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Críticas 1.065
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
19 de junio de 2018 4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sancho no acompañaba a Don Quijote por afición o amistad, que también.
Si le siguió a través de doncellas encantadas, feroces enemigos y mesetas castellanas fue porque, en el fondo... siempre quiso llegar a tener ese valor capaz de doblegar gigantes.
O al menos, así lo ha querido ver Terry Gilliam, y así lo cuenta para ese público que todavía está dispuesto a escucharle cual leal escudero, aunque la crítica no pare de proclamar su locura.

'El Hombre que Mató a Don Quijote' se merece cierta consideración especial al verse.
Han sido demasiados años de verla saltar entre las páginas de noticias, o asomarse a las webs del mundillo, siempre a punto de rodarse y nunca lo suficientemente cerca de concretarse.
Existía un Quijote mítico e inalcanzable, que como todas las quimeras ha tenido que ser un loco, el eterno Gilliam, el que la haga carne.

Y la única manera que ha encontrado de plasmarlo ha sido en el después de los sueños, cuando todas las mejores intenciones se han quedado lejos, y lo que antes fue brillante ahora solo es celuloide viejo: no cuesta mucho ver a Gilliam en Toby, el aguerrido director de publicidad que hizo realidad al Hidalgo de la Triste Figura en corto de estudiante, preguntándose dónde todo empezó a ir mal y por qué ahora no queda magia para rellenar fotogramas de rodajes caóticos y eternos.
Molinos de energía eólica rompen actualmente el paisaje de aquella brumosa quijotada acometida por él y sus compañeros, cuando se bebieron a tragos largos una fantasía que les dejó ebrios de grandeza y a la vez les llevó lejos del pueblo Los Sueños (qué entrañablemente cursi eres cuando te pones, Terry).
El zapatero fue Don Quijote, la dulce niña del posadero una Dulcinea que espera su caballero, y entre rollos de ficción y realidad se perdió un "te quiero" verdadero.

Contando todo eso como rastrojos de un bello espejismo con audio desincronizado, esta historia nos pregunta que cuándo fue.
Cuándo fue que dejamos de creer en imágenes atadas a un momento, que nos recuerden lo importante de todo esto. Cuándo fue que paramos de imprimir aliento mítico o hermoso a cada persona que cruzaba nuestra mirada. Y cuándo fue, por favor, que nos llenamos las entrañas de realidad, porque la fantasía ya no curaba.
La respuesta llega: fue cuando vimos que no podríamos hacer vida de ello, y salía más barato trabajar para esos reyes locos "que lo están comprando todo".
Aquellos que nunca sueñan, porque desde el principio lo tuvieron todo, y disfrutan sometiendo algo hermoso de lo que proclamarse dueño.

El pecado de Don Quijote no es distinto: ellos y él disfrutan entregándose a un grandioso sueño con bordes de pesadilla, como ese castillo anacrónico de tiempos pasados donde un ricachón juega a ser el Dios monárquico que ya no podría ser.
Pero ahí donde el sueño del millonario ruso Alexei está vacío, carente de esa chispa que intenta insuflar a spots publicitarios comandados por creativos jóvenes que maladaptan obras universales, el zapatero Iván tomó el espíritu de Don Quijote adoptando todo lo contrario, para recordar a casuales viajeros de carretera esa mejor parte de nosotros mismos en la que creímos todo posible.
El propio Toby, entre medias de ambas posturas, aceptó una Dulcinea de porcelana que no le deslumbrara con su belleza, para mantener a salvo su propio ego con una cobardía que jamás le recuerde sus tiempos de fantasioso caballero: se le hizo más fácil acostarse con Jacqui que aguantarle la mirada a la dulce e ingenua Angélica.

