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Críticas ordenadas por utilidad
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6,7
14.099
8
25 de enero de 2022
25 de enero de 2022
2 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las primeras imágenes de Belfast (Id, 2021), de Kenneth Brannagh son unas imágenes aéreas en color de la capital irlandesa. Imágenes desde la distancia, imágenes de cariz promocional, no imágenes de lo real, de la agitación de la vida ordinaria. La imagen de un graffiti en un muro ejerce de transición al blanco y negro del pasado, en 1969. Nos sitúan en la calle donde vive la familia protagonista, inspirada en la propia del cineasta, autor del guion, quien, también, como en la conclusión de la narración, se trasladó a Inglaterra aquel año. Buddy (Jude Hill), un niño de nueve años, trasunto de Brannagh, nos es presentado en pleno juego, en el que encarna a un caballero que combate a un dragón con un cubo como escudo y una espada de madera. Cuando retorna a casa, se encontrará en medio de un combate callejero, la primera agresión, en su barrio, de católicos a protestantes (en los inicios de la guerra de baja escala, entre los que clamaban por la independencia y los leales a Inglaterra, denominada The troubles, que se extendería hasta 1988). Los dragones de la realidad son de otro cariz, paralizan, como le ocurre al mismo Buddy, quien es rescatado de la carga de la horda por su madre, Ma (Caitriona Balfe). Hay también otro tiepo de dragones, que pueden determinar un cambio radical en la vida, como la precariedad económica, determinante, junto a la creciente violencia, para optar por el traslado a otro lugar.
La fantasía no se corresponde con lo real pero, a su vez, las iniciales imágenes lustrosas de Belfast inciden en una visión ideal, embellecida, también manifiesta en la exquisita caligrafia en blanco y negro de la dirección de fotografía, obra de Haris Zambarloukos, que convierte a muchos planos en elaboradas y refinadas composiciones para una exposición fotográfica. El pasado es un museo de hermosas composiciones caligráficas al evocarse como espacio mítico. Realidad y fantasía se conjugan o funden a través de la mirada homenajeadora que transfigura el pasado no solo como experiencia concreta sino como experiencia arquetípica. En la narración cobrarán relevancia las películas, tanto en relación al desarrollo dramático como en cuanto al substrato del enfoque cinematográfico. En cuanto a lo segundo, refleja cómo más que una incursión en el registro de lo real se opta por una visión poética, arquetípica, de la experiencia de la infancia. La visión está filtrada por esa visión de la propia experiencia como una película cuyo tratamiento estético se desprende de aristas y rugosidades. Es la evocación a través de una exposición, homenaje a una ciudad y a la propia vivencia personal. Una de las películas que cobran relevancia en la narración, experiencia compartida por toda la familia, excepto el abuelo, Pop (Ciaran Hinds), es Chitty Chitty Bang Bang (1968), de Ken Hughes, y en concreto la primera secuencia en la que el coche echa a volar tras saltar por un acantilado. Los gestos de la familia acompañan el descenso, como si viajaran el mismo coche. Esa imagen del vuelo define el ánimo de una familia que intenta superar todas las adversidades y contrariedades, y al mismo enfoque de la película. Como las primeras imágenes del Belfast actual, la mirada de Brannagh vuela desde la distancia que es homenaje, celebración y poetización. Y lo es el mismo cine. El personaje del abuelo, en una de sus conversaciones con su nieto, condensa esa visión de la familia, sea de modo presente o en el recuerdo, como basamento fundamental de la vida.
Las otras dos películas que adquieren relevancia son dos westerns. Espejo del combate entre las facciones. De hecho, quienes ejercen de amenaza para la familia, dentro de la facción de los protestantes, ya que representan la actitud agresiva y hostil, se llaman Billy Clanton y McLaury, apellidos de los que se enfrentaron a los hermanos Earp y Doc Holliday en el célebre duelo en OK Corral. La primera película es El hombre que mató a Liberty Valance, y de modo específico, la secuencia en la que Doniphon (John Wayne) se enfrenta en el restaurante a Valance (Lee Marvin) tras que éste se haya burlado de Stoddard (James Steward) provocando que se le caígan los bistecs de la bandeja que porta.
La fantasía no se corresponde con lo real pero, a su vez, las iniciales imágenes lustrosas de Belfast inciden en una visión ideal, embellecida, también manifiesta en la exquisita caligrafia en blanco y negro de la dirección de fotografía, obra de Haris Zambarloukos, que convierte a muchos planos en elaboradas y refinadas composiciones para una exposición fotográfica. El pasado es un museo de hermosas composiciones caligráficas al evocarse como espacio mítico. Realidad y fantasía se conjugan o funden a través de la mirada homenajeadora que transfigura el pasado no solo como experiencia concreta sino como experiencia arquetípica. En la narración cobrarán relevancia las películas, tanto en relación al desarrollo dramático como en cuanto al substrato del enfoque cinematográfico. En cuanto a lo segundo, refleja cómo más que una incursión en el registro de lo real se opta por una visión poética, arquetípica, de la experiencia de la infancia. La visión está filtrada por esa visión de la propia experiencia como una película cuyo tratamiento estético se desprende de aristas y rugosidades. Es la evocación a través de una exposición, homenaje a una ciudad y a la propia vivencia personal. Una de las películas que cobran relevancia en la narración, experiencia compartida por toda la familia, excepto el abuelo, Pop (Ciaran Hinds), es Chitty Chitty Bang Bang (1968), de Ken Hughes, y en concreto la primera secuencia en la que el coche echa a volar tras saltar por un acantilado. Los gestos de la familia acompañan el descenso, como si viajaran el mismo coche. Esa imagen del vuelo define el ánimo de una familia que intenta superar todas las adversidades y contrariedades, y al mismo enfoque de la película. Como las primeras imágenes del Belfast actual, la mirada de Brannagh vuela desde la distancia que es homenaje, celebración y poetización. Y lo es el mismo cine. El personaje del abuelo, en una de sus conversaciones con su nieto, condensa esa visión de la familia, sea de modo presente o en el recuerdo, como basamento fundamental de la vida.
