Es una gran comedia romántica de enredos. Tiene todo lo que le podía gustar a un adolescente en los 80 y ha envejecido muy bien. Además es una muy buena oportunidad para ver cine en el que no aparecen los móviles.

Creo que conozco mejor Estados Unidos que Asturias o Cantabria, por poner un ejemplo y, esto se debe a que he visto más películas americanas que cualesquiera otras. No hay manera de ignorarlas y ¡no las quiero ignorar! Me gustan. Pero esta película, y muchas otras, me convencen de que ese país está a muchísimos más kilómetros de distancia, espiritual e ideológicamente hablando, de lo que mi mentalidad suratlántico-mediterránea pueda suponer. Para hacerme entender tengo que bipolarizarme: frente al cine norteamericano lleno de luz, lleno de color, brillante, amable, que agrada al espíritu, que nos hace soñar y creernos los sueños, está ese otro cine lleno de religión enfermiza, de paranoia y de crimen inexplicable. Entremedias, infinidad de matices. Ahí es donde estoy cómodo porque entiendo a los personajes aunque acepto sus claroscuros.
Pero, en esta película ¿cómo entender los extremos? Para mí es imposible. Necesitaría vivir en un lugar frío, lleno de nieve, donde la idea de comunidad coincide con la unidad familiar, con la consanguinidad, con... ¡Ufff! Qué locura. No sé ni lo que quiero decir. ¿O sí? Bueno, no me hagáis caso. Lo siento.