Thriller psicológico que se las apaña para que una duración desmesurada no la convierta en un ladrillo. Una familia alquila una casa de lujo para un fin de semana y, al caer la noche, reciben una visita inesperada. Esto cambia todos sus planes, no solo por dicha presencia no deseada, sino por la información que trae consigo, relacionada con extraños eventos que empiezan a suceder.

La película encara temas profundos y relevantes, como la desconfianza entre las personas, la dependencia tecnológica y el papel a asumir ante un cambio radical del estado de cosas. Y lo hace con un envoltorio de cine comercial de libro, con personajes adinerados y glamourosos que, ante una crisis, se ven asaltados por las mismas dudas y prejuicios que la gente corriente. Metidos en la trama, y sin conocer el original literario, hay escenas que no terminan de encajar bien en el conjunto, como las de los ciervos (¿hay algún significado o metáfora que me haya perdido?) o la del petrolero. Es impensable que un barco con ese calado penetre tanto en una playa sin embarrancar mucho antes. Pero claro, son escenas con mucho poderío visual, y de eso se trata, de impactar. Tampoco se entiende bien lo que le pasa al hijo mayor, no tiene mayor importancia (lo de los dientes me parece gratuito) y parece solo una excusa para mostrar al personaje de Kevin Bacon y lo que representa.

No obstante, no se descuida el fondo, lo que pasa es que juegan mucho con el espectador para que aguante más de dos horas hasta que nos den una explicación. Cuando ya hemos contemplado todo, desde ataques terroristas hasta invasiones alienígenas, nos sueltan la bomba. Aprovechando la querencia de ciertos sectores sociales por las teorías conspirativas se dicta una resolución final que, quizá, es la menos loca de todas y, por ello, la más plausible a tenor de la actualidad que vivimos hoy día. Y la más aterradora para los que viven en el país de Trump. No estuvo mal, pero pudo haber sido mejor si le hubieran recortado el metraje ahorrándose momentos Shyamalan innecesarios y engañosos.

No he podido entrar en esta historia por sus pretendidas hechuras de cine clásico, de las que se derivan actuaciones casi robóticas más propias del teatro que del cine. Las escenas, especialmente las dialogadas, se producen como si de una película de los años 50 se tratara, como si cada actor esperara su turno asignado paga soltar el texto. De tal forma, dichas escenas no se sienten nada naturales ni transcurren con fluidez narrativa.

Esto tiene como uno de sus principales daños colaterales que nos vamos a unas eternas dos horas y veinte minutos. Le reconozco que su juego de equívocos con los flashbacks me pilló, pero no basta. Barbara Lennie me parece una actriz limitadísima, y Eduard Fernández es de los pocos que mantiene el tipo, aunque su personaje sea parte del desaguisado. Dejo al margen el nutrido grupo de extras que conforman la fauna que puebla el psiquiátrico, de largo, lo más creíble de la función.

La perversidad del culto a la imagen y el narcisismo llevados al extremo. Signe y su novio Thomas conviven juntos. Cuando él, que es un artista que utiliza objetos robados, consigue relevancia en su campo, ella hace lo posible por llamar más la atención, incluso poner en riego su propia vida.

La película es una exageración, pero no descartemos que haya individuos que se acerquen a estos niveles de egolatría, rayanos en la enfermedad mental. Se cultiva la imagen como algo cotidiano, y conseguir relevancia social es un objetivo por el que se pasa por encima de la ética cuantas veces haga falta. Tiene la vigencia del momento presente que vivimos, en que un amplio sector social ha decidido laminar principios básicos que parecían consensuados, aunque supongo que los sociópatas han existido siempre. Es solo que ahora no hay una censura social tan apabullante que rechace tal condición.

No me cabe duda que el término "influencer" terminará absolutamente quemado y contaminado, solo referido a personajes tristes, convertidos en juguetes rotos tras una sobreexposición que les dio una relevancia efímera por hacer cosas estúpidas. Recurrir a enfermarse a sí mismo, como hace Signe, parece hiperbólico. Denle tiempo a la generación criada con el smartphone. El film es una comedia negra, pero no de las de reírse, sino de las de mirar por la ventana y confirmar que el mundo se desmorona. También le arrea lo suyo al mundo del arte, del moderno claro, y su tontuna superficial. Lástima que no sea más picante, más gamberra, pero siendo nórdicos hay que dejarlo estar.

Blockbuster surcoreano con amarga carga socio política. En 1990 se produjeron los disturbios que dieron lugar a la guerra civil en Somalia. Las delegaciones diplomáticas de Corea del Sur y del Norte se ven abocadas a una colaboración inesperada y suspicaz para intentar salvar el pellejo y huir de la capital, Mogadiscio.

A pesar de su, en ocasiones, tono ligero y desenfadado, este film deja un poso de amargor a su finalización, el que guardan muchos coreanos dentro de sí por la separación forzasa que supone la frontera entre las dos Coreas. La puesta en escena es de notable y realmente nos traslada a aquellos tumultuosos años en aquel lugar de África. Se retrata la corrupción reinante en el lugar y la desconfianza entre las dos embajadas, prestas a lanzarse acusaciones mutuas de querer desestabilizar la coyuntura.

Algunas situaciones pecan de exageradas, algo habitual en el cine surcoreano, pero como estamos ante una cinta basada en hechos reales se lo vamos a comprar. La escena final, la huida en los coches blindados con todo aquello que los diplomáticos pudieron encontrar, sube muchos enteros y resulta adrenalínica. Aunque a veces cuesta diferenciar quienes son del norte y quienes del sur, estamos ante una obra comercial no exenta de calidad, que fue un enorme éxito en su país. Tenía motivos.

Esta película es tan genérica y tan reiterativa en los clichés del cine de súper héroes moderno que, después de dos meses, olvidé que la había visto. Poco hay que destacar, ya que todo es un compendio de lo que ha hecho del género algo tan cansino, previsible y cargante. Escenarios digitales que envejecerán como el orto, personajes arquetípicos a los que ni los intentos de comedia salvan, historia más vieja que los propios tebeos en los que se basan. Tan sólo rescataría cierto regusto retro futurista en la tecnología empleada y en la estética tecnológica general. Y eso porque es algo que, personalmente, me gusta, no porque sea un parámetro objetivo de calidad. Es entretenimiento vacío que ya hace varias películas que perdió su gracia.