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Críticas ordenadas por utilidad
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7
23 de octubre de 2020
23 de octubre de 2020
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Qué tienen en común un grupo de estudiantes activistas demócratas, dos humoristas hippies de moda, un padre de familia de militancia pacifista y el líder de los Panteras Negras? Los sesenta fueron una época de profundas transformaciones sociales y políticas en EEUU, en la que los distintos agentes encontraron en el rechazo a la Guerra de Vietnam su principal frente de batalla, su punto de convergencia. Un establishment muy cuestionado y debilitado necesitaba unos cabezas de turco a los que infligir castigos ejemplares y es ahí donde se cruzaron estas historias personales tan distintas entre sí.
No hace falta jurar que Aaron Sorkin es todo un maestro de la narración ágil, con la pluma y ahora también con la cámara. El creador de El Ala Oeste de la Casa Blanca encuentra la tecla perfecta para dotar de fluidez y ritmo a este complejo relato del género judicial en clave coral, jugando hábilmente con los tiempos para mostrarnos la sucesión de acontecimientos de un modo no lineal. Esta manera de componer el mosaico, a la vez que lograda desde el aspecto más puramente mecánico y narrativo, resulta idónea también en el plano semántico, a la hora de construir el mensaje político que claramente nos quiere trasmitir.
En su segunda aventura desde la silla del director, el guionista de La Red Social se rodea de un reparto de lujo y demuestra igualmente su gran solvencia en la dirección de actores. La narración se sostiene principalmente por Eddie Redmayne, Mark Rylance y, sobre todo, un Sacha Baron Cohen que amplía su registro con un papel más "serio" y demuestra ser algo más que uno de los mejores comediantes de su tiempo. En segunda línea, encontramos a los muy destacables John Carroll Lynch, Frank Langella y Joseph Gordon-Levitt, amén del "cameo de honor" de Michael Keaton y del "tapado" Yahya Abdul-Mateen II, la gran revelación de Watchmen.
Con todos estos ingredientes es imposible que no cale fuerte ese mensaje de lucha, solidaridad, convergencia y unidad en la diversidad que este juicio político (llamemos a las cosas por su nombre) supuso en su día y que hoy, medio siglo más tarde, se nos recuerda para que no olvidemos. Máxime en estos tiempos que estamos viviendo, en los que parecemos retroceder en tantas cuestiones que creíamos superadas, conviene recordar el movimiento que rodeó a los siete de Chicago, mantener viva su llama y no ignorar los juicios políticos que sigue habiendo en el autoproclamado mundo civilizado a día de hoy, más cercanos de nuestra realidad cotidiana de lo que nos gustaría reconocer.
Como en cualquier película con la coletilla de "basada en hechos reales", resulta difícil zafarse de los sempiternos "finales con letras". Pero Sorkin nos los presenta a modo de intertítulos en medio de un final que evoca, en sus esencias, el espíritu de Senderos de Gloria. Otro punto para este brillante contador de historias.
No hace falta jurar que Aaron Sorkin es todo un maestro de la narración ágil, con la pluma y ahora también con la cámara. El creador de El Ala Oeste de la Casa Blanca encuentra la tecla perfecta para dotar de fluidez y ritmo a este complejo relato del género judicial en clave coral, jugando hábilmente con los tiempos para mostrarnos la sucesión de acontecimientos de un modo no lineal. Esta manera de componer el mosaico, a la vez que lograda desde el aspecto más puramente mecánico y narrativo, resulta idónea también en el plano semántico, a la hora de construir el mensaje político que claramente nos quiere trasmitir.
