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España España · Castellvell del Camp
Críticas de Jordirozsa
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Críticas 185
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
4 de febrero de 2024
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«Pienso, luego existo». Esta es una de las máximas más conocidas de la historia de la filosofía, acuñada en el siglo XVII, ya que presupone que la consciencia del ser es algo que podemos inferir como resultado de usar o hacer uso de la razón. Pero el desarrollo del pensamiento pasa por el lenguaje, o sea, por pensar y decir. Ergo, ser consciente: existir.

Por un lado, eso es lo que parece ocurrir en el film de la ya difunta Stacy Title, (1964 – 2021), en el que «pensar» y «decir» da lugar a una «existencia», la de un ser sobrenatural cuyo origen no se explica en la película, (fallo del guion, o simplemente no es algo relevante para lo que la cineasta consideró), y, ¡qué paradoja!, su aparición en nuestro plano existencial implica la muerte, es decir, la «no existencia» de aquellos que han «pensado» y «dicho», en virtud de su condición de seres conscientes.
Vaya contradicción, ¿no? Pero dejémoslo ahí, pues habría miga para rato y corremos el riesgo de enloquecer.

Con solo un puñado de títulos precedentes como carta de presentación, Title se mete en la jungla de las leyendas urbanas y toma una narración de Robert Damon Schneck ( «The Bridge to Body Island»), que el marido de la realizadora, Jonathan Penner, convertiría en libreto para el proyecto de su esposa. Flaco favor le hizo, pues «The Bye Bye Man», a pesar de su trasfondo y su poliedrismo en cuanto a posibilidades de desarrollo de argumento, trama, guion, personajes, el planteamiento, la elaboración y la ejecución de estos, se ven perezosos, insípidos e incluso negligentes.

La trama, como estructura o esqueleto de todo el resto, es demasiado simplona para una cinta con más pretensiones que patente eficiencia del producto final resultante.
El argumento se lo ahorran. Parte de algo ya escrito, que a su vez proviene de una historia basada en un tópico muy primitivo: el viaje en nuestras mentes como proyección de lo que no nos gusta en nosotros mismos y que, por lo tanto, pretendemos echar afuera. Si podemos, sobre nuestro vecino, y no siempre de forma constructiva.
En ocasiones, no pocas, representado en figuras imaginarias externas, personificado o expresándolo en multitud de metáforas y de símbolos que cuentan con ese pozo intercultural común del que todos acabamos bebiendo, nos apetezca o no.

«The Bye-Bye Man», el «hombre del saco», Slenderman, Mr Sandman, «The Babadook», Michael Myers, Freddy Krueger... la lista sería interminable, de variopintos monigotes con los que siempre se ha intentado asustar a personas de todas las edades, ya que cuando no existía el cine estaban en boca de papás, mamás, abuelos y abuelas, con la función de servir como reguladores de la conducta de los más peques, bajo seria amenaza de ser llevados al inframundo, quizás a la muerte, como poco, por tales monstruosos seres.
Por lo tanto, todo título, etiqueta o incluso reclamo publicitario que termine en «-man», en una película de terror, ya nos debe dar al olfato un tufo de icónico reflejo de lo peorcito de cada uno de nosotros mismos.

El «no lo pienses, no lo digas», no es un invento urbanita del presente, sino que se remonta a la Edad Media. En relación a «ese de los cuernos», a quien siempre pintamos de rojo y hacemos apestar a azufre quemado. Estaba terminantemente prohibido pensar o decir su nombre sin el peligro de que invocarle podría eventualmente suponer, implicar, su aparición real.
Mal pese a los ávidos de cosas novedosas y originales, la sopa de ajo ya hace tiempo que se inventó.

La inanidad de la trama y la falta de ritmo insuflado en la narrativa contagian otros ámbitos de la película, como la fotografía de James Kniest, que imprime un aire tan oscuro, espeso y siniestro, cómo mortalmente monótono en el color, la iluminación y los movimientos de cámara. Excepto cuando se trata de la escena introductoria de la matanza con final de suicidio. Esta macabra obertura remata, nunca mejor dicho, por su contraste con el resto, cualquier atisbo de terror, intriga o suspense, por su carácter premonitorio.

