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6
20 de junio de 2011
20 de junio de 2011
24 de 26 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me parece que la crítica de Tago Mago (la única en FA en el momento de escribir yo ésta) da certeramente en la clave a la hora de señalar las referencias esenciales de este interesante aunque, a mi modo de ver, fallido film.
En “El visitante del museo” está, por supuesto, Tarkovski, y, en especial el Stalker y su Zona (como también lo estaban en “Cartas de un hombre muerto”). Pero entre Tarkovski y Lopushansky hay la diferencia que va del genio a un artista discreto, valiente, sin duda, pero limitado en su inspiración. También es inevitable acordarse del Zulawski de “En el globo plateado”, aunque Lopushansky se desmadre menos que Zulawski y tenga las ideas un poco menos confusas. Y está igualmente el expresionismo alemán: Murnau y el Lang de Metrópolis (en ambos casos, claro está, salvando las distancias). Yo añadiría también a Sokurov, aunque la cronología nos indica que, en este caso, probablemente habría que hablar más de convergencias que de influencias. De todos modos, “Días de eclipse” es justo del año anterior. ¿La habría visto Lopushansky cuando filmó “El visitante del museo”?
La primera mitad de la película tiene, a mi entender, un planteamiento interesante y bien llevado, pero la historia se le escapa de las manos en la segunda. Y es que para sacar adelante un guión tan problemático sin acercarse al ridículo hace falta ser capaz de poner la claridad de ideas y la profundidad de la que parecen carecer los hermanos Strugatski (no en vano el guión de Tarkovsky para el Stalker dejaba en pie poca cosa de la novela original) y Lopushansky no es capaz de eso. Cuando se trata de poner en escena una metáfora esotérico-metafísica de tan altas pretensiones a partir de un relato de ciencia ficción, o se tiene un rigor absoluto en el aspecto intelectual (lo que supone una intuición espiritual profunda y una formación filosófica seria), aparte, claro, de las cualificaciones específicamente cinematográficas, o se corre el riesgo de un fracaso estrepitoso. Lopushanskhy se salva por los pelos.
En “Cartas de un hombre muerto”, con una historia menos forzada, más concreta, más sobria, Lopushanski pudo mostrar mejor sus capacidades, probablemente porque allí no tenía necesidad de andarse peleando con un guión cuyas pretensiones no es capaz de controlar. Aquí, sin embargo, más perdido entre abstracciones, nos deja una cinta interesante por su osadía y por la fuerza impactante, oscura y sorda que en muchos casos poseen sus imágenes, pero con una carencia sensible de contenido significativo. Con todo, yo creo, merece la pena verla.
En “El visitante del museo” está, por supuesto, Tarkovski, y, en especial el Stalker y su Zona (como también lo estaban en “Cartas de un hombre muerto”). Pero entre Tarkovski y Lopushansky hay la diferencia que va del genio a un artista discreto, valiente, sin duda, pero limitado en su inspiración. También es inevitable acordarse del Zulawski de “En el globo plateado”, aunque Lopushansky se desmadre menos que Zulawski y tenga las ideas un poco menos confusas. Y está igualmente el expresionismo alemán: Murnau y el Lang de Metrópolis (en ambos casos, claro está, salvando las distancias). Yo añadiría también a Sokurov, aunque la cronología nos indica que, en este caso, probablemente habría que hablar más de convergencias que de influencias. De todos modos, “Días de eclipse” es justo del año anterior. ¿La habría visto Lopushansky cuando filmó “El visitante del museo”?
La primera mitad de la película tiene, a mi entender, un planteamiento interesante y bien llevado, pero la historia se le escapa de las manos en la segunda. Y es que para sacar adelante un guión tan problemático sin acercarse al ridículo hace falta ser capaz de poner la claridad de ideas y la profundidad de la que parecen carecer los hermanos Strugatski (no en vano el guión de Tarkovsky para el Stalker dejaba en pie poca cosa de la novela original) y Lopushansky no es capaz de eso. Cuando se trata de poner en escena una metáfora esotérico-metafísica de tan altas pretensiones a partir de un relato de ciencia ficción, o se tiene un rigor absoluto en el aspecto intelectual (lo que supone una intuición espiritual profunda y una formación filosófica seria), aparte, claro, de las cualificaciones específicamente cinematográficas, o se corre el riesgo de un fracaso estrepitoso. Lopushanskhy se salva por los pelos.
En “Cartas de un hombre muerto”, con una historia menos forzada, más concreta, más sobria, Lopushanski pudo mostrar mejor sus capacidades, probablemente porque allí no tenía necesidad de andarse peleando con un guión cuyas pretensiones no es capaz de controlar. Aquí, sin embargo, más perdido entre abstracciones, nos deja una cinta interesante por su osadía y por la fuerza impactante, oscura y sorda que en muchos casos poseen sus imágenes, pero con una carencia sensible de contenido significativo. Con todo, yo creo, merece la pena verla.
10
17 de octubre de 2014
17 de octubre de 2014
21 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
En términos generales, triple es la procedencia de las fuentes de inspiración del cine de Sokurov: literaria, pictórica y musical. La importancia de estas tres fuentes en su cine ha sido subrayada por la crítica y por él mismo en múltiples ocasiones y es, por lo demás, obvia. En este caso, las literarias ocupan un primer plano: como los créditos nos anuncian, estas “páginas leídas en voz baja” —más que “ocultas”— están “basadas en obras de escritores rusos del siglo XIX”. Hay que pensar especialmente en Gogol, Chejov y, sobre todo, Dostoievsky, en particular en “Crimen y castigo”. Sin reproducir su trama, la película pone en escena a sus personajes principales: Raskólnikov y Sonia, que se mueven por una San Petersburgo espectral.
