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Críticas ordenadas por utilidad
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8,3
24.467
9
16 de mayo de 2009
16 de mayo de 2009
15 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta película se puede ver siempre y siempre será actual. Sus valores son eternos, y por eso contiene hallazgos formales, oficio, talento, sabiduría cinematográfica. Sin embargo, en estos tiempos de crisis global adquiere una desgraciada y rabiosa actualidad.
¿Quién son los responsables de las condiciones materiales que deben soportar estos inmigrantes a lo largo de su periplo por los Estados Unidos de América? Desde luego, ellos mismos no. Víctimas de decisiones tomadas a distancia, emanadas de unos seres insensibles que solo piensan en sus propios intereses, en su propio afán de enriquecimiento egoísta. Bancos, empresas, especuladores, capitalistas lejanos, con sucursales cercanas, que en los momentos en que su codicia desmedida hace estallar la banca toman decisiones que condenan a la desesperación a quienes durante la bonanza ya eran pobres pero vivían honestamente sus propias vidas. Mientras tanto, ellos se refugian hasta que el aguacero amaine, para volver a empezar de nuevo.
¿Les suena esto de algo?
El crack del 29 produjo miles de historias similares: dramáticas, anónimas, ejemplares. La que nos cuenta John Ford es una de ellas. No hay truculencia, ni demagogia. Hay moderación, resignación, rabia contenida. Hay esperanza también, fe en las posibilidades de salir adelante, nostalgia de lo perdido, que parecía poco mientras estaba y todo un mundo, y nunca mejor dicho, cuando se desvaneció.
Todo esto se puede decir de muchas maneras, pero para que un mensaje se convierta en eterno es preciso que se instale en unos signos imperecederos. Como aquí.
Todo es excepcional. La interpretación, por ejemplo. Henry Fonda está magnífico, pero también lo están los demás, incluida naturalmente Jane Darwell, por la que ganó el Oscar a la mejor actriz secundaria. Pero también la música, la fotografía –excepcional-, la creación de un ambiente dramático reconocible, el guión, exacto, eficaz, con un pie puesto en la crónica y otro en la reflexión existencial, en la poesía épica de la desesperación colectiva.
Estamos ante una de las catedrales de la cultura contemporánea, de esas que crean formas de hacer y de ver el cine, de esas que dotan a este lenguaje artístico de una capacidad demoledora para movilizar las conciencias.
¿Quién son los responsables de las condiciones materiales que deben soportar estos inmigrantes a lo largo de su periplo por los Estados Unidos de América? Desde luego, ellos mismos no. Víctimas de decisiones tomadas a distancia, emanadas de unos seres insensibles que solo piensan en sus propios intereses, en su propio afán de enriquecimiento egoísta. Bancos, empresas, especuladores, capitalistas lejanos, con sucursales cercanas, que en los momentos en que su codicia desmedida hace estallar la banca toman decisiones que condenan a la desesperación a quienes durante la bonanza ya eran pobres pero vivían honestamente sus propias vidas. Mientras tanto, ellos se refugian hasta que el aguacero amaine, para volver a empezar de nuevo.
¿Les suena esto de algo?
El crack del 29 produjo miles de historias similares: dramáticas, anónimas, ejemplares. La que nos cuenta John Ford es una de ellas. No hay truculencia, ni demagogia. Hay moderación, resignación, rabia contenida. Hay esperanza también, fe en las posibilidades de salir adelante, nostalgia de lo perdido, que parecía poco mientras estaba y todo un mundo, y nunca mejor dicho, cuando se desvaneció.
Todo esto se puede decir de muchas maneras, pero para que un mensaje se convierta en eterno es preciso que se instale en unos signos imperecederos. Como aquí.
Todo es excepcional. La interpretación, por ejemplo. Henry Fonda está magnífico, pero también lo están los demás, incluida naturalmente Jane Darwell, por la que ganó el Oscar a la mejor actriz secundaria. Pero también la música, la fotografía –excepcional-, la creación de un ambiente dramático reconocible, el guión, exacto, eficaz, con un pie puesto en la crónica y otro en la reflexión existencial, en la poesía épica de la desesperación colectiva.
