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Críticas de Sergio Berbel
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Críticas 868
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
25 de febrero de 2022
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“Regreso a Hope Gap” es una interesante película británica que, con la elegancia y cierta distancia y frialdad propia de dicha cinematografía, sabe escarbar en la herida sangrante del hijo sobre el que recae todo el peso de unos padres a la deriva que lo hacen injusto intermediario y centro donde verter los odios enquistados entre cónyuges, un hijo que no debería aguantar tanta carga sobre sus hombros si sus padres no tuvieran más apoyo que él e impidieran que pudiera volar definitivamente lejos de semejante ambiente bélico.

Maravillosamente interpretados por una esplendorosa Annette Bening y un soberbio Bill Nighy, ambos monstruos de la interpretación son un matrimonio cercano a la ancianidad que ya no se soportan, que han llegado al límite de la resistencia y que se detestan. Pero esa guerra no sólo les destroza la vida a ellos, sino que también hacen cargar con la misma injustamente a su hijo, por más que éste se fue de casa hasta la capital para huir de todo. La cuerda se tensa hasta el límite y el drama toma la pantalla.

Exquisitamente dirigida por William Nicholson, con ese estilo de buen hacer británico tan académico, se conforma una tragedia clásica basada en la gran interpretación de su elenco actoral (otro ingrediente necesario del cine británico) para resultar un drama familiar un tanto frío y distante (la última de las constantes de dicha cinematografía).

La buena partitura musical de Alex Heffes ayuda a darle consistencia a la trama, así como la espléndida dirección de fotografía en torno a los bellísimos acantilados británicos de Anna Valdez-Hanks. Una cinta que tiene mérito de rozar el telefilm en determinados momentos sin caer nunca en sus artimañas y conservar la dignidad en todo momento.

Esa excesiva distancia y ese origen teatral que resulta evidente que tiene la cinta son las únicas pegas que pueden ponerse a esta interesante película.
Sergio Berbel
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10
23 de febrero de 2022
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Si “Tenemos que hablar de Kevin” de Lynne Ramsay o “Tully” de Jason Reitman deberían ser de imprescindible visión antes de afrontar la maternidad o la paternidad, precediendo a cualquier decisión familiar sobre el acogimiento familiar o la adopción debería ser de visión obligatoria “La vergüenza” de David Planell.

Al cine exquisito hay que pedirle dos cosas: que cuente una historia con profundidad y credibilidad y que te golpee y te cambie la perspectiva de las cosas; y que además lo haga con máxima calidad. “La vergüenza” de David Planell cumple ambos requisitos con creces. Por eso se trata de un film excelente, excelso, necesario e imprescindible.

La historia que cuenta no es simple ni mucho menos fácil: ni más ni menos que una pareja que tiene un niño de 8 años en acogida preadoptiva y que ya no pueden más. Ella quiere adoptar, él se niega sencillamente porque le tienen miedo al niño, porque el niño los maneja, porque es el amo de la situación, porque les ha hecho perder el norte de sus vidas y el control de su hogar, tanto personal como profesionalmente. La tesitura no es menor, pero tampoco fantasiosa. ¿Cómo ser capaces de “devolver” un hijo? El dilema mayúsculo está servido.

De paso, David Planell introduce el personaje de la trabajadora social para asomarnos al abismo de la carrera de obstáculos ridícula e indigna a la que se somete a las parejas que quieren adoptar un hijo, pisoteando su derecho a la libertad y a la intimidad, arrasando con todo, tomando todas esas precauciones con tiranía que jamás se les exige a los padres biológicos, en injusto desequilibrio, faltándoles al respeto y a su dignidad la mayor parte de las veces.

Por último, el film, completo y complejo como pocos, también se asoma al precipicio de la madre biológica, al infierno de su calvario. Es decir, el film no puede ser más honesto: lo cubre todo, lo muestra todo, pone todas las cartas sobre la mesa con sinceridad y sin trucos baratos ni efectismos de telefilm para que sea el espectador inteligente el que saque sus propias conclusiones.