Y, por si fuera poco, hasta el prólogo queda aguado por esa infame calificación de 13 años que hace el producto apto para el consumo de «muñacos» que tienen más tacos que los prescritos y, seguramente, en virtud de lo cual, se priva al espectador del derroche de violencia, sangre y desparrame de sesos que requería la escena. Una vez más, el comercialismo prima sobre el arte.

A partir de ahí, entramos en fase de encefalograma plano que ni los actores y actrices convocados para esta producción logran mitigar con sus desiguales interpretaciones, dejando el terreno peligrosamente accidentado, con baches, agujeros, y un huerto poco cuidado, sin regar, y con sus plantas mustias.

Douglas Smith y Cressida Bonas son los únicos del elenco que le echan algo de ganas; los ojazos y el precioso pelo rubio suelto del actor parecen bastar para darle una significativa presencia ante la cámara.
Con un toque de elegancia tristona que le vemos en sus medias sonrisas, una auténtica y serena belleza, la de su rostro. Sin embargo, le falta empuje por parte de la dirección, cosa que deja asomar una «mise en scène» demasiado sobreactuada que convierten a los personajes de Elliot y Kim en algo extravagante y, en no pocas ocasiones, rozando la hilaridad.

Los otros dos jóvenes protagonistas, Lucien Laviscount (John) y Cressida Bonas (Sasha), andan claramente por detrás, con roles a desempeñar que rozan el estatus de un par de floreros. De todos modos, está claro que es Smith quien ostenta el liderazgo de todo el elenco, en cuyo banco de secundarios tenemos unas sólidas aportaciones de Michael Trucco, (Virgil, el hermano de Elliot), y la pequeña Erica Tremblay (Alice, hija de Virgil y sobrina del prota).

Por lo poco que el guion les da, tanto en términos de tiempo como en elaboración de sus personajes, me supuso una muy agradable sorpresa el tándem cameante de féminas veteranas, especialmente la brevísima pero provocadora intervención de Faye Dunaway,
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Jordirozsa
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6
11 de enero de 2024
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La fotografía de Xavi Giménez en «Los Abandonados» (2006) captura la belleza en entornos desiertos y apartados. Su habilidad con la luz y la sombra crea una estética tanto atractiva como inquietante, que apela directamente al espectador. Esta dualidad, entre la estética visual y el tema del aislamiento, intensifica la soledad y el malestar en la película. Los paisajes y construcciones abandonadas se convierten en personajes, reflejando los temas de la obra. Rusia, con su naturaleza vasta y poco explorada, es un escenario ideal para el aislamiento y abandono. Las aldeas y granjas deshabitadas añaden realismo y melancolía, simbolizando la fugacidad y el olvido. El concepto de «nomadismo errático» refleja la transitoriedad de recuerdos y espíritus. El uso del «limbo atemporal» en la película, desdibujando el pasado, presente y futuro, crea incertidumbre y refleja las luchas internas de la protagonista. El río, como metáfora de la vida y transición, representa el viaje a través de su psique, en un mundo donde la realidad se entremezcla con el recuerdo y la fantasía, resaltando su desconexión con lo tangible y su vivencia emocional.

La banda sonora compuesta por Alfons Conde destaca por su enfoque en una partitura sinfónica pura, sin recurrir a acrobacias ni efectismos electrónicos. Es una elección artística que añade profundidad y riqueza. Tiene una manera única de evocar emociones complejas y sutiles, y en el contexto de esta película, sirve para intensificar la sensación de misterio, desolación y tensión. El lenguaje musical de Conde, centrado en la simplicidad, demuestra un entendimiento de cómo la música puede servir a la historia. En lugar de dominar o distraer, su música se integra perfectamente con los elementos visuales y narrativos, creando una experiencia sinérgica para el espectador.

Después de «Los Abandonados», Nacho Cerdà optó por documentales de terror en vez de ficción, lo que sugiere un interés en analizar el género desde una perspectiva distinta, evitando tal vez las exigencias de producciones de larga duración. Esta transición podría reflejar un deseo de ahondar en las raíces y efectos del terror en la cultura, en lugar de limitarse a crear en el género. Aunque el cine supone complicaciones varias como críticas y financiamiento, la ausencia de más películas de terror de Cerdà puede deberse a factores del mercado y oportunidades como realizador. Su trayectoria ilustra la naturaleza imprevisible y compleja del cine, donde los caminos de los artistas están marcados por influencias tanto personales como profesionales.

