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Críticas ordenadas por utilidad
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8
26 de abril de 2008
26 de abril de 2008
105 de 110 usuarios han encontrado esta crítica útil
Kaurismäki se relaciona con Bresson por la desnudez formal, el hieratismo de los personajes, los abundantes silencios, los escuetos intercambios de frases cortas. Y con Ozu, por la sencillez de sus historias mínimas...
Y con Buñuel, habría que añadir, por el genial desparpajo con que desarrolla sus concretas narraciones, sin la menor vacilación. El relato nunca se detiene, aunque los personajes estén callados e inmóviles (ocurre a menudo): lo que se cuenta es la espera, el estupor o el acecho.
No hay paja en el estilo: parece todo acero.
También se emparenta con Buñuel por el humor seco, directo a la mandíbula, a menudo negro, como el género que actualiza y refresca en esta película, usando zumbonas parodias; véase la entrada del protagonista en el garito de los matones, o el encallecido recepcionista del hotelucho.
A un oficinista escrupuloso, para quien vivir es trabajar, le pone en la calle un reajuste de plantilla. Sus intentos de suicidio fracasan ridículamente, así que en los bajos fondos encarga a una organización de hampones un asesinato: el suyo propio.
Si se arrepiente será tarde. No podrá volver a localizar a los gángsteres; un desconocido pistolero le estará buscando para intentar matarle sin contemplaciones.
Gran idea y provechoso tratamiento.
Rodada en un Londres que no puede aparecer más sórdido, lumpen y cochambroso.
Cosecha Kaurismäki de ingredientes visuales:
Ornamentación todo-a-cien (flores de plástico, ceniceros con publicidad, asientos de eskai...).
Paisajes de fábricas humeantes.
Ventana abierta a una pared de ladrillo.
Moquetas con lamparones.
Un bar solitario en un barracón dentro del cementerio.
Un tipo fumando en la cama vestido y con zapatos.
Paredes con manchas de humedad y desconchones.
Latas de alubias, vacías junto al fregadero.
Cascotes, escombros.
(Un comentario al trabajo de JP Léaud: el actor se muestra a veces más perdido de lo que requiere el personaje; tal vez estuviera aún transtornado por la muerte de Truffaut.)
Kaurismäki declara su básico programa: contar una historia con imágenes sencillas, fáciles de asimilar. Lo consigue de sobra, mediante férreo control. Los resultados son con frecuencia regocijantes, por lo excesivo de la intencionada estética cutrista.
Y mientras hace reír, da que pensar sobre la pobreza y la precariedad de la condición humana.
Y con Buñuel, habría que añadir, por el genial desparpajo con que desarrolla sus concretas narraciones, sin la menor vacilación. El relato nunca se detiene, aunque los personajes estén callados e inmóviles (ocurre a menudo): lo que se cuenta es la espera, el estupor o el acecho.
No hay paja en el estilo: parece todo acero.
También se emparenta con Buñuel por el humor seco, directo a la mandíbula, a menudo negro, como el género que actualiza y refresca en esta película, usando zumbonas parodias; véase la entrada del protagonista en el garito de los matones, o el encallecido recepcionista del hotelucho.
A un oficinista escrupuloso, para quien vivir es trabajar, le pone en la calle un reajuste de plantilla. Sus intentos de suicidio fracasan ridículamente, así que en los bajos fondos encarga a una organización de hampones un asesinato: el suyo propio.
Si se arrepiente será tarde. No podrá volver a localizar a los gángsteres; un desconocido pistolero le estará buscando para intentar matarle sin contemplaciones.
Gran idea y provechoso tratamiento.
Rodada en un Londres que no puede aparecer más sórdido, lumpen y cochambroso.
Cosecha Kaurismäki de ingredientes visuales:
Ornamentación todo-a-cien (flores de plástico, ceniceros con publicidad, asientos de eskai...).
Paisajes de fábricas humeantes.
Ventana abierta a una pared de ladrillo.
Moquetas con lamparones.
Un bar solitario en un barracón dentro del cementerio.
Un tipo fumando en la cama vestido y con zapatos.
Paredes con manchas de humedad y desconchones.
Latas de alubias, vacías junto al fregadero.
Cascotes, escombros.
(Un comentario al trabajo de JP Léaud: el actor se muestra a veces más perdido de lo que requiere el personaje; tal vez estuviera aún transtornado por la muerte de Truffaut.)