Es por eso que la serie de catastróficas desdichas que les hacen acabar juntos en absurdo viaje a molinos que son/eran/pudieron ser gigantes suenan naturales, como si una ilusión del pasado que se le hizo tonta por antigua estuviera arrastrando al antaño joven director a una manera de ver el mundo que nunca debería haber abandonado.
La relectura de Miguel de Cervantes se hace aburrida por exagerada (eterno mal de Gilliam), pero también divertida por ser extrañamente irónica: en tiempos actuales, de Guardia Civil que escolta reos y musulmanes hechizados por Malambrino, sigue habiendo hueco para altos ideales, siempre que exista el valor loco de soñadores caballeros.

Pero, pese a toda la diversión, esta no era una celebración del Quijote; el título ya lo decía, esto es su muerte.
La muerte del heroísmo, en tiempos donde cuesta ejercerlo y resistirse a vender tus débiles sueños blanquinegros al poderoso dinero, que es capaz de conjurar lujuriosos carnavales enteros.
Qué le vamos a hacer, cada vez cuesta más encontrar una Dulcinea al contraluz de una bella cascada, que no tenga que irse porque las esperanzas no pagan facturas.

Aunque siguen existiendo Dulcineas, como siguen existiendo Quijotes.
Lo único que se puede desear es que siempre sigan viendo, y siendo, gigantes.

Todo para que su triste figura al sol del atardecer nos recuerde esa orden de caballería que nos juramos a nosotros mismos, y a nadie más.
10 de diciembre de 2017 4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dice su director que está película es "un cuadro, que no busca tanto representar algo como despertar una sensación".

'Sam was Here', entonces, es un viaje, no una meta.
Una madriguera del conejo que se extiende por el desierto norteamericano.
Emociones contrarias de extrañeza e inestabilidad, cosas que nunca han pasado, recovecos tras los que asoman perversas manos.
Aislamiento más allá de toda comprensión, del que se cierra a las espaldas, perturba y hace repugnar espacios conocidos hace segundos.
Caretas, plásticas y radiofónicas, jugando a una caza de la liebre, con la opinión pública como monstruo desatado que a todo llega, impidiendo las explicaciones, los contextos, las simples verdades.

Sam se desplaza por la carretera dejando una tarjeta que reza "estuve aquí".
Por si acaso, por si hubiera que resaltar el hecho de llegar y no quedarse, como mensajes en botellas de un mar arenoso y soleado.
Lo que inquieta no es, como en los mejores relatos de horror, la ausencia de todo ser vivo: sino la presencia, omnipotente y errónea, de una intensa luz roja brillando entre las nubes, o de un programa radiofónico que se salta toda barrera para ser escuchado.

(Sería curioso preguntarse si hay reflejo del otro lado del espejo aquí, con todas esas acusaciones que se vierten por redes sociales hacia el objetivo del día privándolo de seguridad y posibilidad de explicación, pero es sólo un apunte entre muchos, que encontrará raíces en la mente de quien quiera verlo)

Hay algo terrorífico en perpetuas voces de advertencia y furia, siempre mecánicas, nunca tranquilizadoras, como si su falta de humanidad estuviera certificando la nula escapatoria que pudiera haber más allá.
Pensadlo: en muchas historias de terror, suele haber humanidad en algún momento, algo a lo que los protagonistas quieren agarrarse o perseguir para evitar sufrimiento.
Y aquí, sin embargo, está ese sabor metalizado, de humanidad apenas entrevista, de llamadas en espera y cazadores de carretera, que deberían ajustarse a una idea de "lo normal", pero no: creo que lo único más terrorífico que sentirse la última persona sobre la Tierra es darse cuenta de que hay otras, pero nunca te darán la oportunidad de escucharte.

Realmente se puede decir poco más de esta propuesta.
Parece que sabe a lo mismo y se guarda un acabado distinto, se plantea tirarse a la piscina y al final no se acojona, sino que lo hace.
Buscarle un final es perderse la mitad de su disfrute, porque ni lo necesita ni eso hace sus situaciones menos radicales.

