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Críticas ordenadas por utilidad
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5,4
3.741
6
11 de noviembre de 2019
11 de noviembre de 2019
Sé el primero en valorar esta crítica
Recuerdo que pedí que me vendaran los ojos. Porque ya había estado allí y sabía que era fácil perderse o pasarse de largo si solo miraba. Si no conseguía sentirlo cerca. Lo oía latir, pero sonaba como ecos lejanos. 'Ismael' no era 'Kamchatka', y parecía que Marcelo Piñeyro no había dejado un rastro de migas de pan la última vez que llegó a él. Su historia lindaba ya con el ecuador, y el corazón continuaba evasivo, oculto. No capitularía con ataques frontales. Secuencias en las que cada frase tenía que ser tan perfecta y transmitir tanta carga emotiva que viajaba al otro lado de la frontera. A la sensiblería, a buscar la lágrima fácil con estereotipos y lugares comunes. Pero había que darle tiempo, porque el director argentino quería volver a desnudar el alma humana con un filme intimista, aunque demasiado ambicioso. Apenas dos horas no dan para escribir tratados sobre un hombre que descubre su paternidad cuando todavía es un niño que huyó de su madre para madurar por su cuenta. O sobre ese amor no olvidado que vuelve con un candado sin cerradura. O sobre el temor a que una cicatriz del pasado se abra y derrumbe un presente al que costó mucho esfuerzo llegar. Eso es 'Ismael', la historia de un niño de ocho años que sacude en un momento las vidas de quienes lo rodean.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La trama nace del deseo de Ismael de conocer a su padre biológico, del que solo tiene una dirección escrita en un sobre. Coge un tren de Madrid a Barcelona y se planta en su casa, donde conoce a su abuela (Belén Rueda), que lo lleva a un pueblo de la Costa Brava en el que reside Félix, su padre (Mario Casas). Tras enterarse, su madre viajará también hasta allí para recogerlo y llevarlo de vuelta a Madrid.
Piñeyro reúne a los personajes en un hotel junto al mar y los va insertando en atmósferas demasiado cargadas, en las que los enfrenta a sus temores y problemas. La película sobrevive en su primera mitad gracias a la trabajada labor del reparto, ya que el guion y una desacertada banda sonora casi están a punto de hundirla. Pero el director de 'El método' logra reflotarla, sobre todo cuando permite que la naturalidad se apodere de las escenas.
Sin imposturas ni trajes hechos a medida, los diálogos llegan más adentro y los enfrentamientos entre los personajes se vuelven reales. Sin que uno se dé cuenta, la historia va encontrado el camino. Juan Diego Botto y un enorme Sergi López ejercen también como faros para que el filme no se estrelle contra las rocas, aunque para entonces Piñeyro ya tiene bien agarrado el timón. Y lo dirige con tanta precisión que las tramas secundarias generan incluso más interés que el encuentro entre Ismael y su padre. Quizá Sergi López y Belén Rueda sean capaces por sí solos de generar emociones, o es posible que una historia que nace deslumbre más que otra que tiene escrito el punto y final antes de pensar siquiera en su título. Uniéndolo todo, Piñeyro había conseguido llegar de nuevo al corazón. La venda había caído.
Diario de Navarra / La séptima mirada
Piñeyro reúne a los personajes en un hotel junto al mar y los va insertando en atmósferas demasiado cargadas, en las que los enfrenta a sus temores y problemas. La película sobrevive en su primera mitad gracias a la trabajada labor del reparto, ya que el guion y una desacertada banda sonora casi están a punto de hundirla. Pero el director de 'El método' logra reflotarla, sobre todo cuando permite que la naturalidad se apodere de las escenas.
