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España España · Barcelona
Críticas de reporter
Críticas 629
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
3
25 de diciembre de 2015
5 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una gota, dos, tres, y cuatro... mil. ''Es sólo agua'', te dices una y otra vez. Hasta en cuatro mil ocasiones. Hasta que sujeto, verbo y predicado han intercambiado posiciones y roles. Ya nada parece tener sentido. La locura, que ya ha esperado suficiente, empieza a picar a la puerta del sótano en el que te encuentras. Tuberías oxidadas, escalones de madera carcomida, montañas de periodicuchos mohosos, esa humedad que cala hasta la médula, esas ratas y cucarachas moviéndose velozmente en la oscuridad, acercándose sin prisa pero sin pausa hacia sus próximas víctimas... Esto es, definitivamente, el puto peor lugar del mundo. Cualquier inspector de la ONU (bendita sea) que se encontrara aquí preferiría arrancarse los ojos antes que empezar a redactar uno de sus famosos informes acusicas... Pero al menos estás con los seres a quienes más quieres en este mundo. La familia al completo se ha reunido en tan distinguido tugurio para compartir un poco de amor en estas fechas tan señaladas.

Ahí está la imbécil de tu prima, quien parece haber borrado de su disco duro neuronal aquellos incomodísimos episodios de tensión sexual (resueltísima) que protagonizasteis antaño. Un poco más allá se encuentra el gilipollas de tu tío, ese gordo de mierda que compensa el drama de no verse el pene desde hace más de veinte años masacrándonos, comilona tras comilona (que a esto viene, el muy cretino), con su ya tradicional avalancha de sabiduría cuñada no apta para cerebros en fase de desarrollo superior a los tres meses de vida. Hay más, muchos más. Obviamente no podía faltar a la cita el desgraciado de tu abuelo, quien hace tiempo decidió desvincularse del mundo real y refugiarse en sus fantasías de viejo verde, escudándose en vaya usted a saber qué enfermedades degenerativas. A su lado, la borde de tu hermana, quien decidió salir del armario hace sólo dos días, noticia ante la cual la reprimida de tu madre respondió, obviamente, con un poco de represión marca de la casa, al son de ''Mira, vamos a dejar este tema para dentro de unas semanas... tengamos las fiestas en paz, ¿vale?''

El calendario no engaña. Es 25 de diciembre... y te vas a comer estas navidades. Con patatas, canelones, mariscos varios y ración extra de turrones. No hay alternativa, y si por un momento creíste que el cine te ayudaría a escapar (o a evadirte, por lo menos) de este infierno, es que no tenías ni pajolera idea de en qué mundo vives. Gajes de haber nacido en occidente, que cuando el calentamiento global afloja y el frío aprieta, afloran los buenos sentimientos, las ganas de quedar bien con los demás, de ayudar al prójimo, de reencontrarse con los amigos, con los compañeros de trabajo, con la familia... pero sobre todo, la necesidad de sacarle partido económico a toda esta basura. Y ahí el eterno debate: ¿Santa nos trajo regalos porque nos portamos bien, ó nos portamos bien para que Santa nos trajera regalos? A partir de aquí, allá cada uno con su propia -mala- conciencia y, más importante aún, allá cada uno con su cuenta corriente.

Hablando de ceros (a la derecha), Diane Keaton vuelve a casa por Navidad con una de esas cintas que a la hora de intentar dedicarle un balance artístico (por aquello de ser injustos con ella), presenta otros muchos ceros (a la izquierda). El cine alimenticio aparece de nuevo en tiempo de empaches varios, y esto es precisamente lo que ofrece 'Love the Coopers', título que en nuestro país ha sido traducido por 'Navidades, ¿bien o en familia?'. Así, con esta tan nuestra falta de respeto hacia... absolutamente todo. Pero que nadie se alarme, resulta que por puro milagro navideño (que sí, existen), la traducción, terrible donde las haya, hace justicia al film. Correcto, la cosa es igualmente infecta. Lo mismo, para hacernos a la idea, que un bukkake de ponche de huevo de más de hora y media de duración (que en realidad, como si fueran tres y tres cuartos). Al principio la propuesta podría despertar la curiosidad; hasta algo de gracia... pero a los pocos minutos, empieza a parecerse demasiado a ese terrible sótano antes mencionado.

