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España España · Barcelona
Críticas de reporter
Críticas 629
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
3 de mayo de 2015
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta lección de Historia se la sabe todo el mundo: Los romanos, que están más locos que nadie, no tienen suficiente con el amplio espacio de su ciudad, y deciden expandirse por todos los confines que marca el mapa gigantesco expuesto en el palacio del César. El hambre del águila imperial, ya se sabe, es insaciable. Cuando sus zarpas se han puesto sobre una nueva provincia, ya están pensando en agarrar a la siguiente, y así hasta que todo el mundo conocido se haya unificado bajo la luz salvadora del Imperio más glorioso que jamás haya existido. Pero los sueños del César nunca se ven cumplidos del todo; siempre queda una mancha en el maldito mapa, y ésta no se va ni con la ayuda del divino Júpiter. La culpa, cómo no, es de la Galia, cuyas fronteras albergan una diminuta aldea empeñada en no rendir pleitesía al -pobre- pueblo invasor. Pero, ¿será esto posible? ¿Dónde se habrá visto tal impertinencia? Vive Tutatis... ¡Están locos estos galos!

Por supuesto, hablamos de de los inseparables Astérix y Obélix, quienes ven como sus trifulcas con sus amigos los romanos saltan por enésima vez de las viñetas al formato largometraje... solo que en esta ocasión, a través de unos medios nuevos para ellos. Como sucediera con Mortadelo y Filemón, los míticos personajes de René Goscinny y Albert Uderzo prueban suerte con una jugada que, de hecho, parece impuesta por la más aplastante de las lógicas. Como si el cielo se hubiera decidido, por fin, a caer encima de nosotros. Los gustos del público marcan tendencia (menuda novedad), dictan sentencia (ídem) y los vientos soplan, ahora mismo, a favor de una animación por ordenador que parece tener cuerda para -mucho- rato. Tanto como sucediera con el universo de Francisco Ibáñez, como, ya puestos, con el de Hergé, los resultados del experimento son óptimos. Tanto que aunque delante nuestro no tengamos, ni mucho menos, una película perfecta, sí que, por el contrario, puede hablarse de un ejercicio que en su faceta de adaptación, pocos (por no decir ningún) pero puede ponérsele.

Al igual que en el comic original, el César se harta de la rebeldía gala, y visto que sus ofensivas militares no dan frutos, decide ponerse serio. ¿Y qué puede haber más serio que la violencia militar? La política. Elemental. Si no puedes con ellos... haz que se unan a ti. Como casi siempre con Goscinny & Uderzo, podemos decir que la historia fue así... aunque no exactamente así. Por supuesto, es parte de la gracia. La cronología clásica se mezcla, una vez más, con la moderna. Llevado al caso de ''La residencia de los dioses'', el derecho romano (una de las claves de la expansión y consolidación del Imperio) se reviste de tensiones laborales de carácter sindical y se afila hasta convertirse en una de las armas más letales jamás concebidas por la mente humana: los planes urbanísticos. Pongámonos todos a temblar. Más aquí, y ríanse de quienes creen que el chovinismo marca de la casa es cegador.

¿O acaso no es Marina d’Or el arma de destrucción (cultural) masiva definitiva? Grosso modo, con esta idea de base juega 'Astérix: La residencia de los dioses', es decir, con la devastación más absoluta, a través de métodos que aparentemente (y sólo aparentemente) no tienen nada de hostiles... Aunque como era de esperar (y de exigir), la cosa no es para tanto, reduciéndose todo esto a otra antesala de otra aplastante derrota romana... o si se prefiere, contundente victoria de los irreductibles galos. Sabemos cómo va a acabar todo; de hecho, queremos que todo acabe como esperamos. La dupla de directores compuesta por Louis Clichy y Alexandre Astier lo sabe, y en ningún momento se interpone en la materialización de dicha voluntad. Todo lo contrario. Reivindicando la animación CGI como espacio intermedio ideal entre las viñetas y la pantalla de cine, las virguerías visuales (de primerísimo nivel) se suceden a ritmo trepidante.