Sin imposturas ni trajes hechos a medida, los diálogos llegan más adentro y los enfrentamientos entre los personajes se vuelven reales. Sin que uno se dé cuenta, la historia va encontrado el camino. Juan Diego Botto y un enorme Sergi López ejercen también como faros para que el filme no se estrelle contra las rocas, aunque para entonces Piñeyro ya tiene bien agarrado el timón. Y lo dirige con tanta precisión que las tramas secundarias generan incluso más interés que el encuentro entre Ismael y su padre. Quizá Sergi López y Belén Rueda sean capaces por sí solos de generar emociones, o es posible que una historia que nace deslumbre más que otra que tiene escrito el punto y final antes de pensar siquiera en su título. Uniéndolo todo, Piñeyro había conseguido llegar de nuevo al corazón. La venda había caído.
Diario de Navarra / La séptima mirada

5,5
6.406
4
24 de febrero de 2020
24 de febrero de 2020
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Después de firmar varios largometrajes para televisión, al director de teatro Rupert Goold se le abrieron las puertas hacia las salas de cine. Pero en su debut, el realizador británico demuestra que todavía no está capacitado para superar ese salto hacia adelante. Con un material más que aceptable a su disposición -tanto en la trama como en el reparto-, no supo sacarle jugo y convirtió la cinta en otro telefilme más que olvidar debido al escaso interés que suscita en el espectador. Sin imprimir velocidad, ahondar en los impulsos de los personajes y corregir la falta de intensidad de sus actores, 'Una historia real' dilapida sus posibilidades de triunfo y menoscaba ese dicho tan manido de que la realidad siempre supera a la ficción.
La película se basa en la novela escrita por Michael Finkel, un periodista despedido del 'The New York Times' tras ser descubiertas sus prácticas deshonestas y del que un asesino adopta su nombre al ser capturado por la policía. A partir de entonces, ambos comparten conversaciones y correspondencia mientras este último, Christian Longo, avanza por el corredor de la muerte. En la cinta, el reportero trata de servirse de las revelaciones de su interlocutor para revivir su defenestrada carrera sin percibir el halo de mentiras que envuelve todo lo que sale de la boca de un hombre acusado de matar a su mujer y a sus tres hijos.
A pesar de sus carencias, Goold exhibe en el metraje su sabiduría acerca de las fuentes de las que ha de beber para construir un 'thriller' consistente e impactante. Los escritos y dibujos de su homicida recuerdan a los del psicópata de 'Seven', pero el filme no proyecta la misma oscuridad ni mantiene la intriga tan adecuadamente como la filmografía de David Fincher. La intención de que los diálogos entre los protagonistas sustenten todo el peso merma la velocidad e impone un ritmo demasiado calmoso para la exigua expectación que provocan las vidas del reportero y el criminal, ya que el director no indaga en el misterio de sus actos ni describe de un modo acertado sus motivaciones. Al no llevar a buen término la relación entre ambos y desaprovechar las virtudes de la historia, Goold se enmaraña en las redes de mentiras desplegadas de igual forma desde los barrotes de una cárcel que desde el teclado de un ordenador. Ese nexo entre Finkel y Longo es lo único que mantiene viva la narración, pues el suspense se aleja a cada minuto, aunque el desenlace no se muestre hasta los últimos compases. Los cara a cara entre dos contendientes que mienten, saben que les mienten y pugnan duramente por conseguir que los focos de la fama los iluminen sembrarían interés si no fuera por el hecho de que al reparto tampoco se le sacó punta.
La pareja formada por los actores Jonah Hill y James Franco, unidos hace dos años en la comedia gamberra 'Juerga hasta el fin', precipita la seriedad del drama hacia una sensación continua de que la carcajada siempre bordea sus miradas y se encuentra al acecho para dinamitar la gravedad de sus entrevistas. Franco maneja mejor sus expresiones faciales, pero ninguno de los dos se muestra a la altura de las pretensiones de la película. Un listón sí superado con holgura por una Felicity Jones que desprende un vigor sensacional, pero que, al igual que los demás aspectos del proyecto, resultó infructuoso.
Diario de Navarra / La séptima mirada
La película se basa en la novela escrita por Michael Finkel, un periodista despedido del 'The New York Times' tras ser descubiertas sus prácticas deshonestas y del que un asesino adopta su nombre al ser capturado por la policía. A partir de entonces, ambos comparten conversaciones y correspondencia mientras este último, Christian Longo, avanza por el corredor de la muerte. En la cinta, el reportero trata de servirse de las revelaciones de su interlocutor para revivir su defenestrada carrera sin percibir el halo de mentiras que envuelve todo lo que sale de la boca de un hombre acusado de matar a su mujer y a sus tres hijos.
