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Venezuela Venezuela · Nueva Esparta
Críticas de Sebastian Arena
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Críticas 21
Críticas ordenadas por utilidad
7
16 de octubre de 2016
4 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
«Oh, qué será, qué será
que vive en las ideas de los amantes,
que cantan los poetas más delirantes,
que juran los profetas embriagados,
que está en las romerías de mutilados,
que está en las fantasías más infelices,
los sueñan de mañana las meretrices,
lo piensan los bandidos, los desvalidos.
En todos los sentidos será que será
que no tiene decencia ni nunca tendrá
que no tiene censura ni nunca tendrá,
que no tiene sentido».

(Chico Buarque)

Respecto al lenguaje sabemos que es limitado y limitante, por lo que, comúnmente, se hace necesario hacer uso de analogías para intentar expresar lo que llegamos a sentir. De ahí la famosa expresión sobre las «mariposas en el estómago», de «pequeños agujeros negros en el corazón», y de estar «tan feliz como una lombriz». Necesitamos de comparaciones para intentar abarcar lo que nuestras palabras no pueden mostrar suficientemente. Hablar o escribir, pues, no es más que un intento de aproximación; y ante esta discapacidad intrínseca del lenguaje nos doblegamos, pero vislumbramos una salida: simples gestos en medio de un silencio compartido. Un beso, un simple roce, una caricia o un abrazo sincero expresan en ocasiones mucho más que cualquier palabra.

Si esto no fuera cierto, no estaríamos vivos. Pues la existencia de uno sólo adquiere sentido en su relación con el todo del que forma parte, y si no hubiese algo que supliera el vacío del lenguaje no podríamos mostrar en ninguna forma aquello que es enteramente nuestro y ajeno al mismo tiempo: aquella necesidad natural de estar con los demás. Si un silencio compartido entre pequeños gestos no valiese más que mil palabras, personas no seríamos. Tal vez algo más, una fría máquina calculadora aunque frágil por estar hecha de carne y no de metal. Pero, si así fuese, habríamos dejado de ser sin haber muerto, pues nuestra esencia ―sentir y pensar― se habría corrompido en pos de un extremo absurdo: ser única y exclusivamente racionales.

Afortunadamente no es así, claro está. Esa esencia nuestra, el estar en constante conflicto por las diferencias entre lo que pensamos y lo que sentimos, es lo que nos lleva hacia adelante y hacia atrás. Un vaivén al que estamos predispuestos y del que no podemos escapar. Ahí está el quid del asunto, en sobrellevar nuestra condición al mismo tiempo que nos acercamos a los demás, que se enfrentan a lo mismo, en mayor o menor medida. La necesidad de expresar aquello que el lenguaje no puede, nos une. Entonces se comparten momentos, historias. Reímos, lloramos y no dejamos de hablar, nos acercamos poco a poco. Y es curioso, porque el intento de abarcar lo inefable es lo que nos lleva a amar completa y enteramente.

Manny y Hank ―los protagonistas de esta historia― no se dijeron todo, pero no lo necesitaban realmente. Al menos supieron ser irónicos sobre el vacío del lenguaje:

«―Tengo una sensación y no sé cómo llamarla. Siento que aunque ahora estoy encima de ti, tocándote físicamente, hay algo atascado entre nosotros. También siento que tienes algo que decir, pero no sabes qué decir, así que ninguno de los dos dice nada, y siento que, por algún motivo, esto podría durar para siempre. ¿Eso es algo?

»―No, no es nada.

»―¿Y nadie jamás se ha sentido así?

»―Podrías ser el primero en la historia de la humanidad».

