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8
26 de abril de 2014
26 de abril de 2014
16 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sentarse a ver una película de Yasuhiro Ozu es como sentarse a contemplar el mar en un día en calma. Ambas experiencias te acaban dejando la misma sensación de paz y de sosiego. Ozu concibe a sus personajes como pequeñas olas en el inmenso mar del tiempo. La ola, uno de los símbolos por excelencia de la cultura japonesa, muere al besar la playa pero deja en la arena una huella que solo borrará la llegada de otra ola. Con el hombre pasa igual, unos nacen, otros mueren, la marea nunca cesa porque los que se van han de dejar su sitio a los que llegan, es la ley de la vida; la única diferencia es que la huella que dejan los que se van no se borra en el corazón de quienes se quedan.
Los no iniciados en el universo Ozu cuentan al menos con la referencia de su gran obra maestra, la excelsa “Cuentos de Tokio”, para conocer los pilares argumentales de su obra. La familia y las diferentes relaciones entre sus miembros, el paso del tiempo , la muerte, constantes que se repiten una y otra vez en las películas del maestro nipón hasta convertirlas casi en variantes de una misma sinfonía.
A través de sus pequeñas estampas familiares, Ozu es también el cineasta que mejor acierta a retratar a la sociedad japonesa de posguerra Siempre de puertas para adentro- en su obra los interiores ganan a los exteriores por abrumadora mayoría- el director nos habla como nadie de la transición que lleva a esa sociedad anclada en la tradición a convertirse en una potencia económica mundial, sin renunciar además a esa tradición. Para ello, Ozu pone el acento en la confrontación entre lo moderno, representado en el empuje con el que afronta la vida la nueva generación, niños y jóvenes, y lo viejo, que se materializa en la perspectiva más serena de sus mayores.
En el ocaso de su carrera – fue su penúltimo film- el maestro Ozu rueda “El otoño de la familia Kohayagawa”, una de esas muchas joyas escondidas que la componen y que merecen una revisión. Junto a “Las hermanas Munekata “o a “El sabor del sake” o a tantas y tantas otras. Por fortuna, Ozu es mucho más que “Cuentos de Tokio”, su cine no acaba ahí ni mucho menos. En “El otoño de la familia Kohayagawa” su director se permite el lujo de rodar prácticamente dos películas en una. En la primera accede a la presentación de la familia protagonista, formada por un padre viudo y sus cuatro hijos, y se subraya la preocupación de las dos hijas mayores por hacer una buena boda y asegurarse el futuro. La segunda trama arranca cuando el padre retoma la relación con una antigua amante ante la reprobación de sus vástagos. Ambas confluyen en un final tan emotivo como deslumbrante.
Es la vida la que pasa ante nuestros ojos, fluida, serena. Ozu sólo tiene que poner la cámara a nuestro alcance para que seamos testigos de ella. Y nadie como él ha sabido plasmar en pantalla la serena belleza de las cosas. Con un estilo mínimo, invisible, unos encuadres perfectos, una fotografía en tonos suaves y delicados para transmitir esa serenidad. Contando siempre lo mismo, pero nunca igual. Porque la vida renace y se renueva día a día, y el oleaje nunca cesa.
Los no iniciados en el universo Ozu cuentan al menos con la referencia de su gran obra maestra, la excelsa “Cuentos de Tokio”, para conocer los pilares argumentales de su obra. La familia y las diferentes relaciones entre sus miembros, el paso del tiempo , la muerte, constantes que se repiten una y otra vez en las películas del maestro nipón hasta convertirlas casi en variantes de una misma sinfonía.
A través de sus pequeñas estampas familiares, Ozu es también el cineasta que mejor acierta a retratar a la sociedad japonesa de posguerra Siempre de puertas para adentro- en su obra los interiores ganan a los exteriores por abrumadora mayoría- el director nos habla como nadie de la transición que lleva a esa sociedad anclada en la tradición a convertirse en una potencia económica mundial, sin renunciar además a esa tradición. Para ello, Ozu pone el acento en la confrontación entre lo moderno, representado en el empuje con el que afronta la vida la nueva generación, niños y jóvenes, y lo viejo, que se materializa en la perspectiva más serena de sus mayores.
