Comedia con sabor a retrato rural de boina calada hasta las cejas, textura de óleo pintado con un color sepia desvaído y con olor intenso a paja de habas, con perdón, que se desliza entre los fotogramas para no olvidar los orígenes.
Emotiva, candorosa e inocente pero también cáustica y capaz de producir desazón por su verismo lacerante.
M. Ozores urde su trama con sencillez, la convierte en largometraje con soltura y le confiere una fluidez narrativa digna de encomio.

Y contar con A. Landa como protagonista es una garantía adicional.

Siempre resultar alentador recuperar la obra de quienes, mediante ensayo y error, trataron de captar con su cámara lo que sucedía alrededor.
Pero retrotraer el reloj de la Historia muchos años atrás y comprobar que en 1874 P.J.C. Janssen ya apuntaba su objetivo hacia el planeta Venus produce verdadero vértigo.
Son cinco segundos que marcan un punto de partida y que configuran un nuevo modo de percibir el entorno.

Como en circunstancias parecidas, en este caso no es la calidad de la imagen lo que cuenta.
Su significado se inscribe en ese ámbito mágico e inmaterial de los pioneros.

Este capítulo de Sherlock presenta un ambicioso proyecto que, desde el punto de vista cinematográfico, parte de la hipótesis (casi de la convicción) de que la sorpresa, el desconcierto y lo inverosímil son los mejores aliados par mantener la atención.

Pero, entre la atracción y el rechazo que tal planteamiento suscita, el espectador se siente indefenso, a veces vapuleado y un poco bobo por dejarse implicar en el juego avieso que la película le propone.

Su virtud es su defecto.
Los giros imprevistos que se imprimen al argumento, su abuso de lo insólito y su carencia del criterio de la mesura hacen mella en la credibilidad del film y a veces resulta inevitable juzgar que nos hallamos en el contexto del realismo mágico en lugar de en el ámbito de una trama detectivesca.

Humana y, por eso, compleja, profunda en una trama que dibuja la pricología de los personajes con la mano diestra de quien tiene claro lo que quiere trasmitir y sabe cómo hacerlo, rica en matices, polícroma en su relato, comedida en su emoción.

A lo mejor es que estoy pasando unos días con la sensibilidad a flor de piel pero no dejo de preguntarme cómo ha podido pasar desapercibida una película como ésta.

Casta aproximación de rostros y de labios hasta apuntar en escena un primer plano del beso.
William Heise captó a los actores en su interpretación y parece que resultó una toma afortunada y controvertida.
Un modo para que el cine siguiera con paso firme por ese camino que apenas comenzaba a recorrer.

Como en casi todas las filmaciones de esta época (nos encontramos en 1896), correspondió a una cámara fija el honor de dar testimonio del ósculo.