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8
5 de marzo de 2022
5 de marzo de 2022
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hubo un tiempo en el que la luz del horizonte que se permitía a las mujeres se restringía al espacio interior, o fuera del hogar a escasas dedicaciones como profesoras, enfermeras o trabajadoras manuales. En 'El amor de una mujer' (L'amour d'une femme, 1953), la última obra de Jean Gremillon, el faro de luz de Marie Prieur (Micheline Presle) es la dedicación a la medicina. En el pueblo de Bretaña en el que se asienta como doctora es una extraña, por ser recién llegada, pero también suscita desconfianza porque no están acostumbrados a ver una mujer en las tareas médicas. En principio, tiene que sostenerse sobre el delicado equilibrio del escrutinio de un pueblo que no mide por el mismo rasero a un hombre que a una mujer. Sus relaciones afectivas o sexuales serán contempladas de otro modo. Marie se encuentra con un reflejo, Germaine (Gaby Morlay), profesora, quien reconoce que aparcó su vida en su vida solitaria pero a la vez orgullosa de su vida entregada a la educación de los niños. La soledad se convierte en el sombrío reverso de la afirmación en la dedicación en la que se realizan. El punto intermedio no existe. Si encuentran un horizonte afectivo se convertirá en una amenaza porque implicará la renuncia a su dedicación, se convertirán en suplementos de otras vidas, las de los hombres.
Marie, en principio, se resiste a la insistencia del ingeniero André (Massimo Girotti), pero cederá a los sentimientos y deseos. Y su felicidad será pasajera (el momento más feliz se verá empañado, anuncio de su destino, por la muerte en paralelo del reflejo femenino de Marie), porque cuando la relación se consolide la rígida mentalidad tradicional de André demandará que ella se subordine a su vida, a un modelo de vida instituido, la mujer en el hogar criando los hijos. Marie forcejea entre lo que siente por André y por el trabajo en el que se realiza. Ambos pueden ser el amor de una mujer como de un hombre. Ambos implican entrega, y ella anhela, aspira, a entregarse a ambos, pero hay un negrura circundante que no tiene que ver con faros de luz en el horizonte, la mentalidad no flexible que exige la renuncia de unas aspiraciones a un modelo de compartimentos estancos. Marie forcejea consigo misma. Siente que puede abocarse a una vida de emociones reducidas si opta por la soledad, y morir como la maestra para pronto ser olvidada por mucha entrega a las vidas de los otros que haya definido su vida. La entrega se agota en el gesto, y luego se convierte en una gota de agua en la espuma del oleaje en el que las miradas ya enfocan hacia otro lugar.
Marie, en principio, se resiste a la insistencia del ingeniero André (Massimo Girotti), pero cederá a los sentimientos y deseos. Y su felicidad será pasajera (el momento más feliz se verá empañado, anuncio de su destino, por la muerte en paralelo del reflejo femenino de Marie), porque cuando la relación se consolide la rígida mentalidad tradicional de André demandará que ella se subordine a su vida, a un modelo de vida instituido, la mujer en el hogar criando los hijos. Marie forcejea entre lo que siente por André y por el trabajo en el que se realiza. Ambos pueden ser el amor de una mujer como de un hombre. Ambos implican entrega, y ella anhela, aspira, a entregarse a ambos, pero hay un negrura circundante que no tiene que ver con faros de luz en el horizonte, la mentalidad no flexible que exige la renuncia de unas aspiraciones a un modelo de compartimentos estancos. Marie forcejea consigo misma. Siente que puede abocarse a una vida de emociones reducidas si opta por la soledad, y morir como la maestra para pronto ser olvidada por mucha entrega a las vidas de los otros que haya definido su vida. La entrega se agota en el gesto, y luego se convierte en una gota de agua en la espuma del oleaje en el que las miradas ya enfocan hacia otro lugar.