Las actuaciones de Anastasia Hille (Marie) y Karel Roden (Nikolai) son centrales. Hille, en su rol principal, ofrece una interpretación llena de intensidad y emoción, abarcando un rango de miedo a determinación. Roden añade misterio y profundidad a la trama. Su presencia enigmática complementa a Hille. La película evoca «Star Wars: The Empire Strikes Back» (1980), donde Luke enfrenta una versión fantasmal de sí mismo, simbolizando luchas internas y miedos. Este enfrentamiento con un «doble» es una metáfora de conflictos internos y traumas, similar a la batalla de Luke contra una imagen de Darth Vader que representa su temor a convertirse en aquello que desprecia. Estos duelos simbolizan momentos de autodescubrimiento y confrontación con verdades ocultas. Son técnicas efectivas para explorar la identidad, el destino y la moralidad. Sin embargo, en «Los Abandonados», esta revelación ocurre quizás demasiado pronto, afectando el desarrollo de la narrativa.

En «Los Abandonados», Nicolai y Marie enfrentan un destino sellado por el «espíritu» paterno, ejemplificando el fatalismo típico en historias de terror y tragedia. Esta predestinación, surgida de errores ancestrales, resuena con tragedias griegas donde los finales son inexorables. El «espíritu», uniendo pasado y presente, demuestra cómo las acciones pretéritas afectan a descendientes. Atrapados en una trampa mortal, los hermanos ilustran su tragedia ineludible, intensificando la atmósfera sombría. La película, generando suspense y miedo, reflexiona sobre la imposibilidad de escapar de nuestro legado y las consecuencias de actos antiguos.

Críticos obsesionados con la novedad a menudo desestiman los temas clásicos en cine, especialmente en terror. Olvidan que el cine, arraigado en tradiciones narrativas antiguas, se nutre de mitos y arquetipos universales, en el sentido que lo propuso el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung. Las tragedias griegas, que abordan el destino y la lucha contra lo inevitable, siguen fascinando. La dramaturgia ha reinterpretado estos temas a lo largo de las eras, manteniendo su esencia. «Los Abandonados», con elementos como el «eterno retorno», se alinea con esta tradición. Algunos lo ven pasado de moda, otros aprecian su conexión profunda con el espectador. La originalidad no es solo inventar, sino reimaginar lo antiguo resonantemente. La obsesión por lo nuevo a veces ignora el inconsciente colectivo, lleno de patrones y recuerdos ancestrales. En el terror, se exploran temas atemporales de manera que impactan al público moderno. La creatividad incluye saber reinterpretar y revitalizar historias clásicas, esenciales en nuestra comprensión del mundo.

En «Los Abandonados», se entrelazan mitos ancestrales y leyendas, esenciales en su trama y simbolismo. Destaca el Mito del Doppelgänger, de raíces germánicas, simbolizando la confrontación interna mediante un «doble» fantasmagórico. Se suman relatos de casas embrujadas y espíritus de ancestros, mostrando espacios impregnados del pasado trágico familiar. Estos temas se vinculan con la idea del viaje al inframundo, un descenso simbólico que revela verdades ocultas y miedos, y el concepto de ciclos de vida, muerte y renacimiento, reflejando patrones repetitivos y destinos ineludibles.

«Los Abandonados» combina culturas narrativas, creando una resonancia universal. Incluye influencias latinas de leyendas y fantasmas,
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Jordirozsa
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5
8 de enero de 2024
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En "Don’t Knock Twice", es evidente que Caradog W. James desbordaba intenciones de hacer confluir su trabajo, o el encargo de las productoras Seymour Films y Red & Black Films, con los imaginarios del colectivo adolescente. Su meta era instruirlos en el sincretismo de historias populares de terror que hierve en su olla de cocido, con las quimeras, miedos e inseguridades y otros pertrechos afines a las mochilas de papas y mamás con vástagos de estas edades. Así, tenemos dos públicos diana, perfectamente perfilados, que pueden identificarse con cualquiera de las dos rubiales del tándem protagonista: Katee Sackhoff, interpretando a la mamá Jess, una escultora desintoxicada que rehace su vida agarrándose a las faldas, mejor dicho, sería bolsillos, de un banquero llamado Ben, interpretado por Richard Mylan. Ella acude con él al centro de acogida donde se encuentra su hija adolescente Chloe (Lucy Boynton), la también blonda actriz, con el propósito de recuperarla después de haber renunciado a su tutela cuando solo contaba la chiquilla con nueve años. Así, sin más, porque la señora decide, ella solita, que es capaz de ganársela y hacérsela suya precisamente ahora, en la edad del pavo, y después de tanto tiempo. Pues que no les pase nada a las dos.