A pesar de sus carencias, Goold exhibe en el metraje su sabiduría acerca de las fuentes de las que ha de beber para construir un 'thriller' consistente e impactante. Los escritos y dibujos de su homicida recuerdan a los del psicópata de 'Seven', pero el filme no proyecta la misma oscuridad ni mantiene la intriga tan adecuadamente como la filmografía de David Fincher. La intención de que los diálogos entre los protagonistas sustenten todo el peso merma la velocidad e impone un ritmo demasiado calmoso para la exigua expectación que provocan las vidas del reportero y el criminal, ya que el director no indaga en el misterio de sus actos ni describe de un modo acertado sus motivaciones. Al no llevar a buen término la relación entre ambos y desaprovechar las virtudes de la historia, Goold se enmaraña en las redes de mentiras desplegadas de igual forma desde los barrotes de una cárcel que desde el teclado de un ordenador. Ese nexo entre Finkel y Longo es lo único que mantiene viva la narración, pues el suspense se aleja a cada minuto, aunque el desenlace no se muestre hasta los últimos compases. Los cara a cara entre dos contendientes que mienten, saben que les mienten y pugnan duramente por conseguir que los focos de la fama los iluminen sembrarían interés si no fuera por el hecho de que al reparto tampoco se le sacó punta.
La pareja formada por los actores Jonah Hill y James Franco, unidos hace dos años en la comedia gamberra 'Juerga hasta el fin', precipita la seriedad del drama hacia una sensación continua de que la carcajada siempre bordea sus miradas y se encuentra al acecho para dinamitar la gravedad de sus entrevistas. Franco maneja mejor sus expresiones faciales, pero ninguno de los dos se muestra a la altura de las pretensiones de la película. Un listón sí superado con holgura por una Felicity Jones que desprende un vigor sensacional, pero que, al igual que los demás aspectos del proyecto, resultó infructuoso.
Diario de Navarra / La séptima mirada

7,1
2.805
8
24 de febrero de 2020
24 de febrero de 2020
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Cuando uno se acerca a 'Una segunda madre', debería hablar de cine social, de lucha de clases, de un Brasil renovado cuyo pueblo lucha por superar la división de sus ciudadanos... Pero se estaría alejando de su principal virtud: una descripción pulcra y meticulosa, y que, pese a ser aséptica en su tratamiento formal -no hay juicios de ningún tipo-, revela el mayor de los amores de su directora por sus personajes. Sobre todo, por la protagonista, una criada incapaz de salirse de los renglones de una vida inferior ni siquiera para defender a su hija. Es tan fiel la definición de su carácter que preferirá derrumbar su realidad para, sin cambiar un ápice su visión de valores rancios, dar una segunda oportunidad a su pequeña, para que se haga mayor sin las trabas que ella no pudo superar en su momento. Para que sea ella la que no reniegue de sus principios y vuele tan alto como le reclamen sus sueños.
Durante 13 años, Val crió al retoño de una familia adinerada de São Paulo, un chico al que dio su amor mientras mandaba dinero a casa para que otra mujer hiciera de madre con su hija. Pese a formar parte de la unidad familiar, todos los miembros saben cuál es su papel y dónde están los límites entre el afecto y la servidumbre. Sin embargo, esas fronteras se borran cuando Jessica viaja a la ciudad para estar con su madre mientras se labra un futuro reservado para una clase social a la que no pertenece.