Kaurismäki declara su básico programa: contar una historia con imágenes sencillas, fáciles de asimilar. Lo consigue de sobra, mediante férreo control. Los resultados son con frecuencia regocijantes, por lo excesivo de la intencionada estética cutrista.
Y mientras hace reír, da que pensar sobre la pobreza y la precariedad de la condición humana.

7,3
9.019
7
8 de mayo de 2008
8 de mayo de 2008
115 de 134 usuarios han encontrado esta crítica útil
En su mayor parte, esta película consiste en paisajismo majestuoso, obra de Néstor Almendros, el traductor de la luz.
Las inmensas llanuras cereales de Texas; los profundos cielos blanquiazules; el sol, la nieve, las tormentas… Dimensiones colosales, exploradas con reverencia y tacto infinitos.
Hay evocaciones:
-Campesinos rezadores (Millet).
-Casa vertical aislada contra el cielo en un páramo (Hopper).
-Trigales despeinados por el viento (Van Gogh).
-El mundo amarillo de Christina (Wyeth).
Pero Almendros trae de primera mano el espacio, repleto de luz palpitante. Lo principal se cuenta en imágenes, lo lee la vista en los crepúsculos, los incendios, los dibujos del agua, la memorable secuencia de las langostas...
Malick fue bracero antes que profesor de filosofía y cineasta, y dirige la recreación de esa dura vida, en bellas estampas de las labores agrícolas, con gusto a epopeya.
En medio de ese paisaje, y en el marco social de un rancho al que cada temporada llegan centenares de braceros, ocurre una historia particular, un tenso triángulo, un ciego huir de la pobreza, para cuyo relato no encuentra distancia adecuada la película. Lo orilla, lo trata desde lejos, con extraña y superficial languidez, y la aproximación desde la narración infantil resulta incompleta.
Esa flojedad, que rebaja el efecto extasiante de la maravillosa fotografía, se nota en cuanto el paisaje no es protagonista y toca turno a los actores:
-Sam Shepard: siempre solvente, consigue algo de tensión dramática cuando interviene, pero el guión no colabora.
-(Robert Wilke, aparte; autor de una mirada antológica que significa: 'Si quieres seguir en el mundo de los vivos, guárdate de tenerme por enemigo'.)
-Brook Adams: desorientada, falta de dirección.
-Richard Gere: vuelva en septiembre.
En “Días del cielo” lo visual tiene una importancia grandiosa, y es lo que merece toda la atención. Lo demás palidece, se queda en un justo segundo plano.
Las inmensas llanuras cereales de Texas; los profundos cielos blanquiazules; el sol, la nieve, las tormentas… Dimensiones colosales, exploradas con reverencia y tacto infinitos.
Hay evocaciones:
-Campesinos rezadores (Millet).
-Casa vertical aislada contra el cielo en un páramo (Hopper).
-Trigales despeinados por el viento (Van Gogh).
-El mundo amarillo de Christina (Wyeth).
Pero Almendros trae de primera mano el espacio, repleto de luz palpitante. Lo principal se cuenta en imágenes, lo lee la vista en los crepúsculos, los incendios, los dibujos del agua, la memorable secuencia de las langostas...
Malick fue bracero antes que profesor de filosofía y cineasta, y dirige la recreación de esa dura vida, en bellas estampas de las labores agrícolas, con gusto a epopeya.
En medio de ese paisaje, y en el marco social de un rancho al que cada temporada llegan centenares de braceros, ocurre una historia particular, un tenso triángulo, un ciego huir de la pobreza, para cuyo relato no encuentra distancia adecuada la película. Lo orilla, lo trata desde lejos, con extraña y superficial languidez, y la aproximación desde la narración infantil resulta incompleta.
Esa flojedad, que rebaja el efecto extasiante de la maravillosa fotografía, se nota en cuanto el paisaje no es protagonista y toca turno a los actores:
-Sam Shepard: siempre solvente, consigue algo de tensión dramática cuando interviene, pero el guión no colabora.
-(Robert Wilke, aparte; autor de una mirada antológica que significa: 'Si quieres seguir en el mundo de los vivos, guárdate de tenerme por enemigo'.)
-Brook Adams: desorientada, falta de dirección.
-Richard Gere: vuelva en septiembre.
En “Días del cielo” lo visual tiene una importancia grandiosa, y es lo que merece toda la atención. Lo demás palidece, se queda en un justo segundo plano.

