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España España · Barcelona
Críticas de polvidal
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Críticas 348
Críticas ordenadas por utilidad
8
5 de enero de 2012
118 de 123 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una cosa es ser feo y otra bien distinta ser incómodo de ver. Lo mismo podría trasladarse al mundo del cine. Hay películas feas, como paradójicamente lo es Precious, haciendo de la miseria su estandarte, y hay películas, que como Tyrannosaur, son incómodas de ver. Filmes ante los que uno no puede evitar apartar la mirada por su extrema crudeza pero cuya finalidad va más allá del morbo gratuito, porque el amarillismo no es sólo cosa de la tele. Obras que, cada una a su manera, nos recuerdan que la vida no es de color de rosa.

El protagonista de Tyrannosaur, traducida aquí como Redención, está bien lejos de ser amable. Joseph es un ser amargado, alcohólico y con una violencia que, efectivamente, es difícil de soportar. Tampoco es fácil aguantar las imágenes de ultraviolencia machista que padece Hannah, una devota samaritana que se cruza un buen día en su camino. El repugnante marido le reserva las peores vejaciones y la cámara no se anda con sutilezas. La experiencia, sin duda, es angustiosa pero también es realista. No todos los barrios son Wisteria Lane.

Precisamente en el reflejo de una comunidad decadente se ha mostrado ejemplar el actor Paddy Considine. Debuta tras las cámaras con esta loable película, tras la cual es fácil augurarle un futuro prometedor. No sólo es el máximo responsable sino también el firmante del guión de Tyrannosaur, uno de los tantos más notables de la película. Se esmera en recrear una atmósfera de extrema sordidez y consigue extraer, poniendo como protagonistas a dos antihéroes, a dos seres desgraciados, un elogio a la amistad. Lo hace sin maniqueísmos, sin caer en la fácil tentación de edulcorar la cruda realidad. Aunque el título ya pronostique una redención, los personajes no experimentan súbitos y repentinos cambios de personalidad. Son los que son. Imperfectos.

Peter Mullan y Olivia Colman son los otros responsables de que Tyrannosaur resulte por momentos tan dolorosa. La actriz es la que está acaparando nominaciones por su frágil y angelical Hannah, pero es gracias al tándem que forma con el apático, violento e insensible Joseph que el filme adquiere toques tan humanos. Incluso Eddie Marsan, con uno de los personajes más detestables del cine reciente, suma verosimilitud a la cinta. No es tarea fácil provocar odio y asco semejantes y tan unánimes en platea.

Tyrannosaur, por tanto, no bucea en el lodo con el propósito de removerlo. Tampoco con voluntad de extraer una moraleja ni de ofrecer un cuento de superación personal. Es sólo el contexto en el que se mueve un ser atormentado, un alma solitaria y asqueada con la vida que se cruza con otro ser desesperado. Y de repente se entienden, se respetan y se quieren. Es cine incómodo de ver pero a veces nos demuestra que escarbando en la basura puede hallarse la belleza.
polvidal
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8
25 de febrero de 2015
132 de 153 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace una semana, se estrenaba en Antena 3 Bajo sospecha, la que prometía ser una de las series de la temporada, a juzgar por las alabanzas de buena parte de la crítica. Comparada con producciones del mismo género como Broadchurch o The Killing, el piloto enseguida denotó las mismas flaquezas que suele arrastrar la ficción televisiva española: planteamiento inverosímil, errores flagrantes de casting y una puesta en escena mediocre. Un producto correcto, decente, pero sin ningún tipo de ambición internacional.

Una semana más tarde, TVE decidía enfrentar el éxito de Antena 3 con su gran apuesta de ficción para este año, El ministerio del tiempo. Y en ese momento, expuestas las dos en el prime time de los martes, se produjo el milagro, la reacción espontánea, unánime y entusiasta del público en las redes sociales. Por fin una serie española decidía arriesgar en su argumento sin provocar vergüenza ajena. Por fin una ficción patria de la que sentirse orgulloso. Al fin la mirada puesta en un horizonte más lejano que el del espectador perezoso y conformista.

Los viajes en el tiempo son un recurso tan explotado en las series de medio mundo que El ministerio del tiempo corría el grave peligro de morir por comparación. Sin embargo, Javier y Pablo Olivares, los creadores de esta valiente osadía, han conseguido que la fusión entre ciencia ficción e historia resulte novedosa y entretenida, sin imponerse los límites propios de nuestra encorsetada ficción y arriesgando con una mezcla de géneros que, sorprendentemente, ni chirría ni avergüenza.

Saltar del chiste garbancero a un humor más inteligente no es tarea fácil, y más en un contexto ambicioso que quiere abarcar tantos géneros sin morir en el intento. Pero cuando el personaje que interpreta Salvador Martí, uno de los altos cargos de este inédito ministerio, suelta la frase “Somos españoles, ¿no? Improvisen”, enseguida nos descubrimos ante un panorama distinto, capaz de unir un támpax o un teléfono móvil con el siglo XIX sin obligarnos a apartar la mirada del televisor.