Y francamente, prefiero algo que no me deje indiferente a que me lleven de la manita a donde siempre.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Se me queda apuntalado en el cerebro ese vistazo a la habitación roja por un agujero: una pesadilla tranquila en la madrugada, que se desvanece y se queda, aún mucho después de haber sido experimentada.
¿Es una niña? ¿Está... o ha sido...?

Las preguntas no importan tanto cómo lo que esa ojeada pervertida te forma en la cabeza.
8
22 de febrero de 2017 4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Podría parecer que, bajo su prodigiosa animación de formas redondeadas, 'El Techo del Mundo' esconde otro vago relato de moralejas obvias y desarrollo inofensivo.
Cree en tus sueños, confía en tu familia, lánzate a la aventura y todo eso, la misma fórmula de siempre.

Pero decide no ser nada de eso en absoluto, desde el momento en que da más importancia a la naturaleza sentimental del sueño de su protagonista que a la dificultad que entraña el viaje para perseguirlo.
Sasha, una niña de la nobleza rusa, es testigo de como su abuelo Oloukine parte hacia el Polo Norte, todo por plantar la bandera en ese techo del mundo que da su nombre a la película. No hay un vago orgullo nacional en su gesto, sino un respeto reverencial por las maravillas naturales que se va a encontrar, el mismo que le ha querido transmitir a su nieta.
Años después, siendo Sasha una adolescente y desaparecido su abuelo, se reactiva en ella el deseo de partir en su búsqueda, gracias a unas notas encontradas en el mausoleo acogedor en que se ha convertido la habitación del viejo navegante.

Tras su viaje se esconde una buena causa, y este tipo de historias nos han condicionado para que, siendo buena la causa, debe ser agradable el camino.
Pero Sasha pronto descubre que no es así: enfrentada al rechazo de sus amigos y familiares, parte en soledad hacia el norte, solo para encontrarse con estafadores disfrazados de buenas intenciones, y la fastidiosa manía que tiene el destino en apartarte de tu camino cuanto más claro lo tienes. La suya no es una búsqueda que se pueda afrontar con lágrimas y arrepentimientos ("¿vas a llorar y darte la vuelta?" le reprocha una posadera que la acoge en su negocio) sino con resiliencia, esfuerzo y una paciencia que nunca ha ejercitado en su vida acomodada.
El triunfo no es solo expresar esas necesarias emociones de forma clara, sino a través de los silencios: prestando atención al momento de la helada madrugada en la que Sasha decidió cambiar su vida, detallando el lento y cansino aprendizaje de sus labores en la posada hasta que es capaz de superarse a si misma... sutilezas que dejan más huella que los diálogos.

Esas dificultades no desaparecen cuando por fin se enrola en un barco rumbo al Polo, sino que, al contrario, se hacen más notorias, enfrentada a rudos marineros que no van a perder la ocasión de recordarle su vulnerabilidad, su inexperiencia, la futilidad de su incierto sueño.
Pero Sasha se ha forjado en el cariño y la resistencia que le han enseñado su abuelo y sus experiencias, no en el beneficio fácil e inmediato que le esperaría abandonando su expedición o cobrando la recompensa por el barco perdido.
Su viaje no es sino la búsqueda de su leyenda personal, de un enigma que debe resolver, y por eso aguanta más que nadie, manteniendo su entereza a pesar del frío, las dificultades o las agotadoras pausas.
Porque su abuelo la sigue llamando, desde esa cima del mundo.

Pero lo que pasa con los viajes es que, por largos que sean, se acaban.
Y al final se olvidan las dificultades que causaron, quedando solo la costra de experiencias que, en el caso de Sasha, convierten a una niña en mujer .
La verdadera belleza está en encontrarse con esa persona que ella quería ser, al final del camino.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Hermoso momento en que Sasha se encuentra con la estatua helada de su abuelo, sosteniendo el diario que ella quería que leyera.
Un mensaje guardado por las bellas estepas del Polo, desde el que abuelo y nieta se contemplan, sabiendo que están más cerca de lo que cualquier horizonte les pondrá.
22 de noviembre de 2016 4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aloys Adorn vive una existencia fría y rutinaria, pero no le importa.
Su mundo es un infinito de calles solitarias, fríos buses nublados en vaho y miradas apáticas, pero le da igual.
Él controla y da forma a ese mundo, desde el objetivo de su cámara con la que registra absolutamente todo, y de alguna manera, parece que grabando y poniéndose después los vídeos intenta comprender esa condición tan extraña llamada vida, como un marciano que la desconoce.

