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Críticas de Pepe Alfaro
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Críticas 98
Críticas ordenadas por utilidad
7
14 de septiembre de 2017
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine ha jugado un papel fundamental a la hora de configurar nuestros temores y angustias emocionales a través de la representación fílmica de unos entes y enclaves que han pasado a formar parte de nuestras pesadillas cotidianas, esas que nos acompañan desde la juventud como una sombra imposible desprender del subconsciente. En mi caso, los miedos más sobrecogedores fueron creados por la encarnación/personificación del mal que materializaron en la pantalla el bebé nonato de Rosemary (La semilla del diablo, Roman Polanski, 1968) y un maléfico crío llamado Damien (La profecía, Richard Donner, 1976).
Las películas basadas en los relatos del especialista en el género Stephen King como mucho han conseguido provocarme algún susto; afortunadamente el miedo quedó atrás. De esto habla precisamente It, la segunda película del argentino Andrés (Andy) Muschietti: dela necesidad de vencer nuestros miedos a través de un viaje iniciático emprendido por siete chavales en un pueblo imaginario llamado Darry acosado por un aterrador ser transfigurado en payaso que se alimenta precisamente del pánico de la gente, como tantos gerifaltes y gobernantes en cualquier parte del globo. En este sentido, la película encarna una metáfora certera: la única forma de deponer a estos dirigentes es vencer el temor que expelen.
El acierto del film es mostrar las dos caras del miedo. Por un lado, ese mundo fantasmagórico creado con efectos especiales, parafernalia visual y otros elementos fantásticos personificados en Pennywise, un espectro con predilección por los disfraces de payaso; elementos que hacen las sufridas delicias de los espectadores más jóvenes; a mí se me antoja lo menos interesante de la película, aun reconociendo la solvencia del director para componer un universo a mitad de camino entre lo alucinante y lo espantoso. Mucho más interesante me parece la segunda lectura, más realista y sobrecogedora, si obviamos las prodigadas y prescindibles escenas del brutal acoso que sufren los chicos a costa de otra pandilla de adolescentes del mismo instituto; esta visión nos acerca a la personalidad de los protagonistas, cada uno de los cuales soporta en su propio hogar la degradación de sus progenitores, ya se trate de un psicópata, un pederasta, una neurasténica, un predicador funesto o un simple medroso, cada uno soporta su propio infierno en el entorno familiar más cercano, y eso sí que da miedo de verdad.
Así pues, con las servidumbres hacia la taquilla juvenil propias del cine de terror actual hay que reconocer a Andy Muschietti la capacidad para sobreponerse a los cánones más trillados y conseguir facturar una película interesante, entretenida y más poliédrica de lo que el género acostumbra a deparar a los espectadores. El desenlace cierra la historia, pero tanto el gran éxito de público como el hecho de que la obra literaria se desarrolla en dos espacios temporales separados por casi tres décadas, propiciarán la próxima entrega de It capítulo 2, que no tardará en llegar para recolectar lo sembrado por esta primera entrega.
Pepe Alfaro
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8
19 de enero de 2018
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
En su libro sobre “El cine melodramático” (Paidós, 2004) Pablo Pérez Rubio considera el sentido de culpa uno de los pilares sobre los que se articulan muchas de las arquitecturas narrativas de ese inabarcable género de géneros, donde los personajes purgan sus pecados entre estados, más o menos fugaces, de ventura, y que no sirven sino para exacerbar la intensidad del drama y sus efectos sobre las emociones del espectador.
En su última película, el ya octogenario Woody Allen nos presenta en "Wonder Wheel" un oxímoron cinematográfico perfecto, mediante la fusión de unos personajes de tono naturalista con los artificios envolventes de una ambientación primorosamente iluminada por el maestro de la luz Vittorio Storaro, que va adaptando los rostros de los protagonistas a los colores de sus sentimientos, y que sirven al director neoyorquino para demostrar su dominio de la cámara como mecanismo para la escritura fílmica, ayudado en el fluir de las escenas por el bonancible acompañamiento musical que aportan The Blue Brothers con un tema de 1932 titulado precisamente “Coney Island Washboard”, porque la historia se desarrolla en 1950 en esta antigua isla al sur de Brooklyn, convertida en una península, que en aquella época albergaba un grandioso parque de atracciones rodeado de turísticas playas.
En este ambiente, dominado por la presencia de la gigantesca noria como símbolo de una rueda de la fortuna ("Wonder Wheel") que marca el destino de los personajes, se desarrolla la vida de Ginny, una mujer a punto de entrar en la cuarentena a la que Kate Winslet aporta la convincente vulnerabilidad expuesta a un simple desliz, purgando una antigua culpa asida al único salvavidas que pudo encontrar en su momento, un marido que trabaja en un tiovivo y que tiende a maltratarla cuando se pasa con la bebida; sorprende descubrir a un actor especialista en la comedia como James Belushi interpretando a un antagonista de intensa carga dramática. Cuando en la vida de Ginny aparece un socorrista (Justin Timberlake), al que Allen utiliza como narrador concernido al formar parte del relato, su vida cambia de color y accede a esa porción de dicha temporal que marca el punto de inflexión en todo melodrama que se precie.