Visualmente, el resultado es una delicia; conceptualmente, si no fuera por el abuso del gag como hilo narrativo, también lo sería. Si bien es cierto que la metralleta de gags pierde en efectividad a medida que avanza la trama, no menos lo es que en el -reducido- espacio que queda entre las risas, siempre logran respirar esas tan distintivas segundas lecturas que han hecho siempre de Astérix y Obélix algo más que una serie de catastróficas (y divertidísimas) desdichas romanas. ¿Es posible que mientras los pequeños se deleitan con los tortazos, los mayores vean entre tanto uniforme volador una inteligente, cáustica e hiriente reflexión sobre las bondades y peligros de la convivencia cultural? Pues sí, claro. Ya lo era en 1971 (año de publicación del comic original) y lo sigue siendo en 2015. ¿Milagros de la poción mágica? No, de los clásicos, para los cuales, ya lo ven, el tiempo no pasa. Larga vida.
reporter
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4
24 de abril de 2015
13 de 26 usuarios han encontrado esta crítica útil
Viernes noche, ha terminado el cole, el insti y cualquier horario laboral. Todo el fin de semana por delante... y como siempre, toca empezarlo con la reunión familiar de rigor. Porque mamá, papá y los hijos se quieren los unos a los otros, pero también porque los adultos no tienen nada mejor que hacer, y porque los más pequeños todavía son peques. Ya menos; cada día menos, pero digamos que todavía lo suficiente como para quedarse en casa sin rechistar... demasiado. A ojos de cualquier forastero, parecería que en el salón se está llevando a cabo una ronda de aquel clásico juego que, a lo largo de su existencia, tantas amistades y, claro, familias, ha destruido. Tres personas sentadas; una permanece de pie. Seis ojos clavados en ésta última, la cual no para de gesticular de forma exagerada. El silencio es absoluto, tanto como la atención puesta en la exhibición de mímica.

El espectador, que se cree más listo de lo que realmente es, lo tiene claro, e intenta adivinar el título de la película... hasta que empieza a sospechar que tal vez no sea tan inteligente como sus ideas preconcebidas le habían inducido a pensar. De modo que se traga el orgullo (porque no le queda otra), y tras unos segundos de breve autoevaluación mental, decide prestar -verdadera- atención a la escena... solo para darse cuenta de que lo que aparentaba ser un juego, a fin de cuentas es una realidad ante la cual no pueden hacerse bromas. ¿O quizás sí? Pues sí, claro, ¿o acaso éste no es un país libre? Adelante, pues, con las risas. Y con las lágrimas, y con las broncas, y con las reconciliaciones, y con los abrazos, y con los besos... y con esas últimas sonrisas que sin mediar palabra, tanto explican. Éstas son, efectivamente, las vivencias de una familia cualquiera... solo que esta familia tiene algo que la distingue de las demás. (¿Y cuál no?)

Todos sus componentes, excepto uno, son sordomudos. Son los Bélier, entrañable conjunto de entrañables personas en una no menos entrañable localidad de provincias francesa. La gente de dicha comunidad, tan bonachona como ignorante (con todo lo bueno y lo malo que esto último implica) ha sabido encontrar, con el tiempo, un espacio propio ideal para que dicha ''anomalía'' tenga cabida en su muy pacífico (e igualmente anodino) día a día. Todo en orden; todo paz y harmonía, hasta que... sucede lo inevitable. Es casi una cuestión de gravedad: tarde o temprano, el outsider tiene que dejar claros sus rasgos distintivos; todo aquello que le distingue de lo(s) demás, y claro, la reivindicación suele saldarse en un choque de trenes en el que, como era de esperar, hay víctimas más o menos mortales. Pues en este mismo cruce de vías se sitúa Eric Lartigau para su última película.