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Pero salvar otra vida, la extracción de una hernia, significativamente la de unos de los fareros, implicará que el oleaje de su pasión, de esa entrega que la hace sentir que se encuentra en el centro de la vida y no en un rincón apartado en el espacio interior de un hogar subordinada a la tarea del hombre se convierta en un tirón muscular en su voluntad, un tirón que reanima su enfrentamiento con la irreductible rigidez de André. Y las emociones gritan, y reclaman la necesidad de entregarse, y sentirse, y ser liquido que no distingue un cuerpo de otro, pero las mentes colisionan, el agua choca con la roca, y la roca no se deja convertir en liquido, y la distancia se hará fuera de campo, separación, mientras las lágrimas brotan en un rostro que se sabe abocado a la soledad. La soledad de quien seguirá siendo lo que ella quiere. Un bellísimo plano, de pérdida y afirmación, que clausura la filmografía de un cineasta injustamente olvidado.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
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30 de noviembre de 2021
30 de noviembre de 2021
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Master and commander (2003), de Peter Weir, nos sitúa en el espacio incierto del mar, y del horizonte. Porque éste es real, material, a diferencia del de su obra precedente, El show de Truman (1998), un horizonte que era decorado, con el que chocaba la proa del barco en el que huía Truman (Jim Carrey) de la prisión de ficción de vida en la que había estado sumido con una identidad y estructura y concepción de realidad condicionada (asignada). Se rebelaba contra esa imposición de escenario de vida y cruzaba el umbral hacia una realidad aún no prefigurada, en busca de la forja su propia forma de habitar y de relacionarse con la realidad. Asumía la naturaleza líquida e inestable de la realidad, en la que se puede perder pie porque es vulnerable, pero afrontaba la confrontación con esa oscuridad incierta de la vida (ese espacio en negro en el decorado), paradójico papel en blanco, como una singladura en la que navegará cual explorador en un territorio que es dinámico (como el territorio desconocido de los mapas de la antigüedad) y no estático como la prisión de la ficción en que vivía, donde todo estaba ajustado en su sitio, programada realidad mecánica e inercial donde todos y todo cumplía su función preestablecida y previsible. ¿Pero en esa búsqueda de lo verdadero, en ese discernimiento de un propósito propio, cual funambulista en ese medio líquido, puede uno desprenderse de los lastres de los espejismos, sin quedar atrapado en la telaraña ficcional de lo que se convierte en un propósito o misión que puede ser tanto obsesión como posesión, preso de un papel que inconscientemente encorseta, con un enajenado afán por dominar y controlar las coordenadas o circulación la realidad?
En Master and commander nos encontramos con un navío estratificado como una reglamentada sociedad en donde todos saben el lugar que ocupan, y que asumen (como en la ficción de realidad predeterminada en El show de Truman). El inicio es revelador, es el despertar de esa nave. Sonámbulos en un sueño, a la espera de cumplir su función, que quizá también sea un sueño. Navegan entre la bruma. Y es entonces cuando aparece lo que se revela como su propósito. Un adversario, cuya presencia (en el horizonte difuso) movilizará la nave para que se ponga en marcha, y realice su función. Sin ese enemigo no es nada, navío a la deriva. Como las apariciones de los maoríes en La última ola (1977), como la inicial aparición fantasmal del arquitecto en los maizales en Sin miedo a la vida (1993), el navío enemigo aparece en la bruma indiscernible. ¿Es real, o es una fantasmal proyección? ¿Existe, o lo creamos porque lo necesitamos para ponernos en movimiento? El trayecto de esta admirable obra relata la persecución de ese otro navío, ese contrincante, esa nave escurridiza y espectral, que aparece cuando uno menos lo espera, fuerza más poderosa por las capacidades de las que dispone, casi como si fuera aquella ballena que poseía atributos sobrenaturales, más por proyección, en el Moby Dick de Herman Melville. Y el trayecto nos plantea varias preguntas, condensadas en las dos figuras principales, contrapuestas, el capitán del navío, Aubrey (Russell Crowe), y el médico cirujano, Maturin (Paul Bettany).