Al maromo banquero lo hacen desaparecer del metraje. No por ser actor malo, sino por secundario masculino prescindible, con la excusa diegética de un viaje de negocios. Por otra parte, típico rol del padre, o padrastro en este caso, adinerado o distante, a quien no se le verá más el pelo después de apenas una escena en la que el guion le tiene reservadas solo algunas gilipolleces dialógicas.

Queda pues claro que hoy los tíos no pintamos nada, ya seamos los de la generación adulta (que parecemos sucumbir casi siempre en este género al prejuicio tópico del desentendimiento de los problemas); o sean los tocayos de la joven, el único tal su supuesto novio Danny (Jordan Bolger), que justo después de hacer de maestro de gamberrada para la Chloe, y haber cumplido la cuota racial en cinematográfica y administrativa prescripción, también se esfuma. Mejor dicho, lo esfuma la bruja. A la que despertarán golpeando dos veces la aldaba de la puerta de la destacada casa en la que se supone, según leyendas urbanas, que mora su espíritu.

Ahí ya tenemos la primera inyección de imaginería de terror popular, introduciendo la figura de la Baba Yaga, arraigada en el folclore eslavo y costumbres/juegos/gamberradas infantiles de abolengo más moderno, como ir a tocar los timbres de las casas y, consecuentemente, las pelotas de los vecinos y salir corriendo. Algo en lo que yo mismo participaba en mi comunidad, de crío. Solo que, como mucho, nosotros nos llevábamos broncas, palabrotas, o algún que otro cubo de agua fría a pesar de que fuera invierno, a diferencia del pobre Danny, en nuestra película, que será arrastrado por el terrorífico fantasma de la bruja. Ésta irá después a por las dos «chicas de oro».

Si al principio la Chloe pone morros a mamá y le deja bien claro que no quiere saber nada, cuando se las tenga que ver con la habitante de la casa en la que ha tenido lugar el cachondeo de la aldaba, la niña corre de nuevo al regazo de la mamá, olvidándose convenientemente del abandono al que la había condenado años ha. Así se reinicia, hasta cierto punto, este vínculo perdido que en su día fue roto y marcado por la negligencia materna. Y ahora vemos retomado para presentar batalla al «pack» de toxicidades que entrarán en juego en la liza narrativa del metraje.

Creo pensar que está simbolizado en la Baba Yaga, que como elemento sobrenatural de turno, no deja de ser, o representar, una proyección gráfica en el espacio diegético de las inseguridades, temores, heridas abiertas y otros tantos bultos que ambas protagonistas están llevando sobre sus hombros. Y parece ahora que han decidido ayudarse mutuamente para sobrellevar y gestionar, para poder ambas conseguir ese estatus de independencia emocional que debería caracterizar o distinguir sus mentes sanadas del estado de confusión y tribulación en el que se sumirán hasta romper el maleficio de la bruja.

La diferencia de edad entre Chloe y su madre, interpretadas por actrices con apenas 14 años de diferencia, deja un tono postizo que sus respectivas caracterizaciones no logran ocultar. Además, ambas son rubias, con caracteres o perfiles de personalidad muy marcados. Posiblemente, Caradog W. James estuviera interesado en remarcar este significativo grado de indiferenciación en la puesta en pantalla, representando también la naturaleza especular de sus respectivos comportamientos y perfiles psíquicos en cuanto a evolución, madurez, conducta y sentimientos. Esto se puede extrapolar perfectamente a sus roles: Chloe corre a buscar refugio en casa de su madre, pero al final, ¿Quién será que, por ser más madura y haber crecido psicológicamente, tiene que proteger a la otra de la maldición?