El rush final, no falta hace decirlo, transcurre entre las convulsiones de la atragantada más salvaje. Ponche en tus ojos, en tu nariz, en tu barbilla, en tu boca... en toda tu puta cara. John Goodman, Alan Arkin, Ed Helms, Amanda Seyfried, Marisa Tomei, Olivia Wilde y por supuesto Diane Keaton están enfrascados en una danza grotesca dedicada a la pérdida de dignidad, y que invoca, de paso, a buena parte de los demonios del mundo moderno. Es el clímax de un ritual salvaje en el que se han ido conjugando coralmente los tópicos más acomodados sobre una disfuncionalidad que, en el fondo, no busca más que la aprobación conservadora de la normalidad. No se olvide, por cierto, de demostrarle a la familia cuánto amor siente por ella... comprándole el artículo más caro de la tienda. El que sea; de la que sea. Tal cual. Daría asco... si tuviéramos que tomarnos mínimamente en serio cualquier minuto de metraje. Obviamente, no es ésta la actitud con la que hay que digerir 'Navidades, ¿bien o en familia?' (una vez más: 'Navidades, ¿bien o en familia?').
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reporter
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7
15 de noviembre de 2015
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para ponernos en situación, y para no andarnos con demasiados rodeos, digamos que Argentina salía de una de sus muchas etapas convulsas... para entrar en otra cuyo estado de agitación estaba todavía por determinar. Videla dejó paso a Alfonsín; la dictadura a la democracia. De aquella manera, ya... Como siempre, el resto del mundo miraba e intervenía en la medida que le convenía, dependiendo de los intereses y la responsabilidad que cada uno acumulara con respecto al paciente, inestable donde los hubiera. Además de los ya sabidos elementos químicos, el aire estaba compuesto, ahí y en aquel entonces, por una -densísima- mezcla de esperanza, inquietud y, sobre todo, miedo. Miedo a lo que estaba por llegar; miedo a que volviera lo que había pasado... miedo a que el terror del que veníamos fuera en realidad una materia todavía a superar. Oscuro y sucio milagro: del estado gaseoso pasamos al sólido. Costaba que el oxígeno llegara a los pulmones. Tanto en la sede de las Naciones Unidas, en Nueva York, como en la Casa Rosada, como especialmente en el sótano de aquella otra casa anónima de Buenos Aires.

Se sabía, joder si se sabía... pero nadie abría la boca. Ni Dios tenía lo que hay que tener para mirar. El cerebro, agobiado por las señales de alarma que le mandaba el olfato, casi que quería hacerse el valiente, pero los ojos, que son así de cobardes, huían una y otra vez de la escena del crimen. Ahí mismo, dónde sino, aguardaba Pablo Trapero, quien desembarcó en la Mostra de Venecia con la que ya era la película argentina más taquillera de la historia en su propio mercado (y ya que ha salido el tema, después de 'Relatos salvajes', gran triunfo, por segundo año consecutivo, de la factoría Almodóvar). 'El Clan' toma como punto de referencia uno de los capítulos más oscuros de la historia reciente del país latinoamericano. Pero ojo, no se queda ahí, el punto de partida es exactamente esto, una especia de ''excusa'' para ir más allá. En otras palabras, la noticia la encontramos en la sección de Sucesos, pero es claramente resultado directo de unas esferas mucho más altas. El titular nos habla de secuestros, de rescates, de víctimas mortales, pero de nuevo, hay que saber remontar en el contenido, leer entre las líneas y ver más allá de la gravedad de lo narrado. Rompemos las barreras del espacio y el tiempo.