Habrá quien sólo vea en Swiss Army Man una muy curiosa amistad, pero amistad al fin y al cabo. Y probablemente sea quien piense, al leer lo ya escrito, «¿dónde está el amor (dov'è l'amore) en esta historia?». Esta ahí, ¿acaso no lo notas? En los pequeños gestos que expresan más que las palabras. En un simple roce, en un simple «estar-ahí».
Sebastian Arena
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10
26 de marzo de 2016
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Algún poeta llegó a decir que todos los hombres matan lo que aman.Esto podría plantearse como certero y razonable desde distintas perspectivas, entre las cuales podría resaltarse aquella que defiende que existe un amor «contemplativo» y uno «posesivo», donde el primero es más sutil, delicado y anhelante mientras que el otro, al ser más directo, receloso y abundantemente expresado, conlleva a mayores problemas. Desde esta lente subjetiva, pues, se considera que el amor posesivo-destructivo es aquél que la mayoría siente al tener una pareja a su lado. El contemplativo se asocia comúnmente, por lo tanto, a quienes no son correspondidos en su sentir y por ello se dedican a ser meramente observadores de aquél que sus suspiros inspira.

Lo que se plantea en «Last Night» (2010) es algo ligeramente diferente. Sí, la historia es planteada desde la perspectiva del amor posesivo y el contemplativo, pero no por ello aboga por lo que generalmente se relaciona con los mismos ―lo recién mencionado―. Esto es así porque el amor posesivo se muestra, no ya como un efecto del sentir de una pareja entre sí, sino como la inevitable consecuencia de la sumisión de la voluntad al instinto (el sexo). Eso por un lado mientras que, por el otro, el contemplativo es representado no como un sentir de alguien solitario que sueña con una relación improbable, sino como el sentimiento mutuo de nostalgia, de estar en busca del tiempo perdido.

En este giro radica la fuerza y la originalidad de la historia: no muestra lo que es intuido u observado por la mayoría. Y lo hace de forma sencilla, aunque no por ello menos magistral, como ya lo explicita el título, en una sola noche: suspiros, gemidos, besos y confesiones desvelan el telón de un drama profundamente íntimo y, al mismo tiempo, compartido. Porque, aunque no sea explícitamente expuesto, se sabe como posible o en carne propia que el amor contemplativo y el posesivo puede sentirse al mismo tiempo por dos personas distintas y, más aún, por la misma. No se trata de amar y poseer o, en otra instancia, de amar y anhelar, sino de amar simplemente. Sin pretextos, sin excusas, sin mentiras de por medio, sin dudas, en entrega total.

El mismo poeta que decía que todos los hombres matan lo que aman agregaba, sin embargo, que no todos deben morir por ello ―como consecuencia de su actuar― y, además, que unos aman poco y otros demasiado. Irónicamente, por muy lamentable que sea, quien dijo todo esto se fue aún joven a causa de quien sus miradas robaba. Quienes aman, ya sea intensamente o no, recorren lo que algún filósofo llamó «el camino de la duda y la desesperación». Esto se muestra perfectamente en esta obra de Massy Tadjedin ―que es su debut como directora, curiosamente―. Se trata, entonces, de tejer y re-tejer, de volver una y otra vez sobre lo mismo, sea posesiva y/o contemplativamente, sea en «sólo una noche» o en muchas. El amor como la unión de la unión y de la no-unión…
Sebastian Arena
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8
29 de octubre de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Decía Uslar Pietri, en uno de sus ensayos, lo siguiente: «En donde está el hombre está la soledad como su sombra, que lo sigue, lo acecha, lo espera. Más dramático que el destino de Pedro Schlemyl, cuando vendió su sombra, ha de ser el de la persona que llega a vender su soledad. Y hasta casi podríamos decir que cada hombre tiene la soledad que merece, y que hay algunos que no han merecido ni merecerán ninguna» (La ciudad de nadie, capítulo III).

Cada vez parece más evidente el que los solitarios son, a pesar de serlo, o quizás debido a eso, quienes más necesitan de los demás. Algo curioso si se tiene en cuenta que, si esto es cierto, entonces los conversadores son los que menos se verían afectados por la ausencia de quienes en algún momento les rodearan. No porque su falta fuese insignificante sino que, debido a su capacidad (su confianza), podrían conocer continuamente a otros. Retomando lo dicho, es cada vez más obvio que el solitario afronta su propia condición y el cómo se relaciona con los demás de forma muy diferente al conversador. Donde uno ve mil puertas por abrir para curiosear y seguir de largo, el otro verá unas pocas puertas, quizá abiertas, quizá cerradas. O, dicho de otro modo, uno verá muchos retratos colgantes mientras el otro sólo puede ver uno además de una inmensa habitación vacía.