Las otras dos películas que adquieren relevancia son dos westerns. Espejo del combate entre las facciones. De hecho, quienes ejercen de amenaza para la familia, dentro de la facción de los protestantes, ya que representan la actitud agresiva y hostil, se llaman Billy Clanton y McLaury, apellidos de los que se enfrentaron a los hermanos Earp y Doc Holliday en el célebre duelo en OK Corral. La primera película es El hombre que mató a Liberty Valance, y de modo específico, la secuencia en la que Doniphon (John Wayne) se enfrenta en el restaurante a Valance (Lee Marvin) tras que éste se haya burlado de Stoddard (James Steward) provocando que se le caígan los bistecs de la bandeja que porta.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La otra secuencia, una discusión entre Kane (Gary Cooper) y su esposa, (Grace Kelly), pertenece a Solo ante el peligro (High noon, 1952). Se corresponden ambas con la figura del padre, Pa (Jamie Dornan), desde la perspectiva del hijo. El padre ausente, porque trabaja en Inglaterra, que sabrá enfrentarse a quien les atemoriza con la amenaza de usar la violencia, y así será en el enfrentamiento final, en la calle, como si fuera un duelo en una calle del Oeste americano, aunque a tono con la visión poetizada de la narración no hay conclusión sangrienta. Como la misma muerte del abuelo se eliptiza: un intercambio de miradas entre padre e hijo da paso a un plano general en picado con el abuelo en el féretro y a cada lado padre e hijo. La segunda secuencia remite a las discusiones entre marido y esposa sobre su circunstancia presente y sobre sus divergencias con respecto a cuál, y dónde, puede ser su futuro. Un cristal interpuesto entre ambos rostros cuando discuten en el autobús que le llevará al aeropuerto, para viajar de nuevo a Inglaterra, condensa los reflejos (los distintos pareceres, los arraigos y las necesidades en colisión) que se interponen para poder conciliar una misma decisión. El desgarro de la madre es lo que más dota de cuerpo a una narración que tiende a volar, como la figura del padre, el hombre que mantiene el temple y la firmeza, y quiere abandonar su lugar de costumbre para construir una nueva vida en otro lugar. Una imagen de la abuela, a través del cristal esmerilado en el que apoya la cabeza, es la imagen final que condensa el padecimiento de los que se quedaron en Belfast y seguirían sufriendo el conflicto.
Memoria personal, cine, familia de clase media baja, canciones. Son componentes que caracterizaban a las magistrales Voces distantes (1988) y El largo día acaba (1992), de Terence Davies. Son disímiles los planteamientos expresivos, aunque se decanten ambos por un tratamiento estilizado. La opción de Davies era más heterodoxa, con una estructura fragmentada, y una exuberante inventiva, sin parangón en el cine de las últimas décadas, en el uso de los transiciones o en el empleo de los movimientos de cámara y otros recursos fílmicos que parecía estar descubriendo, de nuevo, el potencial del lenguaje cinematográfico. El enfoque de Belfast se sustenta, con brillantez, sobre una plantilla más ortodoxa, o aplicada a unas convenciones, una narración lineal, con una estructura más episódica que fragmentada. El contraste no es tan manifiesto como era en la obra de Davies. Se atenúa o amortigua la vertiente más desoladora o terrible, sea la violencia o la pérdida. El filtro poetizador ejerce de amortiguador. La realidad no duele, sino que más bien vuela, como la piedra que lanza el padre para vencer al impositivo Goliath violento que porta una pistola.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Memoria personal, cine, familia de clase media baja, canciones. Son componentes que caracterizaban a las magistrales Voces distantes (1988) y El largo día acaba (1992), de Terence Davies. Son disímiles los planteamientos expresivos, aunque se decanten ambos por un tratamiento estilizado. La opción de Davies era más heterodoxa, con una estructura fragmentada, y una exuberante inventiva, sin parangón en el cine de las últimas décadas, en el uso de los transiciones o en el empleo de los movimientos de cámara y otros recursos fílmicos que parecía estar descubriendo, de nuevo, el potencial del lenguaje cinematográfico. El enfoque de Belfast se sustenta, con brillantez, sobre una plantilla más ortodoxa, o aplicada a unas convenciones, una narración lineal, con una estructura más episódica que fragmentada. El contraste no es tan manifiesto como era en la obra de Davies. Se atenúa o amortigua la vertiente más desoladora o terrible, sea la violencia o la pérdida. El filtro poetizador ejerce de amortiguador. La realidad no duele, sino que más bien vuela, como la piedra que lanza el padre para vencer al impositivo Goliath violento que porta una pistola.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com

7,0
29.240
5
20 de mayo de 2022
20 de mayo de 2022