Aubrey acata su papel, lo asume como su afirmación, es lo que debe ser, por lo que respeta las reglas y leyes de lo que representa el navío, que es a una sociedad, una forma de estructurar la visión de la vida, y de las funciones que cada uno cumple, y él sabe cuál es la suya, y da por sentado que es la que debe cumplir, cada uno tiene su sitio, y todos saben que es lo que deben hacer para que la nave, la sociedad, se ponga en movimiento. Es un rígido orden que suministra una certidumbre, una mecánica de previsiones, y nadie puede cuestionarlo. Excepto Maturin. El médico es un anarquista que cuestiona toda noción de autoridad, poder y jerarquías. Él es librepensador que cuestiona el sinsentido y arbitrio de lo que Aubrey considera como lo que es o debe ser. Aubrey tiene clara su identidad así que los cuestionamientos de Maturin son una irreverente disidencia, que necesitaría de una reprimenda o castigo. Pero no todo es simple o maniqueo. Entre ambos, tan contrapuestos, existe una poderosa amistad, definida hermosamente en los conciertos de música que ambos interpretan con sus instrumentos de cuerda. Más allá de los rígidos corsés de la identidad social les une algo tan inasible e indefinido como el arte, la música. Una comunicación más auténtica e íntima.
Tener tan claro el papel que uno cumple no exime de no enfrentarse a circunstancias dolorosas en donde no se sabe si se ha tomado la decisión idónea, como no se está exento de cometer errores. La realidad, líquida, inestable, imprevisible, no puede dominarse, por mucha capacidad y dominio de la función que uno tenga, por más que sea uno capitán de un navío, esto es, disponga de cualidades y conocimientos para saber controlar la realidad con las adecuadas maniobras y estrategias. Y a eso se enfrenta Aubrey en los diferentes avatares del relato, narrados con tal prodigioso dominio de la genuina aventura, su trance físico, su lucha con los elementos (desde una tormenta hasta el padecimiento de la inmovilidad de estar al pairo). Por otra parte, su propósito, aquello que debe hacer y que le afirma en su identidad, propósito y función, puede convertirse en una obsesión, y por pasiva, revelarse su condición ficcional. Su persecución de ese enemigo supera lo necesario, poniendo en peligro al propio navío, llevando más allá de lo razonable su propósito. Ese espectro se convierte en lo que dota de sentido a su vida, su persecución sin fin, porque sin nada que perseguir uno se queda varado. O es el reverso de quién tan rígidamente está preso de su papel o representación. La vida parece necesitar de esa representación, de esa condición de relato, donde uno debe perseguir algo de modo empecinado, aunque ciegue su mirada y discernimiento.
En Master and commander nos encontramos con un navío estratificado como una reglamentada sociedad en donde todos saben el lugar que ocupan, y que asumen (como en la ficción de realidad predeterminada en El show de Truman). El inicio es revelador, es el despertar de esa nave. Sonámbulos en un sueño, a la espera de cumplir su función, que quizá también sea un sueño. Navegan entre la bruma. Y es entonces cuando aparece lo que se revela como su propósito. Un adversario, cuya presencia (en el horizonte difuso) movilizará la nave para que se ponga en marcha, y realice su función. Sin ese enemigo no es nada, navío a la deriva. Como las apariciones de los maoríes en La última ola (1977), como la inicial aparición fantasmal del arquitecto en los maizales en Sin miedo a la vida (1993), el navío enemigo aparece en la bruma indiscernible. ¿Es real, o es una fantasmal proyección? ¿Existe, o lo creamos porque lo necesitamos para ponernos en movimiento? El trayecto de esta admirable obra relata la persecución de ese otro navío, ese contrincante, esa nave escurridiza y espectral, que aparece cuando uno menos lo espera, fuerza más poderosa por las capacidades de las que dispone, casi como si fuera aquella ballena que poseía atributos sobrenaturales, más por proyección, en el Moby Dick de Herman Melville. Y el trayecto nos plantea varias preguntas, condensadas en las dos figuras principales, contrapuestas, el capitán del navío, Aubrey (Russell Crowe), y el médico cirujano, Maturin (Paul Bettany).
