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España España · Madrid
Críticas de Hernando
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Críticas 31
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
21 de marzo de 2014
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
El bigote hipster de Phoenix no engaña: en su primera película en solitario, el director de Cómo ser John Malkovich (1999) y Adaptation (2002) sigue dentro de la posmodernidad. her, una película de ciencia ficción blanda, sigue la estela de sus películas anteriores y otras, como Black Mirror, en su reflexión sobre el futuro al que nos dirigen las NTIC, y la concepción de identidad y las nuevas formas de sentir y relacionarnos en esta sociedad mediada por la tecnología. Es también una película sobre la difícil delimitación entre lo real/corpóreo y lo virtual. ¿Acaso no es la lengua un artefacto virtual y natural al mismo tiempo?, ¿no son virtuales todos los conceptos abstractos, e incluso la identidad?, ¿acaso todos estos fenómenos virtuales no producen emociones y experiencias reales?, ¿no se funda toda relación en una narración interpersonal?

Pero si her se distingue, e incluso supera, a otras producciones parecidas, es por prescindir de juicios, por su sencillez y, sobre todo, por su sinceridad. Con her no tengo esa sensación habitual del género de que el discurso del autor devora el relato haciéndolo inverosímil y dejando a personajes sin vida, como meros signos. Y es que her es la película más personal de Spike Jonze. Ha echado toda la carne en el asador y ha ido más allá de la ciencia ficción para narrar una historia de amor, desengaño, dolor, soledad, y la reconstrucción de uno mismo.

Es bien jodido afrontar una ruptura. Un duelo en que el cadáver continua su vida (y llama a su abogado matrimonial). Un presente desgarrado, un futuro abortado, un pasado sin sentido a la deriva. Recuerdos que no cesan de sangrar. De repente estamos perdidos y desorientados y dolidos, y sabemos que hemos de rescribirnos, con nuestros miedos e inseguridades, rehacer nuestra vida e identidad, en torno a nosotros mismos, aceptándonos, en soledad. O podemos sustituir un cuerpo por otro para no sentirnos solos, que es más fácil, o incluso ahorrarnos las molestias y necesidades de otro cuerpo, como con Samantha. Resulta que Spike Jonze ha tenido que afrontar dos rupturas simultaneas.

Después de Adaptation no volvió a contar con Charlie Kaufman en el guión, ni con Sofia Coppola a su lado, por “diferencias irreconciliables”. Pasaron siete años hasta que Jonze volvió a una relación, con Dave Eggers como co-guionista, y sacó adelante Donde viven los monstruos (2009), una fantasía virtual que, independientemente de su resultado fallido, le permitió evolucionar y rehacerse como director y guionista. El esfuerzo ha merecido la pena y en her, su primera película de madurez y en solitario, Jonze ha sabido reciclar los despojos de sus anteriores relaciones en una película auténticamente suya. Ha encontrado la manera de abordar los problemas de sus primeras películas con menos artificios y retruécanos, abordando directamente el conflicto dramático, confiando sus personajes a los actores principales (y Phoenix, desde luego, está a la altura). Todo sin renunciar a lo mejor de la influencia de la directora de Lost in translation .

En her, Joaquin Phoenix da vida a, Theodore, un hombre profundamente herido, incapaz de superar la ruptura de un año atrás con su ex-mujer, entre recuerdos de entonces y el terror de establecer nuevas relaciones, deambulando errático por las salas buscando un polvo virtual que le ayude a dormir. Pero sale al mercado virtual un nuevo Sistema Operativo con conciencia, “que te escucha, te comprende y te conoce”, y además tiene la voz de Scarlett, y comienza una relación original con ecos de Pigmalión. A través de su relación con esa voz perdida en el ciberespacio, independientemente de su resultado, Theodore tendrá la oportunidad de reconciliarse consigo mismo, perder el miedo a quedarse solo, aceptarse y reconstruir los pedazos.