En su segunda aventura desde la silla del director, el guionista de La Red Social se rodea de un reparto de lujo y demuestra igualmente su gran solvencia en la dirección de actores. La narración se sostiene principalmente por Eddie Redmayne, Mark Rylance y, sobre todo, un Sacha Baron Cohen que amplía su registro con un papel más "serio" y demuestra ser algo más que uno de los mejores comediantes de su tiempo. En segunda línea, encontramos a los muy destacables John Carroll Lynch, Frank Langella y Joseph Gordon-Levitt, amén del "cameo de honor" de Michael Keaton y del "tapado" Yahya Abdul-Mateen II, la gran revelación de Watchmen.
Con todos estos ingredientes es imposible que no cale fuerte ese mensaje de lucha, solidaridad, convergencia y unidad en la diversidad que este juicio político (llamemos a las cosas por su nombre) supuso en su día y que hoy, medio siglo más tarde, se nos recuerda para que no olvidemos. Máxime en estos tiempos que estamos viviendo, en los que parecemos retroceder en tantas cuestiones que creíamos superadas, conviene recordar el movimiento que rodeó a los siete de Chicago, mantener viva su llama y no ignorar los juicios políticos que sigue habiendo en el autoproclamado mundo civilizado a día de hoy, más cercanos de nuestra realidad cotidiana de lo que nos gustaría reconocer.
Como en cualquier película con la coletilla de "basada en hechos reales", resulta difícil zafarse de los sempiternos "finales con letras". Pero Sorkin nos los presenta a modo de intertítulos en medio de un final que evoca, en sus esencias, el espíritu de Senderos de Gloria. Otro punto para este brillante contador de historias.
Serie

6,6
605
7
21 de mayo de 2020
21 de mayo de 2020
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
(1ª temporada)
¿Hasta dónde estarías dispuesto a llegar para conseguir tus sueños? ¿Y por algo que no tiene nada de extraordinario (al menos en el contexto de un estado de bienestar occidental contemporáneo) como estudiar en la universidad y conseguir un buen trabajo? Ese parece ser el punto de partida de esta sorprendente serie surcoreana del catálogo de Netflix, un logrado híbrido de drama juvenil y thriller que se mueve por los avernos de la condición humana con un ritmo progresivamente vertiginoso.
El relato nos propone un juego de dobles caras con sus personajes principales prácticamente desde el inicio. El protagonista, un tímido, solitario y aplicado estudiante de un instituto elitista, mantiene un gran secreto que le permite costear sus estudios y sus gastos y acopiar para sus proyectos de futuro sin ayuda alguna de unos padres ausentes. Pero el particular tinglado del "pringao de la clase" va más allá de unos simples trapicheos: desde una simple aplicación móvil y un pseudónimo coordina un servicio de prostitución, con protección garantizada a las chicas que prestan sus servicios, muchas de ellas menores. Aunque lo más interesante es la asimetría de todo este sistema: ni las chicas ni el "matón" que las protege en la retaguardia (una suerte de ronin errante en la urbe) conocen en absoluto la cara, el nombre o identidad de su jefe, que utiliza una herramienta de manipulación de voz cada vez que se comunica con ellos.
Las restantes piezas del puzzle se van sumando poco a poco para enredar la historia hasta límites insospechados: una compañera de clase del protagonista, de padres muy ricos, que descubre el pastel y quiere entrar para llevarse su parte; un profesor que no se entera de lo que pasa ante sus ojos y tiene a ambos en gran consideración; otra compañera que fuera de clase se dedica al "servicio de citas" del protagonista y establece un fuerte vínculo paternal con el protector; su novio, chulesco, abusón y "mantenido" por ella en todos sus caprichos, sin que tenga idea de dónde viene todo ese dinero; el padre del protagonista, irresponsable y crápula hasta la médula, que no sólo no lo mantiene y apoya sino que se aprovecha de él; un mafiosillo local de poca monta y su tropa, que se cruzan de casualidad con el "negocio" y quieren también su parte, rizando aún más el rizo; y una agente de policía, única persona adulta que huele la chamusquina y empieza a tirar del primer hilo que encuentra.