7,9
2.683
9
2 de mayo de 2010
2 de mayo de 2010
98 de 100 usuarios han encontrado esta crítica útil
Preludio: pequeños títulos blancos en tomas aéreas de la costa cubana, transfigurada por la luz fotográfica. Lento aterrizaje.
Sigue el primero de la apabullante serie de planos secuencia que descose por todos lados la película (inicialmente un artefacto propagandístico), tras de un hombre que con pértiga empuja su barca por una calle de agua entre chozas de tablas, tendederos y toscas pasarelas.
Ya esos minutos llevan al espectador a preguntarse cómo demonios se mueve esa cámara, con qué trucos e ingenierías, para ser como pájaro que vuela veloz, sube y baja, pasa bajo puentes, entra y sale por ventanas, se cuela por boquetes, se eleva de pronto a la altura cenital.
Cuando luego, en la moderna Habana de Batista, pura diversión, juego y mulatas, la cámara-pájaro sigue a las concursantes del bikini, al locutor, a los festejantes que recogen bebidas de la bandeja y se pasan vasos y saludos en danza continua, sube a una azotea, desciende al solarium, revolotea entre los personajes, se fija en una bella que se levanta de la tumbona, camina cadenciosa hacia el borde de la piscina y se zambulle… la cámara ¡también se zambulle! y toma imágenes subacuáticas de los bañistas, del ondear de las extremidades, baile incesante…
Así todo: inagotable fiesta de la imagen en movimiento, una cámara dotada de facultades sobrehumanas en lo acrobático de su vuelo, en su atravesar paredes y rozar azoteas, pero también en el ímpetu poético, en la búsqueda de rostros elocuentes, paisajes que conmueven, gestos que llegan a lo hondo e inundan de humanidad el corazón impresionado del espectador.
La sucesión desbordante no sólo de planos secuencia sino de encuadres plásticamente soberbios, de elecciones escénicas brillantes, de ritmo siempre vibrante y sostenido, alcanza un alarde culminante en la toma de la comitiva funeraria que lleva a hombros el féretro del revolucionario por las calles de La Habana vieja, volando la cámara-pájaro desde la tela de la enseña sobre el ataúd, y desde los rostros sudorosos, hacia los áticos de los edificios circundantes, atravesando la sala donde los fabricantes de puros despliegan la bandera, por la que se desliza el vuelo del objetivo para regresar a la calle y abarcar la comitiva en panorámica majestuosa.
Sólo por su fabuloso plano inicial se pondera tanto, y con justicia, “Sed de mal”, de Welles. Hay en “Soy Cuba” una docena de planos secuencia tan fabulosos o más. ¡Qué deslumbrante acumulación de talento visual, arte cinematográfico y entusiasmo lírico!
Para la historia del Cine, el lastre propagandístico que esta película tiene en su carta natal quedará en lo anecdótico. Dan igual las palabras, el argumento. Por la generosidad creadora de Kalatozov, ese aspecto —que en manos de otros habría sin duda resultado pobre y grosero— se contagia aquí de cierta grandeza, en virtud de la exuberancia poética y una inspiración que no se explica, que nomás invade, colma y traspasa la sensibilidad fascinada del espectador.
Sigue el primero de la apabullante serie de planos secuencia que descose por todos lados la película (inicialmente un artefacto propagandístico), tras de un hombre que con pértiga empuja su barca por una calle de agua entre chozas de tablas, tendederos y toscas pasarelas.
Ya esos minutos llevan al espectador a preguntarse cómo demonios se mueve esa cámara, con qué trucos e ingenierías, para ser como pájaro que vuela veloz, sube y baja, pasa bajo puentes, entra y sale por ventanas, se cuela por boquetes, se eleva de pronto a la altura cenital.
Cuando luego, en la moderna Habana de Batista, pura diversión, juego y mulatas, la cámara-pájaro sigue a las concursantes del bikini, al locutor, a los festejantes que recogen bebidas de la bandeja y se pasan vasos y saludos en danza continua, sube a una azotea, desciende al solarium, revolotea entre los personajes, se fija en una bella que se levanta de la tumbona, camina cadenciosa hacia el borde de la piscina y se zambulle… la cámara ¡también se zambulle! y toma imágenes subacuáticas de los bañistas, del ondear de las extremidades, baile incesante…
Así todo: inagotable fiesta de la imagen en movimiento, una cámara dotada de facultades sobrehumanas en lo acrobático de su vuelo, en su atravesar paredes y rozar azoteas, pero también en el ímpetu poético, en la búsqueda de rostros elocuentes, paisajes que conmueven, gestos que llegan a lo hondo e inundan de humanidad el corazón impresionado del espectador.
