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7,4
3.927
9
23 de enero de 2021
23 de enero de 2021
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Es Henry Van Cleve (Don Ameche) un monstruo, como alguien le califica, por una actitud y conducta hedonista que implica recurrente infidelidad marital? El mismo asume que debe ser así cuando fallece, por lo que considera que su destino tras la muerte no es la recompensa celestial sino la penalización del infierno. El diablo (Laird Cregar) que le recibe en la secuencia inicial de la tan salaz como melancólica comedia El diablo dijo no (Heaven can wait, 1943), de Enrnst Lubitsch, adaptación de la obra teatral Birthday, de Leslie Bush-Fekete, por su recurrente colaborador Samson Raphelson, tiene poco de siniestro. Su amplio despacho, de techado alto, tiene un aire acogedor de biblioteca. No transmite opresión ni turbiedad, sino amplitud. Y sus maneras y su estilo es más bien el de un refinado dandy, de pícara mirada e irónico talante. Un diablo de actitud amable y flexible que más bien parece tajante con las mentes condenatorias e inflexibles, como la mujer que tanto cree que no se merece ese destino como cuestiona aceradamente a Henry en cuanto le reconoce. Este diablo tiene algo del propio Lubitsch, quien en sus comedias había puesto en cuestión cualquier presunción en cuestiones del deseo y sentimiento, y zarandeado toda hipocresía y rigidez moral. Por eso, el diablo escucha con atención la historia de este vivaz bon vivant cuya prioridad en su vida fueron los placeres y el amor, y cuyas contradicciones, torpezas o inconsecuencias no dejan de estar también expuestas. Las figuras ficticias del cielo y el infierno, extremos emblemáticos de la tendencia humana a la compartimentación maximalista, restrictiva y maniquea, no se corresponde con los matices o claroscuros de la complejidad o diversidad del relieve humano.
Fue la primera película de Lubitsch con la Fox después de veinte años de relación con la Paramount, porque habían rechazado dos de sus propuestas, A self-made Cinderella y Margin for error, que rodaría Otto Preminger, el cual reemplazaría a Lubitsch, cuando sufrió otro infarto, en La zarina, y finalizaría La dama de armiño (1948), por el fallecimiento de Lubitsch al octavo día de rodaje. No fue Don Ameche la primera opción del cineasta, sino Fredrich March o Rex Harrison, pero La Fox impuso a Ameche, de cuya entrega y labor, de todas maneras, quedaría Lubitsch satisfecho. La película rezuma vivacidad epicúrea, pero la melancolía que transpira, en varios pasajes la narración, además de constatar nuestra inscripción en el tiempo, con sus deterioros inexorables, puede estar relacionada, de modo más específico, con el divorcio que vivía Lubitsch durante la realización de la película. Lo que no pudo ser, lo que podría haber sido de otro modo, los sueños que colisionan con los impulsos, la dificultad de mantener un equilibrio que sostenga una relación sin que se convierta en inercia, las torpezas y ofuscaciones que pueden no ser fácilmente reparables, la necesaria asunción, para la fundamentación y el mantenimiento de una relación, de que los propios actos o las propias omisiones afectan a los otros. La irreverencia se conjuga con la ternura en un relato cuyos colores tienen el sabor de la lumbre, el de esos recuerdos que se abrazan cuando ya te envuelve la noche. Su vivacidad, como la de un sueño que transfigura en un relato las coordenadas lúdicas y tiernas de la mirada irónica, contiene una incisiva constatación: No es fácil aprender a amar. En primera lugar, por el lastre de las restricciones o carencias de un entorno sociocultural que no instruye en los percances o avatares del deseo y el sentimiento, como si fueran una incómoda impudicia. Cualquier forma de embriaguez no se ajusta a la plantilla de lo modélico y lo correcto, aun más en los albores de la sociedad industrial que priorizaba al cuerpo como entidad instrumental o funcional pero no como fuente o destinatario de placer recreativo. En 1886, Henry aprende, con catorce años, gracias a la nueva institutriz francesa, que no se embaraza a una mujer con un simple beso, y experimenta las consecuencias de la resaca que sus padres piensan son los síntomas de una grave enfermedad.
En ese entorno las relaciones se formalizan, o enquistan, sobre la conveniencia o un comedimiento tan prostético, como refleja la misma madre, perpleja ante las preguntas de su hijo sobre si también sintió que su organismo sufría un seísmo cuando por vio primera vez a su padre como él cuando ha visto a la mujer de quien se enamorado. Los seísmos no tienen cabida en un rígido escenario en el que las conductas y las relaciones parecen programadas (y ajustadas a un molde inflexible). La mujer que ama, Martha (Gene Tierney), parece destinada a ese mismo destino programático, condicionada porque cada uno de sus padres, que cuestionan lo que el otro quiere como norma, han rechazado a todos sus pretendientes, y tuvo que aprovechar una tregua que hicieron para aceptar al primero que dieron el visto bueno, aunque no le amara, para no quedarse solterona y escapar de un lugar como Kansas que siente como confinamiento y restricción. Tiene tanta hambre de vida que acepta, para liberarse de la jaula, la propuesta del cuadriculado primo de Henry, Albert (Allyn Joslie). Henry hará lo que sea por lograr que ella apueste también por el sentimiento. Resulta significativo que primero comparta su conmoción con su madre (en primer lugar, la fisura en un molde o sistema) y que luego se relate, en flashback, ese encuentro con Martha en un escenario de ficciones, una librería, en donde él ya despliega su desacomplejada picaresca haciéndose pasar por dependiente cuando ella quiere comprar el libro Cómo hacer feliz a su esposo.