Como podéis ver, cualquier parecido con series de institutos de niños ricos es pura coincidencia. Esto es una historia de violencia, de deseos, de ética y moral, de venganza, de engaños, de relaciones de poder implícitas y explícitas, de vínculos afectivos inesperados. El episodio piloto, prueba de fuego de cualquier relato seriado, no suelta demasiada prenda, y la interpretación contenida e indolente del protagonista no invita en exceso a ver los siguientes capítulos, pero en cuanto nos damos cuenta, la serie nos monta en una montaña rusa repleta de curvas cerradísimas y con un bajada final (narrativa y semántica) trepidante, demencial, un descenso a los infiernos a la velocidad de luz que nos deja en un cliffhanger con todos los cabos abiertos. La segunda temporada (si la hay, que espero) promete y tiene mucha tela que cortar.
¿Hasta dónde estarías dispuesto a llegar para conseguir tus sueños? ¿Y por algo que no tiene nada de extraordinario (al menos en el contexto de un estado de bienestar occidental contemporáneo) como estudiar en la universidad y conseguir un buen trabajo? Ese parece ser el punto de partida de esta sorprendente serie surcoreana del catálogo de Netflix, un logrado híbrido de drama juvenil y thriller que se mueve por los avernos de la condición humana con un ritmo progresivamente vertiginoso.
El relato nos propone un juego de dobles caras con sus personajes principales prácticamente desde el inicio. El protagonista, un tímido, solitario y aplicado estudiante de un instituto elitista, mantiene un gran secreto que le permite costear sus estudios y sus gastos y acopiar para sus proyectos de futuro sin ayuda alguna de unos padres ausentes. Pero el particular tinglado del "pringao de la clase" va más allá de unos simples trapicheos: desde una simple aplicación móvil y un pseudónimo coordina un servicio de prostitución, con protección garantizada a las chicas que prestan sus servicios, muchas de ellas menores. Aunque lo más interesante es la asimetría de todo este sistema: ni las chicas ni el "matón" que las protege en la retaguardia (una suerte de ronin errante en la urbe) conocen en absoluto la cara, el nombre o identidad de su jefe, que utiliza una herramienta de manipulación de voz cada vez que se comunica con ellos.
Las restantes piezas del puzzle se van sumando poco a poco para enredar la historia hasta límites insospechados: una compañera de clase del protagonista, de padres muy ricos, que descubre el pastel y quiere entrar para llevarse su parte; un profesor que no se entera de lo que pasa ante sus ojos y tiene a ambos en gran consideración; otra compañera que fuera de clase se dedica al "servicio de citas" del protagonista y establece un fuerte vínculo paternal con el protector; su novio, chulesco, abusón y "mantenido" por ella en todos sus caprichos, sin que tenga idea de dónde viene todo ese dinero; el padre del protagonista, irresponsable y crápula hasta la médula, que no sólo no lo mantiene y apoya sino que se aprovecha de él; un mafiosillo local de poca monta y su tropa, que se cruzan de casualidad con el "negocio" y quieren también su parte, rizando aún más el rizo; y una agente de policía, única persona adulta que huele la chamusquina y empieza a tirar del primer hilo que encuentra.
Como podéis ver, cualquier parecido con series de institutos de niños ricos es pura coincidencia. Esto es una historia de violencia, de deseos, de ética y moral, de venganza, de engaños, de relaciones de poder implícitas y explícitas, de vínculos afectivos inesperados. El episodio piloto, prueba de fuego de cualquier relato seriado, no suelta demasiada prenda, y la interpretación contenida e indolente del protagonista no invita en exceso a ver los siguientes capítulos, pero en cuanto nos damos cuenta, la serie nos monta en una montaña rusa repleta de curvas cerradísimas y con un bajada final (narrativa y semántica) trepidante, demencial, un descenso a los infiernos a la velocidad de luz que nos deja en un cliffhanger con todos los cabos abiertos. La segunda temporada (si la hay, que espero) promete y tiene mucha tela que cortar.