David Planell dirige todo ello con soltura maestra, impropia de un director que se presentaba al mundo con esta ópera prima, realmente certera y absoluta. Un peliculón sobre la adopción, necesario, honesto y equilibrado. Una pequeña joya de nuestro cine injustamente desconocida por el gran público y que se sostiene en las soberbias e insuperables interpretaciones de su pareja protagonista, Alberto San Juan y Natalia Mateo.
Sergio Berbel
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10
23 de febrero de 2022
3 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando los grandes cineastas llevan a cabo un ejercicio de introspección y deciden narrar su infancia, siempre dan a luz obras maestras. Y el cine de los últimos tiempos se está cargando de razones para sostener esta tesis: “Belfast” es a la filmografía de Kenneth Branagh lo que “Licorice Pizza” a mi director favorito Paul Thomas Anderson, “Fue la mano de Dios” a Paolo Sorrentino, “Érase una vez en Hollywood” a Quentin Tarantino o “Dolor y gloria” a Pedro Almodóvar. Quiero decir que con todo esto que “Belfast” es una absoluta e incontestable obra maestra de Kenneth Branagh.

Desde que tengo uso de razón, existen tres conflictos que me han apasionado y captado toda mi atención: el irlandés, el vasco y el palestino. El único reproche que puedo achacar a una joya del cine de la dimensión de “Belfast” es que no entra en profundidad en dicho conflicto irlandés, sino que tan sólo se queda en la superficie del mismo como mero telón de fondo, como decorado agridulce de la preciosa historia iniciática que nos cuenta.

Rodada en un portentoso blanco y negro por un virtuoso de la dirección de fotografía como Haris Zambarloukos, con los mejores encuadres que haya visto en los últimos años en pantalla grande, con unos planos jugando magistralmente con la profundidad de campo donde siempre puedes contemplar varias escenas diferentes superpuestas, con unos cuidados reflejos en cristales, con un deseo expreso y confeso de trascender creando belleza estética, la película autobiográfica de Kenneth Branagh es una obra de arte colosal, un templo de la más exquisita caligrafía visual, una lección magistral sobre dónde colocar la cámara y para qué.

Y todo ello al servicio de una preciosa historia de iniciación de un trasunto del propio cineasta a sus 8 años llamado Buddy, perteneciente a una familia protestante que convive en la misma calle con varios vecinos católicos y que tratan de no mezclarse en la violenta e irracional sinrazón unionista inglesa que trata de exterminar a la minoría católica por las malas. El padre de Buddy trabaja en Inglaterra y sólo vuelve a casa de vez en cuando; la madre tiene que hacer frente al cuidado de sus dos hijos y de todas las deudas que se van acumulando; los abuelos son dos seres luminosos y encantadores que dan el toque más especial y dulce (en el mejor sentido del término) a la cinta; y, a todo esto, el niño conoce la desorientación de un primer amor infantil respecto a una compañera de clase.

La película oscila entre la ternura y la crudeza de una situación social muy conflictiva, aunque al colocar la perspectiva de la cámara y de la historia en primerísimos planos del niño, tiene mucho más de lo primero que de lo segundo. Sostenida a pulmón por el joven actor Jude Hill, al que la cámara sigue insistentemente a través de continuos primerísimos planos que el menor sostiene de forma magistral, destacan igualmente las interpretaciones de los abuelos encarnados, ni más ni menos, que por Judi Dench y Ciarán Hinds, natural también de Belfast. Ahí es nada.
Sergio Berbel
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10
20 de febrero de 2022
4 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es obvio que para alguien que sostiene el nihilismo con convencimiento militante y la misantropía como forma de subsistencia (es mi caso), “No mires arriba” del inclasificable pero siempre interesante Adam McKay es una apuesta irresistible por contar la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad sobre la repugnante condición del ser humano, sea trabajador adocenado, empresario sin escrúpulos o político desvergonzado y populista. Todo el mundo es ciertamente rastrero, pretende contarnos Adam McKay, y yo corroboro su tesis, el propio autor que suscribe estas líneas incluido, como no podría ser de otra forma. Un trasunto cómico de la tragedia que contara Lars Von Trier en “Melancolía” debidamente deformada y adaptada a un humor negro inteligente que funciona brillantemente.

Con una forma de narración visual marca de la casa que ha creado un estilo McKay fácilmente reconocible, con un montaje frenético y acelerado para elevar el pulso del espectador y darle cierto empaque documental, se nos narra una sátira tan real como la vida misma, sin dejar títere con cabeza, porque aquí hay golpes para todos y todos ellos merecidos. Por algo debe ser que Adam McKay es uno de los productores ejecutivos de Succession para HBO. Está todo dicho con ese dato.

