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España España · Valencia
Críticas de Carorpar
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Críticas 1.107
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
29 de diciembre de 2019
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Cuidado con los extraños” es el resultado, loquísimo, de combinar dos films con muy poco —más bien nada— en común, tales que “Solo en casa” (“Home Alone”, 1990) y “Funny Games” (ídem, 1997). En efecto, Chris Peckover, que tiene una pinta de energúmeno curiosa, se traviste de Chris Columbus y Michael Haneke para regalarnos una gozadera vitriólica, refrescante vuelta de tuerca al subgénero “adolescentes en celo brutalizados”. Y encima con ambientación navideña, perfecta para estas fechas.
Lo que empieza como trama de acoso y derribo de ese santuario del “American Way of Life” en que se erige el hogar familiar, especie de “trespassing horror” al estilo de “Los extraños” (“The Strangers”, 2008) o “The Purge: La noche de las bestias” (“The Purge”, 2013), no tarda en volverse traslación (post) millennial de las barrabasadas de un Daniel el travieso en mitad de un brote psicótico. El súbito giro argumental le sube la tensión a una historia que empezaba a deslizarse por derroteros algo convencionales, con serio riesgo de hundirse en la irrelevancia o, peor aún, en el —por desgracia— acostumbrado absurdo.
A partir de entonces la película crece exponencialmente, lo mismo que la interpretación de su protagonista, un querubín llamado Levi Miller que sólo por su papel como Luke Lerner ya se ha ganado unas cuantas decenas de años en las calderas de Pedro Botero. Cuánta maldad puede ocultarse tras un par de angelicales ojos azules y un jersey de Papá Noel.
En fin, muy saludable dosis de humor negro, utilísimo antídoto contra los excesos glucosacáridos en que solemos incurrir durante las fiestas, y bizarro entretenimiento a disfrutar en sesión doble con, pongamos por caso, “Gremlins” (ídem, 1984). Ya estoy tardando.
Carorpar
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5
29 de diciembre de 2019
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A “Mute” le han llovido palos hasta en el carnet de la biblioteca cuando, la verdad, no se trata de una película tan mala; antes al contrario, en su género las hay infinitamente peores, y a espuertas. Sabiéndola dirigida por Duncan Jones y confiando en que no se le haya olvidado hacer buen cine desde la estupenda “Moon” (ídem, 2009), decido ignorar el florilegio de improperios con que se la saludara y darle una oportunidad. No me he arrepentido.
Primero, porque de “Mute” podrán decirse muchas cosas, pero no que carezca de ambición. A ver qué otro film, o serie o cómic —perdón: novela gráfica— ofrece premisas más locas: un justiciero amish en un futuro distópico, concretamente una Berlín ciberpunk donde diríase que nunca cayó el muro. Éste último dato no llega a explicitarse, a Jones le gusta dejar cabos sueltos, abiertos a la interpretación, que el espectador ponga un poco de su parte, en vez de, como suele ser habitual, dárnoslo todo masticado.
En segundo lugar, el diseño de producción resulta deslumbrante. En obvia deuda con “Blade Runner” (ídem, 1982), aprovecha las ventajas de la tecnología digital sin abusar de ellas, conservando un casi extinto aroma artesanal. Presenta, asimismo, trazas de turbadora actualidad, tales que la omnipresencia de drones y pantallas táctiles, la todopoderosa geolocalización, e incluso la posibilidad de hacer llegar comida basura al rincón más remoto del “Glovo” —si me disculpan la “boutade”—.
Por último, en su reparto encontramos aspectos de indudable interés. El simpático Paul Rudd ofrece un sorprendente cambio de registro en la piel —y el bigotazo jenízaro— de un villano, cuando menos, atípico. Su cómplice Justin Theroux luce melenita oxigenada e insalubre infamia pederasta. Alexander Skarsgård, a mi juicio un actor bastante limitado, entrega, sin embargo, un trabajo muy aseado, más habida cuenta de la dificultad añadida de interpretar a un personaje mudo.
