La fuerza de lo inabarcable es más poderosa que el ansia de una familia por intentar vencer las trabar que le impone la fatalidad. Lo cotidiano, la vida natural, la sonrisa de la abuela cien veces menospreciada y cien veces olvidando, los ojos brillantes de un niño ansioso por conocer un mundo que a todas luces le resulta grande e incomprensible. Maravillosa crónica del destino implacable vista con la precisión de los hermanos Lumière.

Con la excusa de la búsqueda de una bicicleta robada, el director nos muestra el ansia por salir adelante de un hombre sin trabajo en la Italia de finales de los cuarenta. El hacinamiento, la miseria, el desconsuelo de los inmigrados, la delincuencia y el paro, el personaje se mueve entre las calles semiderruidas, buscando un sueño, una quimera, mejorar su vida. La bicicleta supone no sólo un instrumento de trabajo, es todo un símbolo de un tiempo que debe estar por llegar, que dejará atrás las miserias de un mundo atrasado y ruin y dará paso a una sociedad más solidaria con los hombres. Ejemplarizante.

Es curioso como el pasado está repleto de escenas que nos vienen a la memoria sin que ellas sean solicitadas y como otros detalles que en su momento fueron importantes no conseguimos recordarlos hasta el punto de crear ansiedad en nuestras mentes. En el momento de hacer balance final de sus actos, el anciano doctor debe enfrentarse al juicio más importante de toda su vida, él mismo seccionando partes de su infancia y adolescencia para intentar hallar la causa de la infelicidad que genera entre su hijo y su nuera. El viaje interior y el viaje exterior van de la mano para purgar los malos recuerdos y demostrar que en todo momento, las acciones que uno realiza pueden estar justificadas por el contexto en que se producen.

No sé nada de John Ford, supongo que sé que es de origen irlandés, pero no sé seguro si lo he soñado o lo he deducido. Lo que sí tengo claro es que es una persona, fue una persona instruída y no sólo en materia cinematográfica. La película puede ambientarse perfectamente en la Grecia clásica o en Dinamarca medieval o en el remotísimo Tokyo de los shogunes y no habría que tocar nada, ni diálogos ni casi ambientaciones. El duelo final es épico, tenso, pero dramáticamente humano, si se quiere, real, dos tiros por aquí, uno por allá y la muerte, la cegadora de todos los instintos, aparece sombreando los ojos de quien ha sido elegido. Los momentos de recitado del poeta borracho, las caras de lobos de los forajidos, el honor, la miseria, la envidia y el engaño, los celos y la fiesta, la devoción y el deber... si quisiera podría hablar horas sobre cómo es tratado cada uno de estos temas en una película de tamaño justo, con la música justa, con la canción de clementine adormeciendo la siesta del desierto. Todo lo hace apetecible: los frijoles, el poker, la mecedora debajo del porche... hasta la manera en que limpia los restos de café en la taza de latón... me ha encantado, me ha seducido, me parece más película que la diligencia, más seria, más honesta si cabe y por lo tanto, sin dudarlo, le voy a poner un rotundo DIEZ.

Sobria y en la medida de lo posible, objetiva película acerca de la discapacidad y el difícil trance de la adaptación de la familia a un hecho inesperado y del discapacitado a un mundo nuevo. Los actores, los de verdad, están bien, pero los que se salen son los aficionados. Moderna, huye de paternalismos ñoños y de sensiblería cursi. Acertada.