Hay, sin embargo, una diferencia esencial entre el personaje de Sokurov y el de Dostoievsky: mientras el protagonista de “Crimen y castigo” encuentra su redención en las páginas finales de la obra, el de Sokurov permanece culpable, atormentado y sin atisbo ninguno de salvación. La película es un descenso a las tinieblas del alma de su protagonista, y aquí se podría evocar la antigua y fecunda idea esotérica, expresada de formas diversas por diferentes tradiciones, de que “el mundo está en el alma”.
En efecto, el alma de Raskólnikov contamina hasta tal punto el medio físico, que ambas cosas, psique y mundo, aparecen simplemente como perspectivas diversas de una misma realidad, de las que no podría decirse con precisión cuál contiene a cuál. Pocas veces se habrá expresado en cine con tanta intensidad la idea de que un paisaje —urbano, en este caso— puede ser un paisaje del alma. Estamos en una cripta psicocósmica que nos haría pensar tal vez en los subterráneos de la “Metrópolis” de Lang, si estos no fueran todavía demasiado terrenales, o incluso en las “Prisiones” de Piranesi, si estas no fueran demasiado ultramundanas: una ciudad sumida en una penumbra eterna, sin árboles ni cielo, sólo arcadas asfixiantes, calles lúgubres, una ciudad de hormigón y piedra putrefacta, en una atmósfera impregnada de humedad mórbida por los vapores ponzoñosos que surgen de sus canales; una ciudad donde resuena el eco del sufrimiento universal y donde la amenaza acecha escondida en cualquier recodo. El pecado de Raskólnikov parece extendido a la ciudad entera, pues la ciudad no es el medio en que algo ocurre sino más bien algo que ocurre, como un personaje más que interactúa con los humanos.
El proceso de “animación” del espacio (en el sentido de dotarlo de ánima, de alma), tan esencial en el cine de Sokurov, alcanza aquí las fronteras inferiores del psiquismo, su lado más oscuro y tenebroso; en cierto sentido, el reverso mismo de lo que, unos años después, nos mostrará en “Madre e hijo”. La idea de la muerte —omnipresente en Sokurov— preside ambas películas, pero en “Madre e hijo” la muerte será el tránsito a una realidad superior, aceptada con confianza en la transcendencia, en el contexto de una naturaleza exultante y abierta al infinito; en “Wispering pages”, la muerte parece, más bien, perpetuación eterna de la desesperanza, en un ámbito cerrado y sofocante, sin más dios que el ídolo pagano y siniestro que lo preside, con el que Raskólnikov se funde al final del film: Friedrich frente a Piranesi.
Esa San Petersburgo fantasmagórica se erige así en metáfora del mundo: el mundo entendido como prisión, en la que toda la humanidad está encerrada, condenada, quizá, más por su condición que por sus actos, a vagar perpetuamente por las entrañas de un laberinto acuoso, prisión infinita, sin esperanza alguna de redención; presencia anonadante del espacio, capaz de transformar cualquier sentimiento en angustia y de coagular todo sueño en inacabable pesadilla.
Quienes se asientan en convicciones inamovibles, en “ideas claras y distintas” de cualquier signo, creyente o ateo, podrán hablar, tal vez, de incoherencia en Sokurov. Quienes aceptan la ignorancia radical del ser humano percibirán en esa visión escindida las inevitables fluctuaciones del alma en la contemplación de dimensiones divergentes pero igualmente reales. Recordando aquí a su amigo y maestro, podríamos decir que mientras la relación de Tarkovsky con la transcendencia es dialógica, la de Sokurov, por el contrario, es monológica: el hombre la invoca, mas no obtiene respuesta; por eso, mientras Tarkovsky habla con Dios, Sokurov solo puede desdoblarse y hablar consigo mismo. Dios (si es que todavía tiene sentido utilizar este término en el cine de Sokurov) guarda siempre silencio. Esa es quizá la raíz del sentimiento trágico que impregna su cine: un silencio eterno como respuesta única a los anhelos del alma.
Desde un punto de vista más formal, podemos decir que en esta película hay menos referencias pictóricas, que también las hay, y, cosa rara, más referencias fílmicas: un expresionismo difuso nos lleva a pensar en el cine mudo, sobre todo en las escenas en la habitación de Sonia, y quizá de forma especial en Murnau.
Como siempre en las películas de Sokurov, la banda sonora merecería una crítica aparte, que aquí no es posible siquiera esbozar. Nada más lejos de su perspectiva que el convencional concepto de “música de película”. Palabras, ruidos y música se funden como elementos igualmente expresivos para generar un concepto de banda sonora que no admite parangón. Si Bresson —genial pero un tanto dogmático—, que quería desterrar la música del cine, hubiera podido ver y oír los films de Sokurov, tal vez habría matizado su opinión. No está tan claro si las películas de Sokurov son imágenes con banda sonora o bandas sonoras con imagen.
En definitiva, uno de los films quizá menos conocidos pero más relevantes del director ruso. Imprescindible, si se quiere acceder a una visión global del que me parece uno de los contados cineastas que realmente tienen algo importante que decir en estos tiempos.
Hay, sin embargo, una diferencia esencial entre el personaje de Sokurov y el de Dostoievsky: mientras el protagonista de “Crimen y castigo” encuentra su redención en las páginas finales de la obra, el de Sokurov permanece culpable, atormentado y sin atisbo ninguno de salvación. La película es un descenso a las tinieblas del alma de su protagonista, y aquí se podría evocar la antigua y fecunda idea esotérica, expresada de formas diversas por diferentes tradiciones, de que “el mundo está en el alma”.