La película tampoco es perfecta. A pesar de sus aciertos cómicos, la ironía, el humor juguetón de Jonze, y de escuchar a Scarlett Johansson preocupada por no tener su cuerpo, inteligentemente escamoteado en todo momento; al premiado mejor guión original del 2013 le falta un poco de mala leche, sobre todo con esta historia llena de perversas posibilidades, y Phoenix puede resultar demasiado santurrón. Tal vez a her le falte, como a sus SO, más cuerpo, más allá de su sobriedad formal en un intento de reflejar el hastío del protagonista y de incluir cada vez más actores de fondo haciendo eco a la historia del protagonista: hastiados primero, y sonrientes después mientras intiman con sus aparatos electrónicos. Al fin y al cabo, como todo producto de la posmodernidad, caracterizada para algunos por el pensamiento débil (Vattino, 1983) de un pasar despreocupado, es una película superficial, donde todo está a la vista en un primer visionado, de usar, disfrutar y tirar, sin necesidad de volver a ella. Y aun así, aunque por momentos her está a punto de caer en lo banal, logra emocionarme y mantenerme atento y disfrutando las dos horas de la película.

En her, Spike Jonze logra lo que se propone: aportar dos horas de cine para todos los gustos, sin renunciar a lo que le interesa, y reflexionando sobre cómo cambiamos y crecemos continuamente en cada relación, cómo el reto consiste en cómo dejar al otro la libertad de ser quien es en cada momento y seguir amándole, aunque cambie. ¿Podrás seguir amándole?, ¿podrá seguir amándote?, ¿es suficiente con ello? Y lo más importante, ¿podrás amar a un hipster?
Hernando
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2
21 de marzo de 2014
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desde que Heródoto escribió en su Historia las Guerras Médicas dejándose llevar por su admiración hacia los combatientes y los influjos de la epopeya, han sido muchos quienes las han rescrito, en todas las épocas, movimientos y géneros. Basten de ejemplos, además del cómic de Frank Miller (1998) y la película Zack Snyder (2006); El león de Esparta (Rudolph Maté, 1961), en el cine; la recomendable novela Salamina de Javier Negrete (2008) en literatura; y en pintura, el Leónidas del neoclásico David o La batalla de Salamina del romántico Wilhelm von Kaulbach. Todas ellas con sus ambiciones estéticas y sus intenciones discursivas. Si Grecia es el pilar de la civilización occidental, su mayor epopeya histórica tiene un valor incalculable y todos querrán apropiársela para sus propios fines.

Con 300, Miller y Snyder renunciaron a hacer una obra histórica y devolvieron a la historia de Heródoto lo que en ella había de épica y fantástica. No importa que los historiadores actuales cifren el ejército persa en 300.000 hombres, Heródoto afirmaba que eran casi dos millones de guerreros y así aparecerá en 300. Su intención no era hacer un péplum clásico como Ridley Scott en Gladiator (2000), sino un poema épico, bárbaro, fantástico, polémico y cargado de testosterona. A ambos les fascinaba la paradoja de que el baluarte de la democracia griega fuera un pueblo guerrero de claros elementos fascistas. Jugando a capricho con los elementos del cómic en formato de página doble -los espartanos no merecían menos- y de la imagen cinematográfica con un derroche de efectos artificiales y estilización de la violencia por ordenador, dieron a la batalla de las Termópilas una atmósfera onírica, desrealizada, en la que plasmaban un fantástico conflicto entre el orden y la razón (griegos), contra el caos y lo irracional (persas); entre el bien y el mal. El éxito fue rotundo, y las hipnóticas imágenes de 300 se proyectan sobre videojuegos, películas y series posteriores.

Pero no podían faltar los moralistas de turno escandalizándose de que un delirio imaginativo diera semejante imagen de los persas, del atractivo fascismo de los espartanos e incluso de que osaran tener tan poco rigor histórico. Como si no estuviera claro desde el tráiler.

Parece, a primera vista, que 300: El origen de un imperio es una mera reacción a estas protestas. Sin cambiar en absoluto la estética del film anterior, con los mismos anacronismos, efectos especiales y amputaciones a ralentí, El origen de un imperio ofrece lo que promete: más de lo mismo. Pero ni cuenta con el factor sorpresa, ni Noam Murro logra la fuerza visual de Snyder en esta violenta epopeya. El único cambio sustancial real, está en su discurso.

Reemplazando la historia de las Termópilas por la batalla de Salamina (y unos pocos minutos de Maratón), desplazando el centro de atención de Esparta a la “democrática” Atenas, introduciendo mujeres en las batallas, y remplazando al carismático Leónidas por un soso Temístocles; Noam Murro, Snyder y Miller han convertido la epopeya de los atenienses en un mito fundador del poder de la democracia contra la tiranía, y del sacrificio patriótico contra el odio ciego. Lo irónico es que en su fervorosa defensa de la democracia han llenado la boca de Temístocles de basura ultranacionalista y patriótica (realmente sorprendente y anacrónica en un griego), como si estuvieran lanzando sus dardos envenenados a los democráticos moralistas que atacaron el film anterior.