19 de 49 usuarios han encontrado esta crítica útil
Top Gun (1986), de Tony Scott, como su continuación, Top Gun: Maverick (2022), de Joseph Kosinski, son más interesantes como fenómenos que como películas en sí. La obra de Scott, o la producción de Jerry Bruckheimer y John Simpson, fue un gran éxito que caló en el imaginario colectivo, y se convirtió en película fetiche, compuesta por pedazos de fetiches: fotogenia actoral, vestuario, erótica anatómica conjugada con la erótica de la mecánica, enmarcada en la fotogenia de unas imágenes asépticamente coloridas (con el naranja solar como emblema) de cariz publicitario, como si los planos o las secuencias fueran una sucesión de spots ( y las interpretaciones, en particular de los jóvenes, una pasarela de poses). Bruckheimer-Simpson, Cruise y Scott, dado el impacto y el éxito, repitieron la jugada en Días de trueno (1990), en donde simplemente sustituyeron aviones por coches de carreras ( y los rostros secundarios que acompañaban a Cruise): la velocidad, el dominio (y superación de los límites) se convertían de nuevo en fundamentales componentes: emblema de la virilidad más básica y primitiva y de una actitud empresarial y económica, del capitalismo corporativo, que basa su sistema en competitividad y eficiencia (y la embriaguez del éxito: la ley del beneficio o la aspiración a alcanzar la primera posición, la posición privilegiada en la jerárquica pirámide social), que se afianzó en esa década.
En Top Gun: Maverick, obra de Kosinski, o producción de Bruckheimer y Cruise no faltan planos fotogénicos, como algún que otro plano anaranjado (con cuerpos con espléndidos abdominales), sigue primando la fetichización de cuerpo máquina y de la máquina en sí o de su conjugación (con avión, moto o un porche), o de imágenes icónicas, como el mismo Cruise, su chaquetilla y su moto (es una obra de repertorio), y abundancia de rostros y figuras fotogénicas (con cincuentones, como Cruise o Jennifer Connelly, delgados o fibrosos, con apariencia de veinteañeros con algunas arrugas; por lo que ya no tendría cabida alguien como Kelly McGillis: más allá de su retiro del cine, ha engordado considerablemente, y, como ella reconoce, parece la edad que tiene; hubiera sido una interesante interferencia en una película definida por su carácter prefabricado y protésico). Aún así, Top Gun: Maverick resulta más interesante y efectiva (aunque tampoco era muy difícil) que la obra de Scott. Y, aunque no esté a su altura, coherente con el hecho de que la mayor parte de las últimas producciones de Cruise se han distinguido por su calidad, en especial las tres excelentes últimas producciones de Misión imposible, pero también Jack Reacher (2012), de Christopher McQuarrie, Al filo del mañana (2014) y Barry Seal. El traficante (2017), ambas de Doug Liman. La excepción sería La momia (2017), de Alex Kurtzman, con diferencia la más floja. Top gun Maverick se podría equiparar, en resultado, a la aceptable Jack Reacher: Nunca vuelvas atrás (2016), de Edward Zwick, con incrustaciones visuales reminiscentes de Top Gun, con respecto a la cual Top Gun: Maverick dispone de algo más de sustancia dramática, aun liviana, con un cierto conflicto, la tirantez existente entre Maverick (Tom Cruise) y Rooster (Miles Teller), el hijo de quien fuera su mejor amigo, Goose (Anthony Andrews), no porque le responsabilice de la muerte de su padre sino porque piensa que ha interferido en su progresión como piloto. Así como resulta interesante la caracterización de Maverick como alguien que ha quedado en la periferia del sistema militar, sin aspiraciones de ascensos, y más interesado en superar los límites de resistencia o de superación de límites de los aviones. Como su Ethan Hunt, un personaje entremedias, institucional y outsider en un mismo cuerpo. Aunque sea requerido como instructor de unos jóvenes pilotos que deberán realizar una peligrosa misión, un bombardeo en una localización muy vigilada, de muy difícil acceso en territorio escarpado y sinuoso, que recuerda al que debían realizar en Escuadrón 633 (1964), de Walter Grauman, Maverick representa la actitud opuesta a quien encarna al mismo sistema, el hombre de mente cuadriculada que no tiende a los riesgos, sino a la cautela, el vice almirante Simpson (Jon Hamm). Maverick consigue el puesto gracias, meramente, al apoyo de quien fuera en principio rival, en Top Gun, pero que se afianzaría como amigo, Iceman (Val Kilmer), quien sí ocupa un alto cargo militar y que, por añadidura, representa el deterioro del cuerpo y de la edad, por su enfermedad. Maverick, como ejemplifica el mismo Cruise, es el cuerpo que se resiste a sufrir el deterioro y quiere mantener la ilusión de juventud o potencia y pericia sobresaliente. Por eso, en sus últimas obras él mismo protagoniza situaciones extremas o peligrosas, en vez de recurrir al especialista correspondiente.