En el ocaso de su carrera – fue su penúltimo film- el maestro Ozu rueda “El otoño de la familia Kohayagawa”, una de esas muchas joyas escondidas que la componen y que merecen una revisión. Junto a “Las hermanas Munekata “o a “El sabor del sake” o a tantas y tantas otras. Por fortuna, Ozu es mucho más que “Cuentos de Tokio”, su cine no acaba ahí ni mucho menos. En “El otoño de la familia Kohayagawa” su director se permite el lujo de rodar prácticamente dos películas en una. En la primera accede a la presentación de la familia protagonista, formada por un padre viudo y sus cuatro hijos, y se subraya la preocupación de las dos hijas mayores por hacer una buena boda y asegurarse el futuro. La segunda trama arranca cuando el padre retoma la relación con una antigua amante ante la reprobación de sus vástagos. Ambas confluyen en un final tan emotivo como deslumbrante.
Es la vida la que pasa ante nuestros ojos, fluida, serena. Ozu sólo tiene que poner la cámara a nuestro alcance para que seamos testigos de ella. Y nadie como él ha sabido plasmar en pantalla la serena belleza de las cosas. Con un estilo mínimo, invisible, unos encuadres perfectos, una fotografía en tonos suaves y delicados para transmitir esa serenidad. Contando siempre lo mismo, pero nunca igual. Porque la vida renace y se renueva día a día, y el oleaje nunca cesa.
4
6 de enero de 2024
6 de enero de 2024
42 de 69 usuarios han encontrado esta crítica útil
Se dice, y suele cumplirse, que la realidad supera siempre a la ficción. Una premisa que parece tener muy en cuenta el director catalán Jota Bayona cada vez que se enfrente a uno de esos proyectos que los anglosajones denominan "bigger than life" destinados tanto a emocionar de forma masiva al público como a arrasar en las temporadas de premios. La puso en práctica hace años en "Lo imposible" y lo ha vuelto a hacer ahora con "La sociedad de la nieve". Conviene recordar que esta vez quien está detrás de todo es Netflix, a quien ya se le empiezan a ver las costuras cuando se mete en este tipo de saraos. El gigante del streaming usó la misma baza el año pasado con la alemana "Sin novedad en el frente" (otro remake) y le salió bien. En aquella ocasión, sigamos recordando, nos encontrábamos con un grupo de jóvenes soldados, aseados (demasiado), blancos y heterosexuales, obligados a hacer frente común para superar una serie de situaciones límite, una detrás de otra y sin solución de continuidad, dentro de una descomunal tragedia como era la guerra. El resultado, flojo, previsible y desangelado, un poco lo que nos volvemos a topar aquí. Será cosa del dichoso algoritmo ese.
Así pues, "La sociedad de la nieve" se revela como un producto tan artificial como innecesario. " Viven" de Frank Marshall no era ni mejor ni peor que su "remake" español. Simplemente, llegó antes. Y me temo que sólo hay una forma para contar una tragedia como la de los Andes. Aparte de que Bayona poco podía aportar a lo ya dicho por Marshall en su obra de 1993, "La sociedad de la nieve" vuelve a explotar de un modo quizá algo obsceno la memoria de los supervivientes y las víctimas de aquella catástrofe.
Sorprende además que los mismos argumentos que han servido en el pasado para denostar al Spielberg más manipulador y menos de fiar se utilicen ahora para ensalzar la obra de Bayona que recurre a los trucos más baratos del maestro en más de una ocasión. Pese a estar aceptablemente rodada, "La sociedad de la nieve" dista mucho de ser con sus acusadas carencias narrativas y sus múltiples trampas emocionales esa obra redonda que muchos quieren hacernos ver.
Así pues, "La sociedad de la nieve" se revela como un producto tan artificial como innecesario. " Viven" de Frank Marshall no era ni mejor ni peor que su "remake" español. Simplemente, llegó antes. Y me temo que sólo hay una forma para contar una tragedia como la de los Andes. Aparte de que Bayona poco podía aportar a lo ya dicho por Marshall en su obra de 1993, "La sociedad de la nieve" vuelve a explotar de un modo quizá algo obsceno la memoria de los supervivientes y las víctimas de aquella catástrofe.
Sorprende además que los mismos argumentos que han servido en el pasado para denostar al Spielberg más manipulador y menos de fiar se utilicen ahora para ensalzar la obra de Bayona que recurre a los trucos más baratos del maestro en más de una ocasión. Pese a estar aceptablemente rodada, "La sociedad de la nieve" dista mucho de ser con sus acusadas carencias narrativas y sus múltiples trampas emocionales esa obra redonda que muchos quieren hacernos ver.