El problema de este cambio de enfoque, más dado a los discursos que al despliegue imaginativo, ensombrece la secuela en un resultado predecible, sin que las luchas marítimas estén a la altura de la resistencia heroica en el desfiladero, y que entretiene sin dejar la menor huella. La entrada de Eva Green ofrece, eso sí, un par de cosas que merecen verse.
Hernando
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6
6 de marzo de 2014
9 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
He visto esta opera prima independiente, alemana y en blanco y negro sin un café previo y, sorpresa, no me he dormido ni un segundo de sus bien calculados 83 minutos de metraje.
Más allá de sus discretos logros - ser intelectual sin ser pedante, pretenciosa y sin discursos, dramática sin olvidar la comedia, y ligera en todos estos aspectos-, Oh Boy tendrá éxito ante todo por ser afín al sentir de toda una generación. La generación del desorientado Niko Fischer, Tom Schilling y el novel Jon Ole Gerster; la generación crecida en el estado del bienestar y arrojada a la crisis, la nuestra, o al menos, la mía.

Aunque seguíamos encantados en su viaje de un día a Leopold Bloom y fantaseábamos encantados, al ritmo de jazz que tanto gusta a Woody Allen, y que retoma con menos éxito Gerster, o de folk como Llewyn Davis, entre copa y copa, con el final de la noche de Celine, el sendero de Bukowski, el Berlín de Döblin y los viajes de la Generación beat; con la figura romántica del outsider poseedora únicamente de la libertad del fracaso y la voluntad de conservarla, y de una mirada implacable hacia sus ciudades; nosotros, rodeados de comodidades, poco teníamos que ver estos antihéroes, monumentos al fracaso.

Con más acceso a la cultura y mejor preparación que nuestros padres -eso dicen-, y más perdidos, no somos buenos en eso de comprometernos. Vagabundeamos sin un proyecto sólido con el que identificarnos, líquidos, dejando carreras a medio hacer, igual que abandonamos todos los proyectos anteriores, todas las relaciones, sin un motivo claro, como pasó con las clase de trompeta, de piano, de esgrima, de capoeira… con los papeles y oportunidades que nos ofrecieron y rechazábamos porque no eran lo bastante buenos; o con aquella chica a la que abandonamos con apenas unas palabras a la primera hora de la mañana. La generación mejor preparada -dicen-, la mejor preparada para… para la nada. Brillantes inmaduros. Algunos de estos niños irresponsables entraran a jugar a los lobos en Wall Street, otros, como Niko, emprenden un viaje a lo Leopold Bloom por las calles de Berlín. Y un día llega papá al campo de golf y no va a seguir pagando.

Entre un pasado de cristales rotos y el vacío del horizonte, sin carnet de coche con el que huir, sin dinero, sin trabajo y sin lograr tomar un dichoso café en las calles de Berlín, Niko continua deambulado perdido en lo que queda de día; mostrándonos su entorno como si él no formara parte, mirándolo todo con una sensibilidad torcida en ácida indolencia, sintiéndose como un extranjero en su ciudad. Y se siente solo y asfixiado e inútil, dando vueltas a ese pensamiento afectado de “sabes cuando tienes esa impresión de que a tu alrededor todos son extraños por alguna razón, pero cuando lo piensas un poco te das cuenta de que no son los demás sino tú el que tiene el problema”; y sale a la calle y ve a sus vecinos desesperados hasta el ridículo por comunicarse, por encontrar quien les escuche y comprenda, a sus amigo aceptar el fracaso y renunciar a sus ambiciones, y al resto tratando de lidiar con sus heridas; todos, todos, todos con un pasado de cristales rotos y vacío en el horizonte. Y no hay forma de tomar un café en esta ciudad.

Pero sea cual sea el final, el inmaduro de Niko está lejos de Leopold, Ferdinand o Bukowski; como su Berlín del de Döblin o el joven Jan Ole Gerster de Godard, Scorsese, Woody Allen y Jarmusch. Le falta madurez, le falta una entidad propia; como a la ciudad que recrea, o los secundarios que la pueblan, a un paso de cobrar vida y ser más que signos y arquetipos. Le falta hondura.