Esa compulsión por traspasar límites conecta con la condición de fenómeno de Top Gun: Maverick, más allá de su condición de fetiche nostálgico: La experiencia para el espectador, relacionada con la atracción de feria, de sentirse parte de la (extrema) experiencia sensorial, como el hecho de pilotar un avión de combate, y además en el territorio más adverso, como un estrecho desfiladero en el que hay que zigzaguear a la más alta velocidad, ya que se dispone de un tiempo limitado para cumplimentar un pasaje; es otro nivel perceptivo con respecto a los niveles de un video juego, con el que recuperar aquella primera sensación asombrada de los primeros espectadores de La llegada del tren a la ciudad (1895), de los Hermanos Lumiere, que sintieron, o temieron, que el tren de la pantalla pudiera atravesarla y arrollarles: responde a la necesidad básica de sentirse parte de la película (aún hay espectadores que sienten que lo que ocurre en la pantalla ocurre de verdad, como que los actores son los personajes).
En Top Gun: Maverick, obra de Kosinski, o producción de Bruckheimer y Cruise no faltan planos fotogénicos, como algún que otro plano anaranjado (con cuerpos con espléndidos abdominales), sigue primando la fetichización de cuerpo máquina y de la máquina en sí o de su conjugación (con avión, moto o un porche), o de imágenes icónicas, como el mismo Cruise, su chaquetilla y su moto (es una obra de repertorio), y abundancia de rostros y figuras fotogénicas (con cincuentones, como Cruise o Jennifer Connelly, delgados o fibrosos, con apariencia de veinteañeros con algunas arrugas; por lo que ya no tendría cabida alguien como Kelly McGillis: más allá de su retiro del cine, ha engordado considerablemente, y, como ella reconoce, parece la edad que tiene; hubiera sido una interesante interferencia en una película definida por su carácter prefabricado y protésico). Aún así, Top Gun: Maverick resulta más interesante y efectiva (aunque tampoco era muy difícil) que la obra de Scott. Y, aunque no esté a su altura, coherente con el hecho de que la mayor parte de las últimas producciones de Cruise se han distinguido por su calidad, en especial las tres excelentes últimas producciones de Misión imposible, pero también Jack Reacher (2012), de Christopher McQuarrie, Al filo del mañana (2014) y Barry Seal. El traficante (2017), ambas de Doug Liman. La excepción sería La momia (2017), de Alex Kurtzman, con diferencia la más floja. Top gun Maverick se podría equiparar, en resultado, a la aceptable Jack Reacher: Nunca vuelvas atrás (2016), de Edward Zwick, con incrustaciones visuales reminiscentes de Top Gun, con respecto a la cual Top Gun: Maverick dispone de algo más de sustancia dramática, aun liviana, con un cierto conflicto, la tirantez existente entre Maverick (Tom Cruise) y Rooster (Miles Teller), el hijo de quien fuera su mejor amigo, Goose (Anthony Andrews), no porque le responsabilice de la muerte de su padre sino porque piensa que ha interferido en su progresión como piloto. Así como resulta interesante la caracterización de Maverick como alguien que ha quedado en la periferia del sistema militar, sin aspiraciones de ascensos, y más interesado en superar los límites de resistencia o de superación de límites de los aviones. Como su Ethan Hunt, un personaje entremedias, institucional y outsider en un mismo cuerpo. Aunque sea requerido como instructor de unos jóvenes pilotos que deberán realizar una peligrosa misión, un bombardeo en una localización muy vigilada, de muy difícil acceso en territorio escarpado y sinuoso, que recuerda al que debían realizar en Escuadrón 633 (1964), de Walter Grauman, Maverick representa la actitud opuesta a quien encarna al mismo sistema, el hombre de mente cuadriculada que no tiende a los riesgos, sino a la cautela, el vice almirante Simpson (Jon Hamm). Maverick consigue el puesto gracias, meramente, al apoyo de quien fuera en principio rival, en Top Gun, pero que se afianzaría como amigo, Iceman (Val Kilmer), quien sí ocupa un alto cargo militar y que, por añadidura, representa el deterioro del cuerpo y de la edad, por su enfermedad. Maverick, como ejemplifica el mismo Cruise, es el cuerpo que se resiste a sufrir el deterioro y quiere mantener la ilusión de juventud o potencia y pericia sobresaliente. Por eso, en sus últimas obras él mismo protagoniza situaciones extremas o peligrosas, en vez de recurrir al especialista correspondiente.