Aclarado esto, habría que agregar que la necesidad del solitario y su incapacidad (su falta de confianza) conforman su lado vulnerable, es decir, el ser ingenuo. Por lo que, sin importar cuán inteligente o hábil pueda ser en cualquier otra área, en la que refiere a cómo relacionarse siempre será un bebé (ni siquiera un niño todavía), pues formará lazos dependientes con unos pocos. Unos pocos de los que requerirá compañía regular si no constante, por pasar a formar parte de su bucle narrativo (rutina diaria). El problema está, si no se ha visto, en la forma en que compagina con el resto y en aquellos a los que se entrega de forma ciega. Pues su necesidad, su incapacidad y su ingenuidad son su particular maldición; aquella que le acompañará hasta su muerte. Este candor, esta falta de malicia, es lo que le impide saber si lo que ve es verdadero o falso; algo que le advierte a Virgil Oldman ―interpretado por Geoffrey Rush― uno de aquellos en los que llegó a confiar:

«―Las emociones humanas son como obras de arte. Se pueden falsificar. Parecen iguales que el original pero son una falsificación.

»―¿Una falsificación?

»―Todo se puede fingir. Alegría, dolor, odio, enfermedad, curación… Incluso el amor».

El caso de Virgil, además de ser un solitario resignado, es el de aquellos que «no han merecido ni merecerán» su condición. Es por ello que, aún ensimismado en el sufrimiento causado por su ingenuidad, cuando le preguntaron si estaba solo, luego de pensarlo un poco sólo pudo decir: «No, espero a alguien».
Sebastian Arena
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9
27 de abril de 2014
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Llegué a esta película por Winslet. He visto la mayor parte de su obra como actriz, y junto a Tilda Swinton y Cate Blanchett conforma lo que me gusta llamar mi «tríada del deseo». En fin, lo único que deseaba era admirarle en su belleza y talento. Sin embargo, a medida que la historia avanzaba, no dejaba de preguntarme: «¿cómo una filósofa así pudo haber pasado desapercibida?». La respuesta se puede encontrar fácilmente, eso es sentido común (le he dedicado un ensayo entero a la concepción de la «utilidad» y la «cultura» dentro de la sociedad en mi blog, que comienza así: «Lo útil es, para una mayoría plausible, aquello que, de una u otra manera es necesario»).

Sin ánimos de ofender a Gramsci y sus teorías, yo también abogo por decir: «¡Odio a los indiferentes!». Esta particular tendencia a defender «lo indefendible» me lleva constantemente a sentirme impotente ante las cuestiones que veo como injustas y que no puedo manejar de forma directa (mayormente, ficciones que observo, ya sea en cine o en literatura). Pero sólo he apuntado todo esto para dejar en claro que, en este caso, me senté a ver cómo, fríamente, una mente brillante que realmente existió, sucumbe ante su propia genialidad (¡otra vez la relación entre la locura y la genialidad!; véase mi crítica a la película venezolana «Reverón», 2011).

El caso es que me vi atraído por Murdoch, a raíz de esta obra. Quise conocer sus obras, todas las que pudiera encontrar. «Frenesí, de eso vive el obsesivo». Recordé cómo sentía que toda inteligencia que pudiera tener no me servía para intentar comprender la demencia de Nietzsche (ni siquiera leer la biografía de Safranski, a pesar de que me hizo llorar, logró calmar mi odio a la indiferencia respecto a este aspecto de su vida). Y así me sentía ante el Alzheimer de esta filósofa, impotente.

Sí, no ando por allí enorgulleciéndome de una estabilidad emocional ejemplar, porque no la tengo. Defiendo lo indefendible, y me sumerjo dentro de lo que aviva mi sensibilidad. En otra crítica apunté algo que me sirve mucho aquí: «La pasión es para mí un concepto de apropiación. Todo aquello que me apasiona, ya es mío en cierta forma».