Fue la primera película de Lubitsch con la Fox después de veinte años de relación con la Paramount, porque habían rechazado dos de sus propuestas, A self-made Cinderella y Margin for error, que rodaría Otto Preminger, el cual reemplazaría a Lubitsch, cuando sufrió otro infarto, en La zarina, y finalizaría La dama de armiño (1948), por el fallecimiento de Lubitsch al octavo día de rodaje. No fue Don Ameche la primera opción del cineasta, sino Fredrich March o Rex Harrison, pero La Fox impuso a Ameche, de cuya entrega y labor, de todas maneras, quedaría Lubitsch satisfecho. La película rezuma vivacidad epicúrea, pero la melancolía que transpira, en varios pasajes la narración, además de constatar nuestra inscripción en el tiempo, con sus deterioros inexorables, puede estar relacionada, de modo más específico, con el divorcio que vivía Lubitsch durante la realización de la película. Lo que no pudo ser, lo que podría haber sido de otro modo, los sueños que colisionan con los impulsos, la dificultad de mantener un equilibrio que sostenga una relación sin que se convierta en inercia, las torpezas y ofuscaciones que pueden no ser fácilmente reparables, la necesaria asunción, para la fundamentación y el mantenimiento de una relación, de que los propios actos o las propias omisiones afectan a los otros. La irreverencia se conjuga con la ternura en un relato cuyos colores tienen el sabor de la lumbre, el de esos recuerdos que se abrazan cuando ya te envuelve la noche. Su vivacidad, como la de un sueño que transfigura en un relato las coordenadas lúdicas y tiernas de la mirada irónica, contiene una incisiva constatación: No es fácil aprender a amar. En primera lugar, por el lastre de las restricciones o carencias de un entorno sociocultural que no instruye en los percances o avatares del deseo y el sentimiento, como si fueran una incómoda impudicia. Cualquier forma de embriaguez no se ajusta a la plantilla de lo modélico y lo correcto, aun más en los albores de la sociedad industrial que priorizaba al cuerpo como entidad instrumental o funcional pero no como fuente o destinatario de placer recreativo. En 1886, Henry aprende, con catorce años, gracias a la nueva institutriz francesa, que no se embaraza a una mujer con un simple beso, y experimenta las consecuencias de la resaca que sus padres piensan son los síntomas de una grave enfermedad.
En ese entorno las relaciones se formalizan, o enquistan, sobre la conveniencia o un comedimiento tan prostético, como refleja la misma madre, perpleja ante las preguntas de su hijo sobre si también sintió que su organismo sufría un seísmo cuando por vio primera vez a su padre como él cuando ha visto a la mujer de quien se enamorado. Los seísmos no tienen cabida en un rígido escenario en el que las conductas y las relaciones parecen programadas (y ajustadas a un molde inflexible). La mujer que ama, Martha (Gene Tierney), parece destinada a ese mismo destino programático, condicionada porque cada uno de sus padres, que cuestionan lo que el otro quiere como norma, han rechazado a todos sus pretendientes, y tuvo que aprovechar una tregua que hicieron para aceptar al primero que dieron el visto bueno, aunque no le amara, para no quedarse solterona y escapar de un lugar como Kansas que siente como confinamiento y restricción. Tiene tanta hambre de vida que acepta, para liberarse de la jaula, la propuesta del cuadriculado primo de Henry, Albert (Allyn Joslie). Henry hará lo que sea por lograr que ella apueste también por el sentimiento. Resulta significativo que primero comparta su conmoción con su madre (en primer lugar, la fisura en un molde o sistema) y que luego se relate, en flashback, ese encuentro con Martha en un escenario de ficciones, una librería, en donde él ya despliega su desacomplejada picaresca haciéndose pasar por dependiente cuando ella quiere comprar el libro Cómo hacer feliz a su esposo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Aprender a amar también implica confrontarse con las propias torpezas. Su amor sufrirá también sus vaivenes, consecuencia de un hedonismo que a veces le supera, y le hace perder el sentido de la medida, o de no considerar en la misma proporción que sus deseos los sentimientos de quien dice amar (y que implicará, como consecuencia, que debe esforzarse en recuperar el amor de quien se siente dolida; una persona que ama no es un pozo sin fondo que acepta, y encaja, todos los caprichos de su pareja). Como reflejo o contrapunto irónico, la discusión de los padres de Martha a raíz de la nueva entrega de una viñeta del periódico (el padre espera con impaciencia que ella acabe de leer el periódico y no soporta que le desvele la resolución de la situación comprometida en la que había quedado el personaje en la anterior viñeta). Adultos que son niños grandes: caprichos, despechos y contiendas como dinámicas de rutina. Henry es también un niño grande de 36 años que quiere seguir jugando con la posibilidad de seducir a otras mujeres aunque ame más que a nadie a su esposa.
Por otro lado, más adelante Henry se enfrentará a otra contradicción, ya que actuará con su hijo como lo hizo su padre con él. Su hijo también padece, en su juventud, las mismas veleidades que él, los mismos pasajeros encaprichamientos, que incluso se pueden sentir como un amor absoluto aunque pronto se puede encontrar otro relevo de encaprichamiento. Son tiernas y hasta dolorosamente emotivas las secuencia finales, cuando se realiza, y alcanza su maduración, el amor sereno entre Henry y su esposa, o cuando, ya viudo, cuestionado por su hijo por sus coqueteos con jovencitas, encuentra aquel libro que su esposa quería comprar, sobre cómo hacer feliz a su esposo. Henry no es ningún monstruo. Su actitud vital, epicúrea y hedonista, nada tiene de reprochable. Simplemente, durante el trayecto de su relación tuvo que aprender a hacer feliz a la mujer que amaba, esto es, a no subordinar lo que ella sentía a sus propios impulsos y deseos. Sin duda, ambos fueron los suficientemente flexibles para conseguir que su relación no solo se afianzara sino que creciera con el paso del tiempo.