Después de perpetuar uno de los peores crímenes que el cine europeo haya infringido hacia sus espectadores ('Los infieles', así se tituló aquella aberración), el cineasta parisino vuelve a la dirección en solitario para reivindicar de nuevo una marca propia que, visto lo visto, tardará en recuperarse. El problema de 'La familia Bélier' no está en ese humor (tan típicamente francés, por cierto) que tan a menudo confunde la irreverencia con el mal gusto más ofensivo (véase en el caso que ahora nos concierne, y a modo de ejemplo, el trabajo de una Karin Viard empeñada en hacer del lenguaje de signos y de la gilipollez un mismo gesto), si no en la demasiado inconsistente gestión del material con el que trabaja. Es como si quien mueve los hilos se hubiera dado cuenta de todas las posibilidades que proporciona el punto de partida... mucho después de que éste se haya abandonado. Porque como sucedía en aquella escena con la que nos hemos topado al principio, el conjunto de apariencias, simplemente simpáticas, encierran un contenido que parece ir en contra de la naturaleza de un producto asentado en las bases del crowd-pleaser. No todo es tan bobo como parece... solo que al final, sí. Para entendernos, Lartigau filma un coming of age que pretende ahondar en los problemas de comunicación de icha etapa vital en el seno de cualquier familia que se precie, solo que por el camino queda irónicamente retratado en la certeza de que no hay peor sordo que aquel que no quiere escuchar. Los malabarismos entre la libertad del individuo y las jaulas de la colectividad (representados en una muy atractiva concatenación de conflictos cuyos contendientes van cambiando constantemente de rol) se convierten, a la larga, en una tópica sucesión de chistes de sobremesa (la carrera política del padre de familia) y golpes de efecto de un trasfondo emocional demasiado elemental (ese número musical de clausura). Hora y media después, y como casi siempre en estos casos, nos quedamos mudos (por puro aburrimiento, o indiferencia, o rabia, o terror...), pues una vez más, se nos ha intentado hacer creer que con la misma superficie de siempre, basta para a llegar hasta unas profundidades que existen, pero como si no.
reporter
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Shaun el cordero
Reino Unido2015
6,8
5.239
Animación
6
18 de abril de 2015
6 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
La vida en la granja ya no es lo que era. La felicidad e ilusión que se respiraban durante los primeros años después de su puesta en funcionamiento oficial fueron perdiendo el sabor, poco a poco, ahogadas en el implacable disolvente del transcurrir del tiempo. Las cosas ahí digamos que iban bien; que los días se sucedían con tanta placidez, que tanto a los animales como al hombre que mandaba por encima de ellos, se les olvidó la excitación de lo imprevisto; de no saber qué depararía la jornada siguiente. No era ningún drama, mucho menos cuando se cumplía tan a rajatabla con los cupos de productividad impuestos. No se conocieron excesivos agobios; no había escasez ni ningún tipo de mal rollo. Ni entre los animales ni con el hombre que mandaba por encima de ellos. Sí que había, por el contrario, una amenaza mucho más peligrosa: la rutina... Hasta que un miembro del rebaño se plantó, convencido de que la obediencia y sudor acumulados durante tantas hojas del calendario, le daban derecho a tomarse un más que merecido respiro. Hora de salir del establo.

El salto de ''La oveja Shaun'' a la gran pantalla, aparte de estar escrito en el destino que marca la industria, podría responder a la necesidad (ya creativa) de escapar, ni que sólo sea ''por un día'', del estancamiento en el que, tarde o temprano, acaba condenando el formato televisivo designado para determinado tipo de series. El detonante de la ficción propuesta por los debutantes en la dirección Richard Starzak y Mark Burton obedece precisamente a esta voluntad (si no necesidad) de romper con una rutina convertida en la peor de las prisiones, es decir, en aquella que está aceptada, casi consensuada. Con el paso del tiempo, los proyectos más atractivos de la comunidad han ido cediendo frente a las exigencias de un día a día marcado por la fría dictadura de las entregas, de las hojas de cálculo, de los horarios, de los plazos... en definitiva, del trabajo más maquinal. Las segundas lecturas (que nos hablan de los mencionados conflictos entre formatos audiovisuales, de las eternas tensiones entre el mundo rural y el urbano, hasta de los invariables anhelos / problemas de la clase obrera) se multiplican a cada palabra escrita.

Solo que para la ocasión, el guión prescinde de los diálogos clásicos para optar por una retahíla de balbuceos que, lejos de hacerse molestos, propician una de las mayores virtudes de la película. Eliminada la (cargante) necesidad con respecto a la agudeza oral que la animación ha ido auto-imponiéndose a lo largo de los últimos años, queda espacio de sobra para que el sello Aardman luzca la que tradicionalmente ha sido una de sus armas más potentes: ese humor conceptual descaradamente visual que tanto nos acerca al slapstick clásico, aquel que por razones obvias (básicamente, por la capacidad inherente para dinamitar las barreras que pudieran ponérsele a la comprensión) no entiende de generaciones ni mucho menos de edades. Se asientan así las bases para que la imagen del producto no engañe a los pocos iniciados en su universo: por supuesto, está garantizado el disfrute de toda la familia. A recordar, esto último en absoluto es un sine qua non comercial (no hay más que mirar algunos de los últimos títulos de animación que han llegado a nuestra cartelera), sino un respeto hacia el espectador (así, en general) que afortunadamente se conserva en determinados lares.

