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Críticas ordenadas por utilidad
9 de marzo de 2009
13 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sé que tiendo a ser tremendista y extremista a partes iguales, que muy a menudo caigo en la indignación absoluta cuando me siento timado, cuando meto la mano en la cartera y me doy cuenta de que me han robado mi dinero dinero. Sé que soy así, así que antes de empezar quiero partir de una premisa base: Zack Snyder me parece un impostor.
Me lo pareció desde el primer fotograma de esa epopeya extrañamente homoerótica, hiperanabolizada e ideológicamente resbaladiza llamada 300 (adaptación pop y colorida de la obra homónima de otro gran neo-farsante: Frank Millar), y me lo sigue pareciendo ahora, después de ver Watchmen, la plasmación al cine de la Biblia del cómic, de la historia definitiva que dio a luz a una nueva mitología dónde los superhéroes se pasan al lado oscuro de la fuerza, al lado real de la vida.
El problema de Snyder es que intentando no ser devorado por los fans de los Vigilantes, intentó convertir la novela gráfica de Alan Moore (que renegó del proyecto) en un cómic en movimiento, y descuidó el alma y el corazón de una criatura monstruosa. El resultado es una superproducción espectacular a ratos, aburrida en 2/3 del metraje, fría, trasnochada y vacía, muy vacía. Adiós al discurso político de Moore. No sirve, no interesa, no atrae a las salas a su público objetivo: niñatos que lo flipan con una buena explosión y jovenzuelos que aprovechan la voz en off interminable y los discursitos literarios para meterle la lengua hasta al fondo a su pareja. De tal manera, que Nixon ya no es Nixon (perverso, brillante, calculador, manipulador) sino un abuelete adormilado y entrañable (el actor y el director deberían aprender del Langella de Frost/Nixon), el reparto es una vergüenza (salvando a Jackie Earle Haley, lo único, junto con la música, realmente bueno de este trailer de 2 horas y media de duración), y las diversas situaciones y connotaciones de la historia caen en el mayor del los ridículos sin vislumbrar si quiera su objetivo: la ironía.
Después de todo lo visto sólo me viene algo a la cabeza: “¡Chris Nolan te necesitamos!”
Me lo pareció desde el primer fotograma de esa epopeya extrañamente homoerótica, hiperanabolizada e ideológicamente resbaladiza llamada 300 (adaptación pop y colorida de la obra homónima de otro gran neo-farsante: Frank Millar), y me lo sigue pareciendo ahora, después de ver Watchmen, la plasmación al cine de la Biblia del cómic, de la historia definitiva que dio a luz a una nueva mitología dónde los superhéroes se pasan al lado oscuro de la fuerza, al lado real de la vida.
El problema de Snyder es que intentando no ser devorado por los fans de los Vigilantes, intentó convertir la novela gráfica de Alan Moore (que renegó del proyecto) en un cómic en movimiento, y descuidó el alma y el corazón de una criatura monstruosa. El resultado es una superproducción espectacular a ratos, aburrida en 2/3 del metraje, fría, trasnochada y vacía, muy vacía. Adiós al discurso político de Moore. No sirve, no interesa, no atrae a las salas a su público objetivo: niñatos que lo flipan con una buena explosión y jovenzuelos que aprovechan la voz en off interminable y los discursitos literarios para meterle la lengua hasta al fondo a su pareja. De tal manera, que Nixon ya no es Nixon (perverso, brillante, calculador, manipulador) sino un abuelete adormilado y entrañable (el actor y el director deberían aprender del Langella de Frost/Nixon), el reparto es una vergüenza (salvando a Jackie Earle Haley, lo único, junto con la música, realmente bueno de este trailer de 2 horas y media de duración), y las diversas situaciones y connotaciones de la historia caen en el mayor del los ridículos sin vislumbrar si quiera su objetivo: la ironía.
Después de todo lo visto sólo me viene algo a la cabeza: “¡Chris Nolan te necesitamos!”
13 de enero de 2009
10 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Australia es como un parque de atracciones, todo lo imaginable se va acumulando como granitos de arena en un reloj que nunca cambia de hora. En Australia hay un malo malísimo, un bueno buenísimo, un héroe, la reencarnación de Scarlata O´Hara, unos criados negros la mar de salados, unos aborígenes que cantan, hablan, hacen gestos extraños y tienen poderes mágicos, montañas, ríos, desiertos, selvas, islas, playas, puertos, ranchos, ciudades, hermosos caballos, grandes vacas, aviones, hidroaviones, bombarderos, barcos, camionetas. Por haber hay hasta una escena clavadita, clavadita a la muerte del padre de Simba en El Rey León, una continua referencia a El Mago de Oz (cabe suponer la devoción de Luhrmann por una película tan revolucionaria y colorista), lluvias torrenciales, soles que no se acuestan, tornados, incendios, derrumbamientos, crímenes y castigos, carnaza, amor, acción, violencia, ternura, maternalismo, vicio, guerra, lágrimas, risas, muchísimo pos-modernismo y un sin fin de sustantivos. Por si esto fuera poco se mete un conflicto tan serio como el de la discriminación racial con calzador y se evoca una especie de pseudo-feminismo de andar por casa, y el resultado, agitado que no mezclado, se asemeja a una especie de cuento infantil que se toma en serio a si mismo, pero no lo suficiente como para hacernos creer que todo el guirigay que monta pretende ser en algún momento trascendente. Con lo cual podríamos decir que Australia es una película de qualité tan noventera e hiperbólica que resulta tan entretenida como banal y tan bonita como hueca, y que se puede disfrutar sumamente si uno no se la toma nada en serio. Francamente cabría esperar más de Baz Luhrmann después de todo lo que supuso Moulin Rouge pero bueno esto es lo que hay, y mantener la atención del espectador a lo largo de casi tres horas tiene mucho mérito, y conseguir que Nicole Kidman resucite tras tantos años de inyección continua de botox, ya no te cuento. Vamos lo que mi hermano definiría como una película genial.
