Pensé que lo había superado después de mi etapa 'Súper Humor', pero ha vuelto. Hay capítulos que he visto tantas veces que podría dibujarlos al tiempo que se emiten (y no sé dibujar). Son adictivos, relajan, me gustan, son geniales. En su contra tienen que no son tan fáciles de adaptar al entorno del retrete (punto para 'Súper Humor'), y que pueden desviarte de disfrutar con otros cosas.

Amigo aficionado, sé que es duro, pero descarga las temporadas que quieras, míralas capítulo a capítulo y pasa página. Considera cada especial de Halloween en NEOX como una bofetada a tu independencia mental. Lo he conseguido una vez con Ibáñez y Escobar. Groening, no podrás conmigo.

Más documental que película, una cruda representación de la desigualdad social en la España de posguerra. La estructura del guión es fantástica, alternando las historias de diferentes protagonistas para cubrir desde distintas perspectivas la lucha por la supervivencia.

No esconde ni suaviza, ni tan siquiera adorna. La miseria se percibe como es en todos los aspectos de la vida de los actores, liderados por un Alfredo Landa fantástico y una actuación soberbia de Paco Rabal como el entrañable Azarías.

En una época donde se amenaza con el regreso de amos y esclavos, no viene nada mal refrescar la memoria para no desandar el camino.

Estas navidades he tenido la suerte de poder tener unos días de ocio descontrolado como antaño. Y eso incluye horas de televisión enfocada al público más joven que, para los nuevos viejos, nos sirve de nostalgia audiovisual.

Cómo no, cayeron unos capítulos de Dragon Ball. Vaya fiebre nos dio en los noventa, con esas batallas eternas, capítulos donde la introducción y la música final se llevaban la mitad del tiempo, mil personajes diferentes y el poder de atracción infinito de combates espectaculares.

Decían que no podía ser bueno, qué violencia desproporcionada. Bueno, pues si usted es padre y todavía desconoce las consecuencias, dejo escrito que como era de suponer, no pasa nada. Más allá de toda la diversión de una serie única que ha marcado a más de una generación. Bueno, si alguna queja debe hacerse, está relacionada con la frustración de tirarse media hora en el patio del colegio intentando hacer la onda vital. Algo vi a puntito de salir de las palmas, pero a pesar de que casi fusiono las dos muñecas apretando, creo que no funcionó como esperaba. Qué se le va a hacer. En fin, kame kame haaaaaaaaaaaa!!! (qué no, no se preocupe, la locura transitoria me viene por otro lado).

Hay una serie que me causa especial gracia estos últimos años. Me hace reír, conecta rápido con mi cerebro y me relaja por las noches. Modern Family ha conseguido situarse a un nivel altísimo dentro de la comedia, gracias a la personalidad diferenciada de sus personajes y al buen hacer de sus historias.

Aunque más allá del argumento, hay una cosa que me ha hecho especial gracia. Son tres hogares diferentes, muy diferentes, pero con un curiosa coincidencia: en todos ellos solo trabaja una persona.

Es cierto que la mujer, salvo en la pareja homosexual, siempre es la que mantiene el rol de ama de casa. Pero más allá de quien debe o no debe quedarse (lo entiendo como un acuerdo entre dos personas), lo fantástico es que una situación que podríamos tachar de tradicional se exhibe como la más inteligente a la hora de organizar una familia. Más tiempo, labores repartidas, hijos atendidos, dinero suficiente.

El capitalismo se ha aprovechado de la revolución femenina sacando tajada a su estilo. ¿Queréis trabajar los dos? Estupendo, pues rebajamos sueldos y todo contentos. Hoy es tremendamente complicado mantener un grupo familiar con un salario, y el tiempo es ya un bien al alcance de cada vez menos gente.

Ha sido estupendo que la mujer haya podido entrar en el mercado laboral con pleno derecho, pero en el camino nos olvidamos de ajustar las reglas y nos han vuelto a estafar. Una vez más. En Modern Family todo cuadra gracias al elevado nivel de vida de sus protagonistas. Aquí, mientras, tenemos que conformarnos con la nostalgia de una modernidad extinguida.

Algo nos temíamos. Resultaba curioso que a las productoras les pareciera arriesgado hacer El Señor de los Anillos en tres partes (costó lo suyo encontrar hueco) y que ahora anunciaran alegremente que el Hobbit, un libro que es mucho menos denso que cualquier capítulo de la trilogía, lo fueran a trocear en tres entregas.

La intensidad visual no logra evitar el sopor de un guión que frustra a los fans y duerme al resto, intentando sacar minutos con escenas vulgares carentes de atractivo (ya puestos que sacaran a Tom Bombadil de invitado y curábamos heridas antiguas).

Un ordinario estiramiento que se ha convertido en el primer caso donde leer el libro resulta más rápido que ver la película. Insólito.