5,3
1.093
2
10 de noviembre de 2016
10 de noviembre de 2016
20 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
Se echa de menos al Tornatore más inspirado de otras épocas, y no tan lejanas, “La mejor oferta” es de hace cuatro días como quien dice, es de 2013. No está mal el punto de partida que se dispone a desarrollar un tema ya clásico en el cine y en la literatura, el del amor que sobrevive más allá de la muerte, y que se ha visto ya muchas veces en pantalla, desde “El fantasma y la señora Muir” del maestro Mankiewicz hasta la más reciente “Post data: Te quiero”, pasando naturalmente por “Ghost” y otros ejemplos. El problema radica precisamente en ese desarrollo algo torpón que termina convirtiendo la propuesta en una paranoia absurda e insufrible.
Arranca la película con una escena que se antoja toda una declaración de intenciones; Jeremy y Olga comiéndose la boca apasionadamente en la habitación de un hotel dando alas a lo que parece un amor furtivo. Bueno, pues así toda la película, oiga. Jeremy y Olga dándose arrumacos, reales primero, cibernéticos después cuando ya no hay más remedio. La presunta gracia está en que resulta que él se muere, lo sabe, pero no quiere que su amada se entere. Ella es especialista de cine, es una especie de maniaco- depresiva que arrastra un sentimiento de culpa galopante, tiene más números para palmarla que él que es quien finalmente la palma. Y entonces, y para que no se sienta sola cuando él ya no esté, el hombre se encarga de dejarle en los meses previos al fallecimiento toda una serie de mensajes en los que a través del WhatsApp, del Skype y yo qué sé cuántas modernas tecnologías más, seguirá diciéndole que la quiere, la quiere y siempre la querrá. Todos estos mensajes serán distribuidos convenientemente y a su debido tiempo por los más diversos emisarios, cómplices elegidos a conciencia por el finado.
Y puede que a Jeremy y a Olga, el jueguecito les funcione y hasta les resulte entretenido por un tiempo y se sigan amando con locura y diciéndose te quiero y te quiero hasta el infinito y más allá. Para el sufrido espectador desde luego la experiencia resulta de lo más aburrida. Al principio la chica se queda más mosqueada que la del ramito de violetas de Cecilia, pero luego ya se lo toma como algo casi normal. ¿Suspense? Más bien suspenso. A Tornatore se le enreda el cable del teléfono y el del ordenador todo a la vez. A la película le falta algo de sutilidad y de filtro, alguna elipsis de vez en cuando no hubiese venido mal. Que cada vez que aparece Jeremy en la pantalla diciendo “te quiero, mi niña” no solo te entran unas ganas locas de invadir Polonia sino que además muere un gatito en el mundo. Cansino que eres, oye.
Arranca la película con una escena que se antoja toda una declaración de intenciones; Jeremy y Olga comiéndose la boca apasionadamente en la habitación de un hotel dando alas a lo que parece un amor furtivo. Bueno, pues así toda la película, oiga. Jeremy y Olga dándose arrumacos, reales primero, cibernéticos después cuando ya no hay más remedio. La presunta gracia está en que resulta que él se muere, lo sabe, pero no quiere que su amada se entere. Ella es especialista de cine, es una especie de maniaco- depresiva que arrastra un sentimiento de culpa galopante, tiene más números para palmarla que él que es quien finalmente la palma. Y entonces, y para que no se sienta sola cuando él ya no esté, el hombre se encarga de dejarle en los meses previos al fallecimiento toda una serie de mensajes en los que a través del WhatsApp, del Skype y yo qué sé cuántas modernas tecnologías más, seguirá diciéndole que la quiere, la quiere y siempre la querrá. Todos estos mensajes serán distribuidos convenientemente y a su debido tiempo por los más diversos emisarios, cómplices elegidos a conciencia por el finado.
Y puede que a Jeremy y a Olga, el jueguecito les funcione y hasta les resulte entretenido por un tiempo y se sigan amando con locura y diciéndose te quiero y te quiero hasta el infinito y más allá. Para el sufrido espectador desde luego la experiencia resulta de lo más aburrida. Al principio la chica se queda más mosqueada que la del ramito de violetas de Cecilia, pero luego ya se lo toma como algo casi normal. ¿Suspense? Más bien suspenso. A Tornatore se le enreda el cable del teléfono y el del ordenador todo a la vez. A la película le falta algo de sutilidad y de filtro, alguna elipsis de vez en cuando no hubiese venido mal. Que cada vez que aparece Jeremy en la pantalla diciendo “te quiero, mi niña” no solo te entran unas ganas locas de invadir Polonia sino que además muere un gatito en el mundo. Cansino que eres, oye.