En efecto, el alma de Raskólnikov contamina hasta tal punto el medio físico, que ambas cosas, psique y mundo, aparecen simplemente como perspectivas diversas de una misma realidad, de las que no podría decirse con precisión cuál contiene a cuál. Pocas veces se habrá expresado en cine con tanta intensidad la idea de que un paisaje —urbano, en este caso— puede ser un paisaje del alma. Estamos en una cripta psicocósmica que nos haría pensar tal vez en los subterráneos de la “Metrópolis” de Lang, si estos no fueran todavía demasiado terrenales, o incluso en las “Prisiones” de Piranesi, si estas no fueran demasiado ultramundanas: una ciudad sumida en una penumbra eterna, sin árboles ni cielo, sólo arcadas asfixiantes, calles lúgubres, una ciudad de hormigón y piedra putrefacta, en una atmósfera impregnada de humedad mórbida por los vapores ponzoñosos que surgen de sus canales; una ciudad donde resuena el eco del sufrimiento universal y donde la amenaza acecha escondida en cualquier recodo. El pecado de Raskólnikov parece extendido a la ciudad entera, pues la ciudad no es el medio en que algo ocurre sino más bien algo que ocurre, como un personaje más que interactúa con los humanos.
El proceso de “animación” del espacio (en el sentido de dotarlo de ánima, de alma), tan esencial en el cine de Sokurov, alcanza aquí las fronteras inferiores del psiquismo, su lado más oscuro y tenebroso; en cierto sentido, el reverso mismo de lo que, unos años después, nos mostrará en “Madre e hijo”. La idea de la muerte —omnipresente en Sokurov— preside ambas películas, pero en “Madre e hijo” la muerte será el tránsito a una realidad superior, aceptada con confianza en la transcendencia, en el contexto de una naturaleza exultante y abierta al infinito; en “Wispering pages”, la muerte parece, más bien, perpetuación eterna de la desesperanza, en un ámbito cerrado y sofocante, sin más dios que el ídolo pagano y siniestro que lo preside, con el que Raskólnikov se funde al final del film: Friedrich frente a Piranesi.
Esa San Petersburgo fantasmagórica se erige así en metáfora del mundo: el mundo entendido como prisión, en la que toda la humanidad está encerrada, condenada, quizá, más por su condición que por sus actos, a vagar perpetuamente por las entrañas de un laberinto acuoso, prisión infinita, sin esperanza alguna de redención; presencia anonadante del espacio, capaz de transformar cualquier sentimiento en angustia y de coagular todo sueño en inacabable pesadilla.
Quienes se asientan en convicciones inamovibles, en “ideas claras y distintas” de cualquier signo, creyente o ateo, podrán hablar, tal vez, de incoherencia en Sokurov. Quienes aceptan la ignorancia radical del ser humano percibirán en esa visión escindida las inevitables fluctuaciones del alma en la contemplación de dimensiones divergentes pero igualmente reales. Recordando aquí a su amigo y maestro, podríamos decir que mientras la relación de Tarkovsky con la transcendencia es dialógica, la de Sokurov, por el contrario, es monológica: el hombre la invoca, mas no obtiene respuesta; por eso, mientras Tarkovsky habla con Dios, Sokurov solo puede desdoblarse y hablar consigo mismo. Dios (si es que todavía tiene sentido utilizar este término en el cine de Sokurov) guarda siempre silencio. Esa es quizá la raíz del sentimiento trágico que impregna su cine: un silencio eterno como respuesta única a los anhelos del alma.
Desde un punto de vista más formal, podemos decir que en esta película hay menos referencias pictóricas, que también las hay, y, cosa rara, más referencias fílmicas: un expresionismo difuso nos lleva a pensar en el cine mudo, sobre todo en las escenas en la habitación de Sonia, y quizá de forma especial en Murnau.
Como siempre en las películas de Sokurov, la banda sonora merecería una crítica aparte, que aquí no es posible siquiera esbozar. Nada más lejos de su perspectiva que el convencional concepto de “música de película”. Palabras, ruidos y música se funden como elementos igualmente expresivos para generar un concepto de banda sonora que no admite parangón. Si Bresson —genial pero un tanto dogmático—, que quería desterrar la música del cine, hubiera podido ver y oír los films de Sokurov, tal vez habría matizado su opinión. No está tan claro si las películas de Sokurov son imágenes con banda sonora o bandas sonoras con imagen.
En definitiva, uno de los films quizá menos conocidos pero más relevantes del director ruso. Imprescindible, si se quiere acceder a una visión global del que me parece uno de los contados cineastas que realmente tienen algo importante que decir en estos tiempos.
9
2 de julio de 2011
2 de julio de 2011
21 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
Película compleja que desconcertará a más de uno. Me permito dar a continuación unas claves que quizá puedan ayudar a una mejor comprensión de este singular y, yo creo, magnífico film.
En primer lugar: el rey Don Sebastián desapareció en la batalla de Alcazarquivir (1578); nunca se encontró su cadáver; sus partidarios dicen que no murió sino que fue “trasladado” más allá de este mundo y que regresará algún día para fundar el V Imperio, el Imperio de Cristo sobre toda la tierra (1) [notas en el spoiler]. Don Sebastián es, así, el centro de toda una corriente más o menos mística de “milenarismo sebastianista”. Aunque no lo parezca, el sebastianismo está presente a lo largo de toda la película, desde el principio (2), y da la clave fundamental.