Por supuesto, se trata de que el impacto de la historia no nos noquee del todo, porque después del golpe (destructivo donde los haya), al espectador se le exige (previa invitación-a) una reflexión sin la cual el esfuerzo previo del cineasta argentino no hubiera servido de demasiado. Podría decirse que éste ha encontrado por fin, el tan ansiado (y esquivo) equilibrio entre su habitual nitidez narrativa (pocos como él a la hora de que comprendamos toda la magnitud de un drama social que, desgraciadamente no se queda encerrado en las fronteras de su país) y ese punch (nos ceñimos ahora a términos estrictamente corporales) del que tradicionalmente iba más necesitado. La crónica de todo lo acaecido durante los años 80 en la casa del clan Puccio definitivamente exigía esta combinación de elementos, pero claro, como siempre en el cine (y en la vida, en general), una cosa son las peticiones, y otra muy distinta es lo que se nos acaba dando. Afortunadamente, y después de haber recibido, durante casi dos horas, otra ración de palos marca de la casa, queda la firme convicción de que poco más se le podía pedir a la experiencia. ¿Algo más de carácter, quizás? Pues sí, pero sin caer jamás en la impersonalidad. Vistas las credenciales en el Box Office con las que se presentaba el producto, no es consuelo menor.

A través de un uso sabio (y muy ilustrativo en las intenciones) de la música pop de la época, se va articulando un aterrador tratado sobre la cotidianidad del... terror, obviamente. De la aceptación de la atrocidad (en su implementación en el día a día) como el más aberrante de los síntomas de un estado de salud mental que, una vez más, y escandalicémonos (por favor), no se queda en el otro lado del charco. Apoyándose en la también aterradora composición de ese monstruo que nunca falla (Guillermo Francella, quien suma otro trabajo memorable en su ya muy memorable carrera), Trapero nos va sumergiendo en otro paisaje que de nuevo responde perfectamente a un sentimiento de destrucción prácticamente masiva. Si antes de ir a la sala no conocen el contexto de la historia contada, no sufran, pues de lo que nos habla Trapero es de algo universal. Horror, correcto. Para la ocasión, crimen y familia se pegan el uno a la otra (y viceversa) mientras el sentimiento de pertenencia (esa droga de la que todos hemos tenido que echar mano en algún que otro momento) se pervierte para desvirtuar, de paso, y con toda la malicia que se pueda adjudicar a la jugada, el concepto de la culpa, con su inherente responsabilidad (ya sea ésta compartida o no). Lo peor es que, mirándonos al espejo (que de esto va, principalmente, el cine del argentino), todo esto sigue presentándose con la angustia de los deberes que todavía están por cumplir. La conclusión es tan irrefutable como dolorosa.
reporter
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5
26 de octubre de 2015
9 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Y una vez más, la memoria, que simplemente es así, nos remite a los Simpson. A aquella época dorada cuyos capítulos pueden revisionarse hasta el infinito y más allá. Te acuerdas, pues, de la decimocuarta vez (por lo menos) en que viste aquella escena en la que Bart se encontraba en un coche junto a su padre, Moe, Barney... y tal vez algún maníaco depresivo más. El chaval no se había subido al auto por voluntad propia, y la verdad es que no tenía ningún reparo en exteriorizar dicha circunstancia. Las vibraciones no eran buenas y no iban a invertirse así como así, de modo que poco o nada importaba taladrar una vez más al conductor con la misma pregunta. ''Oye Homer, ¿qué puñetas estamos haciendo aquí?'' ; ''Ya te lo he dicho, hijo. Vamos a cazar. Vamos a hacer de ti un auténtico hombre'', a lo que el chaval contestó ''Pues no sé... sinceramente, a mí lo de un puñado de hombres reuniéndose en el bosque... como que me parece un pelín sospechoso.'' Y claro, se hizo el silencio.

