"Atraco perfecto" es una película sabe a frescura, sobre una capa de transgresión. ¿Acaso Sterline Hayden, con su inconfundible rostro acartonado, era consciente del genio que hervía en el perfeccionista e incansable director? Que lo que es bueno y breve es aún mejor, no es de aplicación universal, intente si no usar este pretexto para acallar a insatisfechas compañeras sexuales. Pero el caso de esta película es sin duda un ejemplo de las que pueden ser las virtudes de las cosas breves: un producto eficiente, perfectamente milimetrado, que aterriza directo de la más obsesiva y perfeccionista mano del cine, y que es sin embargo ligero, y rompedor solo a trazos sutiles. Los excentricismos "Kubrickianos" no están más que anunciados (esquivando por tanto sus excesos), y sin embargo son reconocibles: en la leve investigación visual, en bonitos y milimetrados travellings, en anómalos planos e inesperada violencia, todo como en un suspiro.

"Atraco perfecto" impacta, y eso es sin duda un mérito para una película que cuenta con décadas a su espalda. Es cierto que el disfrute cinematográfico pueden reportarlo muchas películas clásicas, pero la pura efectividad, el choque mental que suponen los inésperados acontecimientos, las manos sobre la boca cuando los billetes se arremolinan en las corrientes de aire, son méritos reservados para los visionarios, aquellos que, por que corrieron muchos años por delante de su generación, pueden presumir de haber sobrevivido al ingobernable tiempo.

Los líderes de las sectas tienen una capacidad extraordinaria para embaucar y tergiversar. Armados de narcisismo y argumentos ególatras, son capaces de contrarrestar cualquier ataque a su autoridad. Los clichés, las frases hechas, las concesiones que se dan por sentado, forman un entramado asfixiante que no tiene otro efecto que mantenerlos en la cúspide. El escudo se alimenta de sus seguidores, que completan con gusto las lagunas argumentativas que el líder no se preocupó en disimular. En el cine de "paladares exquisitos", experimento de orden intelectual superlativo, se aplica esta máxima sectaria a la perfección, en un juego que es en verdad mediocre y reiterativo.

Esta "obra de arte" ha sido milimétricamente diseñada para aprovechar las contradicciones del contexto, elevándose a un estado de constante superioridad. Fruto de una pretensión de trascendencia y descarado narcisismo, su credibilidad parece incuestionable. Pero la verdad es que "Los idiotas" reitera hasta lo agotador en su obvio juego de significación. Es un espacio idóneo, en el que casi cualquier elemento puede ser objeto de análisis. Un ejercicio ególatra y mesiánico, de otro "genio" pagado de si mismo.

"Tomboy" tiene los mejores ingredientes del cine independiente, un análisis de la realidad complejo, nada maniqueo, la honestidad desarmante que se contagia a todo el casting (con una fascinante Zoé Héran), y la ligereza de raza, de esa que esconde verdadera profundidad; puro talento libre y desposeído de pretensiones para contar una historia de infancia. El tiempo que corre despacio en las tardes de juego, el infinito, el único verdadero infinito, el de los niños que juegan. "Tomboy" es mucho más que la historia de Michäel y su reafirmación de identidad, es una encomiable y sutil mirada a esa infancia que aspira a sus primeros cambios prepúberes, una proyección exquisita de su significado y elementos esenciales. Frente a los estereotipos de la infancia, propone una radiografía, fresca, verdadera, con la capacidad de rellenar los espacios a menudo ignorados y deformados sobre el tema transgénero.

Y aunque sea ligera como una pluma, puede percibirse la sombra terrible que cae sobre la vida de su protagonista; con gran habilidad, consigue transportarte a su universo, sin rastro de sentimentalismo. Una joya necesaria, pero tan fácil de ver y tan disfrutable, que no la tomarás nunca como la obligación cívica que es.

Woody Allen puede resultar reiterativo, y tiene películas menores. Bien, estamos de acuerdo. Pero a mi ninguno de esos síntomas me parecen extraños en la obra de un autor prolífico. Por dios, este hombre estrena una película cada año desde el 65. Hagan la cuenta.

También hay quien comenta que un proceso de escritura más olgado y reposado elevaría la calidad de sus trabajos. A mi me parece que su modus operandi es veloz por naturaleza, y que además casa perfectamente con su sistema de financiación. En el cine, en los tiempos que corren, el autor prolífico no abunda, porque la financiación es compleja y el riesgo demasiado real. Eso significa que la libertad creativa de Allen, hoy, no tiene parangón. ¿La razón? Sus películas cuestan poco y recaudan lo suficiente. A eso añada que los actores se han percatado de que es una inagotable fuente de prestigio y a penas exigen un sueldo simbólico. Entiendo que es un privilegio asistir al producto de este cóctel de rarezas.

Allen no desaprovecha su ventajosa posción. De hecho, hay casi de todo en su filmografía. Sería enfermizo esperar que sólo fuesen obras maestras, y eso que el cómico neoyorquino tiene ya unas pocas.

La peli que nos ocupa es una de mis favoritas. La suelo utilizar como antídoto de vida: cuando los días parecen desdibujarse, me zambullo en lo emocionante y doméstico del crimen de Manhattan, con la estupenda y desenfadada compañía de la pareja Allen-Keaton. Y desconecto de todo. Y esa desconexión me parece impagable.

Ya me mosqueó la irregular "Skyfall". Me desconcertaron entonces los aplausos de parte de la crítica. Se preguntaba un servidor si no estarían bailando al son de un nombre, Sam Mendes, que ha demostrado con estas dos de Bond una alarmante falta de talento para dirigir acción, y una extraña tendencia a lo anticlimático, como si su estilo contemplativo batallase por encontrar un hueco en la energía que caracterizó a la reinvención en 2006 de "Casino Royal". A la vista del fracaso de un artista consagrado como Mendes, salvo por algunos bonitos planos, construidos con el mimo postal de "Camino a la perdición" o "American Beauty", no puedes si no reivindicar a ese motor de energía inagotable que es Campbell, para el que parece tan fácil implicarte con escenas de acción, capaz de aportar dinamismo, emoción, ritmo, a lo que en otras manos no pasa de rutinario. Donde la película de Campbell presumía de una revalorización de lo "cool", energía a raudales, diálogos inteligentes, verdadera implicación, un inquietante Bond que se movía entre la sociopatía y la fragilidad, "Spectre" (y en menos medida "Skyfall"), se limita a un refrito de lugares comunes, que coquetea con lo más zafio y las horas más bajas de la saga, aquella agotada y agotadora que terminó por desintegrar todos sus encantos con un Pierce Brosnan que casi olía a autoparodia.

"Spectre" solo puede ser caracterizada de torpe, una fábrica de bostezos salpicada por escenas de acción que desafían cualquier credibilidad, resueltas, en el mejor de los casos, con oficio y rutina. Es torpe porque ignora lo que hizo posible la revalorización de una saga quemada, y se hunde de nuevo en el lío tremendo de ser fiel a unos códigos añejos. Se me ocurre el tipo de público que la encontrará fascinante, ese que disfruta con un cóctel de referencias y guiños, de similar corte al que está encantado de que Marvel le cuente una y otra vez la misma historia, porque considera la repetición un valor en sí mismo. Si acaso, podría defenderse que ese es precisamente el "acierto" de "Spectre", un gusto por reverenciar a la saga. Desgraciadamente, han decidido reverenciarla con todos sus defectos. "Spectre" se carga por el camino todo lo que hizo emocionante el regreso de Bond.