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España España · O Carballiño
Críticas de odaesu
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Críticas 66
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
9
3 de marzo de 2015
22 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
En 1966, Fred Zinnemann dirigió A man for all seasons, traducida al castellano como Un hombre para la eternidad, una mirada compleja al reinado del político Henry VIII desde la perspectiva de Thomas More. Cogiendo el testigo de aquel excelente film (que ganó 6 Oscar, incluido el de Película), el director Peter Kosminsky y el guionista Peter Straughan, vuelven a lanzar una incisiva mirada hacia los Tudor en la miniserie de BBC, Wolf Hall, aproximándose a ellos otra vez a través de un subalterno, en esta ocasión Thomas Cromwell. La ficción narra el tramo temporal entre el divorcio de Henry VIII (Damien Lewis, fabuloso) de Catalina de Aragón y la condena a morir en el patíbulo de Anne Boleyn (Claire Foy, a la vez dura y delicada). Todo ello abordado desde la perspectiva de Cromwell, que pasa de ser mano derecha del caído en desgracia cardenal Wosley (Jonathan Pryce, siempre un placer) a brazo ejecutor del propio Henry VIII, mientras tiene que lidiar primero con los opositores al divorcio real, liderado por More (Anton Lesser, entre cínico y sincero) y con el propio clan Boleyn, que ocupa las principales estancias de poder mientras Anne es reina consorte.

Volviendo a la comparación con A man for all seasons, uno de los discursos más interesantes que hila la miniserie, viene a ser una enmienda a la totalidad a la beatificación que la historia ha hecho de Thomas More. No es que el More de Wolf Hall no sea un hombre brillante de rígidas convicciones como aquel “hombre para la eternidad”. Si no que su retrato se vuelve mucho más complejo, con más aristas, situándolo debidamente en un panorama de intrigas y luchas de poder encarnizadas. More tiene una agenda, lleva a cabo una estrategia política, no es ningún santo, es otro actor más inmerso en las catacumbas del poder. Si hasta ahora nos habían dicho que Thomas More era bueno y Thomas Cromwell malo, esta miniserie, que adapta un libro homónimo, sostiene que ambos eran hombres sumidos en la espiral enfermiza del poder, que intentaban conciliar sus intereses (su propia supervivencia) con sus creencias y sus valores. Con esto no estoy diciendo que el enfoque de Wolf Hall sea el adecuado, de hecho ha despertado controversia en UK, porque muchos historiadores denuncian que efectivamente Cromwell era un monstruo. Pero desde luego, esta aproximación histórica es refrescante.

Podríamos, a partir de este conflicto entre More y Cromwell, decir que la serie, narrada siempre desde los ojos entre cansados y escépticos del segundo, se mueve en función de las interrelaciones del mismo. Entre el cardenal Wosley, Anne Boleyn (y todo su clan), Thomas More y Henry VIII van construyendo la personalidad de un hombre convertido en enigma histórico. Jhomas Cromwell era eso que en nuestras democracias representativas actuales se llama “hombre de Estado”, un titiritero en las sombras del poder. Astuto, inteligente, complejo y práctico. Buscaba conciliar lo que él consideraba que eran los intereses de Inglaterra con su propio progreso personal, primero, y su propia supervivencia, después.

Al respecto del poder, Wolf Hall nos dibuja un mundo en el que cuanto más alto subes más probable es que te vengas a bajo y que más dura sea la caída. Decía Wenceslao Galán en El fuego en la voz que “poder es poder matar, por eso la amenaza es siempre amenaza de muerte”. Cuanto más poder amasa Cromwell, más cerca está su final, más enemigos tiene y es más posible que el rey al que sirve le dé la espalda por miedo a dicha acumulación de poder. Por eso el Cromwell de Wolf Hall es un personaje condenado de antemano. Si retrocede lo devoran, si avanza, terminará por precipitarse hacia el vacío.