Momento -incómodo- ideal para reírse a gusto y, claro está, reflexionar. Groening y su equipo lo habían logrado. De nuevo. En prime time, y bajo la apariencia inofensiva de los dibujos animados, nos habían vuelto a alcanzar con otro dardo envenenado marca de la casa, tan desternillante como amargo como, a la postre, certero. Se trataba, en aquel caso, de hablar de forma inteligente y sin tapujos, sobre un tema tan complejo y, por ende, peliagudo como la identidad (sexual, por ejemplo) y su difícil (¿imposible?) encaje en una comunidad demasiado hostil al factor diferencial. Ahí quedó... y como por arte de magia, parpadeamos y el episodio se terminó, dejando antes, eso sí, ese tan característico poso del que seguramente fuera el mejor show televisivo de todos los tiempos. Y qué tiempos aquellos. Los 90, que cuando quisimos darnos cuenta, volvimos a parpadear y nos encontramos en el año 2015. Así las cosas, con el siglo XXI asentándose cada vez más en nuestros riñones, al espíritu de Bela Lugosi le toca compartir careto, voz y quién sabe si alma con Adam Sandler... aunque peores herejías se cometen en las redacciones de ciertos periódicos.

El caso es que, como somos así de tontos, hemos cambiado la pequeña por la gran pantalla, y a los Simpson por los Dracula. Por suerte (o no), cuando menos lo esperábamos, se nos presenta una escena de los más familiar. El rey de los chupasangre está en un coche junto a su nieto y compañeros de parranda. Podría parecer que se van de juerga, pero en realidad están en medio de las más crucial de las cruzadas: rescatar la ''vampirilidad'' del mocoso del pozo de la ambigüedad. Cosas de los tiempos que corren (lo hemos avisado), ahora a cualquier cosa la llaman matrimonio, y así salen los frutos. 'Hotel Transilvania 2' luce sin demasiados complejos el número en la cola de su título, tanto por la derivación lógica de los eventos acaecidos en la primera aventura como por el descaro que permite la frialdad de unos números en el box office que funcionaron y que, de momento, siguen en las misas. En clara tendencia ascendente, por cierto... y tercera entrega, ya que estamos, casi del todo confirmada. Así de fácil. Quien avisa no es traidor, luego no se escandalicen ante, por ejemplo, lo desagradable de un (self-)product placement que, por desgracia, es del todo ilustrativo.

Un ordenador aquí, un smartphone allá y alguna que otra referencia más o menos disimulada a la legión de productos de un conglomerado empresarial que necesita reafirmarse ante el espejo para que éste siga devolviéndole su propia imagen. El objetivo es gritar ''¡Aquí estoy!'' para que el gran público, en su implacable e inmisericorde amnesia, no se olvide de mí... y obviamente, para que las puertas del hotel sigan girando, es decir, para que el dinero no pare de fluir. Cualquier placer artístico que pueda inmiscuirse entre las rejas de tan flagrante caso de mercantilismo, lo ha hecho por pura casualidad; en el mejor de los casos, por el oficio y/o eventual inspiración de un pequeño-gran genio que por el momento sigue condenando a emitir destellos de su innegable calidad desde las catacumbas del (semi)anonimato. Por desgracia, la razones de tan injusta situación tienen mucho que ver con, precisamente, este a veces tan doloroso ejercicio de mirarse al espejo. En este tan incómodo escenario, se dice que los vampiros tienen que tirar de imaginación, y algo similar le ocurre al director de la cinta, Genndy Tartakovsky.