8
27 de abril de 2020
27 de abril de 2020
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tras once años en antena, se despidió con un doble episodio final y un especial "entre bambalinas" Modern Family, una de las comedias televisivas más exitosas de todos los tiempos. Once años en los que hemos visto crecer a tres familias interconectadas en una suerte de gran familia, a sus once miembros originales, que acabaron siendo 16 (17, si contamos a Stella).
El visionado de este broche final estuvo dominado por la nostalgia, que en la melancolía del adiós evocaba los tiempos en que esta serie estaba en la cima del mundo, tanto a nivel de audiencia como de reconocimiento crítico. Una excelencia que, como es de esperar en cualquier relato que dilata considerablemente su duración en el tiempo, se fue disipando poco a poco una vez alcanzada su cumbre.
Tras arrasar en los Emmys durante cinco ediciones consecutivas, igualando el récord de Frasier de cinco premios en la categoría de Mejor Serie de Comedia, la joya de la corona de ABC se fue acomodando en su propia fórmula y perdiendo progresivamente espectadores y agotó su buen karma académico de un plumazo. El cariño a unos personajes carismáticos, unas tramas episódicas no tan frescas pero siempre eficaces y esa nostalgia de sus mejores tiempos mantuvieron unas cifras de audiencia bastante aceptables, pero aquella frescura que la hizo única se había transformado, con excepción de ocasionales destellos, en inercia.
Pese a todo, no se nos deben ir de la memoria las cotas de genialidad que alcanzó la serie de Steven Levitan y Christopher Lloyd. Cuando la 'sitcom' familiar parecía un formato ya no amortizado, sino agotado y repetitivo, Modern Family irrumpió en 2009, importando la fórmula del 'mockumentary' que tan bien le estaba funcionando a The Office, y conquistó enseguida millones de hogares con sus historias domésticas alocadas, los hilarantes enredos y la (sostenible) excentricidad de personajes aparentemente normales y corrientes. Al fin y al cabo, sus creadores le habían dado por completo la vuelta a la tortilla: nada más funcional que las familias disfuncionales cuando están unidas.
Episodios como Coal Digger, Family Portrait, Manny Get Your Gun, Caught in the Act o Hit and Run (por citar sólo unos pocos) deberían formar parte, si no lo hacen ya, de los manuales de cómo escribir comedia en televisión. Al fin y al cabo, eso es con los que nos quedaremos (al menos yo) cuando, años más tarde, recordemos todas las risas que nos brindó esta serie de la ABC. La mala leche de Jay, el dramatismo exagerado de Cameron, el neurotismo de Mitch y Claire, las locuras de Phil o las confusiones lingüísticas de Gloria forman ya parte de nuestro patrimonio televisivo común.
Desde Seinfeld, la comedia televisiva empezó a expandir sus fronteras y explorar sus propios límites y posibilidades. Son esos derroteros los que caracterizan actualmente el panorama televisivo en cuanto a comedia, dominado cada vez más por el cable y las plataformas de streaming. La 'sitcom' clásica, tal y como la conocemos, parece ya definitivamente amortizada, pero nunca digamos nunca a una posible resurrección, a una propuesta que la rescate con un impacto similar al que tuvo en su día Modern Family, a la que podemos dar la distinción, sin demasiados titubeos, de la última gran sitcom.
El visionado de este broche final estuvo dominado por la nostalgia, que en la melancolía del adiós evocaba los tiempos en que esta serie estaba en la cima del mundo, tanto a nivel de audiencia como de reconocimiento crítico. Una excelencia que, como es de esperar en cualquier relato que dilata considerablemente su duración en el tiempo, se fue disipando poco a poco una vez alcanzada su cumbre.