El simbolismo de esta unicidad o indiferenciación del individuo respecto a su referente, afrontando un elemento externo y en este caso sobrenatural, sobre el que se proyecta lo más oscuro y enfermizo, es un recurso que contribuye a dar un matiz viciado y sofocante al ya de por sí siniestro y oscuro aire gótico con el que los responsables del diseño de arte de la cinta la envuelven. Lo rematan con una fotografía de Adam Frisch, que se guarda bien de que el imperio de la luz se salga o se haga con el dominio completo, incluso en las escenas diurnas, de modo que hasta éstas quedan invadidas de la atmósfera ominosa. Un efecto reforzado por una banda sonora no menos inquietante de James Edward Barker y Steve Moore que, en todo momento, rehúye las estridencias para causar sobresaltos, sin caer, salvo en contadas excepciones, en el exceso dramático.

El resto de los componentes de la factura técnica envuelven y acompañan esa relación madre e hija que constituye la espina dorsal del argumento de «Don’t Knock Twice». Se visten con la paramenta
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Jordirozsa
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7
22 de noviembre de 2023
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En «Backtrack» (2015), la tensión gira en torno a la disyuntiva entre trastorno psicótico y lo sobrenatural, manteniendo al público en suspense. Este dilema, que desafía a discernir entre la realidad y la ilusión, es central en la narrativa. El guion entrelaza lo psicológico y lo paranormal, creando constante incertidumbre. Esta ambigüedad, similar a otras obras del género, plantea si las visiones del protagonista son síntomas de una mente perturbada o algo más. Este vaivén mantiene el interés a lo largo de la película, prometiendo un desarrollo donde predominan elementos dramáticos sobre los sobrenaturales, aunque ambos se entrelazan en el metraje. En este contexto, lo sobrenatural parece tan real como la psicosis, generando un juego equilibrado de explicaciones. Esta incertidumbre, que alimenta la tensión, juega con miedos y expectativas. La audiencia, sin certeza de lo real, cuestiona constantemente lo que ve, impulsando la narrativa y el compromiso con el misterio a resolver.

La cinematografía de Stefan Duscio establece el tono y atmósfera del suspense sobrenatural. Sus interiores, en sombras tenues, reflejan la turbulencia de los personajes, contrastando con exteriores más naturales y menos claustrofóbicos. Los ángulos y encuadres de Duscio intensifican el misterio y la desorientación, esenciales en el género. La paleta de colores, con tonos fríos y desaturados, evoca alienación, mientras que destellos de colores cálidos ofrecen un respiro visual efímero. Su trabajo no solo es estético, sino que también amplifica los procesos psicológicos y las percepciones sobrenaturales del protagonista, reflejando y amplificando su tormento interior.

En muchas películas, la tensión entre lo sobrenatural y lo psicológico impulsa la trama. «Lo que la verdad esconde» (2000) y «El Sexto Sentido» (1999) usan lo paranormal para revelar secretos y explorar la pérdida, respectivamente. «Los Otros» (2001) presenta a Nicole Kidman enfrentando verdades familiares ocultas, mientras «Shutter Island» (2010) juega con la percepción de la realidad. En «El Orfanato» (2007), lo sobrenatural se entrelaza con el drama, llevando al personaje de Belén Rueda a confrontar su pasado. Se usa la ambigüedad entre lo sobrenatural y lo psicológico para crear suspense y guiar a los personajes en un viaje de resolución de traumas, ofreciendo una experiencia de visionado que conduce a la catarsis o redención.

En cambio, en «Afliction» (1997), de Paul Schrader y protagonizada por Nick Nolte y James Coburn, carece de elementos sobrenaturales, pero comparte un esquema narrativo muy similar con «Backtrack» en su exploración de los traumas pasados y su impacto en el presente. En «Afliction», la historia se centra en la vida de un hombre, interpretado por Nick Nolte, que lucha contra los fantasmas de un pasado turbulento, marcado por el abuso y la violencia paterna. A lo largo de la película, se observa cómo este pasado aflige al protagonista, afectando profundamente su vida adulta y sus relaciones. Al igual que en «Backtrack», el personaje principal de «Afliction» se ve impulsado a confrontar y desentrañar los misterios y traumas de su pasado para encontrar algún tipo de resolución o redención. Pero mientras que «Backtrack» utiliza elementos sobrenaturales como vehículo para explorar y revelar los traumas, «Afliction» se mantiene en el ámbito de lo realista.