La película dirigida por Anna Muylaert alberga como un tesoro escondido su brutal capacidad para conectar con el público. No hay discursos ni grandes confrontaciones diseccionadas en brillantes diálogos. Sobran las frases para la posteridad cuando lo que se enfoca crece sin esfuerzo en los detalles simples y claros. Al mismo tiempo, se difumina cualquier asomo de condena explícita, aunque resulte obvia la crítica a un país -o región, porque la película apenas pisará Latinoamérica en su periplo comercial- que aún no se ha desprendido de una separación clasista tan evidente. Pero la cineasta brasileña se vale de encuadres fijos y un guion centrado en los personajes para construir un filme emotivo y atrayente. Ninguno de ellos alberga sombras: la criada es estricta en el cumplimiento de un código de conducta anquilosado; la señora se cree dueña del mundo; su marido se muestra apático y cansado de una existencia sin riesgo; el hijo no supera la candidez de la adolescencia tras enmadrarse con una mujer del servicio; y la que llega como invitada y lo dinamita todo es una joven provista de un orgullo sin parangón y una autoestima hipertrofiada con la que derribar cualquier muro. Sin evolución acelerada, todos desnudan su interior con asombrosa facilidad. Y aunque la intriga no desborde el metraje, la caracterización es tan realista que siembra el interés por llegar al final. Sin darse cuenta, a través de un ritmo sosegado y una puesta en escena sobria, el público habrá caído rendido.
Estará a los pies de Regina Casé, una actriz desconocida en nuestras pantallas pero muy famosa al otro lado del charco y que en este largometraje despliega una naturalidad implacable. Su Val sacude tan fuerte por tratarse de una persona que defiende aquello que padece con la resignación de saber que se trata de un marco de vida desprovisto de salidas. Y Casé triunfa al mostrar la altivez de una dignidad pisoteada. ¿Su premio? El regalo de Muylaert de no traicionar su esencia y conmover con un final que le eleva el espíritu.
Diario de Navarra / La séptima mirada
Durante 13 años, Val crió al retoño de una familia adinerada de São Paulo, un chico al que dio su amor mientras mandaba dinero a casa para que otra mujer hiciera de madre con su hija. Pese a formar parte de la unidad familiar, todos los miembros saben cuál es su papel y dónde están los límites entre el afecto y la servidumbre. Sin embargo, esas fronteras se borran cuando Jessica viaja a la ciudad para estar con su madre mientras se labra un futuro reservado para una clase social a la que no pertenece.
La película dirigida por Anna Muylaert alberga como un tesoro escondido su brutal capacidad para conectar con el público. No hay discursos ni grandes confrontaciones diseccionadas en brillantes diálogos. Sobran las frases para la posteridad cuando lo que se enfoca crece sin esfuerzo en los detalles simples y claros. Al mismo tiempo, se difumina cualquier asomo de condena explícita, aunque resulte obvia la crítica a un país -o región, porque la película apenas pisará Latinoamérica en su periplo comercial- que aún no se ha desprendido de una separación clasista tan evidente. Pero la cineasta brasileña se vale de encuadres fijos y un guion centrado en los personajes para construir un filme emotivo y atrayente. Ninguno de ellos alberga sombras: la criada es estricta en el cumplimiento de un código de conducta anquilosado; la señora se cree dueña del mundo; su marido se muestra apático y cansado de una existencia sin riesgo; el hijo no supera la candidez de la adolescencia tras enmadrarse con una mujer del servicio; y la que llega como invitada y lo dinamita todo es una joven provista de un orgullo sin parangón y una autoestima hipertrofiada con la que derribar cualquier muro. Sin evolución acelerada, todos desnudan su interior con asombrosa facilidad. Y aunque la intriga no desborde el metraje, la caracterización es tan realista que siembra el interés por llegar al final. Sin darse cuenta, a través de un ritmo sosegado y una puesta en escena sobria, el público habrá caído rendido.
Estará a los pies de Regina Casé, una actriz desconocida en nuestras pantallas pero muy famosa al otro lado del charco y que en este largometraje despliega una naturalidad implacable. Su Val sacude tan fuerte por tratarse de una persona que defiende aquello que padece con la resignación de saber que se trata de un marco de vida desprovisto de salidas. Y Casé triunfa al mostrar la altivez de una dignidad pisoteada. ¿Su premio? El regalo de Muylaert de no traicionar su esencia y conmover con un final que le eleva el espíritu.