Aubrey acata su papel, lo asume como su afirmación, es lo que debe ser, por lo que respeta las reglas y leyes de lo que representa el navío, que es a una sociedad, una forma de estructurar la visión de la vida, y de las funciones que cada uno cumple, y él sabe cuál es la suya, y da por sentado que es la que debe cumplir, cada uno tiene su sitio, y todos saben que es lo que deben hacer para que la nave, la sociedad, se ponga en movimiento. Es un rígido orden que suministra una certidumbre, una mecánica de previsiones, y nadie puede cuestionarlo. Excepto Maturin. El médico es un anarquista que cuestiona toda noción de autoridad, poder y jerarquías. Él es librepensador que cuestiona el sinsentido y arbitrio de lo que Aubrey considera como lo que es o debe ser. Aubrey tiene clara su identidad así que los cuestionamientos de Maturin son una irreverente disidencia, que necesitaría de una reprimenda o castigo. Pero no todo es simple o maniqueo. Entre ambos, tan contrapuestos, existe una poderosa amistad, definida hermosamente en los conciertos de música que ambos interpretan con sus instrumentos de cuerda. Más allá de los rígidos corsés de la identidad social les une algo tan inasible e indefinido como el arte, la música. Una comunicación más auténtica e íntima.
Tener tan claro el papel que uno cumple no exime de no enfrentarse a circunstancias dolorosas en donde no se sabe si se ha tomado la decisión idónea, como no se está exento de cometer errores. La realidad, líquida, inestable, imprevisible, no puede dominarse, por mucha capacidad y dominio de la función que uno tenga, por más que sea uno capitán de un navío, esto es, disponga de cualidades y conocimientos para saber controlar la realidad con las adecuadas maniobras y estrategias. Y a eso se enfrenta Aubrey en los diferentes avatares del relato, narrados con tal prodigioso dominio de la genuina aventura, su trance físico, su lucha con los elementos (desde una tormenta hasta el padecimiento de la inmovilidad de estar al pairo). Por otra parte, su propósito, aquello que debe hacer y que le afirma en su identidad, propósito y función, puede convertirse en una obsesión, y por pasiva, revelarse su condición ficcional. Su persecución de ese enemigo supera lo necesario, poniendo en peligro al propio navío, llevando más allá de lo razonable su propósito. Ese espectro se convierte en lo que dota de sentido a su vida, su persecución sin fin, porque sin nada que perseguir uno se queda varado. O es el reverso de quién tan rígidamente está preso de su papel o representación. La vida parece necesitar de esa representación, de esa condición de relato, donde uno debe perseguir algo de modo empecinado, aunque ciegue su mirada y discernimiento.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Por añadidura, los frágiles límites de la realidad, o de su percepción, se enrarecen cuando entran en juego los miedos cervales, el pensamiento mágico. Las supersticiones, las reacciones ante aquello que no se entiende, y que pueden determinar la transferencia en alguien la condición de gafe o chivo expiatorio de las desgracias que acaecen (la ignorancia crea monstruos; fantasmas de certezas que son ofuscaciones de la impotencia). El sentido que se transfiere al reglamento rígido que guía su vida o singladura se entrevera con un neblinoso sentido que procede de fuerzas irracionales (como en cualquier sociedad los reglamentos sociales y las supersticiones religiosas). Ambas coordenadas rigen la vida de estos marinos, de estos habitantes o pasajeros de la singladura vida, ambas igual de obtusas. ¿Y dónde queda la razón y la reflexión, que cuestiona la falta de rigor de ambas?
Maturin, el verdadero explorador, ansia el conocimiento, se hace preguntas y desvela las inconsecuencias de esas visiones de la realidad. Es el elemento extraño, el pensamiento indómito. Pero sabe dónde está, como debía asumir el arquitecto en Sin miedo a la vida cuando perdía pie tras sobrevivir al accidente aéreo y se cuestionaba el fundamento de lo que consideraba su estructurada vida de hábito. Maturin no está fuera de la realidad ni de la sociedad, es parte de ella, en donde tiene una función que cumplir, dentro de la cual se rebela, es decir, no deja de plantear su voz propia y disidente. Y, punto que da una definitiva vitola de rica complejidad nada maniquea a esta asombrosa obra de arte, Maturin no está exento de sufrir los espejismos de la realidad, del propósito velado en obsesión (como también los sufría el protagonista de Sin miedo a la vida). Hay algo más que le une a Aubrey, no sólo la música, sino una revelación que suscita en él una sonrisa que define su sabiduría. Maturin, una y otra vez, contrapone, frente a esa irracional y obtusa misión de perseguir al barco enemigo, la visita a las Islas Galápagos en donde tiene la posibilidad de descubrir criaturas hasta ahora desconocidas para la ciencia. Contrapone el ansía de conocimiento del espíritu explorador científico al inercial cumplimiento de unas ordenes, que además sólo implican destrucción. La acción constructiva frente a la destructiva, la actitud anhelante de conocer más, de descubrir, a la que repite lo ya conocido como seña de identidad mecánica.
