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España España · Barcelona
Críticas de Ulher
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Críticas 151
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
10
3 de septiembre de 2020
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Deseo y amor, un binomio tan atractivo, tan caprichoso como efímero. ¿Qué sería el uno sin el otro? Ambos sobrevivirían o acabarían sepultados. Al primero le basta con ser conseguido para fulminarse por completo. Una autodestrucción. Un kamikaze imposible de frenar. El amor, sin embargo, es más dependiente, más exigente, y hasta más poderoso. ¿Qué sería de ambos mimetizados en uno?

Mike Nichols, elegante cineasta dónde los hubo y al que ambos le persiguieron en una trayectoria cinematográfica repleta de conflictos morales y éticos, optó en Closer por conducirlos a un cuadrilátero. Deseo y amor a derechazos con el objetivo de estudiar su compatibilidad pero en un campo de minas. Así era Nichols, ante todo complejo y tremendamente irónico.

Tal vez sea ésta su obra más extrema. Colmada de diálogos afilados que ya se aplaudieron en la intensa Quién teme a Virginia Woolf? pero que aquí lleva al borde de la impostura y unos planos cerrados casi asfixiantes en los que los cuatro contendientes apenas tienen escapatoria. El cineasta abusa de las elipsis apoyándose en la supuesta inteligencia emocional de un espectador que no deja de ver espejos en cada secuencia. Extrema y muy perspicaz, la cinta aboga por la evidente entidad de los dos sujetos a estudio para que el espectador no pueda huir de su reconocimiento, de increpar sus actitudes, de identificar sus defectos, de mirarse el ombligo. Cada uno de los personajes oscila en la curva del deseo y el amor y así lo muestra un texto que no reniega de su origen teatral y unas interpretaciones dónde el talento de sus actores no queda en entredicho. Muecas seductoras, miradas de arrepentimiento, bocas cerradas que sellan la culpa con lacre. Un festival interpretativo para cada uno de ellos. La sonrisa de Julia Roberts en una contención inusual conforma la insatisfacción de lo conseguido. También en la misma línea del deseo encontramos al personaje de un Jude Law irresistible, al que a medida que reconocemos pierde todo interés. En el lado opuesto del ring se sitúa un Clive Owen desprendiendo carisma y testosterona en cada plano. Representación del amor mal entendido, de un amor lunático. Alejado del que proyecta el personaje arrebatador de Natalie Portman. El puro amor, si existe ese adjetivo para un sustantivo tan amplio en significados. Ese que perdona, que se convierte en prisionero de sí mismo y que finalmente se dirige a un auto descubrimiento.

La cinta no sólo se apoya en sus actuaciones para lucir un retrato del egoísmo en su vertiente más cruda. El texto del dramaturgo Patrick Marber no escatima en frases lapidarias y diálogos colmados de cinismo. Un guión en forma de bala que atraviesa la conciencia de cada uno. A ratos se antoja impostado, otros sobrado de verdad pero nunca deja de arder. Y es que Nichols acierta en el tono. Nunca abandonando las tablas originarias a pesar de, como citaba, el abuso de elipsis. Un recurso sobre el que podría haber prescindido en ciertos pasajes. Sin embargo, un disparo de cámara, una cortina o el descenso por una escalera, convierten lo fácil en elegante. Y de repente, sin apenas darnos cuenta, Nichols nos ha mostrado que un corazón es como un puño lleno de sangre, hermoso y peligroso. Capaz de matar o de matarnos pero rabiosamente bello.

En cada extremo del ring se situaban cuatro animales heridos dispuestos a amar y ser amados. Pero con lo que no contaban era con la variable deseo y la confusión o ayuda que les aportaría. Y es que de lograr unirlos, alimentarlos y cuidarlos depende de los valientes, de esos locos mecidos por fuerzas inclasificables.
Ulher
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9
28 de diciembre de 2019
17 de 26 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un faro en alguna recóndita isla de la Nueva Inglaterra de hace un par de siglos es testigo de la relación entre dos marineros. El veterano Thomas Wake, encarnado por un titánico William Dafoe, y el joven aprendiz Ephraim Winslow, al que da vida Robert Pattinson en la mejor interpretación de su prometedora y acertada carrera. Wake se encarga de la luz y de someter a su nuevo compañero a una presión psicológica mayor que la del aislamiento. Entre ambos se establece un rechazo, un hilo tóxico casi enfermizo. La claustrofobia, la soledad, el arduo trabajo van calando a paso firme en la estabilidad mental del novato. Lo que comienza como una oportunidad laboral acaba convirtiéndose en una pesadilla en la que a lingotazo limpio los protagonistas van buceando por sus miedos, sus deseos ahogados dónde la sexualidad tiene un papel relevante y sus frágiles mentes.

