Cuando Kirk Douglas camina por encima de los remos de un esquife vikingo sobre las aguas de un fiordo escandinavo sabemos que nos hallamos ante cine del bueno. Ante un trabajo bien hecho como era habitual en un director de la categoría de Richard Fleischer. Pero además es una epopeya con el encanto de las viejas sagas; sagas de héroes, villanos, y reyes.

Entre espacios abiertos Fleischer nos demuestra lo gran realizador que fue, buscando en cada plano la belleza del paisaje sin interrumpir por ello la continuidad del relato, y siempre acompañado de una fotografía (Jack Cardiff) que, a mi modo de ver acertadamente, elude la oscuridad de la luz del norte, optando por un radiante tecnicolor.

En cuanto al argumento en sí; es la típica novela de aventuras inspirada en el mundo medieval; supersticiones, príncipes destronados, venganzas pendientes, amores de cuentos de hadas, usurpadores, batallas épicas; y todas esas cosas que en el fondo, por muy repetidas que estén, tanto nos encantan.

Destacar, cómo no, la buena música que nos acompaña durante los cortos ciento catorce minutos de su metraje, resaltando sobre todo la melodía que suena como un cuerno vikingo mientras se produce la más mítica escena de la película, y tal vez del cine.

Además del ya mencionado Kirk Douglas, está coprotagonizada por el matrimonio formado por Tony Curtis y Janet Leigh; pero quisiera destacar la excelente interpretación del siempre escasamente ponderado Ernest Borgnine, en el papel de rey Ragnar.

Hay veces que no entiendo el porqué del descredito que sufren algunas películas, bueno quizá no sea descredito el término que busco, quizá sea infravaloración. Y ésta es una de ellas; tiene un guión magnífico que despliega bastante bien la buena novela de Ira Levin. Tiene el buen trabajo de inconmensurables actores, adecuadamente elegidos en su ámbito de edad. Posee un relato que nos cautiva del principio hasta el fin, en una bien urdida intriga. Y aun así nunca fue muy apreciada por la gran crítica, y en general bastante desconocida por el gran público, pese a que es una cinta sencilla y sin complicaciones, lo cual, al menos para mí, esto es una virtud para este tipo de cine que a veces se pierde en sus propias tramas pero éste, como ya he dicho, no es el caso pues su desarrollo es nítido y claro como el agua embotellada.

Es una historia de ficción pero que la conforman algunos personajes reales como el cazanazis vienes de origen judío, Ezra Liebermann (Laurence Olivier), o el Doctor Josef Mengele (Gregory Peck), un conocido criminal de guerra nazi del que se especuló sobre si estuvo oculto en alguna selva del Brasil o en el Paraguay; pero esto sólo fue eso, pura especulación. La película hay que verla sin ninguna pretensión histórica salvo por la terrible realidad que supuso el terror nacionalsocialista, y sus atrocidades. La película hay que verla en su aspecto de cine policiaco y por el fabuloso suspense que no nos abandona casi hasta el final.

Yo era, uno de esos tipos duros que ni siquiera lloraron cuando murió la mamá de Bambi, uno de esos, que no sueltan una lágrima ni cuando degustan una ración de bravas con doble salsa, uno de esos, que se ríen con el telediario. Pero de pronto un día me hallé ante el final de una película llamada, “Qué bello es vivir”, y entonces fui como una magdalena ante el calvario, como un grifo sin zapatas, como un paseo sin paraguas durante una lluviosa tarde de abril y me deshice cual azucarillo mientras sonaba una campanilla porque, Clarance, recibió sus alas; y esto se repetía sin importar las veces que, esto, hubiese visto. Entonces comprendí que estaba ante una gran película, una gran película con una secuencia final de la que es imposible escapar, sin llorar, por muchas veces que fuese vista. Y comprendí que esto no era por sentimentalismo, comprendí que estaba hechizado ante la magia del cine y ante el conjuro de un mago; llamado Frank Capra.

Qué se puede decir, que suene a nuevo, de la comedia más desternillante que jamás se haya rodado. Qué decir de la exuberancia de su lenguaje. Qué decir de ese ritmo, continuo, y ajetreado. Qué decir de ese torbellino, de la continua bocanada de aire fresco en una ardiente tarde de estío, de ese sabor a elixir contra el hastío. Qué decir del no parar de reír, del aluvión de carcajadas, del poderse morir… de tanto reír. Qué decir, salvo gracias…

Gracias señor Wilder, gracias señor Diamond, gracias señor Cagney, gracias señora Francis, y gracias señoras y señores de la United Artists.

Mil gracias por otorgar a la vista y al oído humano… tal regalo.

Sin grandes efectos especiales, pero aún con todo el glamur de la era dorada de Hollywood, su tecnicolor y su cinemascope, nos encontramos con, esta cinta, precursora del cine de catástrofes aéreas y que inspirase a la película satírica por antonomasia, catastrófica y desternillante, "Aterriza como puedas" (1980).

Y es, ésta, una cinta de prodigiosos diálogos, de personajes elegantes y con trastienda. Personajes, poco arquetípicos -aunque sí un compendio de su tiempo-, que se abrirán, unos a otros -confesándose sus miedos, sus convicciones, su pasado y sus postreros anhelos... ante la eminencia de la muerte; en una representación casi teatral, salvo por sus continuos flashback, que se desliza más hacia el melodrama que a la épica o la aventura, o más bien, desventura aérea...

Un film que apreciaran, bien, los aficionados al cine clásico, pero del que pueden prescindir, quienes, sólo busquen evadirse con una película de catástrofes, ya que le falta espectacularidad para el gusto de estos tiempos y para el de su género... en general.