[Continúo en «spoiler»...]
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Sebastian Arena
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10
27 de abril de 2014
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
«La pintura, el cine, la música, todo es luz…».

La locura, siempre ha podido ser diagnosticada sin reparos en aquellos individuos que, por ciertas conductas o pensamientos recurrentes, se diferencian parcial o absolutamente a la mayoría aceptada y reconocida. La genialidad, se atiene al mismo concepto básico; personalidades distintas que, en vez de ser rechazadas y recluidas a habitaciones blancas, son rechazadas o no, pero siempre permanecen profundamente respetadas, a lo menos. Es así que realizar una distinción entre genialidad y locura, es, para muchos, una cuestión demasiado subjetiva; o, por otro lado, demasiado dicotómica.

Sin embargo, es una cuestión que llega a la mente de manera indudable para aquél/aquella que ve con suficiente interés la obra de Diego Rísquez del 2010, titulada simplemente, y con la mayor fuerza poética, «REVERÓN». Una obra que, al menos, pone en duda, la percepción de la realidad que se tiene sobre las cosas ¿Por qué? ¿Acaso transcurre con varios discursos filosóficos? ¿Escenas dramáticas que se sirven de una nostalgia por lo que nunca se vió? El único discurso que dice el propio protagonista se resume en esas tres palabras: todo es luz. Y, aún así, en sus lágrimas, por la falta de comprensión del resto en lo que respecta a lo que él verdaderamente sentía por su arte, es cuando uno comienza a vislumbrar esa duda que lo deja a uno inválido, deshecho, postrado frente a la cuestión que, si se resolviera, evitaría muchas nostalgias y sufrimientos: ¿Qué distingue a la genialidad de la locura? ¿Su manifestación? ¿Su expresión?

Pero «REVERÓN» es mucho más que el retrato singular de un artista subestimado con creces, es el intento de un rapto. Sí, Rísquez intentó con maestría el rapto de nuestra atención, e incluso de nuestra voluntad… Sin importar que el público fuese extranjero o nativo, aparte de cuestionar la percepción sobre las cosas en lo que respecta a los juicios que se puedan construir con base a determinadas ideas o conductas, plantea el desinterés y la crueldad con la que se pretende rechazar o ignorar lo que verdaderamente le es común a uno; el arte propio o aprendido, que se manifiesta desde y en las entrañas de la tierra propia, donde uno pertenece, por haber nacido dentro de ciertos límites geográficos. Y este último planteamiento no se hace directamente, eso es cierto; es más una idea que surge cuando, al ver la originalidad/genialidad del personaje que se intentó describir en la obra, puede reconocer uno la propia ignorancia o indiferencia que generalmente aplica a las cuestiones referidas a las ideas surgidas y desarrolladas en las personas que, vivieron o aún lo hacen bajo un mismo territorio. Y no es cuestión de mero patriotismo, sino de la justa apreciación que debería de tener cualquier manifestación artística, sin importar la región geográfica a la que pertenezca su autor(a).

Por otra parte, hay un discurso pronunciado a través de la actuación de Sciamanna, y es uno que se podría atribuir a numerosos artistas esteticistas que, explican el por qué del sentir de Reverón con su pintura, a través de sólo una frase: el arte por el arte. Es decir, bajo la óptica de este pintor y otros artistas, el arte sólo debería darse con el fin de exaltarse a sí mismo; y, bajo esta perspectiva, es más que aborrecible la idea de crear algo, pensando sólo en la retribución económica. ¿Debe entonces vivir el poeta del aire con el pronuncia sus versos? ¿Debe el pintor vivir de la luz y la oscuridad que inspira sus cuadros? ¿Debe el músico vivir del baile que se provoca a sí mismo, con sus melodías? No, eso tampoco es lo que se quiere decir. Es esencial que se pueda tener cubiertas las necesidades básicas propias, pero, lo que sí se proclama con firmeza, es que no se puede pretender vivir del arte; porque éste en sí mismo, es una necesidad que requiere ser cubierta, y no debiera ser asumido condicionalmente como un medio para satisfacer las otras necesidades que se pudiesen tener.

[Continúo en «spoiler»...]
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Sebastian Arena
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