Por otro lado, más adelante Henry se enfrentará a otra contradicción, ya que actuará con su hijo como lo hizo su padre con él. Su hijo también padece, en su juventud, las mismas veleidades que él, los mismos pasajeros encaprichamientos, que incluso se pueden sentir como un amor absoluto aunque pronto se puede encontrar otro relevo de encaprichamiento. Son tiernas y hasta dolorosamente emotivas las secuencia finales, cuando se realiza, y alcanza su maduración, el amor sereno entre Henry y su esposa, o cuando, ya viudo, cuestionado por su hijo por sus coqueteos con jovencitas, encuentra aquel libro que su esposa quería comprar, sobre cómo hacer feliz a su esposo. Henry no es ningún monstruo. Su actitud vital, epicúrea y hedonista, nada tiene de reprochable. Simplemente, durante el trayecto de su relación tuvo que aprender a hacer feliz a la mujer que amaba, esto es, a no subordinar lo que ella sentía a sus propios impulsos y deseos. Sin duda, ambos fueron los suficientemente flexibles para conseguir que su relación no solo se afianzara sino que creciera con el paso del tiempo.

6,5
402
8
4 de diciembre de 2020
4 de diciembre de 2020
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Correo diplomático (Diplomautic Courier, 1952), de Henry Hathaway se sostiene, valga la paradoja, sobre la incertidumbre e inestabilidad a la que el curso, o más bien maridaje, de los acontecimientos somete a (la percepción de) Kells (Tyrone Power), un agente secreto que hasta ahora era un mero correo diplomático pero que, en su nueva misión, se verá inmerso en una vorágine en la que las apariencias no son sino un agujero negro incierto en el que los mensajes de la realidad son tan difusos como escurridizos, capciosos como equívocos. Modélica es la secuencia, que marca el tono de esta vibrante narración, en la que se detona esa maraña en la que Kells se desplaza como un observador que interroga a una realidad que no sabe discernir, a la vez que es zarandeado una y otra vez por ella. La secuencia en cuestión tiene lugar en un tren, en el que se supone que tiene que encontrarse con otro agente, Sam (James Millican), viejo amigo, con el que compartió los avatares de la reciente segunda guerra mundial (durante diez ambos estuvieron a la deriva sobre una balsa en el mar), y que tiene que pasarle una capital información relacionada con las nuevas estrategias de los del otro lado del telón de acero. Esta brillante secuencia está hilada, o coreografiada brillantemente sobre gestos, desplazamientos y miradas (observadoras, elusivas, interrogantes). Kells no entiende por qué Sam le rehúye, tanto en la cafetería de la estación de partida como en el mismo tren, a la par que advierte otras figuras que parecen sombras alrededor suyo, caso de dos hombres (uno de ellos encarnado por un primerizo Charles Bronson, cuando era Buchinsky), y una mujer rubia, Janine (Hildegard Kneff). ¿Quiénes son y por qué condicionan la conducta de Sam?
Pareciera que en este universo, definido por las inciertas o falsas apariencias, nos encontráramos en el territorio de Hitchcock, y más cuando en una parada en una estación, en la que desciende Sam, Kells al advertir que sube alguien con parecido atuendo y sombrero y el portafolios bajo el brazo le alude pensando que es Sam, pero es otro. Alguien que se introduce en su compartimento, escasos momentos antes de que, al entrar en el túnel, en el que se desconectan las luces. Kells sale del compartimento, y entrevé en las sombras cómo lanzan fuera del tren a Sam, en cuya vidriosa expresión se advierte que ya está muerto. Comenzará la particular deriva de Kells en un universo que no solo no domina, sino que además es utilizado como cebo para poder verificar si los rusos arrebataron lo que Sam tenía que pasar a Kells o aún no lo han conseguido (y pueden pensar que lo posee Kells). Pero, a diferencia de Hitchcock, Hathaway guía la narración sobre cierta distancia, de cortante sobriedad, aquella que había elaborado, fructíferamente, en notables obras previas de aire semidocumental como La casa en la calle 92 (1945), 13 Rue Madeleine (1946) y Yo creo en ti (1948); de hecho, la narración comienza con una voz en off que presenta a la organización gubernamental de la que es una pieza o peón Kells. La apariencia de lo real para desplegar una narración sostenida sobre la interrogante sobre lo real a través de la condición movediza de las apariencias.
Alexander Zárate
La crítica prosigue en http://elcinedesolaris.blogspot.com/2020/11/correo-diplomatico.html
Pareciera que en este universo, definido por las inciertas o falsas apariencias, nos encontráramos en el territorio de Hitchcock, y más cuando en una parada en una estación, en la que desciende Sam, Kells al advertir que sube alguien con parecido atuendo y sombrero y el portafolios bajo el brazo le alude pensando que es Sam, pero es otro. Alguien que se introduce en su compartimento, escasos momentos antes de que, al entrar en el túnel, en el que se desconectan las luces. Kells sale del compartimento, y entrevé en las sombras cómo lanzan fuera del tren a Sam, en cuya vidriosa expresión se advierte que ya está muerto. Comenzará la particular deriva de Kells en un universo que no solo no domina, sino que además es utilizado como cebo para poder verificar si los rusos arrebataron lo que Sam tenía que pasar a Kells o aún no lo han conseguido (y pueden pensar que lo posee Kells). Pero, a diferencia de Hitchcock, Hathaway guía la narración sobre cierta distancia, de cortante sobriedad, aquella que había elaborado, fructíferamente, en notables obras previas de aire semidocumental como La casa en la calle 92 (1945), 13 Rue Madeleine (1946) y Yo creo en ti (1948); de hecho, la narración comienza con una voz en off que presenta a la organización gubernamental de la que es una pieza o peón Kells. La apariencia de lo real para desplegar una narración sostenida sobre la interrogante sobre lo real a través de la condición movediza de las apariencias.