¿Qué relación tiene todo eso con la historia de Julie? Eugéne Green es un director “creyente” y su cine tiene una fuerte componente místico-platónica (3). La “aparición” de don Sebastián reencarnado ante Julie viene a señalar la realización de la plenitud en la vida de Julie, la misma que, a nivel social, marcará la aparición de don Sebastián al final de la historia humana. La historia de Julie reproduce, pues, de algún modo, a nivel individual lo que significará para la humanidad el regreso de Don Sebastián. El viaje de Julie a Portugal es tanto un viaje físico a su lugar de origen (4) como un viaje interior al fondo de sí misma (5), en busca de esa plenitud simbolizada por el rey oculto, en el que se encontrará con una serie de personajes: Vasco, Enrique el cardiólogo, Martin el actor, Magdalena... otros tantos hitos en su proceso de transformación interior; y, sobre todo, la hermana Juana (6). Julie es así capaz capaz de “dar a luz” (7) por un acto de amor estrictamente espiritual, imagen invertida de todos los actos de “amor” pasional que venían determinando su vida y que, vacíos de contenido, la habían sumido en la nada.
En concordancia con su tema, Green se expresa mediante un lenguaje simbólico (8). Elementos destacables son el lenguaje de los pies (que nos hace pensar en Bresson), la dicción impecable de los actores (con el efecto de una estilización hierática un poco “a lo Dreyer” en “Gertrud”) (9), las dilatadas miradas a la cámara, prohibidas en el cine convencional; y especialmente, esa expresividad de la cámara que unas veces se dilata en largos planos, con frecuencia estáticos, que parecen querer detener el tiempo, sacándonos del torbellino absurdo de la vida cotidiana, y otras veces danza en torno a los personajes, como en la cena de Julie con Enrique, en un momento de especial dinamismo interior en la vida de la protagonista.
La película tiene un ritmo interior, y ese ritmo no está regido por el tiempo “del mundo”, por el tiempo profano, sino por el tiempo interior del alma: del alma de Julie, que ha decidido no seguir corriendo tras los acontecimientos, sino “pararse” y reorientar su vida.
En fin, demasiado contenido para 3000 caracteres...
En primer lugar: el rey Don Sebastián desapareció en la batalla de Alcazarquivir (1578); nunca se encontró su cadáver; sus partidarios dicen que no murió sino que fue “trasladado” más allá de este mundo y que regresará algún día para fundar el V Imperio, el Imperio de Cristo sobre toda la tierra (1) [notas en el spoiler]. Don Sebastián es, así, el centro de toda una corriente más o menos mística de “milenarismo sebastianista”. Aunque no lo parezca, el sebastianismo está presente a lo largo de toda la película, desde el principio (2), y da la clave fundamental.
¿Qué relación tiene todo eso con la historia de Julie? Eugéne Green es un director “creyente” y su cine tiene una fuerte componente místico-platónica (3). La “aparición” de don Sebastián reencarnado ante Julie viene a señalar la realización de la plenitud en la vida de Julie, la misma que, a nivel social, marcará la aparición de don Sebastián al final de la historia humana. La historia de Julie reproduce, pues, de algún modo, a nivel individual lo que significará para la humanidad el regreso de Don Sebastián. El viaje de Julie a Portugal es tanto un viaje físico a su lugar de origen (4) como un viaje interior al fondo de sí misma (5), en busca de esa plenitud simbolizada por el rey oculto, en el que se encontrará con una serie de personajes: Vasco, Enrique el cardiólogo, Martin el actor, Magdalena... otros tantos hitos en su proceso de transformación interior; y, sobre todo, la hermana Juana (6). Julie es así capaz capaz de “dar a luz” (7) por un acto de amor estrictamente espiritual, imagen invertida de todos los actos de “amor” pasional que venían determinando su vida y que, vacíos de contenido, la habían sumido en la nada.
En concordancia con su tema, Green se expresa mediante un lenguaje simbólico (8). Elementos destacables son el lenguaje de los pies (que nos hace pensar en Bresson), la dicción impecable de los actores (con el efecto de una estilización hierática un poco “a lo Dreyer” en “Gertrud”) (9), las dilatadas miradas a la cámara, prohibidas en el cine convencional; y especialmente, esa expresividad de la cámara que unas veces se dilata en largos planos, con frecuencia estáticos, que parecen querer detener el tiempo, sacándonos del torbellino absurdo de la vida cotidiana, y otras veces danza en torno a los personajes, como en la cena de Julie con Enrique, en un momento de especial dinamismo interior en la vida de la protagonista.
La película tiene un ritmo interior, y ese ritmo no está regido por el tiempo “del mundo”, por el tiempo profano, sino por el tiempo interior del alma: del alma de Julie, que ha decidido no seguir corriendo tras los acontecimientos, sino “pararse” y reorientar su vida.
En fin, demasiado contenido para 3000 caracteres...
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
(1) Lo que recuerda a la historia del rey Arturo, "trasladado" al reino del preste Juan, o más aún, al duodécimo Imam (siglo IX) de la tradición chiíta que también desapareció, pero deberá regresar al final del actual ciclo de la humanidad para presidir un período de paz y felicidad. Nada diferente a la segunda venida de Cristo.
(2) En los planos iniciales, cuando Julie baja del taxi para entrar en el hotel, puede verse en una pared una pintada, que pide o anuncia el regreso del rey Don Sebastián [Recuérdense las pintadas en “En la ciudad de Silvia”]. Por otra parte, el libro que Enrique está leyendo en el bar en que ve por primera vez a Julie es “Historia del futuro” (el título se distingue con claridad), obra de Antonio Vieira (siglo XVII), uno de los personajes más relevantes, quizá el más relevante, aparte del propio rey, de la historia sebastianista. Así pues, la aparición del joven que se dirige a Julie en la puerta de la discoteca hacia el final del film y al que ella ve como encarnación de Don Sebastián no es, pues, gratuita o caprichosa.
(3) El propio Green ha señalado a Platón y Eckhart como sus principales fuentes de inspiración. Su platonismo es explícito en “El puente de las artes”. “El mundo viviente” se abre con una cita de Eckhart.
(4) Se nos dice que su madre es portuguesa: el retorno a los orígenes, la “vuelta a casa”, la recuperación de la patria original, es un tema clásico y universal de toda tradición mística y, en particular, milenarista.