Un arriesgado y experimental segundo trabajo en el que se demuestra que lo de The Witch (2015) no fue casualidad para Robert Eggers. Si en su anterior obra la atmósfera era la gran protagonista, en The Lighthouse no se queda corto. Opresiva en una expresionista fotografía en blanco y negro con formato cuadrado 4:3 para potenciar la angustia y falta de escapatoria en este estudio sobre la enajenación mental. Y es que son contadas las ocasiones en las que hemos asistido a una experiencia cinematográfica como la propuesta por Eggers. Un tour de force interpretativo en el que ambos actores son poseídos por sus personajes en un único espacio machacados por una alarmante y desquiciante banda sonora compuesta por sirenas, embestidas de mar y silbidos del viento. The Lighthouse no da tregua ni en su aspecto formal ni en su agotadora narración. No estamos ante una película fácil. Repleta de simbologías y metáforas, de un texto escupido a altas velocidades y con acento arcaico, requiere de una fuerte predisposición por parte del espectador pero de entrar en ella es de recibo que no saldrá indemne agradeciendo ser testigo presencial de un cine valiente, del que no suele abundar en salas.
Ulher
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9
11 de febrero de 2017
25 de 34 usuarios han encontrado esta crítica útil
La relevancia de lo visual en el último cine de Pablo Larraín ha adquirido un sello incontestable. Composiciones abrumadoras, provocativas pero sin gratuidad, orquestadas con la sabiduría de un veterano, que imprimen a su trabajo una valía a reconocer. Impregnando toda su atención en el lenguaje cinematográfico como expresión, conduce de forma aparentemente sigilosa a un destino que aúna lo lírico con lo perturbador rozando el gran abismo que separa la obra maestra de la hecatombe. Porque el riesgo en la dirección del chileno se respira, se siente en cada movimiento de esa temblorosa cámara o de esos planos en los que el tiempo parece detenerse. Poderosas imágenes que hablan por sí mismas.

Precisamente de la importancia de la imagen versa su último trabajo. Una figura política es una estampa que debe permanecer reluciente en cada movimiento. Diana de todos los dardos y todas las filias. Inmaculada y siempre presente hasta en los instantes más íntimos. Una fotografía, una postal o un espejo sobre el que volcar las esperanzas, los deseos o simplemente dónde desechar las miserias. Larraín se inmiscuye sin contemplación en uno de esos momentos. El funeral de John F. Kennedy según el diario de a bordo de su reciente viuda, Jacqueline Kennedy. A través de continuos flashbacks, el cineasta hace suya, y no partícipe, la aflicción de la primera dama. No quiere ahogar en el dolor ajeno al espectador y aquí radica el gran acierto de la cinta. Lejos de buscar la empatía, la constriñe. Más interesado en la contención, Larraín acerca al público al exorcismo de los demonios que Jackie lleva dentro. Una magistral sesión de psicoanálisis entre las majestuosas salas de la Casa Blanca en la que apenas encontramos concesiones ante las figuras públicas que fueron los Kennedy - "¿nuestro legado?" maravilloso diálogo entre Jackie y Bobby Kennedy -

Nos encontramos ante un trabajo que dista de lo convencional en cuando a estructura narrativa. No hay conflicto y sí muchos clímax. No hay doctrina ni moralina objeto de debate. Sólo los recuerdos turbios y ocultos de una persona que ha visto morir en su regazo a su marido. El interés, por tanto, sólo radica en el pudoroso itinerario a seguir para acompañar el duelo. Un trayecto que puede tacharse de insensible, extremo o de mal gusto por determinados pasajes pero que no deja de ser la carroña que nos han vendido y venimos pidiendo desde que tenemos raciocinio. Fuera máscaras. Todos somos ese periodista entrevistando a una Jackie Kennedy mecida por la tragedia a la que da vida una actriz que ha sabido entender al personaje y a la persona con una madurez interpretativa intachable, un registro con un abanico de matices que hiela la sangre. Natalie Portman suma a su trayectoria el papel mas complejo al que se ha enfrentado en una interpretación quebrada y a la vez desgarradora elevando sus imponentes primeros planos a la ya memoria cinéfila.

Como ya comprobamos en la controvertida "El Club", Larraín vuelve a escribir poesía desde el horror. En "Jackie" persiste el tono amenazador, tóxico y hasta enfermizo, no exento de guantazo visual al que la partitura de Mica Levi lleva al paroxismo. Un réquiem estiloso, arrebatador. Una obra que no busca contar nada que no se haya dicho antes, y sin embargo parece hacerlo como la primera vez. Magistral.
Ulher
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6
18 de enero de 2017
12 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
En "Toni Erdmann", Maren Ade coloca el espejo delante de Europa y lo muestra al mundo. Refleja la piel agrietada de un continente carcomido por el vacío existencial, por la amargura de la insatisfacción, donde la incomunicación funciona como moneda de cambio. En él contemplamos con el rostro amargo el hundimiento de una joven que vierte en el trabajo sus carencias, sus inseguridades, sus insatisfacciones, insuflando a su agenda laboral más vida que a la suya propia. Vemos a alguien perdido que aparenta lo contrario. La imagen en la cúspide. Nuestra realidad más inmediata. También el rescate a esa juventud que no responde precisamente por su nombre. Esa guía para recuperar la ilusión, para despertar de un letargo prematuro, para despreocuparse por las apariencias y saberse a salvo, nos la brinda la película queriendo acercarse a una comedia que queda ensombrecida por su vertiente más dramática.