Alexander Zárate
La crítica prosigue en http://elcinedesolaris.blogspot.com/2020/11/correo-diplomatico.html

5,8
15.284
8
12 de febrero de 2023
12 de febrero de 2023
17 de 36 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay diversos modos de enfocar Llaman a la puerta (Knock at the cabin), de M Night Shyamalan, sin necesidad, por otra parte, de detallar demasiado sus vericuetos argumentales. La secuencia de apertura deja patente su capacidad para usar la puesta en escena de modo perturbador, y para condenar ideas. La narración se inicia con el plano de un saltamontes. Como otros tantos se encuentra en el interior de un tarro de cristal. La niña Wen (Kristen Cui) realiza anotaciones sobre sus reacciones. Anticipa una de las cuestiones que vertebran el desarrollo dramático, las diferentes reacciones de unos personajes atrapados en un espacio cerrado, que por añadidura, adquiere resonancias significantes colectivas en relación a cómo reaccionamos ante ciertas situaciones extremas, que pueden resultar ambivalentes, si de modo confiado o de modo más bien receloso o suspicaz. Y, además, encuentra su correspondencia en el plano final de dos de los personajes en el interior de un coche. En esta secuencia inicial, en el entorno de un bosque, la niña observa cómo una figura, Leonard (Dave Bautista) emerge entre los árboles. Esa irrupción, al fondo del plano, ejerce de perturbación. El encuadre de la realidad se ve alterado. Leonard establece un diálogo que intenta ser amistoso con la niña. Otro detalle de recurso cinematográfico amplifica la perturbación que se va sedimentando: en correspondencia a la mirada de Leonard hacia el bosque, la cámara realiza un movimiento de cámara y zoom. Ya sugiera cómo la irrupción de Leonard, y los tres amigos que aparecerán inmediatamente con la ambivalente porta de algo que parecen armas, Sabrina (Nikki Amuka-Bird), Adriane (Abby Quinn) y Redmond (Rupert Grint), ejercerá de desestabilización de la percepción y concepción de la realidad para los padres adoptivos de Wen, Eric (Jonathan Groff) y Andrew (Ben Aldridge).
La intrusión, o irrupción, de esas cuatro personas, actúa como imposición, y además implica una demanda, una decisión, que deben tomar, que resulta extrema. Tan extrema que suscita la inmediata negativa. Los cuatro, casi de modo suplicante, abogan por la confianza en su propósito, por la importancia de su influencia en el curso colectivo de la realidad, pero la reacción de ambos, sobre todo, de Andrew será la del recelo que califica su actitud de enajenada. Durante el desarrollo de la narración entran en colisión dos percepciones. Para apoyar su afirmación, los cuatro utilizan como apoyo, las imágenes colectivas de noticiarios. Andrew, en todo momento, duda de su fundamento, piensa en manipulación o mera enajenación. Al respecto, es relevante la naturaleza homosexual de la pareja, y en particular, la desconfianza de Andrew basada en pasadas experiencias negativas con personas homófobas. Piensa que el objetivo de esas cuatro personas no es el que dicen, no enfoca a la condición humana en general, sino de modo particular en su condición de homosexuales. Lo particular ejerce de distorsión con respecto a los propósitos de quienes irrumpen en su vida, sin concederles el acceso, sino como imposición. Por tanto, ejerce de comentario sobre la predominancia, en nuestros días, de reacciones fundamentadas en una condición particular. Reaccionamos en función de nuestra tendencia sexual o condición étnica, o la que fuera. Vivimos en nuestras cápsulas sin tener en cuenta la visión de conjunto. Somos esa particularidad identitaria, la cual nos restringe. No percibimos cómo el mundo se degrada, porque enfocamos primordialmente en lo que nos afecta como particularidades identitarias (el yo individual se valida en un yo colectivo, con lo que se amplía la inflamación del yo en nuestra relación con la realidad: la realidad es ante todo lo que nos afecta).
La intrusión, o irrupción, de esas cuatro personas, actúa como imposición, y además implica una demanda, una decisión, que deben tomar, que resulta extrema. Tan extrema que suscita la inmediata negativa. Los cuatro, casi de modo suplicante, abogan por la confianza en su propósito, por la importancia de su influencia en el curso colectivo de la realidad, pero la reacción de ambos, sobre todo, de Andrew será la del recelo que califica su actitud de enajenada. Durante el desarrollo de la narración entran en colisión dos percepciones. Para apoyar su afirmación, los cuatro utilizan como apoyo, las imágenes colectivas de noticiarios. Andrew, en todo momento, duda de su fundamento, piensa en manipulación o mera enajenación. Al respecto, es relevante la naturaleza homosexual de la pareja, y en particular, la desconfianza de Andrew basada en pasadas experiencias negativas con personas homófobas. Piensa que el objetivo de esas cuatro personas no es el que dicen, no enfoca a la condición humana en general, sino de modo particular en su condición de homosexuales. Lo particular ejerce de distorsión con respecto a los propósitos de quienes irrumpen en su vida, sin concederles el acceso, sino como imposición. Por tanto, ejerce de comentario sobre la predominancia, en nuestros días, de reacciones fundamentadas en una condición particular. Reaccionamos en función de nuestra tendencia sexual o condición étnica, o la que fuera. Vivimos en nuestras cápsulas sin tener en cuenta la visión de conjunto. Somos esa particularidad identitaria, la cual nos restringe. No percibimos cómo el mundo se degrada, porque enfocamos primordialmente en lo que nos afecta como particularidades identitarias (el yo individual se valida en un yo colectivo, con lo que se amplía la inflamación del yo en nuestra relación con la realidad: la realidad es ante todo lo que nos afecta).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La narración se desarrolla entre los acontecimientos que progresan, o se deterioran, en el interior de la cabaña, en el pulso entre los cuatro y la pareja, y breves flashbacks relacionados con el pasado de Eric y Andrew, sea la reacción de los padres del segundo (que solo permanecieron cuarenta y cinco minutos en su casa después de recorrer siete horas de camino), la adopción de Wen, la canción que armónicamente cantan juntos en su viaje hacia la cabaña (y que adquiere hermosa resonancia en las secuencias finales) o la agresión homófoba que sufrió Andrew, quien es quien se mantiene más firme en su oposición a la petición de los cuatro, y que brega por intentar que Eric ceda, dada la conmoción que sufre por un golpe en la cabeza, lo que le hace más vulnerable a la sugestión. ¿En qué medida es real lo que afirman, por inusitado y anómalo que parezca, o en qué medida simplemente es sugestión para satisfacer sus propósitos, sean cuales sean, aunque sean los de la mera enajenación de cuatro personas que meramente se conocieron en un foro de internet?. En esa ambivalencia fluye con eficacia la desestabilización narrativa que pone en interrogante nuestra percepción (o la restricción de la misma) y nuestra manera de reaccionar en nuestras pequeñas cápsulas acristaladas de realidad.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com