El director juega con la aparición de Carolina (Juno Temple), la hija del marido, que a su vez arrastra un pecado de juventud y se agarra al mismo salvavidas lanzado por el socorrista. Como el cartero, en otro instante de debilidad la tragedia vuelve a llamar a la puerta y la culpa duplica su carga para redondear el efecto melodramático, al que Allen no concede ninguna de sus acostumbradas dosis de humor ácido, judaico, romántico o simplemente irónico. Incluso la nota propuesta por el hijo pirómano de Ginny parece más un acento en su drama que un toque ingenioso.
Pepe Alfaro
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5
4 de octubre de 2017
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando una película supera su propia dimensión, a medio camino entre el ocio y la cultura, para convertirse en un fenómeno sociológico, la única valoración que cabe es congratularse por volver a ver las salas repletas de un público dispuesto a compartir sensaciones y risas. Es de lo que se trata, estirar personajes y situaciones para prolongar el inesperado éxito de Ocho apellidos vascos, con cerca de diez millones de espectadores y más de 56 millones de euros de recaudación, la segunda en toda la historia del cine español tras Avatar (James Cameron, 2009).
El encargo a los guionistas Borja Cobeaga y Diego San José no se hizo esperar, tras haber superado con sentido del humor las suspicacias ante los tópicos más arraigados de la idiosincrasia abertzale; el siguiente destino tenía que pasar necesariamente por Cataluña, donde la realidad cotidiana casi ha desbordado la presura de esta secuela. En Ocho apellidos catalanes volvemos a encontrar los mismos personajes con idénticos tics (y algunos repetidos gags), aunque en el trayecto han perdido algo de la frescura que irradiaban en la entrega original, con más tendencia hacia la caricatura, eso es evidente, pero el esquema sigue funcionando. Se ha reforzado el peso de Koldo, esa especie de sofista campechano del radicalismo regionalista creado por Karra Elejalde, verdadero ladrón de escenas de la primera, secundario reconvertido en cabecera de cartel que ahora acopia los mejores y más “poéticos” momentos de la historia, camino de convertirse en el nuevo icono de la comedia del cine español.
La separación de Rafa (Dani Rovira) y Amaia (Clara Lago), que ha anunciado su boda con un catalán, es la disculpa argumental para viajar hasta las raíces de una encubierta “República de Catalunya”, donde entran en escena la apóstata hispana y matrona catalanista trazada con eficacia por Rosa María Sardá (personaje en cuyo homenaje la película se podría haber titulado “Goodbye Mas”), y su nieto, un elemento de la subcultura hípster al que Berto Romero dota de una entidad gráfica y personalidad orgánica sin desperdicio; lo que pasa es que su imagen y la atención que suscita se van diluyendo con el paso de los minutos. En cualquier caso, una vez más, el mejor aval de Ocho apellidos catalanes es su capacidad para conectar con el público español, al único objeto de reírse de esa querencia, tan artificiosa como efectiva, creada por la clase política: la exacerbación de un nacionalismo de efectos desconocidos. La película demuestra que la mejor receta para combatir está fiebre es el humor.
Con una realización efectiva, Emilio Martínez-Lázaro vuelve a dar en la diana utilizando prácticamente los mismos dardos, lo que garantiza que hay “apellidos” para rato, como manda el negocio. Solo nos queda saber la Comunidad sobre la que los creadores dirigirán su mirada para la próxima entrega. Se admiten apuestas.
Pepe Alfaro
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8
29 de septiembre de 2017
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un tema tan atractivo como la permanente amenaza de esquizofrenia que se cierne sobre determinados actores, capaces de apoderarse de su personaje tan obsesivamente como para no diferenciar la realidad de la ficción, no ha sido muy retratado por las cámaras. Hace casi siete décadas, George Cukor nos contó cómo el moro Otelo fagocitaba la voluntad del actor interpretado por Ronald Colman en el drama Doble vida (1947), un film inolvidable para Cuenca porque constituyó la tarjeta de presentación de la entonces desconocida actriz de reparto Betsy Blair. Cuando Juan Antonio Bardem la descubrió frente al espejo, supo que había encontrado a su señorita de Trevélez, allí tenía a la desvalida Isabel de su Calle Mayor. Todo esto a cuento, o no, de Birdman, una película que, de alguna manera, reflexiona inteligentemente sobre la condición humana utilizando una metáfora teatral.