Estamos ante una de las catedrales de la cultura contemporánea, de esas que crean formas de hacer y de ver el cine, de esas que dotan a este lenguaje artístico de una capacidad demoledora para movilizar las conciencias.

7,4
57.581
8
8 de diciembre de 2008
8 de diciembre de 2008
15 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Trece años después me sigue pareciendo una película excelente, tal vez la mejor que se ha hecho como alegato contra la pena de muerte. Tim Robbins elige un ritmo pausado pero brioso que permite al espectador desmenuzar los interiores de los dos principales personajes, encarnados admirablemente por Susan Sarandon y por Sean Penn. Sus diálogos son antológicos, y la relación que van creando entre sus personajes, toda una lección de interpretación actoral. Ese ritmo lento es demoledor en su progresión hasta precipitarnos en la última escena, que, no por esperada, deja de ser un momento cinematográfico de una hermosura extraordinaria y de una gran densidad emocional.
Pero no es una película simplemente emocional: plantea una reflexión, un debate social y una toma de postura ya fuera del cine. Retrata personajes que están a favor y en contra de la pena de muerte, y a otros que luchan entre la razón y el corazón, como ese personaje secundario del padre de una de las víctimas, que es muy interesante por su propia complejidad y que está muy bien resuelto por el actor Raymond J. Berry.
Poco más puede decirse, creo. Tal vez que la elección de todo lo demás también es acertada: la banda sonora, con unos temas extraordinarios, el guión y el magistral manejo de las cámaras.
Han pasado los años desde su estreno, y esta película no envejece. Desgraciadamente sigue siendo útil para concienciar a muchos de lo ignominioso que es matar en nombre del Estado, en nuestro nombre.
Pero no es una película simplemente emocional: plantea una reflexión, un debate social y una toma de postura ya fuera del cine. Retrata personajes que están a favor y en contra de la pena de muerte, y a otros que luchan entre la razón y el corazón, como ese personaje secundario del padre de una de las víctimas, que es muy interesante por su propia complejidad y que está muy bien resuelto por el actor Raymond J. Berry.
Poco más puede decirse, creo. Tal vez que la elección de todo lo demás también es acertada: la banda sonora, con unos temas extraordinarios, el guión y el magistral manejo de las cámaras.
Han pasado los años desde su estreno, y esta película no envejece. Desgraciadamente sigue siendo útil para concienciar a muchos de lo ignominioso que es matar en nombre del Estado, en nuestro nombre.

6,4
12.583
9
24 de septiembre de 2009
24 de septiembre de 2009
12 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el DVD auxiliar que acompaña a la película Al Pacino expresa con enorme claridad la virtud que posee esta versión cinematográfica del texto homónimo de Shakespere, escrito entre 1594 y 1597: ha interiorizado en los personajes, y él, en particular, en la línea de su magnífico “Looking for Richard” de 1996, ha buceado en las profundidades de un personaje complejo obteniendo un resultado magnífico.
En esta versión de Michael Radford, el Shilock de Pacino es un hombre torturado, deprimido, que atraviesa un periodo infame en su vida tras la muerte de su esposa, y que, por eso, ahora le cuesta aceptar las humillaciones que en otros momentos aceptaba con más resignación, e incluso con indiferencia. Sabido es que los judíos tenían permiso para realizar negocios, y que, al mismo tiempo, eran despreciados por ello. Ese poso de amargura es lo que le lleva a solicitar el pago de una deuda contraída con un cristiano hasta las últimas consecuencias.
En ese mismo material auxiliar, Jeremy Irons, que también está soberbio, dice que el director ha conseguido un trabajo excelente también como consecuencia de que conoce por experiencia el mundo del cine documental. Ahí está, en mi opinión, la clave de esta magnífica película: es cine brillante, de imágenes hermosas que no se recrean en exceso en su propia contundencia, y, al mismo tiempo, informa y conmueve. Está, pues, en un punto en el que se cruzan varios caminos, varios lenguajes artísticos al servicio de una historia inmortal.
