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Críticas 151
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
6
26 de febrero de 2009
14 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay algo o más bien alguien en este film que hace que no decaiga el interés un sólo instante a pesar de su alargado metraje, ese alguien es la más que convincente Tilda Swinton encarnando a una mujer que no tiene nada más que la desesperación que la lleva a cometer actos en cadena sin ser consciente de ello. La actriz lo entrega todo para que el espectador pueda llegar a comprender la decadencia de una mujer alcohólica, las situaciones a las que le lleva una vida sin motivaciones. De ser otra actriz en su lugar no creo que el film se salvase pues si bien una primera parte es excelente al trasladarnos a Tijuana nos encontramos con más de lo mismo: delincuencia muy vista en territorio mexicano.
De destacar es la fotografía, adquiere una gran relevancia en momentos álgidos del film haciendo recordar a alguna película de los Coen.

Lo mejor: que Zonca no llegase a entenderse con Julianne Moore y le diese el papel a una Tilda Swinton en estado de gracia.
Lo peor: un final atípico
27 de agosto de 2009
22 de 34 usuarios han encontrado esta crítica útil
Coixet llega tarde. Si en su anterior trabajo (Elegy) perdía la personalidad por encargo, en este Mapa de los Sonidos de Tokio olvida en el camino hasta el guión. A ella no le interesa contar nada si no que nos deleitemos de lo buena directora que puede llegar a ser sabiendo mover cámaras hasta captar la pedantería en imágenes. Pero llega muy tarde. Para mostrarnos la impresionante ciudad japonesa ya tenemos a Viajeros Callejeros, siendo éstos mucho más efectivos. Preciosa fotografia y banda sonora pero ella misma debe saber que cualquier tiempo pasado, como dijo Karina, nos parece mejor. No debe colocar la cabeza de Rinko sobre un asiento de vagón rojo haciéndonos recordar a la maravillosa Sarah Polley en la lavanderia de Mi vida sin mi. Si sabes que es tu mejor trabajo y con esto último que acabas de traernos no vas a superarlo, no lo hundas más. Resulta triste que una sala de cine a la media hora de proyección se convierta en una sala de espera de enfermos de narcolepsia (acorde al cartel promocional). Todo por olvidarse del fondo para dar prioridad a una empalagosa aunque bella forma.

Lo mejor: que Coixet no se haya olvidado de Anthony & The Johnsons con el temazo One Dove.
Lo peor: el ritmo tan pausado provoca más de un bostezo.
12 de febrero de 2016
15 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Qué conduce al hombre a cometer una atrocidad sobre los que no considera sus semejantes? ¿Hasta qué punto la naturaleza humana puede corromperse por un asunto de ideologías? El debutante Laszlo Nemes no responde a ello ni sigue los cánones establecidos del cine que con anterioridad ha visitado los campos de concentración. Lejos de escarbar en la conciencia del espectador, al que no da tregua, prácticamente le obliga a vivir la barbarie en primera persona. Nemes se distancia de cineastas de renombre como Spielberg o Polanski, quienes ya nos hicieron testigos de una manera academicista de este capítulo de la historia. El recién llegado agudiza la mirada en la posición del individuo, no como representación de una colectividad sino confiriendo al espectador la potestad de sentir en carne propia la agonía, la desesperanza de un hombre en el epicentro del horror.

El Hijo de Saul es un cine puramente sensorial. No vemos todo lo que ocurre. Lo vivimos. O más bien lo sobrevivimos. El pulso se acelera desde el mismo instante en que los créditos ceden paso a una temblorosa y asustadiza cámara en mano que persigue a Saúl, preso y miembro de una unidad de trabajo denominada Sonderkommandos dentro de un campo de exterminio. La inexpresividad en su rostro y su mecánica movilidad le acompañan cada día en la labor más cruel que puede desempeñar el ser humano. Terminar con las vidas de sus allegados y no dejar rastro se convierte en la contraprestación para subsistir. Pero cuando la pérdida de perspectiva se hace presente no queda otra que encomendarse a algún resquicio de ilusión, a un objetivo como tabla de salvamento. En un acto de misericordia Saúl ve en la figura de un niño su pasaporte para no perder el juicio, centrando sus esfuerzos en darle un funeral adecuado.