(5) En realidad, un viaje iniciático, en sentido estricto. Cuando entra por primera vez en la capilla, vemos un mural cerámico que representa el bautismo (sacramento cristiano de la iniciación) de Jesús por Juan en el Jordán.
(6) El encuentro con Juana, también podría entenderse como un encuentro de Julie consigo misma (no en vano Julie está representando el papel de una monja en la película que ha ido a filmar a Portugal), un encuentro con su alter ego celestial o, en términos más psicológicos, con su yo profundo; el resultado es una transformación que se expresa en una nueva actitud ante la existencia.
(7) La secuencia de los dos fados sucesivos es un hito especial en el proceso de toma de conciencia de Julie: ahí ve por primera vez con claridad su camino futuro. Como fondo, otro mural cerámico (estilísticamente muy similar al del bautismo en la iglesia) que representa la anunciación a la Virgen. También a Julie “se le anuncia” que su destino es tener un hijo que no será el resultado de ninguna relación sexual.
(8) Lenguaje ajeno a toda narrativa realista, y cuyo propósito es vehicular un sentido, no “engañar” a nadie haciéndole creer que lo que ocurre en la pantalla “es verdad”.
(9) Obviamente, ya sabemos que nadie habla así en la vida cotidiana, como tampoco nadie ha hablado nunca como lo hacían los personajes de Shakespeare, por ejemplo. Hay que recordar una vez más que la función del arte no es imitar eso que de forma tan convencida llamamos “la realidad”.
(2) En los planos iniciales, cuando Julie baja del taxi para entrar en el hotel, puede verse en una pared una pintada, que pide o anuncia el regreso del rey Don Sebastián [Recuérdense las pintadas en “En la ciudad de Silvia”]. Por otra parte, el libro que Enrique está leyendo en el bar en que ve por primera vez a Julie es “Historia del futuro” (el título se distingue con claridad), obra de Antonio Vieira (siglo XVII), uno de los personajes más relevantes, quizá el más relevante, aparte del propio rey, de la historia sebastianista. Así pues, la aparición del joven que se dirige a Julie en la puerta de la discoteca hacia el final del film y al que ella ve como encarnación de Don Sebastián no es, pues, gratuita o caprichosa.
(3) El propio Green ha señalado a Platón y Eckhart como sus principales fuentes de inspiración. Su platonismo es explícito en “El puente de las artes”. “El mundo viviente” se abre con una cita de Eckhart.
(4) Se nos dice que su madre es portuguesa: el retorno a los orígenes, la “vuelta a casa”, la recuperación de la patria original, es un tema clásico y universal de toda tradición mística y, en particular, milenarista.
(5) En realidad, un viaje iniciático, en sentido estricto. Cuando entra por primera vez en la capilla, vemos un mural cerámico que representa el bautismo (sacramento cristiano de la iniciación) de Jesús por Juan en el Jordán.
(6) El encuentro con Juana, también podría entenderse como un encuentro de Julie consigo misma (no en vano Julie está representando el papel de una monja en la película que ha ido a filmar a Portugal), un encuentro con su alter ego celestial o, en términos más psicológicos, con su yo profundo; el resultado es una transformación que se expresa en una nueva actitud ante la existencia.
(7) La secuencia de los dos fados sucesivos es un hito especial en el proceso de toma de conciencia de Julie: ahí ve por primera vez con claridad su camino futuro. Como fondo, otro mural cerámico (estilísticamente muy similar al del bautismo en la iglesia) que representa la anunciación a la Virgen. También a Julie “se le anuncia” que su destino es tener un hijo que no será el resultado de ninguna relación sexual.
(8) Lenguaje ajeno a toda narrativa realista, y cuyo propósito es vehicular un sentido, no “engañar” a nadie haciéndole creer que lo que ocurre en la pantalla “es verdad”.
(9) Obviamente, ya sabemos que nadie habla así en la vida cotidiana, como tampoco nadie ha hablado nunca como lo hacían los personajes de Shakespeare, por ejemplo. Hay que recordar una vez más que la función del arte no es imitar eso que de forma tan convencida llamamos “la realidad”.

8,1
32.912
7
26 de diciembre de 2007
26 de diciembre de 2007
29 de 39 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si yo fuera director de cine, probablemente me aprendería esta película de memoria. Pero como no soy director, sino simple espectador, lo más probable es que no la vuelva a ver. No exactamente porque no me haya gustado, sino más bien porque no me interesa demasiado, que no es lo mismo. No acabo de entender qué sentido tiene hacer un cuento infantil, con un lenguaje infantil, una estructura y unos recursos narrativos infantiles, para conseguir una película que los niños no van a ver, pues, obviamente no es una película apropiada para ellos.
Sin duda, un experimento sorprendente, con imágenes de fuerza tan impactante que parecen querer salirse de la pantalla y con un dominio del lenguaje cinematográfico (o, al menos, de un cierto lenguaje cinematográfico) verdaderamente insuperable. Desde luego, no se puede sino lamentar que este hombre no hiciera más cine. Pero el problema es: ¿a quién diablos va destinado todo esto? ¿A los adultos que pretenden recuperar de algún modo la infancia? No me parece que sea ése el camino. Realmente, no le veo mucha más utilidad que el que pueda tener un ejercicio de estilo, sin duda brillantísimo, pero que, en última instancia, sólo le sirve a su autor y a quienes se conforman con un cierto virtuosismo formal. En cualquier caso, es verdad que resulta difícil olvidar algunas de sus imágenes.
No concuerdo con las generalizadas alabanzas a Robert Mitchum: aun teniendo en cuenta la naturaleza de la película, un poco más de comedimiento y menos desmesura por su parte creo que habrían resultado más efectivos.