Pero Maturin descubre en su paseo por la isla recolectando esas especies nunca vistas que no está tan lejos de Aubrey en su obsesión, ya que su ansia puede cegarle, convirtiéndose en un empecinamiento que subordina otros aspectos u a otros a la consecución de lo que busca. La búsqueda pierde su condición esencial que es la búsqueda misma, el proceso de conocimiento pierde foco, la misma navegación se adultera, cuando el logro se convierte en obcecada cuasirreligiosa persecución. Cuando Maturin cree entrever ese peculiar pájaro (de alas cortas) que busca tan denodadamente, ese espejismo le ofrece a cambio que descubra en la bahía más allá de las alturas donde se encuentra, el navío que persigue Aubrey. No se diferencian tanto su pájaro del navío, su búsqueda, de la de Aubrey. De nuevo desde las alturas, toma consciencia de su obnubilada presunción, de su ofuscada misión en nombre del conocimiento. Y sonríe. La búsqueda nunca puede terminar, es la esencia del movimiento del conocimiento. Es el impulso de acción, como decía Goethe en Fausto lo que nos define como criaturas en movimiento. Siempre habrá espectros que perseguir, pero hay que saber que lo son, que son proyecciones, figuras en la niebla (de las incógnitas y las ficciones proyectadas) que uno intenta discernir en esta singladura que es la vida. Y así termina la película, o empieza, porque a lo que se persigue, escurridizo, nunca se le puede capturar, ya que uno se quedaría varado. Y suena la música. Y el barco vira y surca el mar.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Maturin, el verdadero explorador, ansia el conocimiento, se hace preguntas y desvela las inconsecuencias de esas visiones de la realidad. Es el elemento extraño, el pensamiento indómito. Pero sabe dónde está, como debía asumir el arquitecto en Sin miedo a la vida cuando perdía pie tras sobrevivir al accidente aéreo y se cuestionaba el fundamento de lo que consideraba su estructurada vida de hábito. Maturin no está fuera de la realidad ni de la sociedad, es parte de ella, en donde tiene una función que cumplir, dentro de la cual se rebela, es decir, no deja de plantear su voz propia y disidente. Y, punto que da una definitiva vitola de rica complejidad nada maniquea a esta asombrosa obra de arte, Maturin no está exento de sufrir los espejismos de la realidad, del propósito velado en obsesión (como también los sufría el protagonista de Sin miedo a la vida). Hay algo más que le une a Aubrey, no sólo la música, sino una revelación que suscita en él una sonrisa que define su sabiduría. Maturin, una y otra vez, contrapone, frente a esa irracional y obtusa misión de perseguir al barco enemigo, la visita a las Islas Galápagos en donde tiene la posibilidad de descubrir criaturas hasta ahora desconocidas para la ciencia. Contrapone el ansía de conocimiento del espíritu explorador científico al inercial cumplimiento de unas ordenes, que además sólo implican destrucción. La acción constructiva frente a la destructiva, la actitud anhelante de conocer más, de descubrir, a la que repite lo ya conocido como seña de identidad mecánica.