La sucesión desbordante no sólo de planos secuencia sino de encuadres plásticamente soberbios, de elecciones escénicas brillantes, de ritmo siempre vibrante y sostenido, alcanza un alarde culminante en la toma de la comitiva funeraria que lleva a hombros el féretro del revolucionario por las calles de La Habana vieja, volando la cámara-pájaro desde la tela de la enseña sobre el ataúd, y desde los rostros sudorosos, hacia los áticos de los edificios circundantes, atravesando la sala donde los fabricantes de puros despliegan la bandera, por la que se desliza el vuelo del objetivo para regresar a la calle y abarcar la comitiva en panorámica majestuosa.
Sólo por su fabuloso plano inicial se pondera tanto, y con justicia, “Sed de mal”, de Welles. Hay en “Soy Cuba” una docena de planos secuencia tan fabulosos o más. ¡Qué deslumbrante acumulación de talento visual, arte cinematográfico y entusiasmo lírico!
Para la historia del Cine, el lastre propagandístico que esta película tiene en su carta natal quedará en lo anecdótico. Dan igual las palabras, el argumento. Por la generosidad creadora de Kalatozov, ese aspecto —que en manos de otros habría sin duda resultado pobre y grosero— se contagia aquí de cierta grandeza, en virtud de la exuberancia poética y una inspiración que no se explica, que nomás invade, colma y traspasa la sensibilidad fascinada del espectador.

7,7
8.130
9
25 de abril de 2010
25 de abril de 2010
102 de 110 usuarios han encontrado esta crítica útil
1. Para muchos, lo más interesante de Godard es lo primero, hasta Pierrot (1965). Para algunos, es lo único interesante.
Godard da carácter a la cámara, la saca de la discreta objetividad y la convierte en sujeto.
En el primer episodio se niega a moverse y a facturar el habitual plano/ contraplano. Los personajes que dialogan aparecen de espaldas, los primeros planos lo son de los cogotes, y los rostros se reflejan borrosos en el espejo frente a la barra.
2. La acción pasa por la protagonista y es por ello luminosa e ingenua, pero pasa en medio de una negrura de género, demasiado poderosa.
En paralelo, hay reflexión sobre el lenguaje, el discurso se ramifica.
3. Los presupuestos de producción eran mínimos pero, por la riqueza del idioma visual, lo último que la película sugiere es pobreza.
4. Las acciones aparecen frescas y espontáneas, y están medidas y analizadas al milímetro.
Bresson está presente en los silencios y en el sonido directo; Dreyer es citado explícitamente con amplitud.
5. Karina es tratada como actriz del mudo, como una Falconetti menos desgarrada pero inmersa igualmente en lo trágico: sus ojos, mil primeros planos, mil cosas no verbales que se dicen, las serias miradas a cámara, que enuncia su belleza misteriosa.
6. Se busca la variedad de recursos: el informe sobre el funcionamiento de la prostitución, en off, con procedimiento de preguntas y respuestas, abriendo distancia brechtiana, enfriando.
7. Fríos desnudos quietos, cada uno en una habitación, blancos traseros de estatua, pero no Nana, que desnuda su alma.
8. Ingenua y elemental, Nana se autorretrata en una carta de presentación para trabajo, mucho más en la grafía que en el contenido. La cámara lo lee con avidez según se va dibujando cada letra.
9. La conversación con el filósofo en el bar es enjundiosa pero fluye coloquial. El sencillo pensador Brice Parain, expresándose con precisión y claridad maravillosas, habla del lenguaje como una segunda y verdadera realidad.
Es aplicable al lenguaje cinematográfico de la película.
10. Nana hace de palabra un pequeño manifiesto existencialista: se responsabiliza de lo que toca vivir, al instante lo elige; de fumar un cigarro, de girar la cabeza, de hablar o callar, de ser prostituta.
11. En la película sale un ejemplar de “El retrato oval”, de Poe. Al culminar el retrato, el pintor dice (con voz de Godard) que es la vida misma, y la retratada acaba de morir. El primer título del relato era “La vida en la muerte” (“Life in Death”).
12. Doce secciones separadas por títulos con epígrafes y cortina musical. Cada una con núcleo propio, y agregadas, asociadas. Godard decía que una película debe tener planteamiento, nudo y desenlace, sí, pero no necesariamente por ese orden.
