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Documental

6,3
200
Documental
7
17 de enero de 2019
17 de enero de 2019
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nominada en el pasado festival de Cannes (Golden Eye) al lado de otros documentales imperdibles (la ganadora La strada dei Samouni y una mirada al omnipresente director del Citizen Kane en The Eyes of Orson Wells), Buscando a Ingmar Bergman crea un repertorio lleno historias y detrás de cámaras que tratan de abarcar la tenacidad del director y el pensamiento bergmaniano a partir del gran aprecio de la reconocida directora Margarethe von Trotta (compartiendo crédito con Felix Moeller y Bettina Bohler) desde su fascinación por El séptimo sello (véase la primera escena que parte también de la primera escena del reconocido largometraje del director sueco).
No es que sea el mejor documental del año, ya que la misma directora se limita a la superficialidad de los temas que se tocan para abarcar la mayor cantidad de datos históricos y encuadrar de la mejor manera su vehemencia hacia el director (aunque a veces queda relegado por el protagonismo de la misma von Trotta) con escenas icónicas de sus filmes; su paso por la 65° Muestra Internacional de la Cineteca y la retrospectiva a 100 años de su natalicio (la cual finalice justamente viendo El séptimo sello) logran sumar importancia personal y su merecido puesto en lo mejor del año (y del arte en general).
No es que sea el mejor documental del año, ya que la misma directora se limita a la superficialidad de los temas que se tocan para abarcar la mayor cantidad de datos históricos y encuadrar de la mejor manera su vehemencia hacia el director (aunque a veces queda relegado por el protagonismo de la misma von Trotta) con escenas icónicas de sus filmes; su paso por la 65° Muestra Internacional de la Cineteca y la retrospectiva a 100 años de su natalicio (la cual finalice justamente viendo El séptimo sello) logran sumar importancia personal y su merecido puesto en lo mejor del año (y del arte en general).

7,1
17.021
10
28 de diciembre de 2018
28 de diciembre de 2018
3 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Schopenhauer creía en la idea del amor como un paso hacia la posteridad en forma de un producto con las características de una pareja, como aquel instinto objetivo marcado por la pasión subjetiva hacia la indudable determinación del ser humano en relación con su trascendencia. No se detiene demasiado en tratar de comprender el hecho de que los padres se conquistan por fuerza de la naturaleza, atraídos por características físicas y personalidades opuestas en búsqueda de equilibrio que se plasmará en el producto de la consumación física. Y es aquí donde guarda relación todo lo anterior con la siguiente idea: de que la mayoría de las personas damos por hecho el amor entre nuestros padres (que existió alguna vez o que existe aún). No es difícil suponer eso desde el símbolo de nuestra concepción como la ganancia de una relación rodeada, o iluminada por un simple instante, de pasión. Pocos son los hijos que tratan de profundizar en la ecuación que dio por resultado su presencia en este mundo; y es en ese afán de descubrir la raíz de nuestro nacimiento que comprendemos que todo parte de la casualidad, el deseo y el contexto. Pongamos un ejemplo: la relación de un matrimonio que inicia en el contexto de la precariedad de la sociedad mexicana con la necesidad de una mejor calidad de vida a inicios de la década de los 90 (alrededor del gobierno de Carlos Salinas de Gortari y el modelo neoliberal, el gobierno de George H. W. Bush y la guerra del Golfo con finales de la Guerra Fría) inmersos en el apogeo de la migración y el sueño americano, será la casualidad y el deseo que los unirá con un afán por descubrir hasta hoy. Toda la complejidad expresada alrededor de una tormentosa y apasionante relación se cierne de una manera brillante y sublime en el más reciente largometraje del director polaco Pawel Pawlikowski: Cold War (Zimna wojna).
En una exploración de sonidos y canciones del arte popular como fuente de inspiración para nuevas obras, Wictor (Tomasz Kot), un perspicaz pero anodino director musical, se adentra en poblados recónditos de la Polonia en posguerra (1949) encontrando así a la joven cantante Zula (Joanna Kulig), con la que desarrollara una tormentosa y apasionada historia de amor en el trascurso de más de una década; él cautivado por el talento innato bajo una cortina de hermosura, inocencia y tenacidad, y ella atraída por la madurez y complejidad del director. La relación se torna tan caótica en cada acto (con cortes tan precisos y enérgicos en los que trascurren meses o años, incluso distancias kilométricas), pero lo sublime de la fotografía, por Lukasz Zal, nos remite a la calma, el ímpetu y la nostalgia en esos paisajes europeos, devastados por la Segunda Guerra Mundial (como referencia a la borrascosa pareja). El sólido guion, basado en la historia de los padres de Pawlikowski, logra nivelar de una manera audaz el protagonismo de cada uno de los actores donde los diálogos revelan lo inverosímil de la relación (escena en el encuentro tras la condena de Wictor, donde incluso Joanna Kulig logra aun mayor porte); equilibrado además con la importancia de la música, como desde el inicio se mencionó que la búsqueda de nuevas melodías llevo al encuentro de la pareja, al mismo tiempo el cambio de sonido es contrastante en cada encuentro y época (véase la escena en el bar L’Eclipse, en París, que va de una tenue armonía musical al estrepitoso rocanrol de Bill Haley).