Según la teoría del apego de John Bowlby, en ambas películas hallamos un apego inseguro o ansioso, que lleva a dificultades en la regulación emocional, desconfianza en las relaciones y una imagen de sí mismo negativa, lo cual se refleja claramente en los personajes: la pérdida traumática, la ansiedad de separación... que se manifiesta en formas de comportamiento evitativo o en la búsqueda de reemplazos simbólicos para la figura perdida.

La referencia a Carl Gustav Jung a través del personaje de Sam Neill es clave. La «sombra» de Jung, aspectos reprimidos como culpa o traumas, es central para Brody, quien enfrenta eventos que reflejan su psique oculta. La «sincronicidad» de Jung también aparece, con coincidencias que llevan a Brody hacia el autoconocimiento y la resolución de conflictos internos. Estos conceptos junguianos ayudan a explorar la complejidad de su personaje y su viaje hacia la integridad personal.

«Backtrack» revela prematuramente aspectos clave de su misterio, disminuyendo el impacto del suspense y horror hacia el final. Revelar temprano las pistas sobre el trauma de Peter reduce la sorpresa, pudiendo el público sentir que ha resuelto el misterio antes del clímax. La película se enfoca más en el drama psicológico que en el horror, desviándose de las convenciones típicas y, aunque ofrece una narrativa rica y profunda, puede no satisfacer a quienes esperan un enfoque más tradicional. Petroni compensa esto con una escena de acción al final, revitalizando la trama y manteniendo el interés. Esta táctica sirve para reenergizar la historia y mantener el compromiso del espectador. La habilidad de Petroni para manejar estos cambios de tono es notable, equilibrando drama, acción y suspense para crear una narrativa coherente y atractiva. Su enfoque demuestra una comprensión sofisticada de cómo adaptar la narrativa para satisfacer o incluso superar las expectativas.

La actuación de Adrien Brody en «Backtrack», así como la de su homónimo adolescente (el guapísimo Jesse Hyde) destaca por transmitir emociones intensas, compensando limitaciones del guion. Su habilidad para evocar tristeza y dolor sin apoyarse en narrativas explícitas muestra su talento. Sin embargo, esto crea un desequilibrio con personajes secundarios, interpretados por actores como Sam Neil, quienes no logran un desarrollo completo, quedando subutilizados en la trama y limitando la complejidad de la historia.

«Backtrack» opta por un diseño sobrio y minimalista, enfocándose en el relato y las actuaciones. Esta simplicidad visual, reflejando la naturaleza interna y psicológica de la película,
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Jordirozsa
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6
20 de noviembre de 2023
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Antes de ver «Ataúd Blanco: el juego diabólico» (2016), del argentino Daniel de la Vega, tenía tan solo la referencia fugaz del tráiler y algunos comentarios y críticas de la red, en varias plataformas y medios que, más que expectación, me dejaron un mal sano prejuicio hacia la cinta.
Esto se debía a que varios sostenían la presencia de influencias «tarentinianas» y de otros renombrados directores, como Sam Raimi, en la fresca idea del argumento de esta pequeña joya de las «tierras de la plata».
Me imaginé, no sé por qué, una especie de comedia de terror que siempre procuro evitar por la disonancia que me causa la combinación de ambos géneros (llámenme puritano). No denuesto los productos de este lenguaje, que a mí siempre me sabe a espaguetis con mermelada, pero, para gustos colores. Y he de decir que con «El Ejército de las Tinieblas» (1982) de Sam Raimi; «Mordiscos Peligrosos» (1985), de Howard Storm; o «El Día de la Bestia» (1995), de Álex de la Iglesia, por poner algunos ejemplos, he llegado a disfrutar.
Así que decidí desprenderme de mis ideas preconcebidas y me dispuse a darle un espacio de mi tiempo a una película que se me antojaba cómica, al esperar una especie de «gincana», con una de sus protagonistas haciendo el «Fórmula 1» en un coche fúnebre, al estilo de «La carrera del siglo» (1965), de Blake Edwards, con sus toques humorísticos.
Sin embargo, la cosa iba en serio, y de la Vega elabora algo tan tonificante cómo ingenioso, y no tanto por una supuesta originalidad temática, sino por su capacidad de saber coser la multiplicidad de retazos de los que bebe su telar.