Estamos ante un trabajo estilístico de altura, y es que pocas veces una profundidad de campo casi nula ha estado tan bien justificada. La intención de Nemes se centra en la transmisión de sensaciones, en vivir más que analizar, de ahí que sea una película a flor de piel. Para ello coloca la cámara a espaldas del protagonista en foco constantemente, persiguiéndole en ese periplo deplorable, experimentando la claustrofobia de un entorno hostil. Los planos son cerrados, opresivos, dificultándonos ser prófugos de ellos mismos. No hallamos concesiones ni en fondo ni forma. Los lamentos, siempre fuera de campo, componen la melodía del film. La sangre y el barro protagonizan la fotografía, el nervio, el montaje. Lo que ocurre más allá del personaje principal no se muestra, se intuye, siendo tanto o más angustioso, ya que la imaginación del espectador alcanza cuotas superiores a las de una imagen. Requiere, por tanto, la colaboración del público para completar su significado. El Hijo de Saúl concede al espectador todo lo que éste esté dispuesto a entregar.

Es imposible que nadie salga indemne tras esta experiencia que deja sin aliento. Porque una vez puestos los pies en ese infierno resulta imposible detenernos a digerir lo que está ocurriendo. Reacción sobre acción. Sin pausas. Tan sólo Nemes se detiene en una leve sonrisa como bálsamo, la única en todo el metraje. Una mirada al futuro más cierto que nunca y de ahí paso al estruendo, nuevamente fuera de campo, lacrando una obra poderosa en estilo, inolvidable en fondo y justamente contundente.
29 de octubre de 2013
14 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Definir el amor a estas alturas puede ser lo más sencillo del mundo y a su vez una tarea en la que emplear esfuerzo. Pocos estarían dispuestos a renunciar a él aunque se trate de un arma de doble filo. Más bien nadie en su sano juicio. Porque ya sabemos que no todo dura una vida y aún así esa necesidad imperante de ser objeto para transformarnos en sujetos se palpa día a día. De ahí que La vida de Adèle emane un poder que roza el hipnotismo sin artificios que la ensalcen. Todo en esta película huele a verdad. Esa verdad que nos hace madurar. Esa que duele y se agradece. Esa que, en definitiva, nos hace humanos. Puede hacer daño o incomodar porque no estamos acostumbrados a consumir un cine tan cercano, tan a flor de piel y, sin embargo, lejos de disgustar, nadamos mar adentro sin importarnos la dirección que tome la marea.

Estamos ante una historia universal. Ese instante donde no hay duelo para el adiós de la adolescencia porque no somos conscientes de dejarla atrás. El descubrimiento del primer amor. Para muchos el amor de su vida o el que le marcará como personas. Actos que no atienden al raciocinio y conforman los cimientos de nuestros comportamientos adultos. Esto es lo que le ocurre a Adèle (Adèle Exarchopoulos), una joven que se encuentra en el dilema de definirse sexualmente dentro de una sociedad marcada por la apariencia progresista y con un recalcado espíritu conservador. Ahí la película, en una crítica fehaciente sobre la falsa moral, podía haber agotado algunos cartuchos y sin embargo, tras una pincelada, cambia el rumbo. Se sabe elegante y lo demuestra en cada escena. Pocas veces hemos apreciado en pantalla con tanta delicadeza el desespero de alguien luchando contra su propia naturaleza, la agonía de aceptarse y la posterior convivencia consigo mismo.

Kechiche plasma en cada plano los distintos peajes que pagamos en ese viaje de aprendizaje de una manera exquisita. Detalles que no pasan desapercibidos. Miradas, gestos, palabras que se quedan grabadas a fuego y van engrandeciendo el sentido de una película llamada a convertirse en referente una vez que ponemos el centrifugado en todo aquello que durante tres horas, y saben a poco, hemos disfrutado. El cineasta de origen tunecino hilvana la cotidianidad hasta conseguir la emotividad. Por eso, encontramos belleza en una adolescente de mirada perdida mientras come spaguetti, cuando se atusa la melena o lo que dura en agotarse la colilla en sus labios. Nada de todo esto se percibe impuesto sino que sirve de complemento a una narración sin titubeos destinada a vivir literalmente la existencia de sus personajes.