Aloys es un solitario, no cuesta demasiado darse cuenta, pero no vive torturado por esa condición.
Sus vídeos le proveen de toda la interacción social que necesita, y su invisibilidad manifiesta frente a los demás es el perfecto escudo contra la decepción o la furia.
Hasta que, un buen día, no solo su invisibilidad se desvanece en un instante (imperdonable) sino también sus vídeos desaparecen en un viaje de bus. De repente, es un hombre sin identidad y sin vida, terriblemente torpe a la hora de recuperarlas.

La responsable de dicho robo no tardará en aparecer, pero le habla a Aloys desde el único lenguaje que conoce: el de la soledad. Ella, la interlocutora misteriosa, afirma que el teléfono se creó para evitar que los hombres tímidos murieran sin hablar con nadie.
Por eso, habla a Aloys desde uno, y le devolverá sus vídeos, pero con la condición de que antes deberá atreverse a nadar más allá de su pequeño mar, hasta el vasto y amplio océano que le espera más allá de la puerta de su diminuto piso. Las conversaciones primero son violentas y ariscas, para después pasar a tener una suerte de enfado leve que no evitará la escucha.
Será entonces cuando Aloys empiece a sentir una emoción cuya comprensión se le escapa: el querer escuchar esa voz muchas veces. Todo el tiempo, en realidad. Y querer rodear el inmenso árbol del que le habla esa chica, y adivinar a verla, y hablarla, y con suerte conocerla.

Ambos empiezan un juego curioso, consistente en hablar y producir ruidos, imaginando que la otra persona podría estar a punto de tocarnos el hombro.
Entre imaginación y realidad, se adivina una rendija en el escudo que Aloys siempre llevaba. Es una pequeña e insuficiente en algo tan duro, pero lo justo como para que la chica misteriosa quiera asomarse al otro lado, porque más allá se adivina un hombre que bajo sus vídeos y rutinas quiere dejar de ser un solitario.
Se buscan y se encuentran. Se alejan y retroceden. El árbol a veces es más ancho y otras veces permite atisbar un fugaz rostro en la otra esquina. Sigue habiendo vaho en las ventanas del autobús, pero el tiempo ya no parece tan frío.

Pero donde realmente esta pieza se convierte en algo muy especial es en su delicada comprensión de la soledad como una jaula autoimpuesta: el solitario siempre guardará la llave, hasta la esconderá de otros que la quieren abrir. Lleva demasiado tiempo viviendo en ella como para dejarla, como para tirar por la borda un síndrome de Estocolmo que tiene más de castigo aceptado que de invalidez emocional.
La interlocutora misteriosa intenta luchar contra su versión acomodaticia y perfectamente adaptada a la soledad que Aloys siempre ha conocido, dándose cuenta de que tiene las de perder porque ella es real. No una fantasía auditiva, no una voz que se marchará en cuanto el teléfono se apague.
Ella va a estar ahí siempre, cogiendo la mano cuando nadie más quiera hacerlo.

No es extraño tener miedo de una decisión así, todos lo tenemos.
Pero lo verdaderamente triste sería tener que rechazarla.

En la soledad, Aloys recibió una llamada.
Y lo mejor que pudo hacer fue no dejar un mensaje o hacerlo sonar, sino contestar personalmente.
12 de octubre de 2016 4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
La figura de una conciencia infantil no es tan extraña como pudiera parecer.
Al fin y al cabo, ¿qué sería de un niño si no pudiera contar con un amigo inseparable con el que compartir miserias y alegrías?
Y si además puede estar ahí incondicionalmente, de la manera en que los adultos no van a estar, mejor que mejor.