Diario de Navarra / La séptima mirada

6,0
3.595
5
24 de febrero de 2020
24 de febrero de 2020
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Enormes fortalezas y terribles debilidades. Y un cargamento excesivo de mensajes para desentrañar desde la mirada de un perro empleado para demostrar esa verdad categórica plasmada ya desde las tragedias griegas y que reza que la violencia acostumbra a engendrar violencia. 'White God' es una mezcla de géneros con la que arrojar luz sobre el maltrato animal, el comportamiento violento del ser humano, el racismo y el poder de la cultura para educar el frenesí instintivo. Como alegoría política, hunde su estocada muy adentro, mientras que su puesta en escena raya por momentos la excelencia. Pero el guion no sigue la misma velocidad y la indefinición argumental impide ver más allá y enfatizar el aplauso cuando la sala de cine se queda a oscuras.
La película despliega su trasfondo en una Hungría en la que se imponen tasas abusivas para los perros mestizos, lo que provoca un aluvión de abandonos y el colapso en las perreras. En ese marco, una niña de 13 años ve cómo su mascota es dejada a su suerte en una cuneta. Aunque tratará de encontrarla, su perro sentirá en sus propias carnes la depravación máxima del hombre. Entrenado para luchar contra sus semejantes y crear espectáculo en peleas a muerte, el animal acabará revelándose contra el ser humano al liderar un ejército de perros callejeros que pondrá en jaque a la ciudad.
Kornél Mundruczó volvió de nuevo a Cannes después de haberlo visitado con sus dos anteriores filmes, 'Semilla de maldad' y 'Delta'. En esta ocasión, venció en la sección 'Un Certain Regard', aunque su dirección continúa adoleciendo de los mismos males, como una pasión irritante por la cámara al hombro y un subrayado tajante del estilo, desoyendo las necesidades más obvias de la trama. Sin embargo, en su sexto largometraje confluyen varios aspectos que elevan la calidad del metraje. El más evidente, su impacto visual. Gracias a la música inquietante de rapsodia húngara, a una coreografía magistral de más de 250 canes y a unos encuadres y secuencias prodigiosas, los ojos del público quedarán aprisionados, en tanto que su empatía caerá golpeada ante las agresiones que sufre el animal protagonista. El otro puntal se fundamenta en su carga discursiva y social, al alertar de los peligros de la xenofobia en un país en el que grupos de ultras salen a la caza de gitanos y judíos. Con innumerables ecos a clásicos del cine como 'Espartaco' en lo referido a su argumento o 'Los pájaros' en cuanto a su atmósfera de miedo palpitante, la cinta incita a una reflexión sobre la amenaza de ese deseo de raza única que doblegue a las demás a base de violaciones físicas y morales. La niña será quien escoja la cultura como arma para combatir a los violentos.
A pesar de su brillante resultado formal y el fondo actual que aborda, el tratamiento inconexo entre las diferentes partes y el paupérrimo guion que se despliega lentamente a lo largo de 120 minutos constituyen dos losas de puro granito. De un drama se salta a escenas de aventuras infantiles -cómo dos perros se hacen amigos y recorren la ciudad, embargando al espectador en un aburrimiento extremo-; de ahí, al cruel maltrato y a la denuncia social; para finalmente degenerar en una muestra de terror surrealista en la que la jauría se transforma en un escuadrón sanguinario que asesina a quienes martirizaron a su líder. La escena de cierre recobra la razón y empuja la película por encima de un listón mínimo que nunca debería haber traspasado.
Diario de Navarra / La séptima mirada
La película despliega su trasfondo en una Hungría en la que se imponen tasas abusivas para los perros mestizos, lo que provoca un aluvión de abandonos y el colapso en las perreras. En ese marco, una niña de 13 años ve cómo su mascota es dejada a su suerte en una cuneta. Aunque tratará de encontrarla, su perro sentirá en sus propias carnes la depravación máxima del hombre. Entrenado para luchar contra sus semejantes y crear espectáculo en peleas a muerte, el animal acabará revelándose contra el ser humano al liderar un ejército de perros callejeros que pondrá en jaque a la ciudad.