6,8
2.536
7
21 de febrero de 2017
21 de febrero de 2017
15 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Poco antes de hacerse definitivamente un nombre en el panorama del cine internacional gracias a “Incendies”, Denis Villeneuve rueda en su país natal este film que recrea los terribles hechos acaecidos en un centro universitario de Montreal en la mañana del 6 de diciembre de 1989. Ese día, un joven de 25 años armado con un rifle semiautomático entró en la Escuela Politécnica de la ciudad y comenzó a disparar a toda cuanta mujer se cruzaba a su paso causando finalmente la muerte de catorce estudiantes. Y es que el asesino había decidido poner en su punto de mira en las mujeres al no considerarlas dignas de cursar los estudios que allí se impartían ni de ejercer las profesiones para las que el centro preparaba a sus alumnos. La película está dedicada lógicamente a las víctimas y a sus familiares y también a los supervivientes en cuyos testimonios se basa buena parte del guión.
Por su temática, es fácil situar la obra de Villeneuve en la órbita del “Elephant” de Gus Van Sant rodada sólo seis años antes. No obstante, la propuesta del canadiense resulta mucho menos austera, haciendo gala el realizador de un estilo y una personalidad muy marcados que se manifiestan tanto en los aspectos narrativos como en los más visuales y estéticos. A destacar en este último apartado el acertado uso de la fotografía en blanco y negro, bella al tiempo que fría y lúgubre. La nieve cae inmaculada en el exterior en contraste con la sangre derramada en el interior que esta vez no será roja sino negra. Villeneuve opta por ceder el protagonismo de su película a tres de los actores de la masacre. Uno es el propio asesino cuyas inquietantes reflexiones abren el film, mientras que las víctimas aparecen representadas por una joven pareja. El tono es áspero, crudo, y sólo al final, el director parece querer dejar algo entreabierta la puerta a la esperanza.
Lo cierto es que es difícil mantener la esperanza, pasar página cuando tu vida ha quedado despedazada y cortada en dos. Una de las paradojas del film es que Villeneuve intenta que el espectador perciba cierta belleza en medio del caos y la sinrazón. La otra es que esta es una de esas películas que, por razones más que evidentes, nunca debería haberse rodado.
Por su temática, es fácil situar la obra de Villeneuve en la órbita del “Elephant” de Gus Van Sant rodada sólo seis años antes. No obstante, la propuesta del canadiense resulta mucho menos austera, haciendo gala el realizador de un estilo y una personalidad muy marcados que se manifiestan tanto en los aspectos narrativos como en los más visuales y estéticos. A destacar en este último apartado el acertado uso de la fotografía en blanco y negro, bella al tiempo que fría y lúgubre. La nieve cae inmaculada en el exterior en contraste con la sangre derramada en el interior que esta vez no será roja sino negra. Villeneuve opta por ceder el protagonismo de su película a tres de los actores de la masacre. Uno es el propio asesino cuyas inquietantes reflexiones abren el film, mientras que las víctimas aparecen representadas por una joven pareja. El tono es áspero, crudo, y sólo al final, el director parece querer dejar algo entreabierta la puerta a la esperanza.
Lo cierto es que es difícil mantener la esperanza, pasar página cuando tu vida ha quedado despedazada y cortada en dos. Una de las paradojas del film es que Villeneuve intenta que el espectador perciba cierta belleza en medio del caos y la sinrazón. La otra es que esta es una de esas películas que, por razones más que evidentes, nunca debería haberse rodado.

7,6
7.008
9
15 de diciembre de 2016
15 de diciembre de 2016
15 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es evidente que el cine actual no se puede entender sin la presencia ni la huella de la “nouvelle vague”. Ser cinéfilo antes que cineasta es uno de los rasgos denominadores comunes que define y emparenta a los integrantes de toda esa cantera maravillosa surgida de las páginas de “Cahiers du cinema”. Al cambiar la máquina de escribir por la cámara, los antiguos críticos conseguirán entre otras cosas elevar a la categoría de arte un determinado tipo de cine que, pese a ser eminentemente popular, no había alcanzado hasta entonces ese reconocimiento. Es el caso del cine negro, el favorito de la juventud francesa de finales de los cincuenta que acude en masa a las sesiones de la Cinematèque a devorar los clásicos del género que les llegan del otro lado del charco. También en Francia, el llamado “noir” o el “polar”, su variante más autóctona, están en plena efervescencia gracias a los trabajos de Clouzot o Melville.