Pero Maturin descubre en su paseo por la isla recolectando esas especies nunca vistas que no está tan lejos de Aubrey en su obsesión, ya que su ansia puede cegarle, convirtiéndose en un empecinamiento que subordina otros aspectos u a otros a la consecución de lo que busca. La búsqueda pierde su condición esencial que es la búsqueda misma, el proceso de conocimiento pierde foco, la misma navegación se adultera, cuando el logro se convierte en obcecada cuasirreligiosa persecución. Cuando Maturin cree entrever ese peculiar pájaro (de alas cortas) que busca tan denodadamente, ese espejismo le ofrece a cambio que descubra en la bahía más allá de las alturas donde se encuentra, el navío que persigue Aubrey. No se diferencian tanto su pájaro del navío, su búsqueda, de la de Aubrey. De nuevo desde las alturas, toma consciencia de su obnubilada presunción, de su ofuscada misión en nombre del conocimiento. Y sonríe. La búsqueda nunca puede terminar, es la esencia del movimiento del conocimiento. Es el impulso de acción, como decía Goethe en Fausto lo que nos define como criaturas en movimiento. Siempre habrá espectros que perseguir, pero hay que saber que lo son, que son proyecciones, figuras en la niebla (de las incógnitas y las ficciones proyectadas) que uno intenta discernir en esta singladura que es la vida. Y así termina la película, o empieza, porque a lo que se persigue, escurridizo, nunca se le puede capturar, ya que uno se quedaría varado. Y suena la música. Y el barco vira y surca el mar.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
9
2 de septiembre de 2021
2 de septiembre de 2021
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
En ‘Alto, bajo y frágil’ (Haut, bas, fragile, 1995), de Jacques Rivette, Ida (Laurence Cote), no sabe quien es, aunque a los demás les recuerda siempre a alguien. Mira hacia atrás, pero no ve nada, sólo un agujero negro, en el que sus piernas no tienen pies. Delante tiene un espejo, un mundo en el que transita, intentando encontrarse entre la maleza de reflejos, intentando encontrar a su madre, intentando averiguar quién cantaba una canción cuya melodía se ha engarfiado en su mente. Intenta dotar de una melodía definida a su vida. Ida no es de las tres protagonistas quien más tiempo ocupe en pantalla, pero de algún modo, esquivo, como un enigma que nunca dejará de estirarse en las sombras, es su aliento, la interrogante que quiere hacerse danza, el escenario que quiere ser realidad, como un verbo que al fin logra conjugarse. Máscaras, reflejos, identidad. Lo real es relacional.
Hay un bar en el que canta Sarah (Anna Karina), que se llama Backstage (bastidores), y Roland (Andre Marcon) tiene un negocio que implica suministrar atrezzo para los escenarios teatrales. Habilita, convierte en habitables, en apariencia de habitable, los decorados vacíos, como los fantasmas los de la vida, los de la mente, ese vaho que se intenta condensar para precisar quiénes somos en esa extraña trama que es la vida, de callejones sin salida o hendiduras imprevistas. De un cajón, en la empresa donde trabaja como mensajera, extrae Ninon (Natalie Richard) un dinero. En otro, secreto, hay unos papeles fundamentales que pueden desvelar los negocios sucios del padre de Louise (Marianne Denicourt).
Louise ha salido del hospital hace poco, ha recobrado su cuerpo tras estar un tiempo en coma. Debe habilitar el decorado vacío de su vida, un reinicio. Ninon nos es presentada como un cuerpo que danza, que le gusta desplazarse, agitarse. Es testigo de un crimen, huye, cambia de escenario, se convierte en otra. Es un cuerpo que se modifica, que busca el cambio, que se transforma, que quiere dejar de ser fantasma, de ser clandestina; no quiere ocultarse, le gusta exponerse, quiere ser ‘descubierta’ por la mirada que la reconozca como pareja de baile, no como testigo de una muerte.
