajusten (adapten) a ese modelo o diseño como réplica adecuada (asertiva). Las fricciones surgen cuando las otras voluntades (o los otros planteamientos de escenarios) no se pliegan a un consenso tramado sobre las concesiones, por lo que la ilusoria reciprocidad (por su forzado consenso) se diluye tarde o temprano en la divergencia irreparable. La comedia según Rohmer es poner en cuestión ese entramado mental, o constitución de modelo de realidad, al que los otros, y la propia realidad, deben plegarse con incondicional aceptación. La vida como hoja de cálculo que entrará no sólo en colisión con la voluntad de los otros y el azar, sino con las propias contradicciones, entre la palabra (pensamiento o discurso) y las acciones (los sentimientos). Louise, por tanto, es una bella durmiente, más bien, ensimismada, que despertará bruscamente cuando la realidad no se ajuste a su particular diseño. En el cine de Rohmer la palabra es un componente clave, pero no como explicitud, en consonancia con la supuesta transparencia de su puesta en escena. No son transparentes las palabras, como no lo son los propios personajes, ni para sí mismos. Por eso, esa transparencia de estilo es también equívoca, pues esa impresión de cotidiana realidad está poniendo en evidencia la condición de dramaturgos y actores de los personajes (muchas veces inconscientes de que lo son). Esa es la ironía subyacente en el cine de Rohmer. Es una transparencia con abismo. La forma de plantear y habitar la realidad, las relaciones, está tramada sobre un artificio, cual escenario, aunque el tratamiento formal se asemeje al registro de una realidad cero.

Louise mantiene una relación con Remy (Tcheky Karyo), pero quiere marcar unas pautas que espera sean aceptadas por él. Necesita su espacio y su tiempo libre de cualquier control ajeno, demanda que entra en fricción con lo que ella considera tendencias posesivas de Remy. No tienen por qué hacer todo juntos, o decir dónde ha estado o volver a una determinada hora, pero aunque Remy lo acepte, no logra encajar, por ejemplo, que cuando acude a reuniones con amigos de ella, Louise parece más bien que le rehúye, como si fuera un elemento ajeno, periférico. Ambos tienen una visión de un escenario de relación disímil que provoca tensiones e incluso estallidos de desencuentros. El planteamiento de Louise para lograr dotar respiración a la relación (para que se afirme el consenso) es que tenga otro piso en la ciudad, su espacio propio, para sentir que él no la ahoga con el marcaje de su escenario (lo que determina que sea él quien se adapte al de ella). Louise remarca tanto su espacio propio que su propósito se confunde con la interposición de distancia ¿Su actitud refleja la firmeza que posibilite el respeto de sus convicciones, inclinaciones y deseos, o hay en ella un obcecado empecinamiento en querer ajustar o adaptar la vida a su guion, cual control de aduana?. Louise declara que sólo ama o amará a quien le ame a ella, si hay una receptividad (¿se enamora del hecho de que le amen o deseen?¿Ama que le amen más que amar al otro, es decir, ama primordialmente que tengan en prioritaria consideración su voluntad y sus necesidades?). Amar a quien no le ama parece asemejarse a una inversión económica desperdiciada. Sin duda, una capitalista forma de amar. Como dice su petulante amigo escritor, Octave (Fabrice Lucchini), parece siempre elegir hombres más vulgares que ella, que parecen estar por debajo de ella en cuanto cualidades distintivas (un Octave , por su parte, que acepta plegarse a su condición de amigo aun cuando esté también enamorado de ella, siempre a la espera de que un día lo considere como pareja, lo que no obsta para que efectúe puntuales intentos, o asaltos).