El trabajo actoral es también perfecto: contenido, expresivo, ajustado a los patrones impuestos por el director, supongo que consensuados con Al Pacino con quien el director habló el primero. Josep Fiennes vuelve a demostrar un talento especial para recrear el mundo isabelino (ya lo hizo precisamente encarnando al propio dramaturgo en “Shakespeare in Love”, de 1998), y Lyn Collins (a quien acabamos de ver en “Lobezno”) maravilla también con su personaje de Porcia, que, como ella misma dice, deambula entre la ingenuidad y la astucia y se convierte en la heroína de un autor bastante aficionado a crear personajes femeninos de gran dureza o gran fragilidad.
Esta película debería verse en colegios, en escuelas teatrales y cinematográficas. Es fiel a lo esencial del texto original, pero no desprecia la tecnología que el cine ahora le ofrece. Recrea admirablemente el mundo veneciano del siglo XVI y, al mismo tiempo, no es historicista en el rancio sentido de la palabra. Mantiene el discurso y la intención del autor, y, al mismo tiempo, todo lo que ocurre interesa al espectador desde una perspectiva contemporánea.
No elude el escollo que a Al Pacino le hizo desechar tantas veces el personaje central: el supuesto antisemitismo. El judío es presentado como un fundamentalista, sí, pero entendemos las razones por las que lo es, sin hacernos pensar que ese sea el único fundamentalismo posible. Desgraciadamente hay bastantes más donde elegir.
Imprescindible.
En esta versión de Michael Radford, el Shilock de Pacino es un hombre torturado, deprimido, que atraviesa un periodo infame en su vida tras la muerte de su esposa, y que, por eso, ahora le cuesta aceptar las humillaciones que en otros momentos aceptaba con más resignación, e incluso con indiferencia. Sabido es que los judíos tenían permiso para realizar negocios, y que, al mismo tiempo, eran despreciados por ello. Ese poso de amargura es lo que le lleva a solicitar el pago de una deuda contraída con un cristiano hasta las últimas consecuencias.
En ese mismo material auxiliar, Jeremy Irons, que también está soberbio, dice que el director ha conseguido un trabajo excelente también como consecuencia de que conoce por experiencia el mundo del cine documental. Ahí está, en mi opinión, la clave de esta magnífica película: es cine brillante, de imágenes hermosas que no se recrean en exceso en su propia contundencia, y, al mismo tiempo, informa y conmueve. Está, pues, en un punto en el que se cruzan varios caminos, varios lenguajes artísticos al servicio de una historia inmortal.
El trabajo actoral es también perfecto: contenido, expresivo, ajustado a los patrones impuestos por el director, supongo que consensuados con Al Pacino con quien el director habló el primero. Josep Fiennes vuelve a demostrar un talento especial para recrear el mundo isabelino (ya lo hizo precisamente encarnando al propio dramaturgo en “Shakespeare in Love”, de 1998), y Lyn Collins (a quien acabamos de ver en “Lobezno”) maravilla también con su personaje de Porcia, que, como ella misma dice, deambula entre la ingenuidad y la astucia y se convierte en la heroína de un autor bastante aficionado a crear personajes femeninos de gran dureza o gran fragilidad.
Esta película debería verse en colegios, en escuelas teatrales y cinematográficas. Es fiel a lo esencial del texto original, pero no desprecia la tecnología que el cine ahora le ofrece. Recrea admirablemente el mundo veneciano del siglo XVI y, al mismo tiempo, no es historicista en el rancio sentido de la palabra. Mantiene el discurso y la intención del autor, y, al mismo tiempo, todo lo que ocurre interesa al espectador desde una perspectiva contemporánea.
No elude el escollo que a Al Pacino le hizo desechar tantas veces el personaje central: el supuesto antisemitismo. El judío es presentado como un fundamentalista, sí, pero entendemos las razones por las que lo es, sin hacernos pensar que ese sea el único fundamentalismo posible. Desgraciadamente hay bastantes más donde elegir.
Imprescindible.
8
5 de diciembre de 2008
5 de diciembre de 2008
12 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
La recuerdo como uno de los momentos mejores de mi vida de espectador televisivo. Una vez que su argumento me atrapó –y eso debió de ser en el segundo capítulo-, esperé con auténtica ansiedad el siguiente, ansioso por saber si mis sospechas eran ciertas. Me mantuvo atento y esperanzado meses y meses, como nunca antes. Un placer de la rutina doméstica.