Soy consciente de que hasta este momento no he mentado al actor que interpreta a Thomas Cromwell. Creía que se merecía algo más que dos palabras. Mark Rylance, uno de los hombres más importantes del teatro británico de las últimas tres décadas, es el encargado de dar (una lacónica) vida a Cromwell. Firma una de las interpretaciones más perturbadora y estremecedoramente contenidas que haya visto jamás. Un ejercicio interpretativo abrumador. Sin levantar la voz. Sin hacer aspavientos. Arrastrándose por la escena hasta impregnarlo todo con su mirada y su gesto desconfiado, descreído. Mark Rylance es el pilar central que sostiene esta mayúscula obra audiovisual. Pero no menos brillantes son una puesta en escena cuidadísima (hay primeros planos de Rylance que son narrativamente brutales, la secuencia del patíbulo desprende una frío insano acojonante); y una brillante y precisa labor de escritura, plagada de diálogos finísimos y crudos. Wolf Hall, dibuja una época, reflexiona sobre el poder y se constituye en un entretenimiento de primera que cuece las intrigas a fuego lento y capta lo peligroso que era vivir en la corte de un rey que un día parecía un niño (febril, enloquecido, embobado) y al siguiente un monstruo (colérico, dictatorial, paranoico). Dado que la historia de Cromwell queda sin terminar (no hemos visto su caída), ojalá BBC decida (en un movimiento 100% marca de la casa) darle una segunda temporada que cierre el relato sobre un hombre al que la historia ha pretendido negar la eternidad.
odaesu
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9
5 de diciembre de 2014
37 de 45 usuarios han encontrado esta crítica útil
En esa obsesión por categorizarlo todo, nos pasamos la vida haciendo listas, marcando hitos y señalando etapas. Como si intentáramos de alguna forma contener el descontrol que es nuestra existencia. Quizás por eso Mommy, la quinta película del quebequés Xavier Dolan, parece cerrar, en una estructura hermosamente circular, la primera etapa de una filmografía que empezó hace un lustro con J’ai tué ma mère. La maternidad y la filiación, esas condenas de por vida. Y la distancia entre un film y otro es todo lo que ha madurado Dolan en este tiempo. Tanto como director, como guionista y, en el fondo, como hombre. Si en J’ai tué ma mère abordaba la familia desde la rabia adolescente, desde la explosión de sentimientos y energías, en Mommy nos encontramos con un relato que mucho más pausado, casi taciturno, triste pero optimista. Sus tres primeras películas eran un continuo galopar hacia el final. Un desparramarse. En cambio las dos últimas, la pesadillesca Tom à la ferme y la sensible Mommy, son mucho más reflexivas. No desparraman, sino que se deslizan hacia la huida de sus protagonistas. Una huida hacia ninguna parte, porque, sorpresa, nosotros somos nuestra propia cárcel. Ouch.

Mommy está ambientada en una Canadá ligerísimamente distópica, en la que los padres pueden dejar a sus hijos a cargo de instituciones públicas si consideran que son incapaces de cuidarlos. En un mundo en el que nuestros derechos se vulneran todos los días, Dolan nos presenta el retorcido derecho a renunciar a la paternidad activa. Si en J’ai tué ma mère, un hijo intentaba asesinar la idea de tener una madre, en Mommy, los padres pueden emborronar la existencia de sus hijos. En esta Canadá suburbial de buena vecindad hacia fuera y numerosos problemas hacia adentro, la película nos cuenta el día a día de una madre viuda, Die, que malvive en estos tiempos de crisis económica mientras intenta salvar a su hijo, que padece TDAH (Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad), de un futuro cada vez más sombrío. En la vida de ambos, como si fuera un espléndido día soleado de invierno, irrumpe la vecina de enfrente, una profesora traumatizada por hechos del pasado a la que le cuesta hablar con fluidez. Y a partir de ahí la película es la historia de tres seres malheridos, de tres supervivientes, que se agarran entre sí, como si cada uno de ellos fuera la última oportunidad de salvación del otro.

Con una premisa tan oscura, tan triste, a Xavier Dolan le ha salido su película más transparente, más luminosa (maravillosa fotografía), más, paradójicamente, optimista. Tras la terrible y retorcida Tom à la ferme, ha rodado una respuesta a sí mismo en forma de drama emocional que grita ¡vida! Rodada en formato vertical, 1:1, la cámara se pega a los ojos y a la boca del trío protagonista, como si más allá de ellos no hubiera nada, simplemente, el vacío. Como si estuvieran levitando sobre la ciudad, sobre una vida triste frente a sus ansias de correr, de ser felices. Lejos queda ya la sobrecarga visual de sus primeros films, el regodeo en lo kitsch, en la dilatación del tiempo, en los colores sobreexpuestos. A la vez que sus personajes han ganado hondura, su forma de dirigir se ha despojado de elementos innecesarios. La puesta de escena de Mommy es cálida y serena, como cuando el sol te calienta las piernas en diciembre. Dolan ha madurado pero sigue siendo él mismo, con esas secuencias musicales poderosas (la de Wonderwall es una de las mejores secuencias cinematográficas del año), con esa energía que desprenden casi todos los planos, esas ganas puras, inocentes, de vivir.