Solo que aquí ésta brilla por su ausencia, al menos en la amplia mayoría de ocasiones en las que debería, no pidamos ''lucirse'', pero sí al menos hacer acto de presencia. Aquí manda, por encima de cualquier amago de autoría, el conservadurismo de la continuidad... en su versión más rebajada y descafeinada. Como se ha dicho, el objetivo es cumplir con la hora y media que exigen los exhibidores para que sepamos que la familia sigue viva... aunque, eso sí, con algo menos de alma. Gajes de la eternidad vampiresca. Pregunten sino a Mel Brooks, quien para la ocasión pone voz al abuelo Vlad, es decir, al padre ficticio del ya citado Adam Sandler, quien por su parte extiende sus tentáculos hasta hacerse co-responsable de un guión extremadamente negligente en lo que a consistencia de personajes e historia se refiere, pero hábil (las cosas como son) a la hora de propiciar un ritmo de los eventos tan endiablado, que los bultos puedan ir escurriéndose a ritmo de trilero. Tiempo, ahora sí, para que Tartakovsky mueva sus prodigiosos dedos, y nos lleve, de paso por una montaña rusa del gag que compensa su falta de acierto con la velocidad en la concatenación de pinceladas slapstick light, referencias pop evidentes y otras pedorretas mentales.
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reporter
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6
26 de octubre de 2015
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Definitivamente, esto se te ha ido de las manos. Veamos, ¿cómo has llegado aquí? ¿Dónde estabas hace dos horas? En casa, ¿no? Pues sí, ahí mismo, mirando la tele, espachurrado en el sofá, sin ningún plan más interesante más allá de las clásicas rutinas de fregamiento genital. Hasta que... Suena el teléfono. Joder, el pesado aquel alemán que conociste hace dos semanas en el bar de cabecera. ¿Quién le habrá dado tu número? En fin, que se aburre, que le caíste bien (y él a ti, qué coño) y que tiene ganas de juerga. Y mira, ¿qué vas a hacer? Pues obviamente te apuntas, y os encontráis, y os tomáis unas copas, y te presenta a unos amigos, y tú le presentas a tus colegas, y unís los grupos, y entre unos y otros, os vais engorilando, y entre pitos y flautas, os habéis enfrascado en una batalla etílica épica para ver quién la tiene más larga. Que si no hay huevos a beber esto, que si no hay cojones a tocarle el culo a ésa, que si no tienes lo que hay que tener para largarte del local sin pagar, que si yo puedo comprar más coca que tú, que si a ver si me lío más a hostias yo que tú, que si a ver si entramos en aquel banco y metemos un buen palo... Lo típico, vaya.

Todo esto, en apenas un par de horas; en el espacio de un solo parágrafo, sin puntos y aparte que corten el rollo. Todo esto, respetando la intensidad con la que se vive (o debería vivirse, vaya) la juventud. ¿Que sólo disponemos de 140 minutos? Pues a tope con ellos: A quemar la ciudad se ha dicho. 'Victoria', nuevo film de Sebastian Schipper, desembarcó en la 65ª Berlinale con la promesa nada desdeñable de plasmar, cinematográficamente, toda la imprevisibilidad, caos y, en definitiva, locura, que caracterizan (teóricamente, al menos) esa etapa vital en que la esperanza de vida del sujeto se reduce drásticamente. Minutos antes de la proyección del filme, flotaba en el ambiente el convencimiento / esperanza de que estábamos a punto de conocer la que a buen seguro se convertiría en una de las grandes sensaciones del certamen... ¿Cómo no iba a serlo, si hablábamos de un Señor plano secuencia de casi dos horas y media, rodado en las mismísimas calles de la capital germana? Uau, espere, ¿ha dicho plano-secuencia-de-casi-dos-horas-y-media-rodado-en-escenarios-naturales-externos-e-internos-de-Berlín? Exacto. Del tirón. Sin tiempo para respirar o para tragar saliva. Como para perdérselo...