5,6
18.230
6
5 de noviembre de 2021
5 de noviembre de 2021
11 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
Eternals (2021), de Chloe Zhao, no sólo cumple la función de relevo de la franquicia Avengers (dado que, cual banda de rock, se había desmantelado por la muerte de varias de sus estrellas), en cuanto mantenimiento de un molde (y un beneficio financiero) con la inauguración de una serie de películas protagonizada por varios superhéroes que conforman un equipo, sino en un aspecto más sustancioso (que probablemente, como suele ser usual, no suscite demasiada atención). En las últimas obras protagonizada por los vengadores, Avengers: infinity war (2018) y Avengers: Endgame (2019), ambas de Anthony y Joe Russo, la cuestión clave de conflicto era la superpoblación, motivo por el que Thanos (como había hecho en otros planetas), para evitar la destrucción futura del planeta Tierra, había decidido hacer desaparecer, o sea eliminar, al cincuenta por ciento de sus habitantes (no un mero conflicto ficcional, ya que es una circunstancia crítica vinculada, por otra parte, con la degradación medioambiental; si en los último sesenta años se ha duplicado la población mundial imagínese en otros sesenta y qué consecuencias funestas tendrá sobre el planeta). Esa circunstancia es recordada, comentada, por alguno de los eternals (eternos porque pueden vivir sin envejecer, permanecen igual que cuando fueron creados por la entidad Arishem; llevan siete mil años en la Tierra), sin aún saber que, de hecho, la sobrepoblación es el propósito buscado por quien pretende destruir la Tierra (es factor necesario energético para que sea factible). Hay quien al respecto apunta que por eso les indicaron a los eternals que no intervinieran en los conflictos humanos (cuando con sus poderes pudieran haber evitado muchos horrores): era necesario que sucedieran, en forma de múltiples guerras a pequeña y gran escala, porque de ese modo se podía propiciar tanto el desarrollo tecnológico como el de los recursos medicinales (desarrollo más sofisticado de herramientas de dominación y de protección). Es el mismo eternal que desolado observa los efectos de la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima: Pathos (Brian Tyler Henry) es el eternal con poderes de invención científica (en cierto momento, le dicen que se adelanta demasiado a su tiempo, unos cuantos siglos, con la invención del motor; es más apropiado, un arado).
El subtexto es la vertiente más sugerente de una obra que, en su molde narrativo y visual, se ajusta a una plantilla preestablecida, con restringidos despuntes de ingenio formal. Chloe Zao había recibido múltiples parabienes por sus previas obras, la notable The rider (2071) y la interesante, aun irregular, Nomadland (2020), a la cuál lastraba, en pasajes de su primera mitad, la recurrencia de otro tipo de convenciones, las de cierto cine realista de ambientes precarios (más que real parecía impostado como si fuera su traslación en una galería de arte). Toda singularidad de estilo detectada en esas dos obras desaparece en una obra aplicada, pero impersonal. Un estilo que no difiere del cumplimentado por los hermanos Russo en las películas sobre los Vengadores. Ciertamente, el resultado no es tan poco estimulante como el de la experiencia de otros cineastas, con sugerente previa obra, como la pareja Anna Boden y Ryan Fleck, autores de la excelente Half Nelson (2006), pero que tienen el dudoso honor de haber realizado la más plúmbea e insulsa de las producciones Marvel, Capitana Marvel (2019). O Cate Shortland, autora de la espléndida Summersault (2004) o la muy sugerente Lore (2021), que también desapareció en las imágenes formularias de Black Widow (2020), pese a algún puntual brillo en las secuencias centradas en los conflictos familiares de la protagonista. Eternals, al menos, está narrada con preciso y dinámico ritmo, que no decae en sus dos horas y media, aunque tarda un poco en coger ritmo, o en definirse, con sus saltos adelante y atrás, con la presentación de algunos protagonistas en tiempo presente y varios flashbacks relacionados con Babilonia y la conquista española de América. Por eso, en sus primeros compases, amenaza el temor de que pueda ser una variante, con más medios, de un péplum de los sesenta, sin la vivacidad de Hércules (2014), de Brett Rattner. Pero, poco a poco, a medida que se van (re)uniendo, progresivamente, los eternals, la obra se dota de cierta consistencia y hasta bosqueja cierta densidad. También porque los últimos eternals que se unen son quienes aportan las perspectivas más críticas (uno de ellos, Druig, significativamente, vive en la Selva amazónica; los lodos de los desmanes de la conquista española se corresponden con la amenaza de la vigente explotación ambiental), como si la narración fuera una sucesión de capas tectónicas que se revelaran, en consonancia con su descubrimiento de quiénes eran realmente o para qué habían sido creados o programados: más villanos peones de un propósito depredador que implica la destrucción del planeta (y para el que era necesario la sobrepoblación) que realmente héroes. Afortunadamente, en la primera capa de la narración, a diferencia de las formularias Black widow o Capitana Marvel, las secuencias de acción no son un mero anodino despliegue de pirotecnia sino que no están exentas de cierta emoción dramática (no están despegadas de los conflictos de los personajes). Aunque quizá se eche de menos más aristas, turbiedades o tinieblas dramáticas, como abundaban en Watchmen (2009), de Zack Snyder o, sobre todo, la espléndida Logan (2017), de James Mangold, dos de las escasas rupturas de la preponderante plantilla estándar.