13 de noviembre de 2007
11 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Elizabeth: La Edad de Oro es lo que es y punto y final. La Blanchett deja reposar cada palabra, cada gesto, cada llanto como si estuviera en medio de una clase maestra de interpretación mientras Owen luce palmito y Rush nos demuestra que su talento no da para más, solo la buenaza de Samantha Morton da la talle frente a ese tornado llamado Cate. El guión no es una maravilla, siendo francos es más que cuestionable ya no su veracidad histórica sino temas exclusivamente narrativos como unos diálogos que solo rompen los corsés de lo predecible en un par de escenas, que realmente te arrancan del algunas veces soporífero desfile de modelos. Kapur da una de cal y otra de arena, y esto trae como consecuencia que el filme resulte profundamente irregular restando lucidez a los aciertos: la fotografía, el vestuario, los decorados, algunas escenas de un torrencial visual inimaginable y por supuesto Cate Blanchett. Jordi Mollà es Felipe II, pero el doblaje (bastante pésimo) lo convierte más bien en un psicópata maníaco del Siglo XXI que va hasta arriba de tripis.
Los premios llegarán sobre todo en los apartados técnicos, pero esperemos que la Academia haga posible esa utopía que es la de dar 2 oscars a la misma actriz en el mismo año: el de protagonista por el filme de Kapur y el de secundaria por el I´m not here de Todd Haynes, pero siendo realistas todo pinta a que la estatuílla llegara por la última, un filme excelente pero demasiado indie para arrasar en el Kodak Theatre.
Los premios llegarán sobre todo en los apartados técnicos, pero esperemos que la Academia haga posible esa utopía que es la de dar 2 oscars a la misma actriz en el mismo año: el de protagonista por el filme de Kapur y el de secundaria por el I´m not here de Todd Haynes, pero siendo realistas todo pinta a que la estatuílla llegara por la última, un filme excelente pero demasiado indie para arrasar en el Kodak Theatre.
11 de julio de 2010
9 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Parece como si nos quedáramos sin aire al final de la escapada, como si la ruptura fuera definitiva y a partir de ella nos moviéramos de forma tambaleante. Esta pequeña joya pensada por François Truffaut y Jean–Luc Godard es un bello, apasionado y descorazonador retrato de una generación sin rumbo, que vivió la guerra en su infancia y cuyos primeros recuerdos se ligan más a la posguerra que al propio conflicto bélico. Están más próximos a la Francia liberada que a la Francia ocupada gobernada por los colaboracionistas. Esto incide en su forma de ver la vida y afrontarla, no han asumido el concepto de resistencia, sólo el de ruptura, he aquí el germen de lo que sería 10 años después el movimiento “revolucionario” de Mayo del 68.
Estos dos personajes que nos acompañan a lo largo de los 90 minutos que dura el filme quieren vivir a toda velocidad en un mundo que no comprenden, como si así no fueran capaces de ver toda la podredumbre que los rodea. Atacan desde la ironía y la indiferencia a un establishment que aborrecen. En su forma de ver el mundo la rebeldía coge de la mano a la inocencia, y ambas se enzarzan en un lacónico vals cuyo único final posible es la muerte.
Hay algo que no se le puede reprochar a Godard, es consecuente con sus actos y sigue siéndolo hasta sus últimas consecuencias. ¿Qué mejor forma que plantear un asesinato sin sentido para hablar de un sociedad que carece del mismo y que hace mucho tiempo que perdió el norte, instalada en su comodidad pequeño - burguesa? Se da una razón tangible para el inicio de una huida, que es tan real como imaginaria, tan física como existencial. Una huida hacia ninguna parte. Estamos ante un genio aferrado a una idea, la demolición de todo lo anterior es imprescindible para seguir hacia delante.
Los principales elementos de conexión entre el film y su mensaje, y entre este y el público son los diálogos lapidarios que intercambian unos Belmondo y Seberg más allá de todo elogio. Godard logra que una secuencia rodada íntegramente en una pequeña habitación, con una cama como elemento principal, consiga helarnos el corazón. La acción para en seco, pero conectamos más que nunca con unos protagonistas que ejemplifican a la vez lo que queremos ser y lo que tememos de nosotros mismos.