Carorpar
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6
28 de diciembre de 2019
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
La última película de Martin Scorsese ha levantado un revuelo semejante al que se originó el año pasado por estas mismas fechas en torno a “Roma” (ídem, 2018). Ambos “hypes” constituyen un ejemplo ilustrativo del lamentable estado en que se encuentra el cine comercial de nuestros días y que el propio Scorsese denunciaba en un artículo para “The New York Times”: abducido e idiotizado por las franquicias de superhéroes.
Cintas como la suya o la de Alfonso Cuarón se ven de inmediato promocionadas a la categoría de obras maestras, merecedoras de todos los premios habidos y por haber en cualquiera sea la categoría —que se ajuste a su perfil o no, eso da igual—, colocadas a la cabeza de una miríada de listas de “must sees” y revestidas de epítetos grandilocuentes —“monumental”, “colosal”, “abrumadora lección”, y un largo, exasperante etcétera. A mi parecer, ni la una ni la otra van a pasar a los anales del séptimo arte, incluso me atrevo a augurarles un olvido casi tan súbito como su encumbramiento. Síntoma del “zeitgeist”, como poco líquido, pero también consecuencia de la calidad —la verdad, muy mediana— que las adorna.
“El irlandés” es un correcto testamento cinematográfico, al tiempo que ajuste de cuentas con la estulta industria actual, por parte de sus veteranísimos director y protagonistas —la suma de las edades de los cuatro arroja la matusalénica cifra de 307 años—. Cada uno de ellos pone su mucho oficio al servicio de un film sobre el que sabían centrada buena parte de la atención mundial, conque el resultado es lógicamente digno. No obstante, y pese al voluntarismo de tanto crítico, amateur o en nómina, “El irlandés” queda bastante lejos de las cimas alcanzadas por Scorsese a lo largo de su laureada trayectoria. Del empeño en compararla con “Uno de los nuestros” (“Goodfellas”, 1990) no puede sino salir malparada, lo mismo le sucede cuando se la coloca frente al espejo —mayúsculo— de “Taxi Driver” (ídem, 1976), “Toro salvaje” (“Raging Bull”, 1980) o “Casino” (ídem, 1995).
El exceso marca de la casa —Scorsese acostumbra a transitar de lo Shakespeariano a lo babilónico sin solución de continuidad— es un arma de doble filo y aquí, me temo, le sale el tiro por la culata. Primero, porque sus cerca de cuatro horas de duración habrán obligado en muchos casos a un visionado fragmentario, como si de una miniserie se tratase. De hecho, no han faltado las publicaciones, algunas especializadas, que lo recomiendan.
En segundo lugar, porque a los responsables del diseño de producción se les ha ido la mano con las caracterizaciones y el Photoshop, de modo que, en los albores de su carrera como matón, el personaje de Frank Sheeran, más que a un Robert De Niro en la treintena, a quien se asemeja es a uno de los desopilantes “Zanguangos” de Joaquín Reyes, y dedicado encima a John Wayne. A Pacino, por su parte, lo han convertido en la madre de Jimmy Hoffa, y respecto a Joe Pesci, da la sensación de que, para cuando le llegó el turno, ya se habían pulido todo el maquillaje, porque surca su rostro el mismo trillón de arrugas durante las cuatro décadas que abarca la historia. Eso, o que el mafioso Russell Bufalino nació viejo. La verdad, así se antoja difícil tomárselos demasiado en serio, a ellos tres, a Scorsese y a “El irlandés” en su conjunto.
Carorpar
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6
27 de diciembre de 2019
3 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
La adaptación de la “nouvelle” dickensiana por parte de Steven Knight goza de la cuota de oscuridad, sordidez y humor negro que era de esperar en el creador de la bizarra “Peaky Blinders” (ídem, 2013-Actualidad). La verdad, se agradece que del océano de glucosa en que, de grado o por fuerza, nos zambullimos durante estos días, emerjan obras como su “Cuento de Navidad”. Porque la miniserie, de tres episodios de una hora, constituye una saludable patada en el hígado —cebado hasta rayar en el estallido— de la buena (mala, malísima) conciencia “petit-bourgeois” que preside estas fiestas.