El subtexto es la vertiente más sugerente de una obra que, en su molde narrativo y visual, se ajusta a una plantilla preestablecida, con restringidos despuntes de ingenio formal. Chloe Zao había recibido múltiples parabienes por sus previas obras, la notable The rider (2071) y la interesante, aun irregular, Nomadland (2020), a la cuál lastraba, en pasajes de su primera mitad, la recurrencia de otro tipo de convenciones, las de cierto cine realista de ambientes precarios (más que real parecía impostado como si fuera su traslación en una galería de arte). Toda singularidad de estilo detectada en esas dos obras desaparece en una obra aplicada, pero impersonal. Un estilo que no difiere del cumplimentado por los hermanos Russo en las películas sobre los Vengadores. Ciertamente, el resultado no es tan poco estimulante como el de la experiencia de otros cineastas, con sugerente previa obra, como la pareja Anna Boden y Ryan Fleck, autores de la excelente Half Nelson (2006), pero que tienen el dudoso honor de haber realizado la más plúmbea e insulsa de las producciones Marvel, Capitana Marvel (2019). O Cate Shortland, autora de la espléndida Summersault (2004) o la muy sugerente Lore (2021), que también desapareció en las imágenes formularias de Black Widow (2020), pese a algún puntual brillo en las secuencias centradas en los conflictos familiares de la protagonista. Eternals, al menos, está narrada con preciso y dinámico ritmo, que no decae en sus dos horas y media, aunque tarda un poco en coger ritmo, o en definirse, con sus saltos adelante y atrás, con la presentación de algunos protagonistas en tiempo presente y varios flashbacks relacionados con Babilonia y la conquista española de América. Por eso, en sus primeros compases, amenaza el temor de que pueda ser una variante, con más medios, de un péplum de los sesenta, sin la vivacidad de Hércules (2014), de Brett Rattner. Pero, poco a poco, a medida que se van (re)uniendo, progresivamente, los eternals, la obra se dota de cierta consistencia y hasta bosqueja cierta densidad. También porque los últimos eternals que se unen son quienes aportan las perspectivas más críticas (uno de ellos, Druig, significativamente, vive en la Selva amazónica; los lodos de los desmanes de la conquista española se corresponden con la amenaza de la vigente explotación ambiental), como si la narración fuera una sucesión de capas tectónicas que se revelaran, en consonancia con su descubrimiento de quiénes eran realmente o para qué habían sido creados o programados: más villanos peones de un propósito depredador que implica la destrucción del planeta (y para el que era necesario la sobrepoblación) que realmente héroes. Afortunadamente, en la primera capa de la narración, a diferencia de las formularias Black widow o Capitana Marvel, las secuencias de acción no son un mero anodino despliegue de pirotecnia sino que no están exentas de cierta emoción dramática (no están despegadas de los conflictos de los personajes). Aunque quizá se eche de menos más aristas, turbiedades o tinieblas dramáticas, como abundaban en Watchmen (2009), de Zack Snyder o, sobre todo, la espléndida Logan (2017), de James Mangold, dos de las escasas rupturas de la preponderante plantilla estándar.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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Otro componente de los eternals, Druig (Barry Keoghan) es crítico, ya prontamente, desde el genocidio de las culturas latinoamericanas por los conquistadores españoles, con respecto las limitaciones de intervención a las que se ven sujetos por dictado de Arishem, ya que permiten, entre los humanos, esa sucesión de desmanes y desafueros violentos y destructivos. ¿Para qué sirven sus poderes, su supuesta condición protectora y benéfica, más allá de combatir a los monstruosos deviants, si no pueden intervenir para que la relación entre los humanos sea más armónica, lo que sería factible dadas sus facultades y capacidades? Los eternals, de hecho, se replantearán el fundamento de su función ¿Son héroes o más bien villanos si permiten, o eso se les ordena, que los seres humanos cultiven la destrucción? Se puede equiparar a los eternals con los empleados de una empresa que descubren tardíamente que únicamente han sido utilizados, como peones, para que se enriquezcan los que rigen la empresa o para un propósito que nada tenía que ver con la mejora de las condiciones de vida de los seres humanos (sino que incluso implicaba la degradación progresiva de su entorno). Eran partícipes de una ficción (en la que sus contrincantes eran otras creaciones para ese escenario conveniente programado, los deviants); no eran sino peones, como la misma Tierra, alimentada, como los cerdos, las gallinas, vacas y otros animales, engordados en las más degradantes condiciones, para que sean nutriente energético de entidades superiores (en un caso, los celestiales, en el otro, los humanos). Pero entre los eternals se producirá una escisión, cuando haya quienes, como buenos y aplicados esbirros pretendan seguir cumpliendo el mandato de su señor o jefe de empresa o dios, Arishem, y quienes pretendan salirse del papel encomendado, o de la función asignada, y actuar de acuerdo a su ética propia.