Esa compulsión por traspasar límites conecta con la condición de fenómeno de Top Gun: Maverick, más allá de su condición de fetiche nostálgico: La experiencia para el espectador, relacionada con la atracción de feria, de sentirse parte de la (extrema) experiencia sensorial, como el hecho de pilotar un avión de combate, y además en el territorio más adverso, como un estrecho desfiladero en el que hay que zigzaguear a la más alta velocidad, ya que se dispone de un tiempo limitado para cumplimentar un pasaje; es otro nivel perceptivo con respecto a los niveles de un video juego, con el que recuperar aquella primera sensación asombrada de los primeros espectadores de La llegada del tren a la ciudad (1895), de los Hermanos Lumiere, que sintieron, o temieron, que el tren de la pantalla pudiera atravesarla y arrollarles: responde a la necesidad básica de sentirse parte de la película (aún hay espectadores que sienten que lo que ocurre en la pantalla ocurre de verdad, como que los actores son los personajes).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
A ese respecto, las secuencias de vuelo son brillantes, narradas con un vibrante dinamismo, como la película en su generalidad, en particular las dos que se realizan en las secuencias finales (que ocupan la media hora final), aunque, eso sí, no haya rubor en recurrir, y por dos veces, a una convención como el salvamento en el último segundo. Esta no es una obra inmersiva, en su vertiente más compleja, o transfiguradora de nuestra percepción sensorial, que implica transfiguración de la concepción de la realidad, como puede ser el cine de Apichatpong Weerasethakul o David Lynch, o Ghost story, de David Lowery, Origen, de Christopher Nolan o 2046, de Wong Kar Wai. Es un sentido de la vivencia sensorial más básico, como Top Gun: Maverick es una obra de convenciones o formulas, una obra más de confección, de la que se puede halagar su factura, como una aplicación que ha sido ejecutada no solo correcta sino brillantemente. Y eso ya será suficiente para suscitar entusiasmos, como los ha generado en representantes de los medios que ya la han visto. Particularmente, a diferencia de la primera, sí me resultó amena, pero también una producción que se olvida rápidamente. Es obra de superficies, pura fotogenia, una sucesión de clichés al menos gestionados con eficacia narrativa. Una película no más que correcta, o discreta, como también las previas obras de Kosinski, Tron: legacy (2010), Oblivion (2013) o Héroes del infierno (2017). Si este es el epítome, por las muestras de entusiasmo, de lo que se aspira a experimentar en una sala de cine habrá que convenir en que las aspiraciones parecen muy limitadas. Y por ende, más allá de su disfrute recreativo, lo que esta película sustancialmente expresa, la sublimación de una ficción como modelo o inspiración icónica, lo condensó Walter Tevis, muy acertadamente, en Sinsonte, publicada en 1980 (la década en que se gestaría Top gun): Y allá iba él, por la carretera, a más de cien kilómetros por hora, aislado del exterior, aislado todo lo posible incluso de los sonidos que su propio vehículo emitía al recorrer la carretera despejada. El individualista americano, el espíritu libre. El hombre de la frontera. Con un rostro humano indistinguible del de un robot imbécil.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
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5,9
13.220
8
30 de enero de 2025
30 de enero de 2025
6 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el cine de Jacques Audiard, uno de los más sugerentes de las últimas décadas, son frecuentes las variaciones de identidad, los cambios de escenario de vida, las interrogantes sobre qué somos, el influjo determinante de las circunstancias, las paradojas, la constitución de la relación con la realidad sobre ficciones, simulaciones, y procesos de adaptación. En Un héroe muy discreto (1996), Dehousse (Matthieu Kassovitz se inventa una nueva identidad y crea un nuevo escenario de vida, en el que para los demás representa algo excepcional, y, de ese modo, contrarreste una imagen estigmatizada o que siente insuficiente; será un héroe de guerra y no el hijo de un colaboracionista. Somos cómo nos presentamos a los demás (o se nos percibe, y concibe, según cómo nos presentamos a los demás). Es su forma de adaptarse al medio, sin que el medio lo arrincone. En Dheepan (2015), Sivadhasan (Antonythasan Jesuthasan) adopta la identidad de un hombre muerto, Dheepan, y se alía con una mujer y una niña de nueve años, Yalini (Kalieaswari Srinivasan) e Illayaal (Claudine Vinasithamby), que tampoco tienen nada que ver entre sí, para simular que son una familia y así conseguir abandonar un país derrumbado tras una cruenta guerra civil, Sri Lanka, y asentarse en Francia, en donde se hace necesario seguir con la simulación, seguir pareciendo una familia, para poder conseguir la ayuda gubernamental que les facilite integrarse, y conseguir alojamiento y un trabajo. Por necesidad de mera supervivencia, Malik (Tahar Rahim), en Un profeta (2009), se adapta al escenario de la prisión, evoluciona de ser nada, un ser periférico, sin vínculo con nadie, o un peón en una estructura, a ser Alguien, y dominar el escenario de realidad, al lograr crear las adecuadas relaciones o alianzas. En De óxido y hueso (2012), Catherine tiene que aprender a andar con sus nuevas piernas de metal, como tiene que adaptarse a su nueva condición, a su nueva forma de relacionarse con el mundo, a asumir lo que no podrá ya realizar.