¿Porqué? No lo sé con exactitud, pero creo que ese fue el resultado de varios factores. El primero, el interés de la propia historia: humana, posible, en cierto modo previsible, pero con un punto de disparate moderado. El segundo: la víctima, a quien realmente no llegamos a conocer, y las terribles circunstancias de su muerte. El tercero: la personalidad del acusado. Frágil, complejo, camaleónico. El cuarto: la identidad del asesino, porque de asesinos iba la cosa. No creo que sea descubrir mucho decir que el asesino aparecía mucho en pantalla, pero nunca estuvimos seguros de que lo fuera efectivamente. Como en las mejores películas de Hitchkock, el guionista nos proponía posibilidades complementarias. La quinta: la magnífica interpretación de todos los actores, escogidos sabiamente. De entre ellos recuerdo la creación del personaje que hizo Stanley Tucci, y el descubrimiento personal de Daniel Benzali, a quien después volví a perderle la pista, y que estaba inconmensurable en el suyo: el abogado Ted Hoffman, equilibrado y astuto, metido de lleno en un juicio complejo y en una vida personal que se le iba escapando de las manos.
En el último episodio se nos reveló la verdad de los hechos. Fue como aquel día en que el teniente Gerard detuvo al manco y le estrechó la mano a Richard Kimble, encarnado por el desaparecido David Janssen, con el que tanto habíamos huido por moteles y carreteras secundarias de Estados Unidos en las noches de los sesenta. Es decir, en Murder One los hábiles guionistas y los diferentes directores tuvieron la maestría de mantenernos alertas, expectantes y ansiosos por conocer la verdad de los hechos hasta el último minuto. No creo que haya mejor prueba de su propio talento y de su enorme oficio.
¿Porqué? No lo sé con exactitud, pero creo que ese fue el resultado de varios factores. El primero, el interés de la propia historia: humana, posible, en cierto modo previsible, pero con un punto de disparate moderado. El segundo: la víctima, a quien realmente no llegamos a conocer, y las terribles circunstancias de su muerte. El tercero: la personalidad del acusado. Frágil, complejo, camaleónico. El cuarto: la identidad del asesino, porque de asesinos iba la cosa. No creo que sea descubrir mucho decir que el asesino aparecía mucho en pantalla, pero nunca estuvimos seguros de que lo fuera efectivamente. Como en las mejores películas de Hitchkock, el guionista nos proponía posibilidades complementarias. La quinta: la magnífica interpretación de todos los actores, escogidos sabiamente. De entre ellos recuerdo la creación del personaje que hizo Stanley Tucci, y el descubrimiento personal de Daniel Benzali, a quien después volví a perderle la pista, y que estaba inconmensurable en el suyo: el abogado Ted Hoffman, equilibrado y astuto, metido de lleno en un juicio complejo y en una vida personal que se le iba escapando de las manos.
En el último episodio se nos reveló la verdad de los hechos. Fue como aquel día en que el teniente Gerard detuvo al manco y le estrechó la mano a Richard Kimble, encarnado por el desaparecido David Janssen, con el que tanto habíamos huido por moteles y carreteras secundarias de Estados Unidos en las noches de los sesenta. Es decir, en Murder One los hábiles guionistas y los diferentes directores tuvieron la maestría de mantenernos alertas, expectantes y ansiosos por conocer la verdad de los hechos hasta el último minuto. No creo que haya mejor prueba de su propio talento y de su enorme oficio.

7,5
8.695
9
18 de marzo de 2009
18 de marzo de 2009
14 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Yo creo que Catherine Deneuve y Fernando Rey componen una pareja de actores/personajes que está a un nivel similar de calidad a la de los grandes nombres del mejor cine de Hollywood. “Tristana” estuvo nominada al Oscar como mejor película extranjera. Lo ganó finalmente “Investigación de un ciudadano libre de toda sospecha”, dirigida por Elio Petri, que ahora es una reliquia olvidada. Buñuel ya lo había ganado todo, menos un Oscar. Dos años más tarde lo lograría también.