Además esa divergencia se amplifica con el hecho de que el integrado que se ajusta al patrón establecido (en su doble sentido) sea el espécimen apolíneo de raza caucásica y la discrepante y sublevada la mujer de etnia oriental. Afortunadamente, se logra sortear la restrictiva pauta de unos tiempos en los que la apología de lo inclusivo colinda con la tiranía de la corrección política (cinco eternals son mujeres y cuatro hombres, y múltiples etnias se ven representadas; uno es incluso abiertamente homosexual y otra es sordomuda). La disensión no es parcelaria (como se utiliza en nuestro sistema socio económico para crear conflictos locales, étnicos o de género, que eviten que se cuestione la estructura del sistema) sino, precisamente, estructural. Se plantea un cuestionamiento de la función asignada en un sistema preestablecido (en suma, se cuestiona nuestro enajenamiento por aceptar unos preceptos o propósitos de vida y se incide en el engaño, de cariz avieso y manipulador, de un sistema, sea regido por una entidad o la indefinida dictadura corporativa en la que vivimos). Por añadidura, aunque su resonancia se circunscriba a Estados Unidos, resulta corrosivo el apunte de que la nave de los eternals esté enterrada desde hace miles de años en territorio irakí (uno de los principales enemigos de Estados Unidos en las cuatro últimas décadas).
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Además esa divergencia se amplifica con el hecho de que el integrado que se ajusta al patrón establecido (en su doble sentido) sea el espécimen apolíneo de raza caucásica y la discrepante y sublevada la mujer de etnia oriental. Afortunadamente, se logra sortear la restrictiva pauta de unos tiempos en los que la apología de lo inclusivo colinda con la tiranía de la corrección política (cinco eternals son mujeres y cuatro hombres, y múltiples etnias se ven representadas; uno es incluso abiertamente homosexual y otra es sordomuda). La disensión no es parcelaria (como se utiliza en nuestro sistema socio económico para crear conflictos locales, étnicos o de género, que eviten que se cuestione la estructura del sistema) sino, precisamente, estructural. Se plantea un cuestionamiento de la función asignada en un sistema preestablecido (en suma, se cuestiona nuestro enajenamiento por aceptar unos preceptos o propósitos de vida y se incide en el engaño, de cariz avieso y manipulador, de un sistema, sea regido por una entidad o la indefinida dictadura corporativa en la que vivimos). Por añadidura, aunque su resonancia se circunscriba a Estados Unidos, resulta corrosivo el apunte de que la nave de los eternals esté enterrada desde hace miles de años en territorio irakí (uno de los principales enemigos de Estados Unidos en las cuatro últimas décadas).
Alexander Zárate
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6,2
11.141
9
23 de octubre de 2021
23 de octubre de 2021
8 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
En una de las últimas secuencias de Isla de perros (2018), se lee un haiku que asocia la desaparición o muerte de los perros con la hecatombe o degradación terminal de la naturaleza. En aquella distopia, el cuerpo que representa esa naturaleza degradada es el del animal que simboliza la entrega o la lealtad, el perro. El gran hotel Budapest (2014) comenzaba con una adolescente que visitaba la tumba del escritor que había escrito la novela El gran Hotel Budapest, a quien se nos presenta en la siguiente secuencia, años antes, en la década de los ochenta, con el rostro de Tom Wilkinson. Con otra nueva elipsis se retrocedía casi veinte años, para encontrarnos ya en el Hotel Budapest, donde el autor, ahora con los rasgos de Jude Law, conocía a Zero Moustafa (F Murray Abraham), con cuyo relato, el que protagoniza él en su juventud, con los rasgos de Tony Revolori, botones del hotel que dirigía Gustave (Ralph Fiennes), quien ya en ese tiempo, un año antes de que el nazismo se impusiera en Alemania, parecía pertenecer a un tiempo pretérito, en particular por la integridad que definía sus actos. The French Dispatch (2021) comienza con el obituario del Arthur Howitzer (Bill Murray), editor de la publicación The French Dispatch (homenaje a The New Yorker y sus periodistas) en una imaginaria población francesa cuyo nombre ya indica en qué muerte o degradación se centra esta nueva excelente obra de Anderson, la de la imaginación. La población se llama Ennui-sur-blasé, que se podría traducir como Tedio sobre Apatía. El pasaje, o la nota, final, tras los tres relatos (la particularmente excepcional The concrete masterpiece, Revision to a Manifiesto y The private dining room of the pólice comissioner), vinculados con sus correspondientes artículos, que componen la parte nuclear de la narración, remarca cuál es el talante del enfoque, el homenaje o la celebración de la imaginación. Como en las otras obras mencionadas, aun con su substrato sombrío, el tratamiento es luminoso, lúdico, un derroche de imaginación en el que cada plano llega a ser una película en sí, tal es la elaboración minuciosa de los encuadres.
En la introducción, un personaje sube un edificio, cuya fachada dispone de una configuración que evoca el edificio en el que vivía Monsieur Hulot (Jacques Tati), en Mi tio (1958). En ambos casos se mantiene el encuadre fijo mientras la persona sube las correspondientes escaleras, como si se desplazara por los pasajes de diversas viñetas, como en un sentido horizontal, de continuidad, es la narración de The french dispatch. En múltiples ocasiones, se encuadra edificios o aviones como si fueran casillas de viñetas o tableu vivants de recortables (hay planos en los que los personajes quedan en estado estático en diversas posiciones). Anderson realiza una singular variación espacial, o musical, de ese enfoque de los espacios particulares en un conjunto que realizaba Tati en su obra magna, Playtime (1966); cada espacio es una composición o coreografía musical por la disposición de volúmenes y figuras y por las acciones y movimientos de los personajes. La cámara, en varias secuencias, efectúa movimientos de cámara en horizontal que recorre diversas habitaciones, o encuadres, con diferentes figuras. Es una celebración del encuadre, o de la composición, como un espacio de infinitas posibles combinaciones, según las historias o las relaciones que se establezcan.