Louis Malle nunca quiso pasar a la posteridad adscrito a movimiento alguno. Lo suyo era ir un poco por libre, aunque hay lazos y no sólo generacionales, que le ligan inevitablemente a los Truffaut, Godard y compañía. Malle posee ya alguna experiencia en el mundo de la realización cuando con apenas 25 años se dispone a acometer su “opera prima”. Viene de trabajar como ayudante de Bresson y de codirigir dos años antes junto al famoso capitán Jacques Cousteau " El mundo silencioso" que se hace con la Palma de Oro en Cannes, la primera que se concede a un documental en la historia del festival. Malle emerge de las profundidades submarinas para adentrarse de lleno a continuación en los arrabales parisinos con esta adaptación de una novela de baratillo de Noël Calef. La película supondrá un brillante prólogo al estallido definitivo de la “nouvelle vague” que tiene lugar oficialmente tras el estreno de "Los cuatrocientos golpes" en 1959.
Ascensor para el cadalso es una obra maestra que rezuma fatalidad por todos y cada uno de sus poros. Su premisa argumental nos puede remitir a "Perdición" de Billy Wilder o a "El cartero siempre llama dos veces" de J.M. Cain, una pareja de amantes que planea quitarse de en medio al marido de ella para vivir libremente su amor, sin contar con que el destino también juega. En paralelo, se entrecruza una trama secundaria que tiene por protagonista a otra pareja también perseguida por la fatalidad, y que será clave en el devenir de la historia.
La influencia de Hitchcock, cineasta a quien la generación del director se encargará de reivindicar como autor, queda también patente en el magistral manejo del suspense. Al igual que el maestro británico, Malle nos sitúa de entrada ante un acto moralmente reprobable, nada menos que un asesinato (que evita que presenciemos de manera muy sutil), y se las apaña para que desde el principio también nos pongamos del lado del infractor. Y sufrimos con la peripecia de Julien, Maurice Ronet, el esforzado amante, veterano en la campaña de Indochina, a pesar de que sabemos que su final está marcado de antemano. O precisamente por eso. Nos mantiene en vilo el deseo de que pueda liberarse por fin de ese anticipado ataúd en el que se ha convertido ese ascensor maldito. A su lado, y para completar la estampa fúnebre, Florence, una bella y primeriza Jeanne Moreau, pasea su soledad en su particular vigilia por las calles de la noche parisina con la sola compañía de su propia voz interior que la mortifica y la consume por dentro. De luto riguroso, en su condición de doble viuda que pierde al marido y al amante en una misma noche, su rostro en primer plano abre y clausura el film, caprichosa y enamorada al principio, dura y resignada en el desenlace. Son los dos únicos momentos en los que Florence y Julien están juntos, y ni tan siquiera se trata de un contacto físico. Ronet y Moureau no comparten un solo plano en toda la película. Es su gran tragedia. No hay futuro ni esperanza para esta pareja. Sólo pasado, mudo y estático, como una fotografía revelándose lentamente en la oscuridad y delatando momentos pretéritos más felices.
Por encima de este argumento, tan típico del género, son los aspectos formales los que elevan definitivamente la película a una categoría superior y la llevan a rozar la excelencia. Malle se encarga de dotar al relato de la atmósfera adecuada, contando para ello con dos poderosos aliados. De un lado, Henry Decae contribuyendo a aumentar con su cámara nuestra sensación de angustia y sofoco como espectadores. De subrayar la desolación y el desgarro que viven los personajes ya se encarga la legendaria trompeta de Miles Davis, autor de una banda sonora para el recuerdo compuesta a golpe de improvisación y en la que tan importantes como los sonidos son casi los silencios. Davis cayó en la película casi por casualidad; el norteamericano se encontraba de gira con su grupo por Francia cuando el director y los productores le invitaron a sumarse al proyecto. Ni llovido del cielo.
Bresson también está presente, no sólo en esta película, sino también en muchos momentos de la filmografía posterior de Malle que heredará de su maestro parte del pesimismo existencial que impregna títulos como "Le trou" o "Un condenado a muerte se ha escapado", y que estallará de manera rotunda en "El fuego fatuo. No obstante, sería injusto concluir que en Malle se esconde exclusivamente un pesimista recalcitrante; su cine, y en eso "Ascensor para el cadalso" tampoco supone una excepción, se nutre de los valores e ideales de un humanista incontestable.