Pero para que un guión tan insólito luzca como se merece hacía falta un buen reparto que lo dotase de la credibilidad necesaria. Encomiable la labor de casting, que ha huido de los rostros de moda y ha conseguido un grandioso trío protagonista: Rodolfo Sancho, Aura Garrido y Nacho Fresneda. Hasta un fichaje tan cuestionado como el Cayetana Guillén Cuervo acalla las bocas y adopta a la perfección el tono de la serie, que tan fácilmente podía haber caído en la parodia.

La serie parece que ha optado por un sistema procedimental. Cada semana viajaremos a un episodio distinto de la historia de España. Lo que en un principio podría provocar pereza, una estructura previsible y fotocopiada, lo solventan sus creadores con tramas seriadas muy estimulantes, como esa alteración de los acontecimientos para salvar la vida de la novia del protagonista o la presencia de una perfecta villana: Natalia Millán.

Pero si El ministerio del tiempo quiere huir de lo predecible, conviene que siga la estela del piloto, plagado de sorpresas y giros. La aparición repentina de una puerta que permita viajar al futuro o la llegada de una nueva orden ministerial que autorice a modificar hechos traumáticos del pasado son posibles vueltas de tuerca que enriquecerían, sin duda, el rumbo de la serie. Porque, aunque algunos directivos de RTVE seguramente opinen lo contrario, la historia de España sí podría mejorarse.

Con una parrilla pública amordazada desde primera hora hasta el late night, ¿se atreverán los guionistas de El ministerio del tiempo a abordar hechos históricos más recientes y peliagudos como la guerra civil, el terrorismo etarra o el 11M? Si la serie quiere volverse más compleja y sugerente, debería hacerlo. De momento, nos conformamos con el mérito de haber proporcionado un gran soplo de aire fresco a la historia de la ficción televisiva española.
polvidal
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9
22 de octubre de 2019
119 de 132 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hubo un tiempo en el que el matrimonio se forjaba en la distancia, con los títulos nobiliarios, las credenciales económicas y la pintura como únicos requisitos para el compromiso. Desde nuestra era de la imagen y la inmediatez, sorprende pensar que nuestros antepasados se sirvieran de una sola imagen, pintada a mano, para sellar un contrato de por vida. Ahora, que no damos un paso sin antes haber rastreado todas las fotos en redes sociales de nuestros futuros pretendientes. De ese punto de partida nace ‘Retrato de una mujer en llamas’. El de una artista en el siglo XVIII que recibe el encargo de pintar el retrato de bodas de una joven que no quiere casarse. Por ello, debe hacerlo a escondidas, observando su rostro a hurtadillas.

De esa intimidad, de los paseos diarios al borde de los acantilados, de conversaciones a distancia corta y de profundas miradas, surge el amor prohibido. Y lo hace con la tranquilidad que a veces provoca saber que no hay mayor conflicto que el destino impuesto. Porque Céline Sciamma prefiere detenerse en el microuniverso de estas dos mujeres antes que recrearse en las consecuencias de un contexto hostil. Ya existen muchas películas que han denunciado la ausencia de libertades. No tantas que exploren el amor entre dos mujeres en su vertiente más recóndita.

La directora ha confesado que necesitaba mostrar una relación lésbica con la mirada de una lesbiana. Dice que películas que admira, como ‘La vida de Adèle’, no enseñaban un auténtico sexo entre mujeres. Para ello, se vale de una puesta en escena sobria, de la ausencia prácticamente total de banda sonora, y de unos planos que detallan gestos, sonrisas y miradas, reivindicando el arte manual, el cortejo de la palabra y el gozo de la paciencia. Lo hace prácticamente sin la presencia de hombres, reflejando una comunidad de mujeres en mutuo apoyo. Una rareza que tarde o temprano dejará de serlo en la historia del cine.

Y si la película ya cautiva con ese gusto por el detalle, con ese don de la palabra, con esa lucha entre el deber y la emoción, es con el plano final que termina de conmover.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
polvidal
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6
24 de octubre de 2018
127 de 149 usuarios han encontrado esta crítica útil
Imaginemos por un momento que Lady Gaga se da un golpe en la cabeza y pierde por completo la noción de su personaje. De repente, no solo olvida quién es Stefani Joanne Angelina Germanotta sino también la estrella que le dio fama mundial. Mientras sus fans conocen al dedillo cada una de sus canciones, cada una de sus manías, ella debe esforzarse por comprender a la celebridad desde la nada. Puede que no le gusten los estilismos estridentes, que ya no sepa llamar la atención, que incluso reniegue del pop. Pero el mundo exterior presiona para que recobre cuanto antes la memoria si no quiere renunciar a los beneficios de su vida anterior.

Hace falta buscar un símil real para tratar de entender el interesante planteamiento que nos propone Carlos Vermut en su tercer largometraje. ¿Dónde acaba la persona y comienza la artista? ¿Hasta qué punto nos convertimos más en aquello que los demás esperan de nosotros que en lo que somos realmente? Si le sumamos a ese dilema existencial la aparición de una seguidora que camufla en su ídolo toda su miserable existencia nos hallaremos ante un punto de partida inigualable. Lástima que todo el esfuerzo por introducirnos en una historia apasionante se diluya a medida que avanza el metraje.