El maestro seguía fiel a su costumbre de utilizar los textos en los que se inspiraba sin demasiados miramientos. Como en otras ocasiones, utiliza una novela de Benito Pérez Galdós, le cambia de época el argumento, agiganta y empequeñece a los personajes en función de sus intereses. Y hace bien. Mejor dicho: hace una genialidad. Porque su película es un retrato inteligente y ácido del comportamiento machista y obsoleto de algunos hidalgos españoles de toda la vida, y también, de la complejidad de las relaciones humanas, en general, y las de la pareja, en particular.
Buñuel dirigía extraordinariamente a los actores. En esta película disfrutó de lo lindo. Qué magnífico trabajo el de Lola Gaos, y en definitiva, el de todos ellos, situados en una clave de contención realista.
Con ellos, crea un clima de una densidad extraordinaria. La casa de Don Lope es un mundo de dulce represión en donde las buenas formas enmascaran comportamientos viciados. El burgués y la joven viven una guerra salvaje en donde todas las armas son posibles: la coacción, la mentira, la violencia, incluso el asesinato. Vivir, como en otras películas, es un “sálvese el que pueda”, esta vez no contextualizado en un país del tercer mundo sino en la católica y tradicionalista España. Stendhal hablaba de “la prostitución legal del matrimonio”, y algo de eso estaba pensando Buñuel. Si Galdós se hubiese levantado de la tumba seguramente se habría horrorizado.
Imágenes para siempre: la cojera de Tristana. El altar donde ambos se casan. El balcón al que se asoma para enseñarle los pechos al chico sordomudo. La pierna ortopédica encima de la cama, entre la ropa interior. La prótesis convertida en instrumento erótico. El café donde los viejos hablan de sus cosas. Iconos de una forma peculiar, asombrosa, inimitable de hacer cine.
Un lenguaje propio. Una manera específica de mirar el interior de las personas, a través de sus conflictos exteriores. La venganza del inconsciente.
El maestro seguía fiel a su costumbre de utilizar los textos en los que se inspiraba sin demasiados miramientos. Como en otras ocasiones, utiliza una novela de Benito Pérez Galdós, le cambia de época el argumento, agiganta y empequeñece a los personajes en función de sus intereses. Y hace bien. Mejor dicho: hace una genialidad. Porque su película es un retrato inteligente y ácido del comportamiento machista y obsoleto de algunos hidalgos españoles de toda la vida, y también, de la complejidad de las relaciones humanas, en general, y las de la pareja, en particular.
Buñuel dirigía extraordinariamente a los actores. En esta película disfrutó de lo lindo. Qué magnífico trabajo el de Lola Gaos, y en definitiva, el de todos ellos, situados en una clave de contención realista.
Con ellos, crea un clima de una densidad extraordinaria. La casa de Don Lope es un mundo de dulce represión en donde las buenas formas enmascaran comportamientos viciados. El burgués y la joven viven una guerra salvaje en donde todas las armas son posibles: la coacción, la mentira, la violencia, incluso el asesinato. Vivir, como en otras películas, es un “sálvese el que pueda”, esta vez no contextualizado en un país del tercer mundo sino en la católica y tradicionalista España. Stendhal hablaba de “la prostitución legal del matrimonio”, y algo de eso estaba pensando Buñuel. Si Galdós se hubiese levantado de la tumba seguramente se habría horrorizado.
Imágenes para siempre: la cojera de Tristana. El altar donde ambos se casan. El balcón al que se asoma para enseñarle los pechos al chico sordomudo. La pierna ortopédica encima de la cama, entre la ropa interior. La prótesis convertida en instrumento erótico. El café donde los viejos hablan de sus cosas. Iconos de una forma peculiar, asombrosa, inimitable de hacer cine.
Un lenguaje propio. Una manera específica de mirar el interior de las personas, a través de sus conflictos exteriores. La venganza del inconsciente.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Una joven mujer vive en casa de un familiar, bastante mayor que ella, y con el que termina teniendo una relación íntima que nunca le hizo feliz. Al contrario, su vida busca resquicios de libertad, incluso llega a marcharse de su casa. Al mismo tiempo, y de forma contradictoria, regresa con él cuando se siente gravemente enferma.
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