Ahí tenemos un montón de tópicos de los que bebe e incorpora en su entramado: «road movie», «slasher», cultos y ritos satánicos, historias de ultratumba (que le dan un especiado muy gótico, innovador en los parajes argentinos), y un largo etcétera de componentes con los que el realizador tiene la habilidad de recrear algo que logra, no solo entretener, sino hasta cierto punto entusiasmar al espectador (hablo en general, no solo del fan del terror), en un escaparate del género que ofrece muchas posibilidades creativas, pero del que muy pocos saben aprovechar los recursos, ya sea por desidia o por imposición de los intereses, las demandas sociales o las limitaciones de presupuesto y de mercado.

Presentada en el festival Fantasia de 2016 en Montreal, «Ataúd Blanco: El Juego Diabólico», hace honor a su subtítulo por lo menos en dos sentidos. En primer lugar, la aparentemente enrevesada trama que los hermanos García Bogliano hilvanan alrededor de la historia de una madre que, huyendo de un asfixiante y castrador pasado (como no podía ser de otra manera, un marido presuntamente tirano del que sale escapando en su coche con su hija), se verá sumida en el desafío de tener que rescatar al retoño del tan implacable como despiadado destino que le quiere deparar una comunidad de culto (pagano, maligno, satánico... no me quedó claro el origen de la secta, a pesar de lo que se pueda presuponer).
Ahí falla el factor contextual, así como otros aspectos del sustrato vital de los protagonistas. Tenemos a otras dos señoras que se ven igualmente metidas en el enredoso plan. Me supo a poco guisado y elaborado, un filme que apenas llega a los 80 minutos. Y aún no concluida la presentación del planteamiento, se desarrolla y consume a un ritmo trepidante y angustioso, en el que no se escatiman truculentas escenas (sin caer, eso sí, en el abuso y desparpajo de la hemoglobina). Un tiempo que requiere de la más total y absoluta concentración en la pantalla, y no permite desviar la vista, el oído, el gusto ni el tacto (mejor no estar en un ágape viendo la peli), y, aún así, no nos permite perder detalle de cosas que quizás habrían requerido alguna explicación o reflexión más profunda.

Otro aspecto por el que podemos hablar de un auténtico «juego diabólico» es la inversión o perversión de algunos valores personales y sociales de las «concursantes», así como los dilemas a los que éstas se van a someter en la comisión de sus acciones, las cuales, en principio, no llevarían a cabo por mor de estos valores. Por lo tanto, se echa de menos un proceso narrativo de desarrollo más concienzudo de los personajes de Julieta Cardinali (Virginia) y sus competidoras: otra madre interpretada por Eleonora Wexler y una profesora a la que da vida Verónica Intile. Las tres, curiosamente mujeres, en nuestro imaginario colectivo, especialmente el mediterráneo, latino y el de nuestros primos hispanoamericanos, representan las imágenes arquetípicas de la maternidad protectora, capaz de desplegar la furia necesaria para proteger a la prole. Con un irregular espectro de logros, sus actuaciones llevan el encargo implícito de pelear cada una de ellas por el menor que tienen bajo su protección, desde su condición.
Esto implica que en tal empresa salga lo peor de cada una de ellas como ser humano y, ojo ahí, porque según cómo queramos interpretarlo, podemos ver intenciones caricaturescas o burlonas en el papel de la mujer como madre custodia. De hecho, se produce un proceso de transferencia, pues (ya sea uno de «los caídos» o de «los celestiales»), Virginia tendrá su propio ángel guardián en el personaje de Rafael Ferro (Masón).
Es un tema pantanoso desde la perspectiva de género, pues tras la máscara del papel de «mamá heroína», también se puede entrever la puesta en escena de un ser. De las conversaciones del inicio, logramos adivinar que la protagonista se lleva a su niña, a pesar de que su padre tiene la custodia legal.

Así pues, asistimos a una especie de «show» macabro muy parecido en formato a esos programas tipo «Supervivientes» que, a modo de concurso, ponen en liza a varios competidores (en este caso ellas), de los solo uno (o una) podrá salir victorioso (o victoriosa), tras demostrar sus habilidades por encima de las de los demás. Por razones obvias, en este caso resultará muy previsible, puesto que la cámara de Alejandro Giuliani,
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Jordirozsa
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