Como retrato de una sociedad sin rumbo, solitaria y ahogada en la importancia de la imagen, la película no titubea. No ocurre lo mismo cuando entra en juego lo absurdo como conflicto. La directora no termina de escribir las escenas del personaje de Toni de forma contundente. La reiteración se hace presente, el texto se alarga en exceso y sólo queda disfrutar de dos interpretaciones magistrales por las que sí merece la pena todo lo que nos están contando.

Avalada por las carcajadas y vítores de los críticos de Cannes y partiendo como clara favorita a alzarse con el Oscar a Mejor Película de Habla No Inglesa, este drama alemán llega con la corona ya bendecida. Las expectativas no se pueden disimular cuando en la venta del producto las características no admiten duda. Interpretaciones magistrales. Dirección encomiable. Un inteligente guión. Titulares que no por desgastados dejan de tener sentido y hasta cierto punto verosimilitud durante esas casi tres horas de metraje que dura la criatura. ¿Nada que añadir, por tanto, a esos rótulos en negrilla que encumbran a esta cinta a lo más alto de la comedia europea en lo que va de siglo? Tres horas después de un redundante texto, una cámara plana y un montaje sin ritmo, servidor sigue buscando aquello que hace grande a una comedia. Hay destellos de ironía y ciertas salidas que se agradecen -El "Greatest Love of All" que se marca una desquiciada Sandra Hüller- pero más allá de ahí quién escribe sigue buscando al menos una sonrisa que le reconcilie con lo que se le ha vendido.
Ulher
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9
7 de octubre de 2016
29 de 39 usuarios han encontrado esta crítica útil
En todas las artes y, en el cine no iba a ser menos, existe una cierta tendencia a vivir de los réditos. Vacas sagradas que traen al mundo terneros con el mismo garbo que antaño sin tener presente el momento. Viejas glorias resistentes a la evolución, anquilosadas. No es el caso del Paul Verhoeven que, con sus casi ocho décadas a cuestas, acaba de firmar una obra mayúscula. Un retrato certero donde la moralidad y el deseo entran en conflicto para un espectador que, bajo una ligera sonrisa, esconde sus vergüenzas. Curioso ejercicio de hipocresía el que deambula por la mente del títere que somos en manos de Verhoeven. ¿Realmente nos escandalizamos ante lo que vemos o ante lo que nuestro disfraz oculta?

Michèle Leblanc, víctima de una violación en el salón de su hogar, se dispone a limpiar los destrozos materiales del delito dejando a un lado los personales. La carta de presentación del personaje ya contiene un alto nivel de impacto y es que su reacción antinatural determina el resto del metraje. Primera declaración de intenciones del autor de Instinto Básico, que lejos de buscar la controversia de manual aboga por un cinismo cuestionable. Con escasa sutileza reparte contra la sociedad inquisidora en que nos hemos convertido. "Nuestra verdad es la verdad" es el lema contra el que arremete y cualquier comportamiento periférico, que no es más que el fruto de una tajante imposición social, lo condenamos.

Es fascinante la habilidad de Verhoeven repartiendo migajas para dar a conocer al espectador una conducta tan imprevisible como la de Michèle. Estigmatizada por un pasado, otra vez impuesto por voces judiciales que siguen a rajatabla eso de más vale una imagen que mil palabras, se dedica a la industria de los videojuegos. No es arbitraria esta decisión. Frente a la pantalla mandamos, nos camuflamos en un Dios dictatorial y manejamos las decisiones de nuestros personajes. No hay máscaras. Nuestro instinto se presenta más primario que nunca, sin remordimientos, sin análisis. Somos libres. Cómo lo es Michèlle. Sólo que ella sí es visible y aprovechamos para verter sobre su figura nuestros deseos, inseguridades y obscenidades.

Hija del Buñuel más provocador y prima hermana del Crash de Cronenberg, Elle continuamente muta de géneros. Del perverso thriller erótico al cine negro hitchcokiano, de la comedia costumbrista al drama desaforado. Juego de malabares en manos de su creador, que disfruta como un niño conduciendo a su público por dónde quiere. También a ella, a la principal artífice de plasmar en el relato todo el riesgo que la cinta requiere. Una Isabelle Huppert simplemente arrebatadora. Su presencia en pantalla no es cuestionable construyendo un personaje kamikaze, de esos que quedan en la memoria cinéfila. Basta sólo una ligera sonrisa sarcástica o una gélida mirada de desaprobación para llevarnos dónde se proponga. Y si es con un arma blanca en la mano, mejor. Nunca la frialdad calentó tantas butacas.

Lo que comenzaba como un retrato de identidades donde se cuestionaba la figura de la víctima y el verdugo deviene en una magnífica reflexión sobre el deseo. Sobre las pieles que adoptamos y los caminos que recorremos para saciar nuestra sed. Ahora es cuando hemos de rumiarla y asumir el empujón de Verhoeven para que, como él dice en boca Huppert, la vergüenza no nos impida hacer lo que realmente queremos
Ulher
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