Kornél Mundruczó volvió de nuevo a Cannes después de haberlo visitado con sus dos anteriores filmes, 'Semilla de maldad' y 'Delta'. En esta ocasión, venció en la sección 'Un Certain Regard', aunque su dirección continúa adoleciendo de los mismos males, como una pasión irritante por la cámara al hombro y un subrayado tajante del estilo, desoyendo las necesidades más obvias de la trama. Sin embargo, en su sexto largometraje confluyen varios aspectos que elevan la calidad del metraje. El más evidente, su impacto visual. Gracias a la música inquietante de rapsodia húngara, a una coreografía magistral de más de 250 canes y a unos encuadres y secuencias prodigiosas, los ojos del público quedarán aprisionados, en tanto que su empatía caerá golpeada ante las agresiones que sufre el animal protagonista. El otro puntal se fundamenta en su carga discursiva y social, al alertar de los peligros de la xenofobia en un país en el que grupos de ultras salen a la caza de gitanos y judíos. Con innumerables ecos a clásicos del cine como 'Espartaco' en lo referido a su argumento o 'Los pájaros' en cuanto a su atmósfera de miedo palpitante, la cinta incita a una reflexión sobre la amenaza de ese deseo de raza única que doblegue a las demás a base de violaciones físicas y morales. La niña será quien escoja la cultura como arma para combatir a los violentos.
A pesar de su brillante resultado formal y el fondo actual que aborda, el tratamiento inconexo entre las diferentes partes y el paupérrimo guion que se despliega lentamente a lo largo de 120 minutos constituyen dos losas de puro granito. De un drama se salta a escenas de aventuras infantiles -cómo dos perros se hacen amigos y recorren la ciudad, embargando al espectador en un aburrimiento extremo-; de ahí, al cruel maltrato y a la denuncia social; para finalmente degenerar en una muestra de terror surrealista en la que la jauría se transforma en un escuadrón sanguinario que asesina a quienes martirizaron a su líder. La escena de cierre recobra la razón y empuja la película por encima de un listón mínimo que nunca debería haber traspasado.
Diario de Navarra / La séptima mirada

5,8
56.151
5
24 de febrero de 2020
24 de febrero de 2020
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Más dientes, más grandes, más rápidos, más aterradores... La resurrección de 'Parque Jurásico' trata de recobrar la senda del filme original y poner tierra de por medio de la injuria que supuso la tercera entrega. Tal y como hizo en su momento Steven Spielberg, los dinosaurios llegan a las pantallas para llenar la caja recaudadora. Pero a pesar de contar con su respaldo y rescatar su sello, Colin Trevorrow no posee la habilidad de su compatriota a la hora de dotar de alma sus proyectos sin menospreciar el fin monetario, aunque homenajee la cinta primigenia e intente calcar los dejes característicos del cine de Spielberg. Además, a los adolescentes no les impresionan aquellas imágenes que impactaron hace 22 años, por lo que ahora se hacen imprescindibles más dientes, más grandes, más rápidos...
La misma premisa rige el argumento de 'Jurassic World'. Más de dos décadas después del fallido mundo prehistórico ideado por John Hammond, la isla Nublar se convirtió en un parque temático que reclama nuevas atracciones para llamar la atención de un público cada vez más exigente. Los avances genéticos dan carta blanca a sus gestores para crear un nuevo dinosaurio mucho más letal e inteligente que sus congéneres, pero el espécimen acaba escapándose y sembrando el caos en la isla.
Como buen 'blockbuster', la importancia del guion del segundo largometraje de Trevorrow es inversamente proporcional al tamaño de los cubos de palomitas del público. Las productoras saben que no se pueden invertir más de 15 minutos en plantear la historia y que no merece la pena dilucidar si los personajes son tan arquetípicos y carentes de evolución que arruinen cualquier amago de profundizar en ellos. Tampoco les quita el sueño maltratar la historia con giros argumentales fuera de todo raciocinio. Lo único relevante es mantener la celeridad en el ritmo y desplegar una ingente cantidad de efectos digitales con los que evitar la distracción durante 120 minutos. Y el realizar norteamericano lo consigue con creces. Basa su película en continuas dosis de acción y persecuciones, intercaladas con un humor simple y próximo al ridículo que enfatiza el carácter familiar del filme.