Louis Malle nunca quiso pasar a la posteridad adscrito a movimiento alguno. Lo suyo era ir un poco por libre, aunque hay lazos y no sólo generacionales, que le ligan inevitablemente a los Truffaut, Godard y compañía. Malle posee ya alguna experiencia en el mundo de la realización cuando con apenas 25 años se dispone a acometer su “opera prima”. Viene de trabajar como ayudante de Bresson y de codirigir dos años antes junto al famoso capitán Jacques Cousteau " El mundo silencioso" que se hace con la Palma de Oro en Cannes, la primera que se concede a un documental en la historia del festival. Malle emerge de las profundidades submarinas para adentrarse de lleno a continuación en los arrabales parisinos con esta adaptación de una novela de baratillo de Noël Calef. La película supondrá un brillante prólogo al estallido definitivo de la “nouvelle vague” que tiene lugar oficialmente tras el estreno de "Los cuatrocientos golpes" en 1959.
Ascensor para el cadalso es una obra maestra que rezuma fatalidad por todos y cada uno de sus poros. Su premisa argumental nos puede remitir a "Perdición" de Billy Wilder o a "El cartero siempre llama dos veces" de J.M. Cain, una pareja de amantes que planea quitarse de en medio al marido de ella para vivir libremente su amor, sin contar con que el destino también juega. En paralelo, se entrecruza una trama secundaria que tiene por protagonista a otra pareja también perseguida por la fatalidad, y que será clave en el devenir de la historia.
La influencia de Hitchcock, cineasta a quien la generación del director se encargará de reivindicar como autor, queda también patente en el magistral manejo del suspense. Al igual que el maestro británico, Malle nos sitúa de entrada ante un acto moralmente reprobable, nada menos que un asesinato (que evita que presenciemos de manera muy sutil), y se las apaña para que desde el principio también nos pongamos del lado del infractor. Y sufrimos con la peripecia de Julien, Maurice Ronet, el esforzado amante, veterano en la campaña de Indochina, a pesar de que sabemos que su final está marcado de antemano. O precisamente por eso. Nos mantiene en vilo el deseo de que pueda liberarse por fin de ese anticipado ataúd en el que se ha convertido ese ascensor maldito. A su lado, y para completar la estampa fúnebre, Florence, una bella y primeriza Jeanne Moreau, pasea su soledad en su particular vigilia por las calles de la noche parisina con la sola compañía de su propia voz interior que la mortifica y la consume por dentro. De luto riguroso, en su condición de doble viuda que pierde al marido y al amante en una misma noche, su rostro en primer plano abre y clausura el film, caprichosa y enamorada al principio, dura y resignada en el desenlace. Son los dos únicos momentos en los que Florence y Julien están juntos, y ni tan siquiera se trata de un contacto físico. Ronet y Moureau no comparten un solo plano en toda la película. Es su gran tragedia. No hay futuro ni esperanza para esta pareja. Sólo pasado, mudo y estático, como una fotografía revelándose lentamente en la oscuridad y delatando momentos pretéritos más felices.
Por encima de este argumento, tan típico del género, son los aspectos formales los que elevan definitivamente la película a una categoría superior y la llevan a rozar la excelencia. Malle se encarga de dotar al relato de la atmósfera adecuada, contando para ello con dos poderosos aliados. De un lado, Henry Decae contribuyendo a aumentar con su cámara nuestra sensación de angustia y sofoco como espectadores. De subrayar la desolación y el desgarro que viven los personajes ya se encarga la legendaria trompeta de Miles Davis, autor de una banda sonora para el recuerdo compuesta a golpe de improvisación y en la que tan importantes como los sonidos son casi los silencios. Davis cayó en la película casi por casualidad; el norteamericano se encontraba de gira con su grupo por Francia cuando el director y los productores le invitaron a sumarse al proyecto. Ni llovido del cielo.
Bresson también está presente, no sólo en esta película, sino también en muchos momentos de la filmografía posterior de Malle que heredará de su maestro parte del pesimismo existencial que impregna títulos como "Le trou" o "Un condenado a muerte se ha escapado", y que estallará de manera rotunda en "El fuego fatuo. No obstante, sería injusto concluir que en Malle se esconde exclusivamente un pesimista recalcitrante; su cine, y en eso "Ascensor para el cadalso" tampoco supone una excepción, se nutre de los valores e ideales de un humanista incontestable.
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