'Un Monstruo viene a Verme' es esa clase de historia, salvo por una pequeña cosa: la conciencia infantil que podría tomar forma amable es un horripilante monstruo de varios pisos de alto, compuesto de ramas nudosas y ojos que parecen carbones al rojo. La conciencia apropiada para un joven, Connor O'Malley, que como dice el propio narrador, es "demasiado mayor para ser un niño, demasiado pequeño para ser un hombre".
Él mismo también deja claras sus preferencias cuándo elige ver a King Kong como el héroe de su propia historia en vez de la bestia de la que huir: quizá porque, en el fondo, comprende perfectamente el sentimiento de aislamiento y acoso que aquel experimentó en su viaje a Nueva York.

Tampoco es él tan notorio como el gran gorila, pero se encuentra los mismos problemas: un desarraigo existencial que se transluce en una cama y un desayuno que hacer en completa soledad cada mañana, un acoso continuado de aquellos que no tienen tiempo ni ganas para comprender, y una persona por la que sentir un afecto ciego, su único refugio en mar de grises, su madre. Nadie puede decir que Connor sea un monstruo, pero a su manera no le queda otra elección que serlo, en esa difícil edad sin ninguna certeza sobre la propia identidad.
(Monstruo e invisible además, porque los problemas son demasiado grandes para descargarlos sobre la pequeña fragilidad de su madre)

Quizá por eso es por lo que viene a visitarle el Monstruo, porque entre iguales uno se comprende y escucha.
Como si fuera otro de esos adultos desconsiderados, callados y autoritarios a los que constantemente debe hacer frente, al principio la criatura no trata con amabilidad a Connor. No viene para enjuagarle las lágrimas, no está para hacerle olvidar sus penas y no se lo llevará a alguna tierra mágica en la que ser feliz.
Solo viene para contarle historias, plasmadas en tinta aguada y papel correoso de una imaginación fértil, pero en apariencia desconectadas del drama que está viviendo. ¿De qué me sirve conocer que incluso en relatos imaginarios los reyes y príncipes obraron mal en sus responsabilidades? ¿Qué efecto sanador tiene la fantasía cuándo no inspira o pinta que las cosas serán mejores?
Preguntas que Connor se hace constantemente, solo preguntas, sin apenas ninguna respuesta, lo mismo que ocurre cuando el Monstruo desaparece: nadie sabe si su madre mejorará, si su padre se le llevará lejos de allí, si terminará viviendo en la atrapante casa de su abuela. Dudas con consecuencias reales a las que hasta hace poco un niño no tenía que responder, y de las que desea evadirse soñando que un Monstruo viene a buscarle (aunque a la hora de la verdad no tenga nada mejor que ofrecerle).

Es acierto de la historia pintar la fantasía no como una vía de escape, sino como catalizador: no nos enseña a "no vivir", sino que podría decirse que gracias a ella aprendemos a hacerlo.
Normalmente disfrazamos nuestros errores de monstruos a los que hacemos frente en asombrosos cuentos, pero esto sucede cuándo somos niños, cuándo no alcanzamos a adivinar los bordes de una realidad doliente que Connor se ha visto obligado a ver, por culpa de una abuela con la que no se lleva demasiado bien o unos compañeros de clase que le recuerdan lo indefenso que está.
Solo cuándo él admite estas imperfecciones de su naciente vida adulta, sin asideros fantásticos en los que se alza héroe intachable, es capaz de afrontar la enfermedad de su madre de la única manera que se confronta el dolor: queriéndolo, lavándolo con cariño, y aceptándolo.

Nadie es perfecto, nadie se libra del dolor.
Y ese Monstruo que nos viene a buscar bien podría ser un vago eco de nuestra infancia pidiendo que la volvamos adulta.
Aprendamos a aceptarle, mientras aún nos quede tiempo.
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