Para crear esa sensación de optimismo al borde del precipicio, resulta fundamental la elección de reparto que ha hecho. Como ya había hecho en su mejor film hasta Mommy, la ambiciosa Laurence Anyways, opta por no interpretar ningún papel, lo cual es de agradecer, porque seamos sinceros, Dolan se ha transformado en un buen guionista y un fantástico director, pero sigue siendo un actor muy mediocre. Y fía el film a sus dos actrices fetiches, Anne Dorval, la madre de su ópera prima, y Suzanne Clément, la profesora (además de descomunal protagonista de Laurence Anyways), y sobre todo al frenético Antoine-Olivier Pilon. Si las dos primeras aportan la madurez que las heridas de guerra van creando, el último es esa traca de fuegos artificiales que va estallando a lo largo del film, iluminándolo e incendiándolo a la vez. Ante los problemas que los acucian, los rostros de Dorval y Clément muestran una frustración que es puro dolor, mientras que el de Pilon es un volcán de rabia desmedida. Mommy es, en definitiva, una de las películas más hermosas, dolorosas y sensibles de este año, y la confirmación del desbordante talento de un Xavier Dolan, que ahora sí, ha alcanzado ya la madurez como cineasta. 25 años, 5 películas y un mundo propio.
odaesu
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9
10 de octubre de 2014
57 de 71 usuarios han encontrado esta crítica útil
Estamos jodidos. La televisión escupe basura mientras nosotros escondemos nuestras miserias debajo de la cama. Pero llega el día en que hemos acumulado tanta miseria que se escapa de su escondite y entonces, de repente, nos convertimos en esa basura que los medios de masas nos inyectan en el cerebro. Sí, estamos jodidos. Si en The Game y Fight Club, David Fincher buceaba en la incertidumbre y la soledad en la que se hallaba el hombre ante el cambio de milenio, y en The Social Network retrataba las relaciones humanas tras dicho cambio, en Gone Girl vuelve a firmar una precisa radiografía del tiempo que nos ha tocado vivir. Una radiografía que nos muestra que el cáncer somos nosotros. Vuelve, con esta adaptación de la novela homónima de Gillian Flynn (que escribe el guion) el Fincher más insano, crudo y retorcido. También el más cínico. Y a la vez el más indeleble. Como ya hiciera en The Social Network, juega a disolverse en la historia. Se puede ser un autor de primera sin estarlo gritando en cada plano. Fincher, antes que autor, se ha convertido en algo más valioso, en un comunicador excepcional. Un gran cronista de las perturbaciones cerebrales en tiempos complejos. Algo así como la versión americana y para el gran público de Michael Haneke.

Dentro de unos años hablaremos de un conjunto de películas que nacieron al calor de la crisis económica (y sociopolítica) de principios de la década de los 10, al igual que hoy en día hablamos de las obras post-11S. No es tanto que esta historia que comienza con la desaparición de una mujer el día de su aniversario de boda, hable de la crisis, que aparece de fondo, sino más bien que nos muestra lo que supura esa herida. La crisis es el detonante que hace que los peores sentimientos y pensamientos de este matrimonio salgan a la luz. Tras el fin del romance sólo queda hacerse daño. El matrimonio al igual que el film, es una espiral insana de fatalidad. Sí, desde luego le ha salido una película cínica y pesimista a Fincher. Ni un rayo de esperanza hay en Gone Girl. Y lejos de ser un drama solemne, implacable, estamos ante un film de diálogos chispeantes, mordaz, que te saca la carcajada tras pegarte una patada en la boca del estómago. Hay algo de comedia hasta en los rincones más oscuro de nuestra psique. Fincher ha vuelto a hacer un drama adulto, ambicioso, arriesgado, pero a la vez muy comercial. ¿Una cinta de autor puede ser un blockbuster? Sí, sí puede. Aunque nos digan constantemente lo contrario, los espectadores no somos niños pequeños. No necesitamos que nos cuiden, lo que necesitamos es que nos desafíen. Y Gone Girl lo hace. Durante su visionado, este thriller psicológico (casi psico-sexual) ,que tontea con el policíaco y el cine negro, te atrapa sin remedio, y cuando sales del cine sigue pegado a ti. Primero te entretiene, después te hace reflexionar. Llevo dándole vueltas horas y horas. Y sé que será una película que veré muchas veces a lo largo de mi vida. No es una película perfecta, tampoco pretende serlo, es una película demasiado salvaje, la historia es demasiado arriesgada, el show que monta el matrimonio Dunne es demasiado rocambolesco. Al fin y al cabo es difícil hacer una película perfecta que gire en torno a lo más imperfecto que hay en el mundo: los seres humanos.