A través de un elenco actoral fastuoso y apabullante, por delante de nuestros desconcertados ojos van pasando científicos vendidos al mejor postor; políticos populistas trasunto expreso y confeso de Donald Trump y su guardia pretoriana armada con el nivel de idiocia más absoluto que el mundo haya conocido nunca; medios de comunicación amarillistas, sensacionalistas y vergonzantes; redes sociales que ha sembrado la estulticia y la más absoluta estupidez en un caldo de cultivo donde estaba deseando desarrollarse; negacionistas analfabetos e irracionales que niegan lo que sus propios ojos les muestra no mirando al cielo; populismo barato en cada esquina; fascismo agazapado detrás de cada puerta; el pueblo deseando convertirse en mero público adocenado y consumidor, sin molestarse en reflexionar y desacreditando siempre a los científicos, que son los únicos que saben analizar lo que está ocurriendo… Si cambiamos meteorito que viene a estrellarse contra la Tierra y destruirla por pandemia, ¿os suena todo esto?

McKay tira de comedia con humor negrísimo (la que me apasiona) y de esta metáfora fácilmente entendible para poner un espejo (nada deformante) ante nuestros ojos y hacernos ver la asquerosidad de sociedad en la que vivimos actualmente y que, sin duda, sólo cabe empeorar y empeorar hasta la autodestrucción final, desde luego bien merecida y ganada a pulso.

Todo ello sostenido por dos interpretaciones prodigiosas de un tal Leonardo DiCaprio (como no podría ser de otra forma) y de una Jennifer Lawrence en una de sus mejores interpretaciones como los dos científicos descubridores de la amenaza latente sobre el planeta a los que una sociedad aletargada por las redes sociales y la información basura nadie presta atención.

Impagables también Meryl Streep como una Presidenta que se parece sospechosamente a Trump en su nivel intelectual y cultural y una mágica Cate Blanchett como una presentadora televisiva sin escrúpulos, lo mejor de la función.

Por cierto, en una dinámica que me encanta, ojo a las dos escenas insertadas en los créditos finales, hilarante cierre sarcástico a una celebración de la comedia inteligente que nos muestra que el ser humano, sin la menor duda, está seriamente sobrevalorado.
Sergio Berbel
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10
19 de febrero de 2022
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
1972 es el gran año dorado de la historia del cine. En él se estrenó “El Padrino” de Francis Ford Coppola y el mejor musical jamás concebido por el ser humano para el Séptimo Arte: “Cabaret” de Bob Fosse.

La mejor película musical de la historia (a mí no me cabe la menor duda de tal afirmación, que sostengo allá donde fuere menester) se alzó con 8 Oscars de los 10 a los que estaba nominada. Sólo se le escapó el del Mejor Película, que fue para el Coppola de “El Padrino”. Menuda edición, la mejor jamás vista.

¿Por qué “Cabaret” es el mejor musical de la historia del cine? Sencillamente porque lo tiene todo, absolutamente todo, y por ello alcanza la perfección insuperable. Pero, muy especialmente para mí, porque parte de una premisa incontestable: un musical no tiene por qué transmitir felicidad sino todo lo contrario, puede ser una ácida crítica social contra el nazismo, contra las cortapisas a la libertad de expresión, contra la homofobia, a favor del aborto, de las relaciones triangulares, contra el egoísmo de la clase alta y el sometimiento del proletariado… y todo ello sin final feliz y sonrisas por doquier. Quizás por todo ello, hoy más necesaria que nunca.

Y su segunda premisa me entusiasma aún más que la primera: porque un musical tiene que transmitir verosimilitud. La gente no canta ni baila en mitad de la calle. Por eso en la obra maestra de Bob Fosse los números musicales (todos ellos magistrales, perfectos, maravillosos, únicos, insuperables, incontestables, pegadizos de por vida) se desarrollan en el escenario del Cabaret del Berlín 1931 que da título a la cinta, jamás durante el desarrollo de la trama.

Bajo esos dos pilares que lo hacen perfecto, Bob Fosse desarrolla su doble virtuosismo: en la forma de colocar la cámara y componer el encuadre y, sobre todo, en el montaje, rompedor, moderno, rupturista hasta los límites de la experimentación, especialmente en los números musicales, cuando se hace expresionista y expresivo como ningún otro.

Para contar la historia de un Cabaret libre y progresista, abanderado de la libertad de expresión frente al fascismo, tocado de muerte por el auge del nazismo en el Berlín de 1931, Bob Fosse cuenta, sencillamente, con las dos mejores interpretaciones que el cine haya dado para un musical en toda su historia: la de Liza Minelli y, sobre todo, la del perturbador Joel Grey.

Y con unos números musicales que son inalcanzables para cualquier otro ser humano que no sea John Kander en la composición y Bob Fosse en la coreografía. Es imposible impulsar más alto el listón tras “Cabaret”, lo más de lo más.
Sergio Berbel
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