Ayer acabé de ver la serie La Valla. Me parece una distopía muy recurrente y certera, sobre todo teniendo en cuenta que se hizo en el 2019, antes de que nos llegara la pandemia.
Se basa en una España futurista (2045), sin recursos, gobernado por un Estado dictatorial, elitista y policial.
La serie tiene muchas lecturas sociales y políticas, aunque algunas historias secundarias me parecen que no cuadran con el argumento ni con el sentido común (como la historia del personaje Carlos Castillo, protagonizada por Juan Blanco), y el final se me antoja un tanto estrafalario, antinatural, sin ser tampoco un sueño de Antonio Resines (ni un rap).
Pese a todo, es bastante amena, entretenida, y Ángela Molina se sale.
Recomendable.

La lucha de poderes de la radio, con mil y un guiños a la radio deportiva nocturna de los ochenta y noventas. La serie abusa de la bronca y es un meterse en problemas continuo. Aunque lo poco que sé de García (alter ego del Cóndor) es que le gustaba la bulla y los charcos. Hay un ambiente rancio, muy bien conseguido, porque esa radio era de hombres y para hombres, machista y cerrada. Y ese cuñadismo añejo de la España de catetos aparece muy bien plasmado. La serie es entretenida, interesante. Y refleja y ha reflejado muy bien la miseria de la prensa deportiva que trata a los deportistas como títeres. Miren el Marca cuando pierde el Madrid. Miren el Sport cuando pierde el Barça. Y si no, que se lo pregunten a Clemente, Luis Enrique, Isco o Braithwaite.

Posiblemente sea la mejor película de ficción bélica. Retrata la guerra con su esperpento, con sus mil y un detalles. Una genialidad del séptimo arte, sin azúcar, con su dureza, crudeza e idiosincrasia. También con su hermandad y compadreo, con su pugna por el honor y la lealtad (sustantivos que, según Pérez-Revierte, en sus entrevistas y charlas, son virtudes de un mundo pasado que ya prácticamente no existe).

Steven Spielberg supo poner en pie una película bélica, tomando como referencia a la Segunda Guerra Mundial, con una producción extraordinaria, una fotografía magnífica y un elenco de actores que no defraudaron.

Los primeros instantes de película, casi sin anestesia, te meten en el tuétano de una contienda bélica, en el desembarco de Normandia, en el más absoluto caos, en la negra y fría noche de la muerte acechando por todas partes, y entendemos en pocos minutos de qué va eso de la guerra, qué es una guerra de verdad, sin romanticismos.

La película es magnífica y solo ralla el fuera de juego en los momentos de sentimentalismo barato, cuando la búsqueda de un soldado, en mitad de una guerra mundial sin cuartel, se convierte en una prioridad, en un símbolo americano, en un hecho que mira a la victoria, a ondear la victoriosa bandera de Estados Unidos.

La película acaba siendo una maravilla que en el guion no preveía, y ahí se palpa la mano maestra de Spielberg para manejar su idea con el rodaje, con las cámaras, junto a la apuesta por Tom Hanks, un actor con el que es muy fácil empatizar, porque su presencia llena, y por los actores secundarios, que supieron ser unos teloneros de lujo.

Han pasado veinticuatro años desde que viera la luz y sigue teniendo una impronta y relevancia que no admite discusión.

Me leí el libro y me encantó. Tenía mis dudas sobre si la serie me iba a enganchar igual, y efectivamente, no es lo mismo. El libro es otro contexto y otra sensibilidad, es uno de los libros más importantes en castellano de principios del Siglo XXI, está en otra dimensión. La serie está muy lograda, es fiel al libro, con algunos flashbacks y flashfwards, y algunos giros del director y producción. Notable alto. Acaba enganchándote aunque te hayas leído el libro, que es un gran mérito. La serie existe porque el libro de Aramburu fue una tremenda explosión, literaria y socialmente.

La historia, para los pocos que no sepan de qué va, no tiene desperdicio. Muestra las dos caras del conflicto vasco y creo que los lectores/espectadores agradecemos que no sea condescendiente con los terroristas. La obra muestra sobre todo cómo se rompen las familias por el conflicto y cómo se intoxica la sociedad y los pueblos. Es una de esas historias que te hacen mejor persona porque acabas viendo que el camino del odio, del terrorismo, del nacionalismo, del rencor, nunca llevará a un lugar que merezca la pena, a un lugar bonito, por mucho que algunos se llenen la boca de libertad mientras disparan/agreden. Esto último es una pura incongruencia. Es una de las más nítidas conclusiones que sacamos.

Un libro que hay que leer y una serie notable por ver.

Clint Eastwood explora en este largometraje los problemas raciales en Estados Unidos. A través de los ojos de un desfasado veterano de Vietnam, Walt Kowalski, con sus secuelas correspondientes, intransigente y cínico, asistimos a su estado de apatía generalizada (social y familiar). Para mal de males, se ha quedado viudo recientemente y eso solo aumenta la añoranza de su vida pasada, la añoranza de su país pasado rudo, blanco y católico en que creció. Desde ese momento, desde ese inicio, Walt Kowalski, el personaje capital del film, asiste impertérrito, con el ceño fruncido y con la compañía de su perra, a la cuenta atrás de sus últimos días. Su única dicha y casi su motivo de existencia vital es su Gran Torino, tomar una cerveza en su terraza mientras lo contempla aparcado en su garaje. Partiendo de esta premisa pareciera que todo se reduce a asistir al epílogo de un viejo desubicado y gruñón. Pero a partir de aquí, Eastwood, director y protagonista, narra una historia inolvidable con varias y férreas moralejas, desmontando prejuicios. Se saca de la manga una obra maestra.