Siguiendo la estela del Almodóvar más tremendista, el que mezcla el drama más teatral con un entorno costumbrista, Vermut parece más preocupado por la belleza formal de cada plano que por sumergirnos de pleno en una historia que finalmente no termina de explotar. Todo avanza tan bello pero tan lento, tan onírico pero tan gélido, que lo que prometía derivar en un tour de force interpretativo entre las dos protagonistas acaba enquistándose en una mera convivencia entre dos almas desoladas en busca de su sitio. Sería satisfactorio si no fuera porque la resolución final es tan explicativa, tan manida, que uno termina preguntándose si el que está detrás de la cámara es el mismo que sorprendió a todos con Magical girl.

Es evidente que Vermut cuenta con un portentoso sello personal pero también es palpable que con Quién te cantará ha dejado en el camino una buena dosis de evocación y atrevimiento. En su afán por ampliar público, no ha dejado ni un resquicio para la imaginación, que era parte del encanto con el que nos embriagó en su anterior propuesta. Ni siquiera el recurso de convertir un tema musical en el clímax de la cinta, que con Niña de fuego funcionó perfectamente, resulta aquí igual de eficaz. El momento Procuro olvidarte, un bellísimo travelling circular, ni siquiera es la mejor escena del filme.

Y es que al final, entre tanto plano marítimo, tantas miradas al infinito y tanta distancia entre las protagonistas y el espectador, la mejor escena de la película acontece entre una madre y su hija maltratadora, entre una Eva Llorach y una Natalia de Molina que representan a la perfección las relaciones familiares tóxicas. Y es en ese instante, prácticamente solo en ese instante, cuando Vermut logra ponernos el corazón en un puño. Viniendo de un director que con una sola cinta logró emocionarnos, sorprendernos, sacudirnos y trastornarnos, el resultado sabe realmente a poco.
polvidal
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8
12 de agosto de 2014
94 de 97 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esto no es House o Anatomía de Grey. Aquí la maquinaria quirúrgica de última generación no se acompaña de música molona para impresionar al espectador. Aquí la banda sonora y la estética, tanto o más modernas que en las series médicas de gran popularidad, ejercen de contrapeso ante los rudimentos de la medicina de principios del siglo pasado, cuando la anestesia se alcanzaba con éter o comenzaban a gestarse las primeras cesáreas. Una época de utensilios y remedios prehistóricos que The Knick logra recrear a conciencia, sin tapujos y con absoluta precisión, alcanzando cotas de espectacularidad mucho más altas que la tecnología más rompedora.

Porque los artilugios futuristas y la ciencia ficción están muriendo de éxito, quizá convenía echar una mirada al pasado para innovar en el campo de la ficción médica. Los de la HBO y su hermana menor Cinemax han sabido encontrar un filón apasionante en los avances que revolucionaron la historia de la medicina. Hartos de diagnósticos y tratamientos ultraeficaces, de tecnología punta, de CSIs, nos ofrecen una visión mucho más cercana de la profesión médica que las tramas actuales.

Absténganse los hipocondríacos, porque The Knick abre sus puertas con una intervención quirúrgica en la que no se escatiman los primeros planos. Bisturís, incisiones, tijeras, esponjas y sangre, mucha sangre, es lo que desprenden los primeros planos de una serie que no cree en los milagros y los finales felices sino en los avances y retrocesos de una época de plena experimentación, en la que la medicina avanzaba a tientas y sin patrón.

El encargado de impartir esta asignatura avanzada sobre Historia de la cirugía es el Dr. John W. Thackery, algo así como el Gregory House de 1900 pero sin cojera y con adicción a la cocaína. Brusco y detestable como su colega en el Princeton-Plainsboro, ambos comparten una miserable existencia absolutamente entregada al trabajo. La gran diferencia es que The Knick no lleva el nombre de su protagonista sino el de un hospital. Pequeño gran matiz que permite ofrecer una visión amplia y global del sistema de salud en la Nueva York de los primeros años del siglo XX.

Los derechos del paciente, la enfermería, las urgencias, la filantropía. Nada es como solía ser en aquella época, tal como rezaban los diez diferentes carteles promocionales de la serie y que ya vaticinaban su gran amplitud de miras. Tampoco la igualdad de oportunidades ni la religión, representadas por dos de los personajes más prometedores de The Knick, el médico negro de impecable currículum y la monja pingüino adicta al tabaco y al sarcasmo.

Por si todas las virtudes que ha mostrado el piloto (y alguna flaqueza, como la tendencia al arquetipo) no fueran suficientes, la serie queda en manos de Steven Soderbergh, que parece haberle encontrado el gustillo a la televisión tras el éxito de Behind the Candelabra. No es una impronta cualquiera. Con su abanico de planos de riesgo y una agilidad en el ritmo que recuerda a Ocean’s eleven, consigue dotar de la más rabiosa actualidad a una serie de época. La dosis de talento y prestigio que le faltaba a Cinemax para convertirse en otro canal de referencia.
polvidal
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