En este aspecto, la Aardman sigue presentando una hoja de servicios impecable. Quizás en 'La oveja Shaun. La película', se pueda echar algo en falta la frescura, originalidad y desparpajo de los mejores trabajos de la factoría (aunque también es de justicia dejar claro que con títulos como 'Chicken Run: Evasión en la granja', 'Wallace & Gromit. La maldición de las verduras' o '¡Piratas!', el listón estaba puesto muy alto), pero no menos cierto es que sigue conservando esas agallas marca de la casa a la hora de atreverse (y triunfar) con un ritmo desenfrenado que casi nunca decae. El resultado es una fábula en la que moraleja(s) y entretenimiento no se pisan mutuamente. Una más que bienvenida dosis de aventuras gamberrillas servida por el habitual y delicioso dominio de la claymation. Desterrada queda la amenaza del ''capítulo alargado''; se abraza, de paso, y una vez más, esa sabiduría a la hora de combinar el gag con el guiño para que de este matrimonio salga algo que últimamente escasea por estas latitudes: el contenido. Quizás no de forma tan contundente como en otras ocasiones, pero ojalá todo el mundo se aplicara tan bien estas normas (tan básicas como fundamentales) de conducta.
reporter
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8
18 de abril de 2015
11 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
En una jornada cualquiera del Festival de Cannes, una estampa de lo más clásica en la Croisette. El sol pica con fuerza, y los periodistas de clase media-baja, al igual que los compañeros mejor situados en la -inclemente- pirámide de castas de Thierry Frémaux y compañía, no saben si empezar a sacarse capas o, por el contrario, seguir abrigados... por aquello que pueda deparar la impredecible climatología de esa zona, en esas fechas. Ante la duda, nos preparamos para lo peor... hasta que llega lo peor, aunque para esto, qué cosas, no estábamos preparados. Sigue escalando el mercurio pero nadie avanza, y claro, a la larga, termina sucediendo lo inevitable. Los nervios estallan, y un reportero estadounidense por poco no nos hace creer en la combustión espontánea: ''¡Volved al final de la puta cola!'', ladra una y otra vez a unos listillos que, admitámoslo, se han intentado colar. Cualquier intento de diálogo es fútil; no hay respuesta, más allá de esas siete palabras que suenan más violentas a cada bis.

Por increíble que parezca, el asunto no va a más, porque por increíble que parezca, esto es, casi casi, el pan de cada día en las cloacas de la prensa acreditada. Prohibido hacerse el sorprendido, esto es la jungla... y ríanse de los últimos. Pero, un segundo, ¿a qué se debe tanto empujón? ¿Y tantos insultos? ¿Y tantos arañazos? A lo último comentado, a que los últimos se joden (así de claro) y no entran. ¿Pero dónde? Pues en la sala Debussy, cuyas grandes dimensiones apenas pasan del ''insuficiente'' ante los descomunales picos de demanda. En esta ocasión, el colapso se avecina con una película de la Sección Un Certain Regard, la conocida como la ''Segunda División'' (nótense las comillas) cannoise. Resulta que antes de la proyección en la que intentamos entrar, ya se han podido ver algunas imágenes del filme en cuestión, y el consenso es casi unánime: todas lucen espectaculares. Tanto como lo son, por ejemplo, Saoirse Ronan, Christina Hendricks o Eva Mendes. O tanto como lo es (por aquello de la paridad), un tal Ryan Gosling, quien ahora resulta que no es actor, si no guionista y, ya puestos, director.