En fin, que si hay una película difícil de resumir en un determinado número de estrellas, es ésta. Le he puesto siete, pero tal vez hubiera sido más justo ponerle diez o no ponerle ninguna.
Sin duda, un experimento sorprendente, con imágenes de fuerza tan impactante que parecen querer salirse de la pantalla y con un dominio del lenguaje cinematográfico (o, al menos, de un cierto lenguaje cinematográfico) verdaderamente insuperable. Desde luego, no se puede sino lamentar que este hombre no hiciera más cine. Pero el problema es: ¿a quién diablos va destinado todo esto? ¿A los adultos que pretenden recuperar de algún modo la infancia? No me parece que sea ése el camino. Realmente, no le veo mucha más utilidad que el que pueda tener un ejercicio de estilo, sin duda brillantísimo, pero que, en última instancia, sólo le sirve a su autor y a quienes se conforman con un cierto virtuosismo formal. En cualquier caso, es verdad que resulta difícil olvidar algunas de sus imágenes.
No concuerdo con las generalizadas alabanzas a Robert Mitchum: aun teniendo en cuenta la naturaleza de la película, un poco más de comedimiento y menos desmesura por su parte creo que habrían resultado más efectivos.
En fin, que si hay una película difícil de resumir en un determinado número de estrellas, es ésta. Le he puesto siete, pero tal vez hubiera sido más justo ponerle diez o no ponerle ninguna.
8 de julio de 2014
8 de julio de 2014
20 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Basada en “El río Potudán”, relato escrito en 1937 por Andrei Platónov, “La voz solitaria del hombre” es el primer largometraje de Aleksander Sokurov. Película de oscura y difícil belleza, puede ofrecer serias dificultades para seguir su hilo narrativo, al menos en una primera visión, así que tal vez sea de utilidad resumir el argumento; incluyo síntesis en el spoiler. Sin ánimo de “explicar” esta película densa, compleja, ni de agotar su profuso caudal simbólico imponiendo reductores desciframientos subjetivos, creo que pueden fijarse, no obstante, algunas claves básicas que ayuden a cada cual a hacer su propia lectura. Es lo que intento en las líneas que siguen.
Sokurov, personaje extraño dentro del panorama cinematográfico, conjuga de forma radical el vanguardismo formal con el tradicionalismo ideológico (metafísico, más bien que político o social). Ese contraste, más aparente que real, entre innovación y tradición es solo una de las facetas más llamativas del director ruso. No menos turbadora puede ser su desconfianza respecto al cine como medio de expresión artística. Se ha dicho que es “un cineasta al que no le gusta el cine”: hipérbole que refleja sus confesadas reticencias respecto de un medio cuya condición tecnológica le colocaría, como mínimo, en desventaja con relación a la música o la pintura. En todo caso, la aspiración del cine, como la de todo arte, no puede ser otra que “preparar al hombre para la muerte”. Nada menos. Idea de peso, expresada ya, antes que él, en idénticos términos por Tarkovsky, y que hunde sus raíces en la concepción “antigua” del arte.
La influencia de Tarkovsky sobre Sokurov es tema debatido, imposible de solventar en unas líneas. Hay puntos de continuidad, pero también sustanciales diferencias. En cualquier caso, “La voz solitaria...” está dedicada “con gratitud” a la memoria del maestro fallecido y, en particular, varios puentes podrían tenderse entre esta obra y “El espejo”. El más claro, la inclusión de material documental sin relación explícita con la línea argumental básica, si bien con una función algo distinta, así como la combinación del blanco y negro y el color, pero el espectador atento encontrará no pocos vínculos entre ambos films: abundante presencia de espejos y superficies reflectantes, imágenes ralentizadas con paralelismo obvio de la vegetación, el fuego, la lluvia, etc.
Como “El espejo”, “La voz solitaria...” plantea una búsqueda espiritual a través de laberintos espacio-temporales. Más allá del tiempo cronológico que marcan nuestros relojes y del espacio físico por el que nos desplazamos, propone la visión del tiempo como círculo mítico y del espacio exterior como dominio de la muerte. En efecto, la película es por encima de todo una reflexión sobre el tiempo y la muerte, temas típicamente sokurovianos, más o menos presentes en todas sus películas. “La voz solitaria...” contiene en germen —y no solo en germen— los que van a ser elementos fundamentales de su obra tanto a nivel formal como temático.
El río, espacial imagen heraclítea del flujo temporal, es un continuado trasfondo metafísico que preside el film, tal vez como fundamento sagrado de la propia existencia. Su aparición cíclica a lo largo de la película no es casual, como tampoco lo es la repetición de esas escenas documentales en las que unos trabajadores hacen girar una enorme rueda de madera, imagen de la ciclicidad temporal tanto en sí misma —rueda de la vida— como en su reiteración (la veremos tres veces: al principio, a mitad y al final). Las imágenes paralelas de la nieve sobre el suelo (primera nevada ligera - nieve abundante - nieve en retroceso) reflejarán igualmente el avance cíclico de las estaciones.
La gran cantidad de imágenes fotográficas intercaladas en el film evoca esa dimensión “proustiana” del tiempo —posibilidad de escapar a su carácter “devorador”— que tan esencial es en el pensamiento de Sokurov, marcado por una nostalgia existencial de orden ontológico más que histórico: el tiempo cíclico no es tanto un retorno sucesivo al pasado cuanto la perpetua posibilidad de recuperación de un origen eterno. Al igual que las imágenes de la ciclicidad, también las de la nostalgia aparecen doblemente enfatizadas, como cuando Nikita mira a Liuba durmiendo y se recuerda a sí mismo contemplándola mientras ella mira un viejo álbum de fotos (con reiterada presencia a lo largo del film), es decir, la recuerda recordando. De hecho toda la relación entre los dos protagonistas está fundamentalmente basada en la memoria.