¿Quiénes somos? París, distrito 13 (2021), es una obra en la que se reflexiona sobre cómo, en ocasiones, las relaciones son más bien ensayos o tanteos en otros cuerpos de una emoción que no se ajusta al inquilino, como si fuera un proceso de afinamiento. Nora (Noemi Merlant), que fue agente inmobiliaria, reinicia su carrera universitaria, pero un disfraz que utiliza para una fiesta genera la desacertada percepción, por parte de unos compañeros, de que es el atuendo que utiliza para su servicio sexual en el espacio virtual. Irónicamente, establecerá una relación con quien era la imagen que otros pensaron que era ella. Establece una relación virtual con Amber Sweet (Jenny Beth), como si su desorientación, como emoción que parecía arrastrada, encontrara en su imagen equívoca el enfoque de su emoción verdadera. En Emilia Pérez (2024), en la que Audiard adapta Ecoute, de Boris Razon, un hombre, Juan “Manitas” (Karla Sofía Gascón), decide operarse para convertirse en mujer, modificación física que también implicará un cambio radical de relación con la realidad, pues cuando es hombre es un narcotraficante, lo que implica un frecuente ejercicio de la violencia. Cuando se convierta en mujer, Emilia Pérez, a partir de cierto momento se tornará en lo opuesto, en la que utiliza su posición de privilegio para corregir los errores, los desafueros cometidos, para hacer el bien: crea una organización para encontrar, e identificar, los cuerpos de las víctimas de los narcortraficanes, es decir, de lo fue él. Una remodelación, y modificación, radical de apariencia y actitud vital.
Es interesante el planteamiento estructural, pues la narración se inicia con la decepción y la impotencia. Rita (Zoe Saldaña) es una abogada que desespera porque no es la justicia lo que predomine, y su misma actividad no conseguir que varíe el escenario de realidad, como ejemplifica el juicio contra un hombre, rico y célebre, que ha matado a su esposa, pero al que se le declara inocente. Un caso que es ejemplo de tantos otros que ella aprecia en la sociedad, en particular en las relaciones entre hombres y mujeres. Por eso, esa reconversión de hombre en mujer, además de un hombre que ha infligido daño de modo recurrente pareciera una manifestación fantástica de la aspiración de una mujer que, ya en sus cuarenta, no ha logrado entablar una relación estable con un hombre, también indicativo de esa colisión social. Acorde a esa condición de ejemplo hiperbólico de transformación de una figura masculina dañina en mujer que se caracteriza por su generosidad, el planteamiento estilístico de la narración no es realista sino musical. De modo constante, se suceden secuencias habladas con secuencias cantadas y coreografiadas. Es un relato fantástico, cual alegoría de lo que pudiera ser la relación con la realidad. En ese planteamiento expresivo reside la singularidad de esta excelente obra. Una cualidad poco usual en el cine de hoy.
La narración se estructura en tres circunstancias o escenarios. El primero, en relación a la gestión de Rita para encontrar el cirujano dispuesto y así conseguir que Manitas se convierta en Emilia, y resida en Suiza. El segundo, tras un reencuentro cuatro años después, en la gestión de Rita para conseguir que la esposa de Manitas, Jessi (Selena Gómez), y los dos hijos se trasladen al hogar de Emilia, a la que se presentará, como prima de Manitas, porque Manitas/Emilia añora a sus hijos. Ni ella ni los hijos sabrán que se relacionan con su marido y padre. Para ellos, es otra persona. Conviven como una familia pero la concepción de Emilia diverge de la de sus hijos y quien fue su esposa.
¿Quiénes somos? París, distrito 13 (2021), es una obra en la que se reflexiona sobre cómo, en ocasiones, las relaciones son más bien ensayos o tanteos en otros cuerpos de una emoción que no se ajusta al inquilino, como si fuera un proceso de afinamiento. Nora (Noemi Merlant), que fue agente inmobiliaria, reinicia su carrera universitaria, pero un disfraz que utiliza para una fiesta genera la desacertada percepción, por parte de unos compañeros, de que es el atuendo que utiliza para su servicio sexual en el espacio virtual. Irónicamente, establecerá una relación con quien era la imagen que otros pensaron que era ella. Establece una relación virtual con Amber Sweet (Jenny Beth), como si su desorientación, como emoción que parecía arrastrada, encontrara en su imagen equívoca el enfoque de su emoción verdadera. En Emilia Pérez (2024), en la que Audiard adapta Ecoute, de Boris Razon, un hombre, Juan “Manitas” (Karla Sofía Gascón), decide operarse para convertirse en mujer, modificación física que también implicará un cambio radical de relación con la realidad, pues cuando es hombre es un narcotraficante, lo que implica un frecuente ejercicio de la violencia. Cuando se convierta en mujer, Emilia Pérez, a partir de cierto momento se tornará en lo opuesto, en la que utiliza su posición de privilegio para corregir los errores, los desafueros cometidos, para hacer el bien: crea una organización para encontrar, e identificar, los cuerpos de las víctimas de los narcortraficanes, es decir, de lo fue él. Una remodelación, y modificación, radical de apariencia y actitud vital.
Es interesante el planteamiento estructural, pues la narración se inicia con la decepción y la impotencia. Rita (Zoe Saldaña) es una abogada que desespera porque no es la justicia lo que predomine, y su misma actividad no conseguir que varíe el escenario de realidad, como ejemplifica el juicio contra un hombre, rico y célebre, que ha matado a su esposa, pero al que se le declara inocente. Un caso que es ejemplo de tantos otros que ella aprecia en la sociedad, en particular en las relaciones entre hombres y mujeres. Por eso, esa reconversión de hombre en mujer, además de un hombre que ha infligido daño de modo recurrente pareciera una manifestación fantástica de la aspiración de una mujer que, ya en sus cuarenta, no ha logrado entablar una relación estable con un hombre, también indicativo de esa colisión social. Acorde a esa condición de ejemplo hiperbólico de transformación de una figura masculina dañina en mujer que se caracteriza por su generosidad, el planteamiento estilístico de la narración no es realista sino musical. De modo constante, se suceden secuencias habladas con secuencias cantadas y coreografiadas. Es un relato fantástico, cual alegoría de lo que pudiera ser la relación con la realidad. En ese planteamiento expresivo reside la singularidad de esta excelente obra. Una cualidad poco usual en el cine de hoy.