Mas allá de la tórpida dependencia, es preciso entender la atmósfera de la época en medio de alabanzas a Stalin y ásperas relaciones internacionales, sin el afán de crear una crítica social sino para comprender el contexto de la historia. El ganador a mejor director en el pasado festival de Cannes logra sumergirnos en cada ambiente de cada estado de una manera tan ágil que solo el blanco y negro nos permite recordar que se trata de una bella historia personal. Además de que la analogía creada desde el título es audaz y profundo. Aparentemente, la categoría para mejor película extranjera será una competencia aun mas reñida que los principales galardones en los próximos premios de la Academia.
En una exploración de sonidos y canciones del arte popular como fuente de inspiración para nuevas obras, Wictor (Tomasz Kot), un perspicaz pero anodino director musical, se adentra en poblados recónditos de la Polonia en posguerra (1949) encontrando así a la joven cantante Zula (Joanna Kulig), con la que desarrollara una tormentosa y apasionada historia de amor en el trascurso de más de una década; él cautivado por el talento innato bajo una cortina de hermosura, inocencia y tenacidad, y ella atraída por la madurez y complejidad del director. La relación se torna tan caótica en cada acto (con cortes tan precisos y enérgicos en los que trascurren meses o años, incluso distancias kilométricas), pero lo sublime de la fotografía, por Lukasz Zal, nos remite a la calma, el ímpetu y la nostalgia en esos paisajes europeos, devastados por la Segunda Guerra Mundial (como referencia a la borrascosa pareja). El sólido guion, basado en la historia de los padres de Pawlikowski, logra nivelar de una manera audaz el protagonismo de cada uno de los actores donde los diálogos revelan lo inverosímil de la relación (escena en el encuentro tras la condena de Wictor, donde incluso Joanna Kulig logra aun mayor porte); equilibrado además con la importancia de la música, como desde el inicio se mencionó que la búsqueda de nuevas melodías llevo al encuentro de la pareja, al mismo tiempo el cambio de sonido es contrastante en cada encuentro y época (véase la escena en el bar L’Eclipse, en París, que va de una tenue armonía musical al estrepitoso rocanrol de Bill Haley).
Mas allá de la tórpida dependencia, es preciso entender la atmósfera de la época en medio de alabanzas a Stalin y ásperas relaciones internacionales, sin el afán de crear una crítica social sino para comprender el contexto de la historia. El ganador a mejor director en el pasado festival de Cannes logra sumergirnos en cada ambiente de cada estado de una manera tan ágil que solo el blanco y negro nos permite recordar que se trata de una bella historia personal. Además de que la analogía creada desde el título es audaz y profundo. Aparentemente, la categoría para mejor película extranjera será una competencia aun mas reñida que los principales galardones en los próximos premios de la Academia.
22 de febrero de 2020
22 de febrero de 2020
5 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la era de los extremos, el feminismo ha adquirido tal relevancia que se ha convertido en un hecho más de la cultura popular moderna. Sin el afán de subestimar la lucha por darle a la mujer el papel que merece, otros han notado su potencial capitalización y lo han convertido en parte del mercado. No se puede culpar algunos trabajos bien logrados como Little Women (2019) qué, entre la trama de época y el cine de autor, Greta Gerwig logra transmitir el mensaje de liberación femenina. Me encantaría decir lo mismo de Birds of Prey, sin embargo, no es el caso.
Tras la ruptura de Harley Quinn con el Guasón en los hechos acontecidos tras Suicide Squad (2016) y con una catarsis bajo los efectos del alcohol y el desenfreno (cliché) esta antiheroína busca la ¿libertad? a través de lo que encuentre a su paso. Se puede reconocer la incertidumbre en tal búsqueda dada la irracionalidad intrínseca del personaje, pero ese no es el meollo del asunto. Se ha ganado el odio de toda Ciudad Gótica a partir de una serie de irreverencias. Ese tampoco es el inconveniente. El problema radica tras una serie de desatinos en la edición y el guion que no fundamentan el hilo conector del trío de protagonistas. Pero, sigamos con la historia.