Sobre este particular marco espacio-temporal, Sokurov desarrolla su reflexión acerca de la muerte (omnipresente en la trama: muerte en la guerra, muerte de la madre de Liuba, muerte de Zhenia, fabricación y traslado del ataúd, cercanía de la muerte en la enfermedad de Nikita, animales muertos en el matadero, información sobre “alguien” que ha muerto en el registro civil, proyecto de suicidio del hombre de la barca, intento de suicidio de Liuba...) y también de la soledad; soledad como rasgo distintivo y destino ineludible; soledad constitutiva, y no circunstancial, del ser humano.
Voz solitaria del hombre que es también voz solitaria de Sokurov; el título del film se presta al fácil juego de palabras, pues la obra de este creador reclama un lugar aparte en la historia del cine. El universo de Sokurov es único y extraño; sus películas, antítesis del cine narrativo, maravillan y fascinan, pero también inquietan y desconciertan. En continua lucha con las convenciones del medio —y sobre todo con la más perdurable de todas ellas, la imagen estentórea que impacta (pero no transforma)—, la obra de Sokurov se desliza sin ruido, como una sombra silente, por los subterráneos de la conciencia. Apelando a la terminología de Bresson, podría decirse que lo que Sokurov hace no es cine, sino “cinematógrafo”, esa rara actividad que reúne a un reducido puñado de artistas, al margen de los vanos y estériles caminos del espectáculo.
Sokurov, personaje extraño dentro del panorama cinematográfico, conjuga de forma radical el vanguardismo formal con el tradicionalismo ideológico (metafísico, más bien que político o social). Ese contraste, más aparente que real, entre innovación y tradición es solo una de las facetas más llamativas del director ruso. No menos turbadora puede ser su desconfianza respecto al cine como medio de expresión artística. Se ha dicho que es “un cineasta al que no le gusta el cine”: hipérbole que refleja sus confesadas reticencias respecto de un medio cuya condición tecnológica le colocaría, como mínimo, en desventaja con relación a la música o la pintura. En todo caso, la aspiración del cine, como la de todo arte, no puede ser otra que “preparar al hombre para la muerte”. Nada menos. Idea de peso, expresada ya, antes que él, en idénticos términos por Tarkovsky, y que hunde sus raíces en la concepción “antigua” del arte.
La influencia de Tarkovsky sobre Sokurov es tema debatido, imposible de solventar en unas líneas. Hay puntos de continuidad, pero también sustanciales diferencias. En cualquier caso, “La voz solitaria...” está dedicada “con gratitud” a la memoria del maestro fallecido y, en particular, varios puentes podrían tenderse entre esta obra y “El espejo”. El más claro, la inclusión de material documental sin relación explícita con la línea argumental básica, si bien con una función algo distinta, así como la combinación del blanco y negro y el color, pero el espectador atento encontrará no pocos vínculos entre ambos films: abundante presencia de espejos y superficies reflectantes, imágenes ralentizadas con paralelismo obvio de la vegetación, el fuego, la lluvia, etc.
Como “El espejo”, “La voz solitaria...” plantea una búsqueda espiritual a través de laberintos espacio-temporales. Más allá del tiempo cronológico que marcan nuestros relojes y del espacio físico por el que nos desplazamos, propone la visión del tiempo como círculo mítico y del espacio exterior como dominio de la muerte. En efecto, la película es por encima de todo una reflexión sobre el tiempo y la muerte, temas típicamente sokurovianos, más o menos presentes en todas sus películas. “La voz solitaria...” contiene en germen —y no solo en germen— los que van a ser elementos fundamentales de su obra tanto a nivel formal como temático.
El río, espacial imagen heraclítea del flujo temporal, es un continuado trasfondo metafísico que preside el film, tal vez como fundamento sagrado de la propia existencia. Su aparición cíclica a lo largo de la película no es casual, como tampoco lo es la repetición de esas escenas documentales en las que unos trabajadores hacen girar una enorme rueda de madera, imagen de la ciclicidad temporal tanto en sí misma —rueda de la vida— como en su reiteración (la veremos tres veces: al principio, a mitad y al final). Las imágenes paralelas de la nieve sobre el suelo (primera nevada ligera - nieve abundante - nieve en retroceso) reflejarán igualmente el avance cíclico de las estaciones.
La gran cantidad de imágenes fotográficas intercaladas en el film evoca esa dimensión “proustiana” del tiempo —posibilidad de escapar a su carácter “devorador”— que tan esencial es en el pensamiento de Sokurov, marcado por una nostalgia existencial de orden ontológico más que histórico: el tiempo cíclico no es tanto un retorno sucesivo al pasado cuanto la perpetua posibilidad de recuperación de un origen eterno. Al igual que las imágenes de la ciclicidad, también las de la nostalgia aparecen doblemente enfatizadas, como cuando Nikita mira a Liuba durmiendo y se recuerda a sí mismo contemplándola mientras ella mira un viejo álbum de fotos (con reiterada presencia a lo largo del film), es decir, la recuerda recordando. De hecho toda la relación entre los dos protagonistas está fundamentalmente basada en la memoria.
Sobre este particular marco espacio-temporal, Sokurov desarrolla su reflexión acerca de la muerte (omnipresente en la trama: muerte en la guerra, muerte de la madre de Liuba, muerte de Zhenia, fabricación y traslado del ataúd, cercanía de la muerte en la enfermedad de Nikita, animales muertos en el matadero, información sobre “alguien” que ha muerto en el registro civil, proyecto de suicidio del hombre de la barca, intento de suicidio de Liuba...) y también de la soledad; soledad como rasgo distintivo y destino ineludible; soledad constitutiva, y no circunstancial, del ser humano.