Obviamente nadie lo hizo, solo que al final, tanta expectación fue para quedarnos, como casi siempre en estos casos, a medias. Esto sí, por el camino a Schipper le dio tiempo para recoger algún que otro premio de calado técnico. Pues digamos que por una vez el Palmarés hizo total justicia al producto. Al fin y al cabo, 'Victoria' es exactamente esto, un prodigio tal de la puesta escena, que acaba por comerse prácticamente todo lo demás. Más que un problema de prioridades, lo que escasea aquí es el espacio. Para que todo quepa, y a falta de soluciones mínimamente sólidas por parte del equipo detrás de las cámaras, deben hacerse sacrificios. De sangre. El que más duele sin duda es el de una verosimilitud cuyas entrañas se desparraman una y otra vez en pos de un non-stop cuya naturaleza, para colmo de males, se hace algo agotadora pasada la primera mitad de film. Si bien éste es pieza fundamental a la hora de definir el carácter camaleónico del relato (lo cual es, dicho sea de paso, uno de los pocos puntos de interés más allá de la famosa secuencialidad), a medida que la gravedad se va apoderando de los eventos, requiere, cada vez más, de carambolas (nivel astronómico) que a la hora de la verdad sólo se ven refrendadas en parches de emergencia, algunos de ellos, por increíbles; por extremamente forzados, ciertamente ridículos.

El pretendido realismo otorgado por el método de filmación se distancia así de forma progresiva e irreversible de aquel exigible a una historia que, por su parte, y seguramente por su esclavitud formal, es como si se empeñara a sacar de ella misma al espectador mínimamente riguroso. Dicha divergencia al principio confunde, y al poco rato deja paso a una frustración que a en ocasiones roza la vergüenza ajena. Afortunadamente, no todo son daños en el balance general. La narración continua deja el espacio suficiente para que los actores cojan el reto de un protagonismo que, al menos a ellos, nos les viene grande. En este aspecto, brilla con luz propia, y que vivan las sorpresas, una Laia Costa que más que aguantar el tipo durante todo el maratón (que también, y ojo a esto), consigue que éste gane en interés en los momentos en que el recorrido diseñado más anodino se vuelve. Del resto, tanto de las conquistas como de los tropiezos, se encarga el talento de Schipper, tan apabullante como autodestructivo. A la postre, tan acorde con el objeto de estudio. ¿Se puede comprimir una vida entera en una sola noche? Cuando aun se está superando la resaca de la adolescencia, claro que sí; cuando se hace cine, por lo visto, también... aunque los resultados sean tan satisfactorios y, a la vez, dañinos (y ya puestos, surrealistas) como los de una de esas noches de desmadre juvenil.
reporter
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5
1 de agosto de 2015
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con el paso de los años, ha acabado por concretarse lo que de algún modo u otro supiste, desde el principio, que acabaría sucediendo. Era inevitable. Su nombre ha caído en el pozo del olvido. Y si todavía no lo ha hecho, está ahí-ahí, colgando del mismísimo abismo. Lo tienes en la punta de la lengua, pero ese dichoso apellido sigue resistiéndose. No hay manera. Y lo dejas estar, porque estamos en el año 2015, y tú estás a 5 segundos de 4G de resolver el jodido enigma. La memoria sigue esperando su momento, pudriéndose en el banquillo. Y dicho sea de paso, el siglo XXI definitivamente se nos está yendo de las manos. Una vez dicho esto, la información aparece por fin en la pantalla del smartphone, sólo para confirmar que sí, que el tío se llama Seth MacFarlane. Joder, si está claro. ¿Cómo olvidarlo? Si es el que cantó la canción ésa sobre las tetas de las actrices en la ceremonia de los Oscar. El mismo que creó aquella(s) serie(s) con la(s) que tantas risas te echabas con los colegas. El mismo que debutó en eso del cine con la peli del peluche ése que fumaba marihuana, bebía como un cosaco y soltaba más tacos que todos los niños de South Park juntos.