Kechiche se acerca demasiado a sus personajes con el claro objetivo de intimidar con ellos. Un recurso evidente para ensalzar la confidencialidad que éstos necesitan con el espectador. Sus planos detalle se hacen imprescindibles desde el mismo instante que nos hemos zambullido en la existencia de Adèle. Sabemos lo que siente en cada momento, sus inquietudes y sus miedos pero también conocemos su cuerpo. El director logra a través de un lenguaje visual que queramos ser amigos, amantes o familiares de sus personajes. En contadas ocasiones se alcanza tal nivel de empatía y no sólo con Adèle. Emma (Léa Seydoux), la antítesis de Adèle. El complemento perfecto. La experiencia de vivir. En ella volcamos nuestro presente. Es ella quien coge el espejo de la realidad y obliga a mirarte. No existen rosas sin espinas y con Emma lo hemos ratificado.

La vida de Adèle es extremadamente sensorial. Es un ejercicio cinematográfico que se vive en carne propia y que sin ella, es muy posible que no hubiera existido. Adèle Exarchopoulos no interpreta, vive cada frase, cada gesto. En su mirada sentimos la pasión, el temor, la vergüenza, la resignación, la inocencia, en nuestro cuerpo. Un trabajo al que se ha expuesto con la maestría de los más grandes superando en matices a cualquier actriz consolidada. La actriz se mimetiza en el personaje dotando al mismo de una credibilidad inusitada ultimamente por la gran pantalla. Todo un logro.

Tras pasar tres horas con Adèle y Emma y varios días madurando el metraje, es más fácil acercarse a su definición. ¿Qué es, por tanto, el amor? Puede que sea la inocencia de esa muchacha de clase media que cada día sube al bus con el pelo enredado. Puede que sea un paso de cebra deteniendo el tiempo. Puede que sean dos animales buscando el placer sobre sábanas enmarañadas. O más bien, puede que sea una cena entre amigos que adoran a Klimt o se desviven entre páginas de Sartre. Puede, y de hecho es, todas y cada una de las escenas que conforman esta poderosa película y a las que el tiempo no podrá marchitar manteniéndolas siempre vivas.

Para quien permita un zarpazo de honestidad en el corazón.

Lo mejor: Adèle Exarchopoulos.

Lo peor: Nada.
27 de mayo de 2010
13 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Podría haberse titulado Angustia pero Bigas Luna se adelantó hace años con aquella inquietante obra maestra del terror español. Rabia, lo último de Sebastián Cordero, director casi desconocido en nuestro país, llega a las carteleras muy bien apadrinada. Guillermo del Toro es el mayor reclamo de una cinta que hubiera pasado sin hacer ruido por las salas. No obstante, la Biznaga de Oro concedida en el festival de Málaga no es nada desmerecedora.

Un relato angustioso con pinceladas de drama social en el que la inmigración y la diferencia de clases van de la mano. Basada en la novela homónima de Sergio Bizzio, este inteligente film nos adentra, sin concesiones, en la mente de un asesino, pero no un asesino al uso, sino una persona que buscando un mejor futuro se ve involucrada en una tragedia que dará paso a los días más angustiosos que alguien puede vivir. El mayor logro de la cinta es la sensación claustrofóbica que provoca la mansión en la que se desarrollan los hechos. Una ambientación sobresaliente, a destacar la fotografía, para un guión muy interesante, sin embargo los tópicos de culebrón también hacen su presencia mermando en algún momento el realismo de la obra.

Que Rabia bebe de Hierro 3 en ciertas escenas es evidente pero el film de Cordero no se invade de la espiritualidad de la obra de Kim Ki-duk ni falta que le hace pues su dramatismo centrado en el problema de la inmigración desde un punto de vista al que no se nos tiene acostumbrado, es suficiente para salvar el film. El encargado de dotar la rabia que busca el film es Gustavo Sánchez Parra perfectamente dirigido. Su transformación física es tan angustiosa como el personaje al que da vida. Las interpretaciones contenidas de Martina García y Concha Velasco no quedan en un segundo lugar, ambas captan la esencia de sus personajes sin caer en lo superficial.

Conteniendo una fusión temática que daba para un mayor desarrollo, el ritmo se ralentiza a mitad del metraje provocando una falta de adrenalina que el film prometía. Suerte que la elección del guión es sumamente inteligente como la decisión del cineasta al contar con un padrino de lujo para dar luz a su obra y una madrina de infarto para poner voz a la emoción que embarga a los personajes.

Lo mejor: Sánchez Parra se marca una interpretación realista, comedida y espléndida como el plano secuencia final con una Chavela Vargas que emana un mar de emociones.
Lo peor: la reiteración de las llamadas de teléfono no logran lo requerido.
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