El aficionado a la saga agradecerá los guiños al antiguo parque y se embelesará ante las luchas de dinosaurios y la apuesta por subrayar el carisma de la primera película. Sin embargo, y pese a convertirse en la mejor de las secuelas, se queda lejos de su calidad, al no traspasar la frontera del entretenimiento. La obra de Spielberg revolucionó el cine de aventuras y dejó en la memoria colectiva secuencias de un magnetismo arrebatador que, unido a la magistral partitura de John Williams, permanecerán ahí durante muchísimo tiempo. Y eso es algo que el género cinematográfico que se fundamenta exclusivamente en amenizar la vida de alguien durante dos horas reclama de forma sistemática.
Trevorrow acierta al filmar una acción ordenada y estimulante, sobre todo en el último tercio. Y adorna la emoción con dos críticas deslizadas en el metraje: el afán de la industria armamentística por hallar nuevas formas de canalizar la violencia -en este caso, a través de dinosaurios amaestrados- y la implacable hambre empresarial por aumentar los beneficios, aunque haya que jugar a ser Dios para lograrlo. Tal y como se demuestra en la película, a día de hoy eso solo se consigue con el mismo rugido. Pero más alto.
Diario de Navarra / La séptima mirada
La misma premisa rige el argumento de 'Jurassic World'. Más de dos décadas después del fallido mundo prehistórico ideado por John Hammond, la isla Nublar se convirtió en un parque temático que reclama nuevas atracciones para llamar la atención de un público cada vez más exigente. Los avances genéticos dan carta blanca a sus gestores para crear un nuevo dinosaurio mucho más letal e inteligente que sus congéneres, pero el espécimen acaba escapándose y sembrando el caos en la isla.
Como buen 'blockbuster', la importancia del guion del segundo largometraje de Trevorrow es inversamente proporcional al tamaño de los cubos de palomitas del público. Las productoras saben que no se pueden invertir más de 15 minutos en plantear la historia y que no merece la pena dilucidar si los personajes son tan arquetípicos y carentes de evolución que arruinen cualquier amago de profundizar en ellos. Tampoco les quita el sueño maltratar la historia con giros argumentales fuera de todo raciocinio. Lo único relevante es mantener la celeridad en el ritmo y desplegar una ingente cantidad de efectos digitales con los que evitar la distracción durante 120 minutos. Y el realizar norteamericano lo consigue con creces. Basa su película en continuas dosis de acción y persecuciones, intercaladas con un humor simple y próximo al ridículo que enfatiza el carácter familiar del filme.
El aficionado a la saga agradecerá los guiños al antiguo parque y se embelesará ante las luchas de dinosaurios y la apuesta por subrayar el carisma de la primera película. Sin embargo, y pese a convertirse en la mejor de las secuelas, se queda lejos de su calidad, al no traspasar la frontera del entretenimiento. La obra de Spielberg revolucionó el cine de aventuras y dejó en la memoria colectiva secuencias de un magnetismo arrebatador que, unido a la magistral partitura de John Williams, permanecerán ahí durante muchísimo tiempo. Y eso es algo que el género cinematográfico que se fundamenta exclusivamente en amenizar la vida de alguien durante dos horas reclama de forma sistemática.
Trevorrow acierta al filmar una acción ordenada y estimulante, sobre todo en el último tercio. Y adorna la emoción con dos críticas deslizadas en el metraje: el afán de la industria armamentística por hallar nuevas formas de canalizar la violencia -en este caso, a través de dinosaurios amaestrados- y la implacable hambre empresarial por aumentar los beneficios, aunque haya que jugar a ser Dios para lograrlo. Tal y como se demuestra en la película, a día de hoy eso solo se consigue con el mismo rugido. Pero más alto.
Diario de Navarra / La séptima mirada
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