Tras arrasar en los Emmys durante cinco ediciones consecutivas, igualando el récord de Frasier de cinco premios en la categoría de Mejor Serie de Comedia, la joya de la corona de ABC se fue acomodando en su propia fórmula y perdiendo progresivamente espectadores y agotó su buen karma académico de un plumazo. El cariño a unos personajes carismáticos, unas tramas episódicas no tan frescas pero siempre eficaces y esa nostalgia de sus mejores tiempos mantuvieron unas cifras de audiencia bastante aceptables, pero aquella frescura que la hizo única se había transformado, con excepción de ocasionales destellos, en inercia.
Pese a todo, no se nos deben ir de la memoria las cotas de genialidad que alcanzó la serie de Steven Levitan y Christopher Lloyd. Cuando la 'sitcom' familiar parecía un formato ya no amortizado, sino agotado y repetitivo, Modern Family irrumpió en 2009, importando la fórmula del 'mockumentary' que tan bien le estaba funcionando a The Office, y conquistó enseguida millones de hogares con sus historias domésticas alocadas, los hilarantes enredos y la (sostenible) excentricidad de personajes aparentemente normales y corrientes. Al fin y al cabo, sus creadores le habían dado por completo la vuelta a la tortilla: nada más funcional que las familias disfuncionales cuando están unidas.
Episodios como Coal Digger, Family Portrait, Manny Get Your Gun, Caught in the Act o Hit and Run (por citar sólo unos pocos) deberían formar parte, si no lo hacen ya, de los manuales de cómo escribir comedia en televisión. Al fin y al cabo, eso es con los que nos quedaremos (al menos yo) cuando, años más tarde, recordemos todas las risas que nos brindó esta serie de la ABC. La mala leche de Jay, el dramatismo exagerado de Cameron, el neurotismo de Mitch y Claire, las locuras de Phil o las confusiones lingüísticas de Gloria forman ya parte de nuestro patrimonio televisivo común.
Desde Seinfeld, la comedia televisiva empezó a expandir sus fronteras y explorar sus propios límites y posibilidades. Son esos derroteros los que caracterizan actualmente el panorama televisivo en cuanto a comedia, dominado cada vez más por el cable y las plataformas de streaming. La 'sitcom' clásica, tal y como la conocemos, parece ya definitivamente amortizada, pero nunca digamos nunca a una posible resurrección, a una propuesta que la rescate con un impacto similar al que tuvo en su día Modern Family, a la que podemos dar la distinción, sin demasiados titubeos, de la última gran sitcom.

6,1
6.890
5
29 de junio de 2014
29 de junio de 2014
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Supongo que ya será un lugar común afirmar sin miedo que la ficha técnica de una película es su mejor publicidad, a la par que mayor fuente de expectativas y de formaciones de listones previos que automáticamente se convierten en armas de doble filo. Y no hace falta ser ningún hacha para que sepáis por dónde voy. Tres sospechosos habituales de lo mejor que ha dejado caer el cine estadounidense en el último lustro, más uno de los autores más prometedores de los últimos años (especialmente desde Two Lovers), dejan un regusto final que sabe a poco.
¿Cuál es el problema entonces? La debilidad del que se espera que sea el punto fuerte del cine que aspire a ciertas cotas de calidad, más allá del entretenimiento y el pasatiempo: el guión. Un guión débil, inconsistente y apático que también dificulta la validez como producto de evasión, o aunque sea de "pasar el rato", pues se salva de la quema únicamente por contados momentos de lucidez interpretativa, naufragando en personajes frágilmente construidos a través de aguas pantanosas con rápidos que descompensan la barca más que enderezarla.