El espacio es tan diverso como también los personajes. Esa peculiaridad distintiva de los rasgos y de las caracterizaciones de sus múltiples personajes conecta con Federico Fellini. En las secuencias iniciales desgrana una sucesión de singulares colaboradores de la publicación que se asemeja a la que realizaba Fellini con los profesores en Amarcord (1973), como supone una variación, en cuanto escenarios, la posterior presentación de los diversos espacios de la ciudad a través del artículo que realiza el periodista Sazerac (Owen Wilson). Es particularmente reseñable cómo presenta, encuadra, a los periodistas de los tres artículos en los que se centrarán los tres relatos centrales (ausente del encuadre, una figura de espaldas, minimizada, en la zona izquierda del encuadre, con una pared desnuda dominando la composición, o sólo apreciándose sus pies). La imaginación relegada abriéndose paso con la imaginación de sus enfoques. Al respecto es interesante cómo uno de los autores no quiere publicar un fragmento en el que un personaje habla sobre la vida definida por la falta (sea de lo que se anhela o sea del pasado). Es la melancolía que se despliega como una sombra subyacente en el despliegue imaginativo de los tres relatos, como en el segundo los decorados se mueven y desplazan, en ciertas escenas, para reconfigurar el espacio. Variaciones, modificaciones, transitoriedad. Los encuadres se asemejan a viñetas de una novela gráfica porque lo real y lo ficticio se enmarañan o difuminan sus límites (en el tercer relato una persecución se realiza como si fuera una secuencia de animación), como en diversos momentos se alterna el blanco y negro con el color o los mismos formatos. Habitamos una ficción, pero si algo nos distingue, como bien se apuntaba en la excepcional Los límites del control (2009), de Jim Jarmusch (un cineasta con el que no por casualidad colaboran actores habituales de Anderson: Bill Murray, Tilda Swinton o Jeffrey Wright), usa tu imaginación. Anderson demuestra que hay muchos límites que pueden transgredirse para desplegar en un relato o en una sola composición una multiplicidad de universos, como lo puede ser un mismo rostro, o una expresión. Si se usara la imaginación de ese modo, en vez de priorizar otras inercias o meras conveniencias acomodaticias o cómodas, no se habría degradado ni la naturaleza ni la integridad ni la misma imaginación. Por eso, esta obra es el más vital y colorido obituario posible, un desplegable narrativo de las posibilidades de la imaginación.
Alexander Zárate
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En la introducción, un personaje sube un edificio, cuya fachada dispone de una configuración que evoca el edificio en el que vivía Monsieur Hulot (Jacques Tati), en Mi tio (1958). En ambos casos se mantiene el encuadre fijo mientras la persona sube las correspondientes escaleras, como si se desplazara por los pasajes de diversas viñetas, como en un sentido horizontal, de continuidad, es la narración de The french dispatch. En múltiples ocasiones, se encuadra edificios o aviones como si fueran casillas de viñetas o tableu vivants de recortables (hay planos en los que los personajes quedan en estado estático en diversas posiciones). Anderson realiza una singular variación espacial, o musical, de ese enfoque de los espacios particulares en un conjunto que realizaba Tati en su obra magna, Playtime (1966); cada espacio es una composición o coreografía musical por la disposición de volúmenes y figuras y por las acciones y movimientos de los personajes. La cámara, en varias secuencias, efectúa movimientos de cámara en horizontal que recorre diversas habitaciones, o encuadres, con diferentes figuras. Es una celebración del encuadre, o de la composición, como un espacio de infinitas posibles combinaciones, según las historias o las relaciones que se establezcan.
El espacio es tan diverso como también los personajes. Esa peculiaridad distintiva de los rasgos y de las caracterizaciones de sus múltiples personajes conecta con Federico Fellini. En las secuencias iniciales desgrana una sucesión de singulares colaboradores de la publicación que se asemeja a la que realizaba Fellini con los profesores en Amarcord (1973), como supone una variación, en cuanto escenarios, la posterior presentación de los diversos espacios de la ciudad a través del artículo que realiza el periodista Sazerac (Owen Wilson). Es particularmente reseñable cómo presenta, encuadra, a los periodistas de los tres artículos en los que se centrarán los tres relatos centrales (ausente del encuadre, una figura de espaldas, minimizada, en la zona izquierda del encuadre, con una pared desnuda dominando la composición, o sólo apreciándose sus pies). La imaginación relegada abriéndose paso con la imaginación de sus enfoques. Al respecto es interesante cómo uno de los autores no quiere publicar un fragmento en el que un personaje habla sobre la vida definida por la falta (sea de lo que se anhela o sea del pasado). Es la melancolía que se despliega como una sombra subyacente en el despliegue imaginativo de los tres relatos, como en el segundo los decorados se mueven y desplazan, en ciertas escenas, para reconfigurar el espacio. Variaciones, modificaciones, transitoriedad. Los encuadres se asemejan a viñetas de una novela gráfica porque lo real y lo ficticio se enmarañan o difuminan sus límites (en el tercer relato una persecución se realiza como si fuera una secuencia de animación), como en diversos momentos se alterna el blanco y negro con el color o los mismos formatos. Habitamos una ficción, pero si algo nos distingue, como bien se apuntaba en la excepcional Los límites del control (2009), de Jim Jarmusch (un cineasta con el que no por casualidad colaboran actores habituales de Anderson: Bill Murray, Tilda Swinton o Jeffrey Wright), usa tu imaginación. Anderson demuestra que hay muchos límites que pueden transgredirse para desplegar en un relato o en una sola composición una multiplicidad de universos, como lo puede ser un mismo rostro, o una expresión. Si se usara la imaginación de ese modo, en vez de priorizar otras inercias o meras conveniencias acomodaticias o cómodas, no se habría degradado ni la naturaleza ni la integridad ni la misma imaginación. Por eso, esta obra es el más vital y colorido obituario posible, un desplegable narrativo de las posibilidades de la imaginación.
Alexander Zárate
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