Dentro de su filmografía Gone Girl es más Seven que Zodiac. Más fuego camina conmigo que un thriller impermeable. También es, tras Fight Club, la que penetra más hondo en sus protagonistas. Pero si en aquella el final era optimista, catártico, aquí nos quedamos colgados de un hilo, como en The Social Network, todo ha cambiado para seguir igual. Igual de jodido. Fincher acertó de lleno a la hora de contratar a Ben Affleck para retratar a ese hombre normal. A ese buen americano. Simple, obtuso, mentiroso, patético y corriente ciudadano. Sin duda alguna la mejor interpretación de su carrera. A su lado, moldeándolo, una Rosamund Pike extraordinaria. La Asombrosa Rosamund Pike. Pura voracidad interpretativa. La mujer de las mil caras, una relectura negrísima de la femme fatale clásica. Un retrato complejo de nuestros miedos, nuestras taras, nuestros terrores. Y envolviéndolos un reparto muy ecléctico en el que sobresalen una sobria Kim Dickens como detective al frente del caso y una irónica Carrie Coon como la hermana del protagonista, quizás los dos personajes menos enfermos en una maraña de mentiras, odio y frustración. Y así volvemos al inicio, Fincher, otra vez, nos habla de lo frustrados que estamos con nuestras vidas, y cómo esa frustración nos puede conducir hacia la destrucción. Sí, ha quedado claro, estamos muy jodidos.
odaesu
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7
29 de septiembre de 2014
18 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
De los realizadores que nacieron al calor de esa corriente del cine indie americano que se dio por llamar New Queer Cinema, dos son los que han trascendido y han dejado atrás aquellos años primigenios de cine de guerrilla para expandir sus universos cinematográficos. Hablamos de Gus Van Sant y Todd Haynes. Desde Mala Noche y Poison, respectivamente, han virado hacia el drama experimental (y el cine comercial) uno, y una especie de revisión del melodrama el otro. Al contrario que ellos, el otro gran autor del New Queer Cinema que surgió a finales de los 80 y principios de los 90, se ha mantenido fiel a las reglas y mundos de la corriente. Hablamos de Gregg Araki, que este año estrena White Bird in a Blizzard, adaptación de una novela de Laura Kasischke, protagonizada por una de las actrices del momento, Shailene Woodley.

Cuatro años han pasado desde que estrenara su último film, Kaboom, un torrente de energía, que se volvía más fascinante cuanto más degeneraba su trama. Un compendio de su mundo rodado a la velocidad de la luz que funcionaba por mera acumulación. Más atrás en el tiempo, exactamente una década, queda Mysterious Skin, su obra maestra, un drama social y psicológico disfrazado de sci-fi. Una película hipnótica de principio a fin, preñada de una especia de oscuro realismo mágico que la hacía especial. Lejos del realismo, Araki hablaba de la pederastia desde el género. Mezclando realidad y sueño para construir una pesadilla. White Bird in a Blizzard es una mezcla descompensada de ambos filmes. Por un lado pretende trascender, ser un drama psicológico sobre la maternidad como trauma vital. Por el otro lado, se deja gobernar por las explosiones de hedonismo propias del Araki más desenfadado, construyendo a la madre que de pronto un día desaparece (una soberbia Eva Green), más como una caricatura que como un personaje real.