Y es que la fuerza expresiva de unos actores de primera no hace milagros y sirve de poco o nada cuando el esquema de motivaciones de los personajes, soporte de su coherencia y vigor intrínsecos, se muestra abrupto y poco sólido, lo cual redunda en una narración poco fluida que, por si fuese poco, se demora demasiado antes de ir al grano, al meollo del asunto. Porque, por muy logrado e interesante que parezca esa ambientación, ese trasfondo de inmigración y prostitución en el marco de ese simbólica e icónico momento histórico que fueron los locos años veinte, en medio de la ley seca y la construcción del 'American way of life', dicho marco temático y representativo toma forma y cauce con un relato cuyo columna vertebral no es, ni más ni menos, que un triángulo amoroso clásico, el cual, ante la fragilidad de sus vértices, deambula con más espesor que brillo en una segunda hora de metraje morosa y vacilante.
El cocinero James Gray no ha acertado esta vez en imprimir su toque maestro a una receta que, si bien no empacha, tampoco sacia, y pese a todo habrá quien deje el plato con comida. No ha sido cuestión de los ingredientes, frescos y en su punto, sino del modo de preparación. Por acabar con un punto positivo, bien por Marion Cotillard y su credibilidad como polaca.
¿Cuál es el problema entonces? La debilidad del que se espera que sea el punto fuerte del cine que aspire a ciertas cotas de calidad, más allá del entretenimiento y el pasatiempo: el guión. Un guión débil, inconsistente y apático que también dificulta la validez como producto de evasión, o aunque sea de "pasar el rato", pues se salva de la quema únicamente por contados momentos de lucidez interpretativa, naufragando en personajes frágilmente construidos a través de aguas pantanosas con rápidos que descompensan la barca más que enderezarla.
Y es que la fuerza expresiva de unos actores de primera no hace milagros y sirve de poco o nada cuando el esquema de motivaciones de los personajes, soporte de su coherencia y vigor intrínsecos, se muestra abrupto y poco sólido, lo cual redunda en una narración poco fluida que, por si fuese poco, se demora demasiado antes de ir al grano, al meollo del asunto. Porque, por muy logrado e interesante que parezca esa ambientación, ese trasfondo de inmigración y prostitución en el marco de ese simbólica e icónico momento histórico que fueron los locos años veinte, en medio de la ley seca y la construcción del 'American way of life', dicho marco temático y representativo toma forma y cauce con un relato cuyo columna vertebral no es, ni más ni menos, que un triángulo amoroso clásico, el cual, ante la fragilidad de sus vértices, deambula con más espesor que brillo en una segunda hora de metraje morosa y vacilante.
El cocinero James Gray no ha acertado esta vez en imprimir su toque maestro a una receta que, si bien no empacha, tampoco sacia, y pese a todo habrá quien deje el plato con comida. No ha sido cuestión de los ingredientes, frescos y en su punto, sino del modo de preparación. Por acabar con un punto positivo, bien por Marion Cotillard y su credibilidad como polaca.
3
1 de marzo de 2010
1 de marzo de 2010
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Quizás habría que exigir a los directores que pasen un examen de salud mental antes de ponerse a dirigir una nueva película. Pero cuando se trata de un director consagrado, aunque controvertido, como es el danés, a ver quién le hace pasar por ese filtro. Estos son los casos más peligrosos, aquellos directores que abusan de su nombre para intentar colarnos cualquier infamia y pretender revestirla de calidad artística y profundidad intelectual.
Pero me da a mí que el señor Von Trier ha sacado tajada de la delicada situación de la que ha salido (o en la que posiblemente aún esté), incluso se podría hablar de una cierta de forma de victimismo, con la finalidad de restregarnos por la cara toda esta masturbación llena de sus obsesiones más macabras, e intentar, no sólo que nos parezca una obra maestra, sino que nos sintamos culpables en caso de que se nos ocurra dudar de que así se trata.
Tras un pomposo pero magnético prólogo, el cineasta empieza a tejer en el 1º acto esa atmósfera pretendidamente ahogante, marca de su estilo. Así pretende sacar el lado más decadente y destructivo de las relaciones de pareja, a la hora de afrontar la culpabilidad por la pérdida de un hijo. Y claro, nada mejor que un psicólogo y su sumisa mujer para darle vida al relato.