Voz solitaria del hombre que es también voz solitaria de Sokurov; el título del film se presta al fácil juego de palabras, pues la obra de este creador reclama un lugar aparte en la historia del cine. El universo de Sokurov es único y extraño; sus películas, antítesis del cine narrativo, maravillan y fascinan, pero también inquietan y desconciertan. En continua lucha con las convenciones del medio —y sobre todo con la más perdurable de todas ellas, la imagen estentórea que impacta (pero no transforma)—, la obra de Sokurov se desliza sin ruido, como una sombra silente, por los subterráneos de la conciencia. Apelando a la terminología de Bresson, podría decirse que lo que Sokurov hace no es cine, sino “cinematógrafo”, esa rara actividad que reúne a un reducido puñado de artistas, al margen de los vanos y estériles caminos del espectáculo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Síntesis:
Nikita, un joven carpintero que lucha con el ejército rojo, vuelve a casa, a su pueblo, después de la guerra civil. A su regreso, recupera el contacto con Liuba, antigua conocida. Aunque ella pertenecía a una familia más solvente, ahora, tras la guerra, los dos son pobres y los recursos son escasos. Nikita reconstruye a través del recuerdo su relación con Liuba, incluyendo la frustrada relación de su padre con la madre de Liuba. Nikita contrae el tifus, pero Liuba, con amor y con atenciones, consigue su recuperación. Después de que ella se gradúe en la Facultad de Medicina, los dos jóvenes se casan. Pero Nikita no puede consumar físicamente el matrimonio y, apesadumbrado, después de varias semanas, abandona el hogar, sometiéndose a una vida de oscuros trabajos en el mercado de la ciudad cercana. Un día el padre de Nikita va a la ciudad a comprar grano y se encuentra con su hijo: le informa de que Liuba ha intentado suicidarse tirándose al río. El joven, tras haber expiado su debilidad por la humillación y el trabajo extenuante, vuelve al lado de su esposa con la promesa de vivir siempre juntos (reencuentro oído pero no visto —la pantalla está en negro—, abierto así a la interpretación).
Sobre esta línea básica extraída de “El río Potudán”, Sokurov incorpora elementos de otra obra de Platónov, “Chevengur”: por ejemplo, la figura de un misterioso monje, testigo de la escena en que Nikita mira a unos trabajadores en una fábrica a través de una ventana, y que le acompaña cuando se dirige a la ciudad. Una subtrama, paralela a la de Nikita y Liuba, nos habla del empleado de la oficina en que registran su matrimonio. El empleado (si bien no queda muy claro si es ese mismo personaje u otro), acompañado en una barca por otro hombre, decide dejarse hundir en el agua para buscar lo que hay al otro lado de la vida, aunque, en los planos finales, lo veremos emergiendo de las aguas (no así en la obra de Platónov, donde muere).
***
Por último, hay que lamentar las dificultades de acceso que presenta la obra de Sokurov (47 títulos según la filmografía de su página de internet), solo muy parcialmente editada en DVD. Aunque en algunos casos se puede recurrir a ediciones extranjeras (sin subtitulado en castellano), buena parte de sus películas solo pueden ser contempladas en archivos de internet con una calidad (al menos, por lo que yo he podido localizar), entre mala y pésima, cuando no son sencilla y absolutamente “invisibles”.
Nikita, un joven carpintero que lucha con el ejército rojo, vuelve a casa, a su pueblo, después de la guerra civil. A su regreso, recupera el contacto con Liuba, antigua conocida. Aunque ella pertenecía a una familia más solvente, ahora, tras la guerra, los dos son pobres y los recursos son escasos. Nikita reconstruye a través del recuerdo su relación con Liuba, incluyendo la frustrada relación de su padre con la madre de Liuba. Nikita contrae el tifus, pero Liuba, con amor y con atenciones, consigue su recuperación. Después de que ella se gradúe en la Facultad de Medicina, los dos jóvenes se casan. Pero Nikita no puede consumar físicamente el matrimonio y, apesadumbrado, después de varias semanas, abandona el hogar, sometiéndose a una vida de oscuros trabajos en el mercado de la ciudad cercana. Un día el padre de Nikita va a la ciudad a comprar grano y se encuentra con su hijo: le informa de que Liuba ha intentado suicidarse tirándose al río. El joven, tras haber expiado su debilidad por la humillación y el trabajo extenuante, vuelve al lado de su esposa con la promesa de vivir siempre juntos (reencuentro oído pero no visto —la pantalla está en negro—, abierto así a la interpretación).
Sobre esta línea básica extraída de “El río Potudán”, Sokurov incorpora elementos de otra obra de Platónov, “Chevengur”: por ejemplo, la figura de un misterioso monje, testigo de la escena en que Nikita mira a unos trabajadores en una fábrica a través de una ventana, y que le acompaña cuando se dirige a la ciudad. Una subtrama, paralela a la de Nikita y Liuba, nos habla del empleado de la oficina en que registran su matrimonio. El empleado (si bien no queda muy claro si es ese mismo personaje u otro), acompañado en una barca por otro hombre, decide dejarse hundir en el agua para buscar lo que hay al otro lado de la vida, aunque, en los planos finales, lo veremos emergiendo de las aguas (no así en la obra de Platónov, donde muere).
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Por último, hay que lamentar las dificultades de acceso que presenta la obra de Sokurov (47 títulos según la filmografía de su página de internet), solo muy parcialmente editada en DVD. Aunque en algunos casos se puede recurrir a ediciones extranjeras (sin subtitulado en castellano), buena parte de sus películas solo pueden ser contempladas en archivos de internet con una calidad (al menos, por lo que yo he podido localizar), entre mala y pésima, cuando no son sencilla y absolutamente “invisibles”.
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