El mexicano Alejandro González Iñárritu, autor de intensos dramas como Amores perros (2000), 21 gramos (2003) o Babel (2006), decide dar un giro de ciento ochenta grados a las tendencias actuales del negocio del cine y dinamitar las adocenadas estructuras narrativas que infectan cada fotograma con historias y personajes tan recurrentes como anodinos. Los cimientos de su Birdman se apoyan en un trepidante diálogo sin cambiar de plano, una combinación cada vez más inverosímil para las nuevas hornadas de espectadores. Tras el virtuosismo de su puesta en escena, que otorga a la cámara el valor de un personaje constante y omnisciente, se esconde el teatro de la vida, más allá de la superficie del limitado escenario.
La peripecia de un actor en horas bajas, que tuvo su mejor momento profesional en una serie de tres películas sobre un superhéroe vestido con licra de rebajas llamado Birdman, y al que muy oportunamente da vida Michael Keaton mirándose en el reflejo de su propia esencia, permite al director adentrarse en los recovecos emocionales de un personaje que quiere renacer entre las cenizas del poderoso hombre-pájaro que fue (¿o era hombre-murciélago?), una inseparable sombra que se ha convertido en el pepito grillo de su ego personal. Ni siquiera los super-poderes que aún conserva pueden remediar su actual situación, solo le permiten proezas insignificantes. El resto de magníficos actores, entre los que se cuentan Edward Norton o la omnipresente Naomi Watts, se transforman en perfectos comparsas del protagonista de la función, ya imbuido del agradable aroma del óscar por interpretar gran parte de sí mismo.
La película llega avalada por la avalancha de nominaciones que supone un reconocimiento y un cambio, aparentemente, de la Academia americana hacia apuestas más arriesgadas, tanto desde un punto de vista temático como de la estructura narrativa, elementos que se integran entre las cadencias rítmicas de una música a base de percusiones jazzísticas que en ocasiones llega a importunar el oído del espectador, lo que parece una argucia para concentrar la atención en una historia cargada de referencias fílmicas, la puerta de acceso más asequible para empatizar con el Broadway aquí retratado.
Pepe Alfaro
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6
5 de febrero de 2018
5 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las películas que se desarrollan en el reducido espacio conformado por un tren en movimiento, donde una serie de personajes conviven en un microcosmos sin posibilidad de escape, han llegado a constituir un subgénero cinematográfico de infinitas posibilidades. Hace solo unas semanas se estrenaba la enésima versión de "Asesinato en el Orient Express" (Kenneth Branagh, 2017), una nueva vuelta de tuerca a la obra de Agatha Christie bastante inoperante a pesar de las posibilidades narrativas añadidas por los ostentosos efectos digitales. Incluso la tercera (y última, esperemos) entrega de la trilogía "El corredor del laberinto: La cura mortal" (Wes Ball, 2018), recién estrenada, desarrolla su dilatado prólogo de presentación previo a los títulos en una acción protagonizada por un tren que es atacado por cielo y tierra.
El catalán establecido en Hollywood Jaume Collet-Serra, que comenzó dando muestras de su suficiencia con el manejo de la cámara en el género de terror (La huérfana, 2009) ha encontrado un filón muy rentable junto al veterano Liam Neeson, en el papel de un ciudadano normal de clase media inmerso en situaciones que le obligan a luchar desesperadamente por su vida, bien ante una usurpación de identidad ("Sin identidad", 2011) o sin tiempo para encontrar soluciones no expeditivas ("Una noche para sobrevivir", 2015), también se vio encerrado en un avión con los pasajeros condenados si no lo remedia ("Non-stop. Sin escalas", 2014), esquema que se repite en "El pasajero", simplemente cambiando el medio de transporte.
Las primeras escenas de la película nos presentan con eficaz maestría el único personaje con rasgos definidos de la historia, Michael MacCauley (Neeson), un feliz y realizado padre de familia con los problemas cotidianos que aquejan a la mayoría de los mortales, perfecto cebo para empatizar con los espectadores a través de algunos elementos de monotonía compartida. Siempre el mismo tren de cercanías para ir y volver del trabajo, hasta que una misteriosa mujer le propone un juego que se convierte en una batalla de consecuencias imprevisibles. La historia podría haber discurrido por los raíles del suspense y la angustia tan bien definidos por maestros como Alfred Hitchcock, pero Collet-Serra, que también produce la película (dato importante), apunta directamente a los gustos más trillados de la taquilla, nos sirve unas dosis excesivas de golpes y termina recurriendo al espectáculo visual servido por los mismos fuegos de artificio de siempre, constatando que al final ese tren no lleva a ningún territorio nuevo. Y como siempre en estos casos, con esa escena final absolutamente innecesaria; se entiende que a los héroes nunca les falta el trabajo. Con todos los excesos y concesiones, una película entretenida, bien contada y que cumple su función de simple entretenimiento, con aciertos como el de no intentar explicar los entresijos de ese complot del máximo nivel que oculta a los villanos de la historia.
Pepe Alfaro
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