El 12 es un bello número que compone con amplitud. Apostolar, zodiacal, artúrico. Y el siguiente es ya el 13, así que aquí paramos…
Godard da carácter a la cámara, la saca de la discreta objetividad y la convierte en sujeto.
En el primer episodio se niega a moverse y a facturar el habitual plano/ contraplano. Los personajes que dialogan aparecen de espaldas, los primeros planos lo son de los cogotes, y los rostros se reflejan borrosos en el espejo frente a la barra.
2. La acción pasa por la protagonista y es por ello luminosa e ingenua, pero pasa en medio de una negrura de género, demasiado poderosa.
En paralelo, hay reflexión sobre el lenguaje, el discurso se ramifica.
3. Los presupuestos de producción eran mínimos pero, por la riqueza del idioma visual, lo último que la película sugiere es pobreza.
4. Las acciones aparecen frescas y espontáneas, y están medidas y analizadas al milímetro.
Bresson está presente en los silencios y en el sonido directo; Dreyer es citado explícitamente con amplitud.
5. Karina es tratada como actriz del mudo, como una Falconetti menos desgarrada pero inmersa igualmente en lo trágico: sus ojos, mil primeros planos, mil cosas no verbales que se dicen, las serias miradas a cámara, que enuncia su belleza misteriosa.
6. Se busca la variedad de recursos: el informe sobre el funcionamiento de la prostitución, en off, con procedimiento de preguntas y respuestas, abriendo distancia brechtiana, enfriando.
7. Fríos desnudos quietos, cada uno en una habitación, blancos traseros de estatua, pero no Nana, que desnuda su alma.
8. Ingenua y elemental, Nana se autorretrata en una carta de presentación para trabajo, mucho más en la grafía que en el contenido. La cámara lo lee con avidez según se va dibujando cada letra.
9. La conversación con el filósofo en el bar es enjundiosa pero fluye coloquial. El sencillo pensador Brice Parain, expresándose con precisión y claridad maravillosas, habla del lenguaje como una segunda y verdadera realidad.
Es aplicable al lenguaje cinematográfico de la película.
10. Nana hace de palabra un pequeño manifiesto existencialista: se responsabiliza de lo que toca vivir, al instante lo elige; de fumar un cigarro, de girar la cabeza, de hablar o callar, de ser prostituta.
11. En la película sale un ejemplar de “El retrato oval”, de Poe. Al culminar el retrato, el pintor dice (con voz de Godard) que es la vida misma, y la retratada acaba de morir. El primer título del relato era “La vida en la muerte” (“Life in Death”).
12. Doce secciones separadas por títulos con epígrafes y cortina musical. Cada una con núcleo propio, y agregadas, asociadas. Godard decía que una película debe tener planteamiento, nudo y desenlace, sí, pero no necesariamente por ese orden.
El 12 es un bello número que compone con amplitud. Apostolar, zodiacal, artúrico. Y el siguiente es ya el 13, así que aquí paramos…
29 de abril de 2010
29 de abril de 2010
98 de 103 usuarios han encontrado esta crítica útil
1) En 1960 Bergman está en crisis. La revista “Chaplin” publica un artículo de Ernest Riffe, crítico francés que domina la obra del director y ataca sus defectos. Es un seudónimo del propio Bergman, que se ajusta cuentas.
Aunque ha filmado ya más de veinte, anuncia que ésta es su primera película. La denomina “film de cámara” (como es de cámara el teatro de Strindberg en que se inspira: pocos actores, acción escueta) y considera ‘estudios’ las cintas anteriores.
Bergman ha roto con el Dios de la infancia y busca una deidad acorde con el mundo de hoy, oscurecido por las matanzas de las guerras, la amenaza nuclear y las dudas existenciales. Quiere una respuesta actualizada pero no llega en el acto. Hay un tiempo de espera, en la filmografía la “Trilogía del silencio de Dios”, la primera de cuyas piezas es “Como en un espejo”.
En inglés se titula “Through a glass, darkly”, citando más ampliamente el pasaje de Corintios I. XIII, 12 usado de lema: “Ahora vemos como en un espejo, oscuramente, pero entonces [cuando llegue lo perfecto] veremos cara a cara. Al presente conozco sólo en parte, pero entonces conoceré como soy conocido”.
O sea: mientras la claridad de espíritu no ilumine la mirada, vemos de lo real meras distorsiones.