Pero entonces nos llega el 2º acto, dentro de una estructura capitular marcada, al que da paso un plano tan desconcertante como bochornoso (incluso divertido por lo inexplicable de su engendro y su presencia) en el que un misterioso zorro le suelta al protagonista las palabras mágicas: “El caos reina”. Aquí ya se acabó, ya se fastidió el invento.
A partir de entonces la película se sumerge en una trayectoria en picado y sin retorno hacia la desvergüenza. Esa atmósfera ahogante su vuelve excesiva, artificiosa, e incluso patética; la escatología y el morbo más soez, perturbado y gratuito alcanza su cumbre (con sendos 'recaditos' para ambos sexos) y, por si fuera poco, está la detestable pretensión de revestir esos engendros de planos con misticismo y colárnoslos como intelectualmente profundos y complejos.
Toda una falta de entereza en cuanto a la distancia a la hora de mostrar los hechos peliagudos, y en definitiva, un total carencia de honestidad hacia el espectador. La última guinda llega en los créditos, dejando perplejo (y puede que indignado) hasta al más escéptico cuando le dedica esta 'joyita' al maestro Andrei Tarkovsky... para enmarcar.
En resumen, la genialidad, la sensibilidad especial hacia el mundo y sus detalles, e incluso la admiración por el exceso, deben ir siempre acompañadas de la necesaria dosis de coherencia, entereza y honestidad con uno mismo, con el propio cine y con el espectador. En otras palabras, de cordura, no el estado opuesto a la locura, sino la integridad como persona y como cineasta.
Pero me da a mí que el señor Von Trier ha sacado tajada de la delicada situación de la que ha salido (o en la que posiblemente aún esté), incluso se podría hablar de una cierta de forma de victimismo, con la finalidad de restregarnos por la cara toda esta masturbación llena de sus obsesiones más macabras, e intentar, no sólo que nos parezca una obra maestra, sino que nos sintamos culpables en caso de que se nos ocurra dudar de que así se trata.
Tras un pomposo pero magnético prólogo, el cineasta empieza a tejer en el 1º acto esa atmósfera pretendidamente ahogante, marca de su estilo. Así pretende sacar el lado más decadente y destructivo de las relaciones de pareja, a la hora de afrontar la culpabilidad por la pérdida de un hijo. Y claro, nada mejor que un psicólogo y su sumisa mujer para darle vida al relato.
Pero entonces nos llega el 2º acto, dentro de una estructura capitular marcada, al que da paso un plano tan desconcertante como bochornoso (incluso divertido por lo inexplicable de su engendro y su presencia) en el que un misterioso zorro le suelta al protagonista las palabras mágicas: “El caos reina”. Aquí ya se acabó, ya se fastidió el invento.
A partir de entonces la película se sumerge en una trayectoria en picado y sin retorno hacia la desvergüenza. Esa atmósfera ahogante su vuelve excesiva, artificiosa, e incluso patética; la escatología y el morbo más soez, perturbado y gratuito alcanza su cumbre (con sendos 'recaditos' para ambos sexos) y, por si fuera poco, está la detestable pretensión de revestir esos engendros de planos con misticismo y colárnoslos como intelectualmente profundos y complejos.
Toda una falta de entereza en cuanto a la distancia a la hora de mostrar los hechos peliagudos, y en definitiva, un total carencia de honestidad hacia el espectador. La última guinda llega en los créditos, dejando perplejo (y puede que indignado) hasta al más escéptico cuando le dedica esta 'joyita' al maestro Andrei Tarkovsky... para enmarcar.
En resumen, la genialidad, la sensibilidad especial hacia el mundo y sus detalles, e incluso la admiración por el exceso, deben ir siempre acompañadas de la necesaria dosis de coherencia, entereza y honestidad con uno mismo, con el propio cine y con el espectador. En otras palabras, de cordura, no el estado opuesto a la locura, sino la integridad como persona y como cineasta.
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