La narración se estructura en tres circunstancias o escenarios. El primero, en relación a la gestión de Rita para encontrar el cirujano dispuesto y así conseguir que Manitas se convierta en Emilia, y resida en Suiza. El segundo, tras un reencuentro cuatro años después, en la gestión de Rita para conseguir que la esposa de Manitas, Jessi (Selena Gómez), y los dos hijos se trasladen al hogar de Emilia, a la que se presentará, como prima de Manitas, porque Manitas/Emilia añora a sus hijos. Ni ella ni los hijos sabrán que se relacionan con su marido y padre. Para ellos, es otra persona. Conviven como una familia pero la concepción de Emilia diverge de la de sus hijos y quien fue su esposa.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
En esa etapa es en la que se producirá la reconversión de actitud de Emilia, cuando tras conocer a la madre de un desaparecido, decida, pensando en su pasado, o en la carga de sus residuos (el peso de la responsabilidad), crear esa organización que buscara, desenterrara e identificara cientos de cuerpos de víctimas. El cuerpo que es diferente del que era se esfuerza en recuperar los cuerpos de quienes desaparecieron, como el que fue, Manitas, el narcotraficante, ha desaparecido, reemplazado por Emilia, alguien que se preocupa del dolor ajeno. En la tercera, las supuraciones del pasado interferirán, por cuanto Jessi había aceptado el traslado para poder reencontrarse con su amante, Gustavo (Edgar Ramírez). Las heridas o los desajustes del pasado se tornan impedimento para cimentar el presente sobre un escenario de realidad radicalmente diferente (que no dejaba de ser artificioso, no solo por su reconfiguración, sino por no sostenerse sobre unos cimientos sólidos ya en su pasado). En esta circunstancia, Rita intentará convertirse en la mediadora que posibilite que esas grietas no resquebrajen por completo el ansia de transformación, aunque su propósito no sea fructífero y se corrobore su impotencia inicial frente a una realidad rebosante de abusos y violencia. Una desesperación y rabia que encuentra su manifestación precisa en el que quizá sea el número musical más sobresaliente, aquel que ella protagoniza en un evento social durante cuyo número desentraña las corrupciones de unos y otras.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com

5,8
12.026
7
18 de junio de 2022
18 de junio de 2022
23 de 61 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lightyear (2022), de Angus McLane, no es un relato protagonizado por un juguete sino por el personaje de la película que inspiró el juguete. No es la continuación de las cuatro producciones de Toy Story sino la imaginaria aventura estelar que protagonizó un personaje de ficción que cautivó al niño que decidió comprarse el juguete. Pero como Doctor Stranger en los multiversos de la locura, de Sam Raimi, es otra obra sobre las turbias sombras de la compulsión de control de las narrativa, o curso de los acontecimientos, de la vida. De nuevo, las posibles líneas temporales son las opciones de lo que pudiera haber sido o se desea que hubiera sido. El pasaje más sobresaliente de Up (2009), de Pete Docter, era un elíptico montaje secuencial en el que se condensaba el transcurso, durante décadas, de una relación sentimental, desde su gestación hasta su ruptura por el fallecimiento de ella. En Lightyear también destaca, sobremanera, otro elíptico montaje secuencial que confronta con el paso del tiempo y el deterioro y la muerte, a través de los sucesivos intentos de Buzz Lightyear para recuperar la hipervelocidad que permita a la nave, y a todos sus ocupantes, proseguir su viaje, en vez de permanecer atascados en ese planeta a cuatro millones de años luz de la tierra. Lo que para Buzz son los minutos que dura cada intento son cuatro años para los demás, por lo que para él, sumando sus sucesivos intentos, quizá no sea ni una hora, pero para los demás, para aquellos que conoce, son más de sesenta años. Ve cómo su mejor amiga, la comandante Alisha, se casa con alguien de la tripulación que conoció durante esa espera, cómo queda embarazada, cómo su hijo crece y se casa y tiene un hijo a su vez mientras su amiga Alisha envejece y muere. Él permanece igual, de vuelo en vuelo, mientras contempla, como espectador, cómo su amiga vive toda una vida. No solo es una bella forma de condensar el paso del tiempo a través de hitos en una vida. El tiempo se convierte en protagonista de la narración, en concreto, la posibilidad de distintas narrativas o líneas temporales en relación con la necesidad de corrección de los errores cometidos.