2) En la formidable escena inicial, los cuatro personajes salen de un mar que ha llenado de ondulaciones y reflejos la pantalla. Al final de un día de verano se han dado un baño refrescante. En fila india corren hacia tierra por el embarcadero de tablas. Son una familia que parece disfrutar de la vida, pero a lo largo de las siguientes horas los veremos gradualmente alterados. Cada uno vive aislado entre los espejos de su individualidad. Se comunican a través de funciones teatrales, alucinaciones místicas, escritos íntimos, síntomas psicóticos. Cuando la conversación es directa debe interrumpirse porque resulta demasiado grave.
David, el padre, aspira a que una de sus novelas tenga por fin éxito. Todo, parientes incluidos, enfermedad de su hija incluida, es para él materia literaria.
Karin, la hija, padece una esquizofrenia latente. En trances semihistéricos delira con un mundo paralelo donde encontrarse con Dios.
Minus, el hijo adolescente, está agitado por un torrente hormonal que carga de tensión sexual la relación con su hermana.
Martin, el yerno, resignado y fatalista, cuida como médico a su esposa pero no consigue conectar con su núcleo inestable.
El avance de la enfermedad sacude a los personajes ensimismados. El desarrollo del conflicto es de una intensidad ejemplar, con golpes de seco paroxismo dramático, en una progresión sencilla, marcada por ráfagas del violonchelo bachiano. Porque, contra lo que suponen los tópicos, el lenguaje de Bergman es depurado y diáfano. Otra cosa son los temas sobrecogedores que decide tratar.
La dura catarsis da paso a algo casi milagroso en el universo bergmaniano: un momento de comunicación real, cara a cara; una vía para superar la desesperación y el aislamiento.
Aunque ha filmado ya más de veinte, anuncia que ésta es su primera película. La denomina “film de cámara” (como es de cámara el teatro de Strindberg en que se inspira: pocos actores, acción escueta) y considera ‘estudios’ las cintas anteriores.
Bergman ha roto con el Dios de la infancia y busca una deidad acorde con el mundo de hoy, oscurecido por las matanzas de las guerras, la amenaza nuclear y las dudas existenciales. Quiere una respuesta actualizada pero no llega en el acto. Hay un tiempo de espera, en la filmografía la “Trilogía del silencio de Dios”, la primera de cuyas piezas es “Como en un espejo”.
En inglés se titula “Through a glass, darkly”, citando más ampliamente el pasaje de Corintios I. XIII, 12 usado de lema: “Ahora vemos como en un espejo, oscuramente, pero entonces [cuando llegue lo perfecto] veremos cara a cara. Al presente conozco sólo en parte, pero entonces conoceré como soy conocido”.
O sea: mientras la claridad de espíritu no ilumine la mirada, vemos de lo real meras distorsiones.
2) En la formidable escena inicial, los cuatro personajes salen de un mar que ha llenado de ondulaciones y reflejos la pantalla. Al final de un día de verano se han dado un baño refrescante. En fila india corren hacia tierra por el embarcadero de tablas. Son una familia que parece disfrutar de la vida, pero a lo largo de las siguientes horas los veremos gradualmente alterados. Cada uno vive aislado entre los espejos de su individualidad. Se comunican a través de funciones teatrales, alucinaciones místicas, escritos íntimos, síntomas psicóticos. Cuando la conversación es directa debe interrumpirse porque resulta demasiado grave.
David, el padre, aspira a que una de sus novelas tenga por fin éxito. Todo, parientes incluidos, enfermedad de su hija incluida, es para él materia literaria.
Karin, la hija, padece una esquizofrenia latente. En trances semihistéricos delira con un mundo paralelo donde encontrarse con Dios.
Minus, el hijo adolescente, está agitado por un torrente hormonal que carga de tensión sexual la relación con su hermana.
Martin, el yerno, resignado y fatalista, cuida como médico a su esposa pero no consigue conectar con su núcleo inestable.
El avance de la enfermedad sacude a los personajes ensimismados. El desarrollo del conflicto es de una intensidad ejemplar, con golpes de seco paroxismo dramático, en una progresión sencilla, marcada por ráfagas del violonchelo bachiano. Porque, contra lo que suponen los tópicos, el lenguaje de Bergman es depurado y diáfano. Otra cosa son los temas sobrecogedores que decide tratar.
La dura catarsis da paso a algo casi milagroso en el universo bergmaniano: un momento de comunicación real, cara a cara; una vía para superar la desesperación y el aislamiento.
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