La recreación de los horrores de la Revolución Industrial satisfará los paladares aficionados a los sabores fuertes, si bien la explicación “paedophilus ex machina” para el cinismo de su protagonista se antoja un tanto cogida por las patillas, un guiño facilón a la audiencia contemporánea, transida de psicoanálisis y sedienta de traumas irreparables. A su vez, el súbito “happy ending” parece desentonar con el espíritu, a un tiempo cáustico y sombrío, que vertebra la historia; no obstante, responde fielmente al “dasein” dickensiano, más próximo a la caridad cristiana que a la revolución proletaria. No en vano, Charles Dickens es el cronista por antonomasia de la era victoriana, época que no se caracterizaba por su progresismo, precisamente.
En la cuarteada piel de Ebenezer Scrooge se mete un Guy Pearce soberbio como casi siempre —corramos un tupido velo sobre su intervención en “Prometheus” (ídem, 2012) y, de hecho, sobre la película toda—. Experto en papeles controvertidos desde su aparición en “Las aventuras de Priscilla, reina del desierto” (“The Adventures of Priscilla, Queen of the Desert”, 1994), dota de dolorosa humanidad al arquetipo del tacaño, y su inquietante presencia le sube las pulsaciones a una producción que pierde algo de fuelle con la llegada de los sucesivos fantasmas.
Carorpar
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3
23 de diciembre de 2019
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Los últimos Jedi” viene a confirmar con desolador acierto las sospechas inducidas por “El despertar de la fuerza” (“Star Wars. Episode VII: The Force Awakens”, 2015): que la fórmula está agotada —lo estaba ya desde el primer episodio de la saga anterior, pero el ser humano es de natural contumaz, peor aún el fan—, y que a la gallina de los huevos de oro la han esquilmado hasta dejarla yerma como la superficie lunar.
El film que nos ocupa ahonda en la estupidez, de por sí abisal, que engalanaba a la entrega anterior, absolutamente nada en la historia tiene el menor sentido. Claro que, habida cuenta de la inteligencia subatómica que manifiestan todos y cada uno de sus protagonistas —a cuál más discapacitado, con perdón de los discapacitados—, los constantes desafíos a la lógica elemental no se antojan tan sorprendentes. En cuanto al menosprecio de sus perpetradores por las leyes físicas, es “vox populi” y marca de la casa; pero empieza a rayar a unos niveles que, a su lado, el “Almagesto” parece la “Teoría de la relatividad general” de Einstein.
Aquejan a “Los últimos Jedi” todos los defectos del universo “Star Wars”, circunscritos al infantilismo en que se sumió a partir de “El retorno del Jedi” (“Star Wars. Episode VI: Return of the Jedi”, 1983) y la aparición de los “Ewoks”, horrísonos peluches de infausto recuerdo. El mal —endémico— no se ve aquí compensado por las virtudes que caracterizaran a las cintas originales; esto es, el arrollador carisma que desplegaban Han Solo y compañía, así como una sabia dosificación del suspense, la acción y el romance. Sus nuevos héroes constituyen una cáfila inodora, incolora e insípida. Los realizadores actuales, salvo honrosas y muy contadas excepciones, carecen de la capacidad para crear suspense. Y el romance ha quedado desterrado del pacato, casi victoriano, cine comercial de nuestros días. Un piquito interracial, si acaso, y por el qué dirán. Sólo queda la acción, aunque sin un guion detrás —no digo de nivel, me habría contentado con que incluyera un par de oraciones donde se respetase la concordancia entre sujeto y predicado —, ésta se limita a la consabida, agotadora e irritante acumulación de explosiones y rayos láser al buen tuntún. He visto —en rigor, oído— “mascletás” dotadas de más coherencia. Y más divertidas también. Porque, pese al empacho de pirotecnia y anabolizantes, “Los últimos Jedi” encima es una película mortalmente aburrida.
Carorpar
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