Así, la película no termina nunca por decantarse entre el drama adolescente, el familiar o el thriller. Mientras que en Mysterious Skin el misterio era palpable y todas las tramas caminaban hacia su resolución, en White Bird in a Blizzard Araki se olvida de él hasta el tercio final del film. El resultado es que ha dado a luz una historia que en lugar de discurrir va dando tumbos, tan perdida en sí misma como su protagonista (Woodley, es una intérprete valiente). No ayudan a crear una atmósfera insana unos secundarios que no están a la altura (sobre todo Meloni interpretando al padre) y unas secuencias oníricas rodadas con desgana. Si en Mysterious Skin las ensoñaciones con el pasado funcionaban a la perfección porque eran turbias y emocionalmente potentes, aquí naufragan. No es capaz de establecer Araki una conexión entre la protagonista y el espectador. Llegados a la recta final nos da igual qué pasó con la madre y hacia dónde irá la vida de esa adolescente convertida en adulta. Estamos ante una película fría que debía quemarnos las entrañas. Los flashbacks protagonizados por la madre y contados como si de un cuento de hadas (deformado, malsano) se tratara funcionan, pero el presente narrativo no acaba de hacerlo. Woodley intenta construir un cuadro general de su tormentosa madre y logra pintarlo más gracias a sus recuerdos que a sus pesquisas. No es una mala película, al verla uno respira el cine de Gregg Araki, pero sí es una pequeña decepción, pudo haber creado otra obra maestra y sin embargo ha dirigido una cinta que a ratos captura tu atención haciéndote olvidar el mundo exterior, pero que otras veces es simplemente fallida. Aún así, es un placer ver que el último superviviente del New Queer Cinema sigue empeñado en no cambiar.
odaesu
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7
23 de septiembre de 2014
77 de 84 usuarios han encontrado esta crítica útil
No hay género cinematográfico más norteamericano que el western. Polvo, sangre, whisky y redención. En las últimas décadas, sin embargo, su presencia en los cines se ha ido difuminando, desapareciendo en su dimensión más pura, pero colándose por las rendijas de otros géneros. De tal forma que se producen muy pocas películas del Oeste, con sus cantinas y sus forajidos, pero sus formas y elementos, su mitología al fin y al cabo, pululan por muchas películas, creando sub-géneros que son pura mutación como el western post-apocalíptico a lo Cormac McCarthy, como The Road (Hillcoat, 2009), que adapta una de sus novelas, o The Rover (Michôd, 2014). La enorme influencia del western en el audiovisual yankee, ha llegado además a la televisión, desde Breaking Bad y su drama de frontera, hasta The Walking Dead y su mundo de pistoleros luchando por su supervivencia.

A pesar de todo ello, aún se siguen produciendo algunos westerns de nivel, que profundizan en el imaginario del género y lo llevan hacia territorios más oscuros. Con Unforgiven (1992), Clint Eastwood inició la nueva y pedregosa senda a recorrer por las películas del oeste, una evolución del género que se ha venido a denominar: western crepuscular. En esa misma línea hemos podido ver obras como la True Grit (2010) de los hermanos Coen o The Homesman, film que presentó Tommy Lee Jones en el pasado Festival de Cannes entre grandes elogios. Lejos ya de los grandes héroes de antaño, el nuevo western se centra en personajes en la recta final de su recorrido vital. Ya no hay descubrimiento, sólo supervivencia.

The Homesman cuenta el viaje que han de realizar una mujer desesperada en su soledad (Hilary Swank en su salsa) y un forajido al que le salva la vida (el propio Lee Jones) para llevar a tres mujeres que han caído presas de la locura, desde sus hogares hasta una ciudad dónde las puedan cuidar adecuadamente. Del polvo y el calor, a la nieve y el frío, seguimos a este grupo de personajes en un camino que cada vez se vuelve más oscuro, más trágico. Ya no es melancolía por tiempos mejores de lo que habla aquí Lee Jones. Es algo más tenebroso. Dibuja, el camino hacia la muerte, hacia la perdición de toda esperanza. El gran atractivo de la película es su total ausencia de optimismo. Todo lo que puede salir mal, saldrá incluso peor. No hay redención posible para este grupo. No hay catarsis emocional. No hay una experiencia vital redentora. Decía Nacho Vegas que “el final es como un desparramarse”, pues eso. Y si en la mirada cansada y la sonrisa socarrona de Tommy Lee Jones vemos a un hombre que hace tiempo ha asumido que su vida se precipita hacia la nada, en la de Hilary Swank (en su mejor trabajo desde Million Dollar Baby) vemos todo lo contrario. Swank encarna una fe ciega en aquello de “mañana será un día mejor”. Por eso también es el corazón de la historia, aunque no sea su protagonista. Es el personaje que incendia los planos.

No es The Homesman una película perfecta, de hecho tiene un tercio final, que a pesar de ser muy valiente, se hace muy pesado. Es coherente, pero no por ello funciona narrativamente. En cierta forma es como un pollo sin cabeza que se ha escapado de las manos de su ejecutor. Para comerlo había que cortársela, pero ahora anda dando tumbos frente a nuestros ojos y perdiendo todo el plumaje que había conseguido. Aún así, se reconoce el atrevimiento de Tommy Lee Jones al plantear la historia con la sequedad con que lo hace. No hay concesiones, ni si quiera narrativamente hablando. En cuanto a la apuesta formal, el cineasta es capaz de exprimir ese Oeste vacío y desolador, y ayudado de la inquietante música de Marco Beltrami, y sobre todo de la apagada fotografía de Rodrigo Prieto, crear una atmósfera que grita derrota. Para hablar de muerte era preciso crear un paisaje muerto. Y sí, lo logra. Paradójicamente, da gusto ver que a pesar de todo, el western sigue latiendo.
odaesu
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