Uno de los detractores de ‘la princesa del crimen’ es el villano Roman Sionis o ‘Black Mask’ (el suicidio actoral de Ewan McGregor, casi tan estrepitoso como el Guasón de este universo) y la única salvación de caer en las manos desolladoras de este villano, y su secuaz Victor Zsasz, es recuperar un diamante, con el que se conectan el resto de protagonistas: Huntress (Mary Elizabeth Winstead que el propio sosiego de su personaje irrumpe la infame conclusión con diálogos que permiten entrever la irracional unión al grupo), Black Canary (Jurnee Smollett-Bell qué, a pesar de lograr marcar una oportuna incursión al son de ‘It’s a Man’s Man’s Man’s World’ y magnificar su esencia al final de la película, nunca se sabe en realidad como llegó a ser como su madre mediante un mensaje gratuito para su trastabillado origen) y una agente de policía frustrada que merodea una pésima actuación (Rosie Perez). Aunado al evidente uso innecesario de efectos especiales y una gama de colores chillantes, la fotografía resulta como una simple maquinaria. Tal vez la banda sonora lidereadas por mujeres resulta cuasi efectivo, así como la entretenida coreografía de las peleas gore (al estilo Deadpool) resultan notables e irreverentes encumbradas por su simpática protagonista.
El universo cinematográfico de DC sabe que se tiene que arriesgar como lo hizo con Joker (2019) o tiene que vender utilizando el tema a seguir en la problemática global aunado al personaje que de manera inesperada resultó atractivo para las masas. La redención de Harleen Quinzel se ha convertido en su propio yugo y sobre el que se enterrarán o emergerán las siguientes entregas de DC.
Tras la ruptura de Harley Quinn con el Guasón en los hechos acontecidos tras Suicide Squad (2016) y con una catarsis bajo los efectos del alcohol y el desenfreno (cliché) esta antiheroína busca la ¿libertad? a través de lo que encuentre a su paso. Se puede reconocer la incertidumbre en tal búsqueda dada la irracionalidad intrínseca del personaje, pero ese no es el meollo del asunto. Se ha ganado el odio de toda Ciudad Gótica a partir de una serie de irreverencias. Ese tampoco es el inconveniente. El problema radica tras una serie de desatinos en la edición y el guion que no fundamentan el hilo conector del trío de protagonistas. Pero, sigamos con la historia.
Uno de los detractores de ‘la princesa del crimen’ es el villano Roman Sionis o ‘Black Mask’ (el suicidio actoral de Ewan McGregor, casi tan estrepitoso como el Guasón de este universo) y la única salvación de caer en las manos desolladoras de este villano, y su secuaz Victor Zsasz, es recuperar un diamante, con el que se conectan el resto de protagonistas: Huntress (Mary Elizabeth Winstead que el propio sosiego de su personaje irrumpe la infame conclusión con diálogos que permiten entrever la irracional unión al grupo), Black Canary (Jurnee Smollett-Bell qué, a pesar de lograr marcar una oportuna incursión al son de ‘It’s a Man’s Man’s Man’s World’ y magnificar su esencia al final de la película, nunca se sabe en realidad como llegó a ser como su madre mediante un mensaje gratuito para su trastabillado origen) y una agente de policía frustrada que merodea una pésima actuación (Rosie Perez). Aunado al evidente uso innecesario de efectos especiales y una gama de colores chillantes, la fotografía resulta como una simple maquinaria. Tal vez la banda sonora lidereadas por mujeres resulta cuasi efectivo, así como la entretenida coreografía de las peleas gore (al estilo Deadpool) resultan notables e irreverentes encumbradas por su simpática protagonista.
El universo cinematográfico de DC sabe que se tiene que arriesgar como lo hizo con Joker (2019) o tiene que vender utilizando el tema a seguir en la problemática global aunado al personaje que de manera inesperada resultó atractivo para las masas. La redención de Harleen Quinzel se ha convertido en su propio yugo y sobre el que se enterrarán o emergerán las siguientes entregas de DC.

5,3
3.493
8
16 de junio de 2020
16 de junio de 2020
3 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
En una de las escenas más icónicas, Paul (Delroy Lindo) un veterano de guerra con estrés post traumático, mientras huye entre la selva sus palabras, lamentos y suplicios solo recuerdan a Dios. En un monólogo en close up que rompe la cuarta pared, avanza y maldice, envía el mensaje central de la película, remete contra la sociedad y el gobierno, quien lo envió en un principio a una guerra sin sentido, pero el seguirá a tientas mientras su puño se eleve con el mismo odio que lo creo. Esta secuencia dura alrededor de tres minutos.
