Si por algo se caracteriza la obra de Méliès es por su originalidad, por su sentido crítico y por su capacidad para ir adaptándose a la evolución del nuevo arte a lo largo de los años.

Este mágico libro poseía pleno sentido en 1900.
Y ya manifestamos en un comentario reciente que no se justifica el remake -plagio, podríamos decir- que Gaston Velle (con Segundo de Chomón) dirigió en 1905 bajo el título de "L´album merveilleux"
Que le copien a uno no es plato de buen gusto.

Ser el primero tiene sus problemas.
Y sus servidumbres.

Estas minúsculas filmaciones de finales de los años ochenta del siglo XIX que, cada vez con más frecuencia, van saliendo a la luz para público conocimiento, deben considerarse en la dimensión de su auténtico contexto.
Su finalidad era meramente documental y su función testimonial.

No cabe, por lo tanto, emitir sobre ellas un juicio teórico apoyado en los valores con que en la actualidad se juzga cualquier película.

En aquel momento lo realmente importante era ser capaz de captar las imágenes en movimiento.
Todo lo demás llegaría más tarde.

Ingeniosa película de humor, de amor y de desamor cuyo ritmo cautiva desde las primera escenas porque están impregnadas de un magnetismo sutil que resulta irresistible.
El talento de los guionistas se pone de manifiesto pero la estupenda dirección de M. Monicelli no le va a la zaga.
El público sucumbe a su hechizo y la intensidad de la trama se apodera del celuloide, lo hace suyo, lo modela a su antojo y lo convierte en una preciada joya del cine italiano de mitad del siglo XX.
A la magnífica interpretación de los protagonistas se suma una ambientación de gran realismo, una fotografía cuidada y una banda sonora que enfatiza con mucha elegancia los pasajes de la narración.

Comedida y discreta pero deslumbrante en su sencillez formal.

Película social, descriptiva y de profundo realismo que comienza como un drama rural y que, poco a poco, va cobrando filiación personal y el apunte genérico se concreta en rubro único con nombre y apellidos.
El aire se enrarece, el cielo se torna gris y un argumento crudo llena el celuloide con prosa cuidada, con intensidad que apenas puede contener la emoción y con sentimientos que restallan como látigos de siete colas que desgarran la carne y hacen brotar una sangre morada enferma de fiebre y manchada de barro.

Melodrama en forma de extensa retrospectiva que R. Gavaldón dirige con maestría y A. de Córdova corona con su merecida fama.
Pero en que todos los demás intérpretes juegan papel impagable.

El gran cine mexicano de los años cincuenta tiene un espejo en que mirarse.

El argumento, la realización y la estupenda dirección de J Esteva encuentran complemento ideal en una impecable labor de edición y en una cámara ubicua que siempre sabe ocupar el lugar más conveniente y conseguir el encuadre idóneo.
Y a ello se una una lograda banda sonora con sus correspondientes silencios elocuentes.

Ocho años de filmación oportuna, de cuidado formal y de perspectiva en el tiempo conforman un documental sobrio, anclado en una tierra rudimentaria, en unas costumbres inveteradas y en ritos ancestrales.

Película para el recuerdo.
Vivir en primera persona para poder recordar.