Al final Niko Fischer ha encontrado su deseada taza de café -símbolo de renovación- y Jon Ole Gerster los Lolas (equivalente a los Goya del cine alemán) a mejor película, director y guión, y el premio al mejor director novel europeo; y sin embargo, a Oh Boy, con todas sus buenas intenciones y aciertos, le sigue faltando la consistencia de un buen café negro capaz de renovar mínimamente el cine actual.

Solo espero encontrar, ahora, en otro sitio, un dichoso café.
Hernando
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6
14 de febrero de 2014
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me gusta el Wuxia. Como mostró Tarantino, es el Western oriental. Me encanta el Western. Ambos géneros son más que hermosa fotografía y escenas de acción, tiros o peleas. Hay un potencial trágico y operístico en ellos. Con sus paisajes inabarcables, las sucias tabernas o los recargados burdeles, una épica reposada y profunda, duelos y la intensa carga emocional arrastrado por sus personajes, son géneros perfectos para dilatar y concentrar el tiempo al antojo de delicados climas emocionales que nos envuelven profundamente. Son géneros perfectos para crear películas emotivas y reflexivas con el tiempo como figura central. Sergio Leone lo sabía. Adoro a Sergio Leone.

Hay mucho Sergio Leone en esta película. Mucho de Erase una vez en América (Once Upon Time in America, 1984) más allá de los arreglos a la formidable composición de Ennio Morriconne Deborah’s Theme. The Grandmaster también es una narración subjetiva movida por la memoria en que bucea su protagonista. Allí, “Noodles” (Robert de Niro) hilvanaba el humo de sus recuerdos sobre la amistad perdida con el ambicioso Max (James Wood) dilatando el tiempo de la narración por sus emociones; del mismo modo, aquí, el mítico Ip Man, maestro de Bruce Lee, viaja en busca del tiempo perdido. Una búsqueda imposible en pos de un amor sutil que pudo ser y no fue, perdido en el devenir del tiempo. Un tema en absoluto ajeno para el director de Deseando amar (In the Mood For Love, 2000). El opio siempre es un consuelo para el recuerdo. Ip Man, que a causa de la guerra pasó de tenerlo todo a ser un inmigrante más en Hong Kong, sin una manta si quiera que echarse sobre los hombros, escogió otra alternativa. Escogió el Kung Fu. Más que un arte marcial: una forma de vida. The Grandmaster es un homenaje a este hombre.

La memoria no es aséptica y la recuperación del pasado es siempre emocional, nunca histórica. Por ello es tan hipnótico el clima creado por Wong Kar Wai. Onírico, subjetivo, provocando cierta sensación de irrealidad, como corresponde al recuerdo. Hasta las peleas, coreografiadas por el experto Yuen Woo-ping (Matrix, Kill Bill, Tigre y dragón), contribuyen a esta sensación. Cámara lenta, gotas de lluvia (o nieve) rotas por el combate, primeros planos de los pies o las manos danzando, o de los elementos del entorno, como los hipnóticos rostros de las estáticas prostitutas. Especial atención merece el íntimo duelo entre la pareja protagonista.

Para Wong Kar Wai la memoria va más alá de los personajes, y a través de sus recuerdos, presenciamos la historia del Kung Fu, y la de China. Al director de 2046 (id, 2004) le interesa ahora la primera generación que emigró a Hong Kong con lo puesto cuando China se agitaba tras la guerra. Ahí se juntaron gentes de lo más variado, confluyeron innumerables escuelas de Kung Fu y Bruce Lee se hizo discípulo de Ip Man. Así es como Hong Kong se ha convertido en lo que es.

Es aquí donde tiene sentido el personaje de el Navaja, pero a cambio de una dispersión que resta fuerza al relato y convierte el film en una obra maestra fallida. Más incluso de lo habitual en el director chino de gafas oscuras, la narración se vuelve confusa. Vuele a ocurrirme lo habitual en sus películas: me sumerjo maravillado por el tono emocional de la película y me produce una honda sensación que permanece tiempo después de abandonar el cine, pero me cuesta seguir el hilo, saber qué me está contando el director cantonés.