Pues sí, he aquí algo relativamente atípico en Cannes, es decir, apostar de verdad por el talento que viene aquí a proyectarse, y no a reafirmarse (en su grandeza o decadencia). Eso sí, puede que a estas alturas la figura de Ryan Gosling, poca promoción necesite, pues es una de las más célebres, amadas y, claro, envidiadas (retengamos esto último) del estrellato fílmico internacional. En cualquier caso, ahí tenía Un Certain Regard a su disposición. Y como diría aquel célebre jugador de fútbol: ''A lo mejor no les caigo bien por ser rico, guapo y...'' añadámosle un poco de la cosecha propia, ''... un artistazo''. Qué rabia. En mayúsculas: ¡QUÉ RABIA! El tío está cañón, tiene clase, va sobrado como actor... ¿y como director? También. Joder. 'Lost River' nos habla, a simple vista, de un ''Río perdido'', pero también lo hace sobre el hallazgo de un cineasta mayúsculo. No es sólo uno de los mejores debuts de la temporada; es seguramente una de las mejores películas que se pudo ver en aquella 67ª edición del Festival de Cannes. Casi nada... claro que también fue, de largo (y en esto sí que no hay dudas) la más abucheadas.

Se encienden las luces de la sala y se confirma lo que se había ido cociendo durante la sesión. Una vez más, el runrún no engañaba... y los tímpanos por poco no explotan. Seguramente no llegamos a este punto porque muchos (todos ellos periodistas, recordemos) han decidido largarse -mucho- antes del ''The End'' (y no satisfechos con la fuga, han decidido jactarse de ella en su crónica, en un alarde de profesionalidad que tampoco debería pasarse por alto). Así de salvaje es la escabechina. A partir de ahí, a pelearse, a recapacitar sobre lo visto, y a pelearse de nuevo. La sangre llegó al río, por supuesto. 'Lost River' lleva impreso en cada fotograma el calificativo de ''película de culto''. Tanto que lo suyo hasta podría considerarse pura (pro)vocación. ¿Obsesión? Puede que también... tanto que la caída a ''película maldita'' se produce por obra y gracia de la mismísima gravedad. Por esto y claro está, por las pasiones (bajas, bajísimas) que arrastra quien se certifica, escena a escena, como el único y verdadero protagonista de la función. El que ahora está detrás de las cámaras, efectivamente, el mismo que se presta tan fácilmente (demasiado) tanto al odio como a la adulación más demedidas. Sin importar el bando en el que ud. se encuentre, debería considerar muy seriamente el calibrar cada calificativo usado para la ocasión.

De modo que, con la cabeza ya fría, podría hablarse, por ejemplo, de un magnetismo y poder hipnótico desbordantes; con una capacidad arrolladora a la hora de sorprender en el -exquisito- plano visual y de proponer retos en el conceptual. En una zona antaño urbana y ahora reclamada por las fuerzas de la naturaleza y del mal (pensemos, por ejemplo, en ese gigantesco fantasma que un día fue conocido como Detroit), una familia hace todo lo que está en su manos para sobrevivir y, si es posible, conservar las cuatro paredes que aún tienen en propiedad. Lo que para muchos sería una ocasión ideal para reivindicar el cine social, en manos de Gosling, quien ''se lo guisa y se lo come'' (y quien, ya de paso, se gusta mucho), se convierte en un cuento de hadas moderno con marcado aire de pesadilla. El resultado es un brillante juego de referencias de maestros y mentores: tenemos a Nicolas Winding Refn, a David Lynch, a Terrence Malick, a Gregory Crewdson... Gosling bebe de todos estos afluentes.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
reporter
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4
18 de abril de 2015
4 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
El dispositivo ya está a punto. Ha costado, pero el esfuerzo ha valido la pena. Las piezas están puestas en el sitio que les toca, y se han llevado a cabo todas las pruebas que exigiría cualquier ingeniero que se precie. Solo hace falta contener la respiración y rogarle al de arriba (se llame como se llame) que el invento no nos explote en la cara. Una oración rápida, unos segundos de duda... y ya está en marcha. Se activa un efecto en cadena que involucra cuatro cucharillas de postre, cinco metros de hilo dental, dos dentaduras postizas y siete cepillos de dientes. A ojos poco entrenados, el caos es absoluto, pero bajo la perspectiva del veterano inventor, todo marcha como la seda. Los cachivaches dan vueltas sobre sí mismos, efectúan saltos mortales con triple tirabuzón y amenazan, constantemente, con asesinar a cualquiera que ose acercarse lo más mínimo a esa aberración de la tecnología casera.