Tras un irónico interludio, una serie de secuencias en la que vemos a Louise en la soledad de su otro piso, intentando infructuosamente citarse con amistades (el azar no parece corresponder a sus planteamientos; ¿irónias del azar que indican que su mirada no enfoca dónde o cómo debe en su empecinamiento?) se produce un irónico también cambio de escenario, aquel que pone en evidencia las contradicciones de Louise.
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cinedesolaris
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El juego de la guerra
MediometrajeDocumental
Reino Unido1966
7,4
1.150
Documental
10
8 de marzo de 2021
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
The war game (1965), de Peter Watkins, fue una producción de la BBC que la cadena televisiva inglesa desestimó emitir porque su crudeza, la crudeza de su horror, se consideraba excesiva, en cuanto, superaba los habituales filtros amortiguadores de representación de la muerte y la destrucción. No era solo una cuestión de visibilización de la destrucción física, sino primordialmente por su contundente y descarnada atmósfera de horror vital. Miraba, y exponía, de frente el horror de las consecuencias de la explosión de una bomba atómica, pero también otras actitudes sociales conectadas, como la falta de solidaridad, o la concepción de la realidad como abstracción (los otros, los que se cosifican como enemigos, son una abstracción, como todo conflicto de rivalidad una abstracción en un tablero mental, ideológico). Al respecto, era una obra incómoda en el contexto de la Guerra fría y los posicionamientos (y la BBC era la proyección mediática del Gobierno, entonces laborista, y las elecciones estaban próximas). The war game se estrenó en los cines, pero tardó veinte años en emitirse en la BBC, coincidiendo con el cuarenta aniversario de la explosión de la bomba atómica en Hiroshima, o más bien, cedió a las presiones del gobierno británico, laborista, que había modificado su política nuclear, ya que un año antes había realizado un manifiesto sobre el desarme.

The war game ganó el Oscar al mejor documental, aunque más bien sea una ficción que utiliza los recursos lingüísticos del documental. O dicho de modo más preciosa, difumina sus límites. Al fin y al cabo, Watkins también quiere poner en cuestión la noción de realidad. Por un lado, Está la realidad conveniente, la realidad pantalla, la instituida, la que intentan mediatizar los poderes fácticos, como se quiere dejar en evidencia con las entrevistas, ficcionalizadas pero basadas en declaraciones reales, a estrategas nucleares, o altas instancias del clero que apoyaban la política armamentística nuclear. O a transeúntes, en los primeros pasajes, a los que se pregunta sobre su conocimiento del efecto de ciertos componentes químicos o qué efectos puede tener una explosión nuclear. Las contestaciones reflejan una ignorancia que a su vez revela cómo se mediatiza mediante las capciosas aserciones y omisiones de los estamentos del poder. Pantalla, por tanto, que es rasgada con la herida de lo real, la cruda representación, o recreación, que Watkins realiza de las desoladoras consecuencias en los cuerpos tras una explosión nuclear. O el cuerpo que desgarra la pantalla. The war game es ficción especulativa, imaginaria, que escenifica lo que podría ocurrir, o cómo podría ocurrir, si cayera una bomba nuclear en Inglaterra. Escenificación que también es reconstrucción ya que se inspira en los devastadores efectos de las bombas en la segunda guerra mundial, no sólo las nucleares en Hiroshima, o Nagasaki, sino también en los bombardeos de Dresde o Hamburgo. Lo que puede ser ya ha sido, y puede volver a repetirse de modo amplificado.
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cinedesolaris
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9
21 de abril de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
La realidad asemeja un tablero en el que las piezas parecen distribuidas de forma azarosa. Quizá sientas que puedes controlarla, quizás pienses que puedes descifrarla, como esa conversación que se está grabando en la primera secuencia de La conversación (The conversation, 1974), de Francis Coppola, y con la que se obsesionará Harry Caul (Gene Hackman), un técnico de sonido en tareas de vigilancia, en San Francisco, alguien que trama y configura su vida sobre otra vigilancia, la de la intrusión de los otros en su vida, la reserva. Harry establece distancias, suspicaz ante cualquier interrogante o intromisión en su vida. Le molesta que una vecina le haya dejado dentro de su casa un regalo por su cumpleaños, porque le preocupa que alguien tenga acceso a su casa, que tenga otra llave, que pueda controlar su correspondencia, su espacio íntimo. Le molesta que Amy (Terry Garr), la chica con la que mantiene una relación, le haga tantas preguntas, le incómoda, y se revuelve receloso. A ella le molesta estar siempre tan pendiente de él, de cuándo aparece o no. Su relación se quiebra, porque los dos estiran la cuerda hacia su lado. Harry es como un monje, parece que vistiera un hábito, ese vestuario de traje y corbata con una gabardina, que parece traslucida; transpira severidad, rigidez, alguien que se ha retirado en su interior, en su soledad acorazada. Sus sentimientos a buen recaudo, sin querer implicarse en su trabajo, como si los sentimientos sólo interfirieran, sin hacerse preguntas, cual mero técnico que realiza trámites con la vida y el trabajo. Pero no se puede controlar la vida, ni eres el centro de la misma, no eres el único que tiene las llaves, eres una pieza más, y la realidad hará burla de tus presunciones.

