El último adiós a la señora Cheyney

A veces cuesta explicar el significado exacto de determinadas palabras. Glamour, por ejemplo. Si alguien no acaba de pillarlo, que vea The Last of Mrs. Cheyney. Encontrará toda la parafernalia. Ladrones de guante blanco, aristócratas británicos, hombres con smoking que fuman con distinción, mujeres elegantes con joyas de categoría, diálogos como ráfagas de metralleta, a ver quién es más ingenioso que los demás, mansiones en el campo, coches vintage, discretas alusiones a pequeños vicios que la censura impedía nombrar, transatlánticos a media noche... Incluso la insinuación demencial de que Fay (Joan Crawford) sigue siendo virgen a pesar de su vida desordenada. Hay un montón de actores recitando líneas chispeantes y sofisticadas: el incomparable William Powell, uno de los reyes de la comedia y la distinción; Robert Montgomery, el Don Juan de turno, con un smoking que no puede caerle mejor; Frank Morgan, el maduro millonario en busca del amor; nuestro estimado Nigel Bruce, acaso el mejor Watson de la historia del cine, llevando con inmensa dignidad la cornamenta que su mujer le impone con sus numerosos "primos"; Jessie Ralph, la ex corista devenida lady tras un matrimonio afortunado... Una dichosa corriente de aire licenciosa recorre la función (nunca mejor dicho, porque se trata de una obra de teatro), y la inmoralidad campa a sus anchas, dentro de un orden, por supuesto. Se insinúa más que se muestra. En cualquier caso, una celebración de los placeres de la vida, pese a que los dos garbanzos negros de la historia acaben contrayendo matrimonio. Hora y media de lujoso glamour que, 80 años después, ojo al dato, se sigue visionando con auténtico placer. El cine de Hollywood en su Golden Age. Qué delicia.