En cualquier caso, The Grandmaster es el acercamiento autoral de Wong Kar-Wai a un género injustamente denostado. No tiene la magia de Ang Lee en Tigre y dragón (Wo hu cang long, 2000), ni la espectacular lírica de la trilogía wuxia de Zhang Yimou -formada por Hero (2002), La casa de las dagas voladoras (2004), y la fallida La maldición de la flor dorada (2006)-, ni lo pretende. The Grandmaster es la aproximación íntima y reflexiva de un género y un arte marcial ideal para ello. Pero es, ante todo, una película de imágenes (no es de extrañar los múltiples montajes hechos por el director), imágenes que persisten en la memoria.

Me gusta The Grandmaster.
Hernando
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6
12 de febrero de 2014
17 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nunca sé a qué atenerme ante cada nuevo estreno de Polanski. Nunca sé qué esperar, solo que el director polaco tratará de perturbarme. Con La Venus de las pieles (La vénus a la fourrure) Polanski vuelve a adaptar una obra de teatro, con economía de medios pero con todos los recursos cinematográficos en pos de una historia íntima de dominación femenina.

La nueva película de Roman Polanski es una matrioska rusa hipertrofiada. El polémico director adapta, con un actor inquietantemente parecido a él como protagonista, la obra de teatro de Davis Ives, donde el protagonista, Thoma Novachek, adapta e interpreta la polémica novela de Sacher-Masoch -de quien procede el término masoquismo- La Venus de las pieles (1870), sobre un hombre, Severin von Kushemski, de personalidad masoquista entregado a Wanda von Dunajew, la encarnación afrodisiaca de las fantasías del escritor decimonónico. Demasiados niveles, ¿no? pues la cosa se complica. Ante la presencia de una actriz, Vanda (Emmanuelle Seigner, la voluptuosa mujer de Polanski), demasiado semejante al personaje que interpreta -por el misterio que la rodea, el aura perversa que la introduce en escena, su inteligencia y antropofagia bien podría ser una esfinge en lugar de una Venus-, el director de teatro protagonista de la película, comienza a encarnarse en su personaje repitiendo, salvo por el giro final, el drama escrito por Sacher-Masoch años atrás. Sacher-Masoch (1870), Davis Ives (2010), Roman Polanski (2013). Kushemski, Novachek, Polanski.

Polanski disfruta con tanta representación dentro de representación y juega con ellas, fundiéndolas, confundiéndonos, entremezclando realidad y ficción y ficción dentro de ficción (en caso de que tenga sentido separarlas). Polanski, Novachek, Kushemski. Polanski no es Borges ni es el primero que juega con la endiablada recursividad, que nadie espere sorpresas o algo verdaderamente novedoso, pero sí lo hace con endiablada habilidad. El resultado es de lo más estimulante: un duelo repleto de lascivia, seducción y tensión con tan solo dos actores y unos pocos medios que funcionan excelentemente. Un excitante juego de poderes donde uno no sabe bien qué réplica y contrarréplica están o no en qué guión. Un juego en que el director se convierte en dirigido, el actor en personaje, la dominante en sometida y el hombre en mujer. Un juego donde Polanski da rienda suelta a todas sus parafilias sin renunciar al humor, la ironía y la autorreflexión.

Pero no todo es juego en esta película. El director de Lunas de hiel (1992) quiere reflexionar sobre los juegos de poder en una relación y sobre el deseo reprimido puesto a prueba. Qué mejor para ello que tomar aquella relación en que la asimetría parece más marcada y prefijada: las relaciones de dominación-sumisión. Polanski da la vuelta a las cosas: el libro que convierte a la mujer en diosa (Venus) y al hombre en su esclavo es realmente una fantasía masculina, la dominante es sometida por su esclavo y la lucha de poderes, la dependencia-independencia emocional, permanece incluso donde menos podíamos esperar.

Uno tiene la sensación de que con esta obra menor, pues al fin y al cabo es ante lo que estamos, Polanski desea recapitular en sus fantasmas y en su carrera. Pero llegados a este punto, la desmedida recursividad, el desconocimiento de los textos de Sacher-Masoch e Ives, y mi incapacidad de procesar tantos planos durante un visionado, me superan y comienzo con el dolor de cabeza.

La Venus de la pieles, se mueve durante todo el metraje entre la recursividad, el humor y la ambigüedad, siendo la película más autorreflexiva (demasiado) que he visto del director. Pero llega el final, demasiado predecible desde la cita a Las bacantes (Eurípides), y con él la fusión de todos los planos manejados, las respuestas y el discurso, y lo que era ambivalente y excitante se convierte en grotesco.
Hernando
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