Y hablando de Trey Parker y Matt Stone... ¿no se cabrearon con el MacFarlane ése? Sí... No... No sé. Espera, que lo busco. (Por cierto, ¿será verdad lo de que Samuel L. Jackson ya hace dos meses que no estrena ninguna película nueva? ¿En serio? ¿Cómo coño hemos llegado a este punto? ¿Tan mal estamos? No-no, de ninguna manera... esto es imposible. Ahora mismo lo buscas en el móvil y despejas temores, ya verás...) (... pero antes, ya que estamos... ¿a Tom Brady al final le cayó un puro o no por lo de las pelotas desinfladas? Vamos a ver, ¿se demostró que él era consciente del asunto ése? Porque vaya, el pobre bien podía ser tan víctima de esto como todos nosotros. Al fin y al cabo, el beneficio de la duda consiste en esto, ¿no? Pero vaya, que si el colega estaba en el ajo, que le den por culo. Y sin pensárnoslo dos veces, eh. Mira, lo de Samuel L. Jackson puede esperar, mejor te pones a buscar antes lo de Tom Brady, que ahora mismo parece un tema bastante más trascendente) Y a todo esto... ¿de qué cojones estábamos hablando? Ah sí, de ositos de peluche. Y de Mark Whalberg. Y de Seth MacFarlane... y de otros animales del montón.

Más o menos en esa misma diarrea conceptual llega a la cartelera (hablando de defecaciones) uno de esos productos a los que no parece importarles demasiado ese panorama con el que el calendario les ha obligado a lidiar. Es más, da la sensación de que para hacer acto de presencia, la película de marras haya estado esperando pacientemente a que los niveles de inmundicia alcanzaran las cotas más altas, como si de esta manera se pudiera decir que juega en casa. Más certezas; más ciertas, si cabe: Ahora mismo, Seth MacFarlane, genio y figura (para bien y para mal), está partiéndose el ojete (a cuento y a cuenta de lo que sea) mientras su piel se acerca, más y más, al punto-de-no-retorno del bronceado perfecto. Vale, ¿pero a quién le interesa? Pues se sorprenderían... pero ésta no es la cuestión. Lo que importa aquí es lo mismo que más importaba en las anteriores ocasiones: Reír. De lo que sea, con el pretexto que sea... sin pensar jamás en los daños colaterales. No hablamos solamente de la irreverencia marca de la casa sobre la que Mr. MacFarlane ha asentado su reino (en esta línea, mucha atención a la excelente píldora de improvisación stand-up sobre los límites del humor), sino también (o sobre todo) de la máxima negligencia con respecto a cualquier elemento que se encuentre fuera de la órbita más inmediata del gag.

Como si obedeciera a un golpe de miedo por el -injusto- fracaso de su anterior trabajo (el ''melbrooksiano'' western 'Mil maneras de morder el polvo'), 'Ted 2' puede (mal)interpretarse como un reencuentro precoz por parte de MacFarlane con una fórmula que si antes olía a descubrimiento, ahora apesta más a bote salvavidas. Hay quien incluso se atrevería a hablar de prostitución... teniendo siempre en cuenta, obviamente, que de quien estamos hablando seguramente considere dicha categorización como el mejor de los piropos. De modo que, introducciones, las justas, porque a estas alturas, si estás en la sala de cine, es porque ya sabes lo que vas a encontrarte. Quieres reír, claro está. De lo que sea, con el pretexto que sea... sin pensar jamás en los daños colaterales. Por ejemplo: ''¿Y Mila Kunis?'' Pues perdida en alguna que otra carcajada... quizás. ¿Realmente importa? Es más, ¿realmente importan los personajes, sus respectivas situaciones o, ya puestos, la historia en general? Desde luego, no. Como ya sucediera en absolutamente todos sus trabajos anteriores, MacFarlane se siente como pez en el agua cuando se dedica a aquello que mejor se le da... y se muestra como poco más que una tortuga en la prueba de los cien metros lisos, cada vez que se empeña a probar algo diferente.
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