En la primera secuencia, ese plano de la plaza, que realiza con teleobjetivo con acercamiento de zoom a los que transitan por la misma, resalta la figura de un mimo que imita a los transeúntes, hasta que el encuadre se centra en uno al que sigue remedando su gestos, Harry. Ya un anuncio de lo que será el curso o deriva de la narración, de lo que hará la realidad con el controlador vigilante. Quienes componían el encuadre de su vida, las piezas que lo mantenían estable, empiezan a disgregarse, a contrariarle. No sólo Amy, sino su asistente, Stan (John Cazale), quien tras discutir con él se une a un rival profesional de Harry, Bernie (Allen Garfield). La realidad comienza a ser territorio movedizo, incierto, amenazante. Harry empieza a mirar su rostro, a preguntarse sobre sí mismo, pero opta por mirar hacia afuera, como si las respuestas, o las soluciones que busca pudieran estar allá afuera. Harry llama (Caul fonéticamente se asemeja a call, ‘llamar’) pero la realidad no contesta, o hay interferencias, comienza a ser inteligible, y además surgen los fantasmas del pasado, aquellos que motivaron que se convirtiera en una especie de monje de clausura, clausurado para el mundo, sin implicarse con nada ni con nadie, cuando un trabajo de escucha con éxito propició, como consecuencia, la brutal muerte de un implicado y su familia. Es como si se hubiera roto la escotilla que había puesto en su vida. ¿Y si sucede de nuevo? ¿Y si esa pareja que escucha pueden ser asesinados por facilitar la conversación que ha grabado?

Aunque, al estrenarse pocos meses antes de la dimisión de Nixon, se asociara el argumento, por el uso de las escuchas, con el caso Watergate, el rodaje ya había concluido, en concreto en febrero de 1973, antes de que adquiriera resonancia en los medios ese caso. El mismo Coppola se quedó sorprendido con el hecho de que los equipos de escucha que usa en la película fueran los mismos que usaba la Administración Nixon para espiar integrantes del partido Demócrata. De hecho, el guion había sido escrito incluso antes de que Nixon fuera elegido presidente en 1969. Sí fue influencia determinante Blow up (1966), de Michelangelo Antonioni, una fascinante obra en términos semióticos, aunque cuestionable en términos cinematográficos, lejos, a mi parecer, de la excelencia de las obras que había rodado previamente Antonioni esa década. Es una obra mucha más sugerente por su planteamiento que por su materialización cinematográfica. Carece de la extrañación, de la turbadora atmósfera, que sí se logra en La conversación con el admirable uso de la luz y el color, obra de Bill Butler, tras reemplazar a Haxkel Wexler ya iniciado el rodaje, por diferencias creativas con Coppola (aunque algunas escenas se rodarían de nuevo, se mantuvo la secuencia inicial en la plaza). David Shire compuso antes de que se iniciara el rodaje la banda sonora, en la que destaca, sobremanera, su memorable tema principal con el piano como único instrumento. El brillante uso del diseño de sonido fue obra de Walter Murch, también coeditor, al que Coppola dejó mano libre durante la elaboración del montaje ya que estaba imbuido en la preparación de El padrino II (1974). Robert Duvall, que no aparece acreditado, interviene en escasas secuencias, en el tramo final, aunque su papel es importante en la trama, una figura de poder, como la que también encarnará en Apocalipse now.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
cinedesolaris
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