Al final, tanto ruido, suspense, sudor y sufrimiento para que la que apuntaba a ser la máquina del fin de los tiempos, se revele como lo que realmente es: un aparato que descuelga el teléfono fijo (¿se acuerdan?) cada vez que éste suena. Tan simple, tonto y seguramente innecesario como suena... pero al fin y al cabo, efectivo. Nadie sale lastimado. Y esto que la mujer del inventor no lo tenía nada claro. De hecho, entre los compañeros de residencia se había montado una especie de porra para determinar el momento exacto en que el artilugio se vendría abajo. Ella puso buena parte de sus ahorros al abanico de tiempo que iba de los 5 a los 10 segundos... pero nada, ya han pasado 20 minutos y esto no da síntomas de desmoronarse. ''¿Cómo diablos puede ser?'', se pregunta ella ''¿A qué diabólica lógica obedece este mecanismo?'' Mira arriba en espera de una respuesta que por mucho que espere, simplemente no llega. Lo más curioso de ello es que no se percibe en su cara rastro alguno de frustración. Todo lo contrario.

Por unos instantes, su existencia se ha visto sumida en un absurdo cuya crueldad no estaba exenta de esa calidez tan humana que, de algún modo u otro, parece que ayude a arreglarlo todo; a que todas las piezas encajen y funcionen a la perfección... en definitiva, a que estemos un poco más cerca de esa quimera al que algunos, no faltos de ambición (o insensatez) han llamado ''el sentido de la vida''. Ni más ni menos. Pongamos que la dichosa máquina descuelga el teléfono cada vez que alguien llama. Pongamos que quien está al otro lado de la línea es Dios (cuidado), quien ni corto ni perezoso, admite que su gran creación no es más que una colosal chapuza... pero que por su propio amor, que ni se nos ocurra tirar la toalla, que tenemos que seguir luchando, que tenemos que disfrutar de cada bocanada de aire que entre en nuestros pulmones, que ante todo, nunca hay que olvidarse del sumo placer de vivir.

Pongamos que la película que ahora nos concierne entra, sin pudor alguno, en la categoría de las ''feel-good movies'', es decir, que lo que prima aquí, incluso por encima del mismísimo acto de respirar, es el sentirse bien con una vida que, ojo, es muy perra. Al mal tiempo buena cara; a la vejez, tres cuartos de lo mismo. El nuevo trabajo de Tal Granit y Sharon Maymon se sitúa en uno de los sitios potencialmente más depresivos del mundo (esto es, un geriátrico), pero ya desde su primera escena, la pareja de cineastas deja claro que el regusto que debe quedarle a uno de dicha experiencia no es el salado de las lágrimas, sino el de unas risas que, en vez de ser dulces, se acercan mucho más al ácido. Pregunta incómoda: ¿Se puede hacer broma con un tema tan delicado, complejo e incómodo como la eutanasia? Por supuesto, que al fin y al cabo, éste (Israel) es un país libre... al menos para la comunidad hebrea.

Así, todas las piezas se han colocado de modo que el engranaje desvele la verdad más absoluta y, quizás por esto mismo, la más a menudo olvidada: La comedia y la tragedia son, a menudo, las caras de la misma moneda. Llámenlo humor (judío), filosofía de ¿vida? o simplemente salud mental, el caso es que las peripecias de este grupo de ancianos que se ven obligados a escribir (sobre la marcha) su propio manual sobre la muerte asistida, no es más que el plan maestro (?) de alguien convencido de que las (son)risas son la mejor cura para los males, tanto del cuerpo como del alma. El problema es que la basculación entre los extremos nunca queda del todo justificada, o no se hace con el convencimiento que exige la ocasión. Como si el paso de la tragedia a los terrenos más puramente humorísticos (y viceversa) quedara en manos únicamente del talento de unos actores no demasiado respaldados por el guión. La muerte planea continuamente por encima de la historia, sin llegar nunca ni a la lágrima ni a la carcajada... sin ánimos de hacer daño a nadie. Todo controlado. Demasiado. La naturaleza bicéfala del producto se queda entonces en una especie de limbo en el que, efectivamente, y a pesar de todo, es tremendamente fácil sentirse bien. Porque la vida lo merece, claro que sí... mucho más, por cierto, que esta ''Fiesta de despedida''.
reporter
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