Rompe la sucesión lógica del tiempo, nos pega acelerones y nos clava los frenos. Es como si la película fuera un coche recorriendo las transitadas avenidas de Paris. La ciudad de la luz se convierte en el tercer personaje de este camino a la perdición, pero también a la libertad, solo condicionado por el amor y el deseo. Que acaban por demostrarnos que es cierto lo que escribió Oscar Wilde: todo hombre mata a lo que más ama, por mucho que el personaje de Jean Seberg intente auto-convencerse de lo contrario.
Estos dos personajes que nos acompañan a lo largo de los 90 minutos que dura el filme quieren vivir a toda velocidad en un mundo que no comprenden, como si así no fueran capaces de ver toda la podredumbre que los rodea. Atacan desde la ironía y la indiferencia a un establishment que aborrecen. En su forma de ver el mundo la rebeldía coge de la mano a la inocencia, y ambas se enzarzan en un lacónico vals cuyo único final posible es la muerte.
Hay algo que no se le puede reprochar a Godard, es consecuente con sus actos y sigue siéndolo hasta sus últimas consecuencias. ¿Qué mejor forma que plantear un asesinato sin sentido para hablar de un sociedad que carece del mismo y que hace mucho tiempo que perdió el norte, instalada en su comodidad pequeño - burguesa? Se da una razón tangible para el inicio de una huida, que es tan real como imaginaria, tan física como existencial. Una huida hacia ninguna parte. Estamos ante un genio aferrado a una idea, la demolición de todo lo anterior es imprescindible para seguir hacia delante.
Los principales elementos de conexión entre el film y su mensaje, y entre este y el público son los diálogos lapidarios que intercambian unos Belmondo y Seberg más allá de todo elogio. Godard logra que una secuencia rodada íntegramente en una pequeña habitación, con una cama como elemento principal, consiga helarnos el corazón. La acción para en seco, pero conectamos más que nunca con unos protagonistas que ejemplifican a la vez lo que queremos ser y lo que tememos de nosotros mismos.
Rompe la sucesión lógica del tiempo, nos pega acelerones y nos clava los frenos. Es como si la película fuera un coche recorriendo las transitadas avenidas de Paris. La ciudad de la luz se convierte en el tercer personaje de este camino a la perdición, pero también a la libertad, solo condicionado por el amor y el deseo. Que acaban por demostrarnos que es cierto lo que escribió Oscar Wilde: todo hombre mata a lo que más ama, por mucho que el personaje de Jean Seberg intente auto-convencerse de lo contrario.
8 de enero de 2009
8 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
A los distribuidores españoles les ha costado, sangre, sudor, lágrimas y muchos cojones estrenar estas noches de arándanos que abren la puerta a una cuarta etapa en el cine de Wong Kar-Wai. Es por lo tanto My Blueberry Nights un filme decisivo. Al igual que anteriormente Chungking Express y Deseando Amar, esta película marca un punto de inflexión. Si la primera ponía fin a la primera etapa, de iniciación, de toma de contacto, y daba paso a una etapa marcada por el reconocimiento internacional, y la segunda suponía un cambio estilístico y formal hacia una nueva mirada más elegante y sofisticada, este nuevo filme da la bienvenida al director hong-konés a un nuevo país (EEUU), a un nuevo idioma (el inglés) y a un amplio abanico de actores de prestigio (Weisz, Law, Stratheirn, Portman…). Todo esto explica que My Blueberry Nights sea y no sea más de lo mismo, sin duda alguna es una película de Kar-Wai, solo él, y quizás Ang Lee y Kim Ki-Duk, tiene ese don para retratar el desamor, el paso del tiempo, el dolor, la nostalgia, la angustia existencial, la búsqueda de uno mismo, y la ilusión de un nuevo amor que comienza a florecer entre las grietas del asfalto. Sólo él, es capaz de construir acuarelas de colores artificiales, de gobernar el tiempo y el tempo narrativo, de maniatar a los personajes y de usar las elipsis con tanta finura. Sin embargo, el resultado, si bien es precioso, no es tan poético. Al dar el salto a occidente Wong ha perdido un cierto exotismo, y eso dificulta la construcción del discurso, dando como resultado una hermosa y triste balada que enamora pero no hipnotiza, que cala pero no lo hace hasta los huesos, que hiere pero que no desgarra. De tal forma que podríamos decir que My Blueberry Nights es a Happy Together lo que Fallen Angels es a Chungking Express, es decir, una amplificación del discurso, una cara paralela que rebosa entusiasmo y ambición, una hermana gemela que ofrece 4 donde la primogénita otorgaba 1. Pero en Kar-Wai, las cosas cuanto más sencillas mejor, el recargamiento destroza los sentimientos, ensombrece a los personajes y apaga la magia. Por eso My Blueberry Nights y Fallen Angels se merecen un 9, y no un 10. No resisten la comparación, son bellas, pero no lo suficiente, me queman por dentro, pero su efecto no se prolonga durante días, me encanta el beso que pone punto y final al viaje, pero no me obsesiona como el trayecto en tren entre rascacielos de colores mientras Tony Leung aguanta el tipo que marca el final de Happy Together. Y sí, para que ocultarlo más, echo mucho de menos a Tony.
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