Buzz se empecina en conseguir que la nave recupere la hipervelocidad porque siente que fue un error suyo, al no lograr despegar con la suficiente eficiencia, lo que provocó que quedarán varados en ese planeta que parece solo habitado por gigantes insectos voladores que asemejan a crustáceos o plantas enredaderas que surgen de la tierra para atrapar a cualquier ser vivo. Esa condición de hombre que no envejece a diferencia del resto se corresponde con su condición de ser varado en el tiempo, en su error (cautivo de su particular planta enredadera interior). Su ansia de recuperar la hipervelocidad (la superación de los límites) es un empecinamiento en el que subyace un anhelo de corrección o reescritura de la realidad. Mientras los demás se adaptan a la nueva circunstancia y cimentan y construyen su vida (sobre los imprevistos), él queda enquistado en el pasado. Como le dice Alisha, si no hubiera acontecido ese accidente ella no hubiera conocido a la mujer de la que se ha enamorado. Pero para Buzz el Y si más bien adquiere la dimensión de borrado anhelado.
Buzz se empecina en conseguir que la nave recupere la hipervelocidad porque siente que fue un error suyo, al no lograr despegar con la suficiente eficiencia, lo que provocó que quedarán varados en ese planeta que parece solo habitado por gigantes insectos voladores que asemejan a crustáceos o plantas enredaderas que surgen de la tierra para atrapar a cualquier ser vivo. Esa condición de hombre que no envejece a diferencia del resto se corresponde con su condición de ser varado en el tiempo, en su error (cautivo de su particular planta enredadera interior). Su ansia de recuperar la hipervelocidad (la superación de los límites) es un empecinamiento en el que subyace un anhelo de corrección o reescritura de la realidad. Mientras los demás se adaptan a la nueva circunstancia y cimentan y construyen su vida (sobre los imprevistos), él queda enquistado en el pasado. Como le dice Alisha, si no hubiera acontecido ese accidente ella no hubiera conocido a la mujer de la que se ha enamorado. Pero para Buzz el Y si más bien adquiere la dimensión de borrado anhelado.
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Por eso, sus intentos por conseguir la hipervelocidad conducen a la confrontación final con una alternativa temporal de él mismo que intenta corregir la sucesión de acontecimientos. Su doppelpanger es el reflejo de su propia obsesión, un yo alternativo que no tiene en consideración la vida de los otros, cuál fue la narrativa de su vida, las relaciones que crearon, el tejido de sus respectivas historias en el tiempo, sino la particular frustración del yo al que solo importa cómo los hechos le afectan a él.
Buzz quiere reescribir su pasado y está convencido de que dispone de las capacidades para resolver cualquier circunstancia por adversa que sea. Esa suficiencia o inconsciencia se contrasta con la asunción de la vertiente fundamental de la colaboración o del sentido del equipo que es, también, asunción de la necesidad de ayuda. La vida no gira alrededor de uno y los otros no son funciones circunstanciales. Al respecto Lightyear parece una variación de Río Bravo (1959), de Howard Hawks, en la que, incluso, la vida del prototipo de la virilidad masculina, encarnada por John Wayne, era salvada en diferentes lances por quienes dentro de la categorización regida por la normativa virilidad adulta (por añadidura blanca) se supone inferiores o más débiles o menos resolutivos teóricamente, sea un hombre más joven, o más anciano, o que sufre una crisis emocional que le ha conducido al alcoholismo, o sea mujer o de otra etnia. Lightyear se enfrenta a la circunstancia crítica acompañado de tres que no son siquiera novatos, una chica joven, nieta de Alisha, una anciana ex convicta y un hombre que destaca por su torpeza (además de un gato robótico que dispondrá de la capacidad intelectual para resolver un problema crucial). Durante la resolución de los diferentes lances o percances a los que se enfrentan deberá asumir y aceptar que no es él quien es el único capaz de conseguir solventar las situaciones sino que resulta crucial la ayuda y colaboración de quienes, en principio, minusvalora por lo que considera incapacidades. La realidad no es una pantalla que debe ajustarse a las necesidades y deseos de un yo sino un tejido constituido por las conexiones con los otros.
Alexander Zárate
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Buzz quiere reescribir su pasado y está convencido de que dispone de las capacidades para resolver cualquier circunstancia por adversa que sea. Esa suficiencia o inconsciencia se contrasta con la asunción de la vertiente fundamental de la colaboración o del sentido del equipo que es, también, asunción de la necesidad de ayuda. La vida no gira alrededor de uno y los otros no son funciones circunstanciales. Al respecto Lightyear parece una variación de Río Bravo (1959), de Howard Hawks, en la que, incluso, la vida del prototipo de la virilidad masculina, encarnada por John Wayne, era salvada en diferentes lances por quienes dentro de la categorización regida por la normativa virilidad adulta (por añadidura blanca) se supone inferiores o más débiles o menos resolutivos teóricamente, sea un hombre más joven, o más anciano, o que sufre una crisis emocional que le ha conducido al alcoholismo, o sea mujer o de otra etnia. Lightyear se enfrenta a la circunstancia crítica acompañado de tres que no son siquiera novatos, una chica joven, nieta de Alisha, una anciana ex convicta y un hombre que destaca por su torpeza (además de un gato robótico que dispondrá de la capacidad intelectual para resolver un problema crucial). Durante la resolución de los diferentes lances o percances a los que se enfrentan deberá asumir y aceptar que no es él quien es el único capaz de conseguir solventar las situaciones sino que resulta crucial la ayuda y colaboración de quienes, en principio, minusvalora por lo que considera incapacidades. La realidad no es una pantalla que debe ajustarse a las necesidades y deseos de un yo sino un tejido constituido por las conexiones con los otros.
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