Cuatro antiguos amigos, veteranos de la guerra de Vietnam, se reúnen una vez más para traer de vuelta el cadáver de su antiguo capitán Stormin’ Norman (Chadwick Boseman), el cual funge además como el indicio de un tesoro. En “Da 5 Bloods” mientras los personajes se ponen al corriente de su particular presente a través de la moderna Vietnam, su pasado es revelado y sostenido mediante un abrupto cambio al aspecto 4:3 al son de Marvin Gaye y la radio local. La revelación de esta hermandad de cinco se demuestra con los abrazos en diferentes tomas que enaltecen la unión como el singular saludo de estos veteranos. La acción del pasado y el drama del presente se entremezcla para que en 2 horas 34 minutos se comprenda el valor de la amistad y de la familia, pero también de la desigualdad, el racismo, la justicia y la culpa.
Nuevamente, Spike Lee nos trae una historia personal para inquietar al público ante la desigualdad perene. Su capacidad para dirigir es innegable con un formidable Delroy Lindo o incluso con Chadwick Boseman (gran diferencia con su estático T’Challa); observamos la nueva perspectiva de un Vietnam revitalizado por el capitalismo a través del lente y las composiciones, nuevamente haciendo dupla con Terence Blanchard, aunado al ya mundialmente reconocido como idiosincrasia de la guerra de Vietnam ‘la cabalgata de las valquirias’, aunque resulta mas revitalizante una escena en donde los cuatro veteranos bailan entre el pasillo de un bar vietnamita bañados en un intenso rojo sangriento.
Mientras se cierne como una competidora para diferentes premiaciones, el trastabillo principal denota en historias que se escurren como el agua a través de los dedos, con personajes de los cuales bien se podrían prescindir desde la mitad del largometraje. Tal vez era un intento por hacer conciencia hacia los campos minados, pero era suficiente con el repetitivo hecho de mostrar a las victimas de esto, una y otra vez.
Así como el pasado se mezcla con el ficticio presente de los protagonistas, las múltiples escenas de un pasado de constante pelea afroamericana, que remite a Muhammad Ali, Malcolm X o Martin Luther King, se entrelazan con el presente que agoniza en un mundo plagado por la lucha contra la arbitraria autoridad, el racismo y el clasismo, la disputa de la humanidad con la otra humanidad. Siempre tan diferentes, siempre tan iguales.
https://awildside.blogspot.com/
Cuatro antiguos amigos, veteranos de la guerra de Vietnam, se reúnen una vez más para traer de vuelta el cadáver de su antiguo capitán Stormin’ Norman (Chadwick Boseman), el cual funge además como el indicio de un tesoro. En “Da 5 Bloods” mientras los personajes se ponen al corriente de su particular presente a través de la moderna Vietnam, su pasado es revelado y sostenido mediante un abrupto cambio al aspecto 4:3 al son de Marvin Gaye y la radio local. La revelación de esta hermandad de cinco se demuestra con los abrazos en diferentes tomas que enaltecen la unión como el singular saludo de estos veteranos. La acción del pasado y el drama del presente se entremezcla para que en 2 horas 34 minutos se comprenda el valor de la amistad y de la familia, pero también de la desigualdad, el racismo, la justicia y la culpa.
Nuevamente, Spike Lee nos trae una historia personal para inquietar al público ante la desigualdad perene. Su capacidad para dirigir es innegable con un formidable Delroy Lindo o incluso con Chadwick Boseman (gran diferencia con su estático T’Challa); observamos la nueva perspectiva de un Vietnam revitalizado por el capitalismo a través del lente y las composiciones, nuevamente haciendo dupla con Terence Blanchard, aunado al ya mundialmente reconocido como idiosincrasia de la guerra de Vietnam ‘la cabalgata de las valquirias’, aunque resulta mas revitalizante una escena en donde los cuatro veteranos bailan entre el pasillo de un bar vietnamita bañados en un intenso rojo sangriento.
Mientras se cierne como una competidora para diferentes premiaciones, el trastabillo principal denota en historias que se escurren como el agua a través de los dedos, con personajes de los cuales bien se podrían prescindir desde la mitad del largometraje. Tal vez era un intento por hacer conciencia hacia los campos minados, pero era suficiente con el repetitivo hecho de mostrar a las victimas de esto, una y otra vez.
Así como el pasado se mezcla con el ficticio presente de los protagonistas, las múltiples escenas de un pasado de constante pelea afroamericana, que remite a Muhammad Ali, Malcolm X o Martin Luther King, se entrelazan con el presente que agoniza en un mundo plagado por la lucha contra la arbitraria autoridad, el racismo y el clasismo, la disputa de la humanidad con la otra humanidad. Siempre tan diferentes, siempre tan iguales.
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