En un momento dado, los personajes comienzan a cantar, y bailar. Mientras Ida intenta averiguar a quien pertenece aquella canción que no logra identificar, las conexiones, sus tanteos y exploraciones, que se gestan entre Louise y Ninon, o Ninon y Rolando, o más tarde entre Louise y Lucien (Bruno Todeschini), se manifiestan en canciones y bailes. Anhelamos ser cuerpos, danza, canción. Lucien seguía a Louise. Alguien sigue a alguien porque le vigila, como ángel protector, o porque le acecha, quizá porque se ha quedado prendado, y persigue una obsesión. Ambas razones son ciertas con respecto a Lucien, aunque en principio fuera la primera, pero, imprevistamente, se dio la segunda. Se hacen cartografías, previsiones, planes, pero el azar, lo imprevisto, también juega. ¿Quiénes somos? ¿Quiénes parecemos? La identidad es algo extraño, sin duda frágil, más cuando se hace evidente que nos desplazamos entre escenarios, intentando descifrar lo que se hila entre bastidores. Buscamos dar nombre, pero sobre todo cuerpo, a esa melodía que perseguimos y que quizá nos haga sentir presencia, música y danza. O quizás la encontremos, y prefiramos salir corriendo. Podemos ser altos, o bajos, pero en la caja que nos porta en la vida nunca dejará de poner ‘Frágil’.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Hay un bar en el que canta Sarah (Anna Karina), que se llama Backstage (bastidores), y Roland (Andre Marcon) tiene un negocio que implica suministrar atrezzo para los escenarios teatrales. Habilita, convierte en habitables, en apariencia de habitable, los decorados vacíos, como los fantasmas los de la vida, los de la mente, ese vaho que se intenta condensar para precisar quiénes somos en esa extraña trama que es la vida, de callejones sin salida o hendiduras imprevistas. De un cajón, en la empresa donde trabaja como mensajera, extrae Ninon (Natalie Richard) un dinero. En otro, secreto, hay unos papeles fundamentales que pueden desvelar los negocios sucios del padre de Louise (Marianne Denicourt).
Louise ha salido del hospital hace poco, ha recobrado su cuerpo tras estar un tiempo en coma. Debe habilitar el decorado vacío de su vida, un reinicio. Ninon nos es presentada como un cuerpo que danza, que le gusta desplazarse, agitarse. Es testigo de un crimen, huye, cambia de escenario, se convierte en otra. Es un cuerpo que se modifica, que busca el cambio, que se transforma, que quiere dejar de ser fantasma, de ser clandestina; no quiere ocultarse, le gusta exponerse, quiere ser ‘descubierta’ por la mirada que la reconozca como pareja de baile, no como testigo de una muerte.
En un momento dado, los personajes comienzan a cantar, y bailar. Mientras Ida intenta averiguar a quien pertenece aquella canción que no logra identificar, las conexiones, sus tanteos y exploraciones, que se gestan entre Louise y Ninon, o Ninon y Rolando, o más tarde entre Louise y Lucien (Bruno Todeschini), se manifiestan en canciones y bailes. Anhelamos ser cuerpos, danza, canción. Lucien seguía a Louise. Alguien sigue a alguien porque le vigila, como ángel protector, o porque le acecha, quizá porque se ha quedado prendado, y persigue una obsesión. Ambas razones son ciertas con respecto a Lucien, aunque en principio fuera la primera, pero, imprevistamente, se dio la segunda. Se hacen cartografías, previsiones, planes, pero el azar, lo imprevisto, también juega. ¿Quiénes somos? ¿Quiénes parecemos? La identidad es algo extraño, sin duda frágil, más cuando se hace evidente que nos desplazamos entre escenarios, intentando descifrar lo que se hila entre bastidores. Buscamos dar nombre, pero sobre todo cuerpo, a esa melodía que perseguimos y que quizá nos haga sentir presencia, música y danza. O quizás la encontremos, y prefiramos salir corriendo. Podemos ser altos, o bajos, pero en la caja que nos porta en la vida nunca dejará de poner ‘Frágil’.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com

6,6
14.777
8
18 de julio de 2021
18 de julio de 2021
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Después de todo, no hay nada real más allá de nuestra percepción de la realidad ¿no es así? Afirma, pregunta, un personaje de Videodrome (1983), de David Cronenberg, cuyo apellido es O'Blivion (Oblivion/Olvido). Afirmación e interrogación que no dejan de ser eslabones o camuflaje de una aviesa actitud sugestionadora que propulsa una realidad/representación en la que lo real y la simulación, lo presente y lo virtual son difíciles de discernir (de hecho, ese mismo personaje, que interviene en un programa de televisión, está ya muerto: su intervención es una grabación en video). La mordacidad de la interrogante que abre fisuras en los cimientos de lo instituido como realidad, como si se rasgara los ropajes del hábito para mostrar la desnudez del escenario, de las bambalinas tras los forcejeos entre rutinas y rituales, no deja de tener, en este caso, un substrato manipulador. Responde a la conveniencia. Las voluntades se pueden mediatizar, condicionar, sugestionar. Realidad programada, la nueva carne. Paradojas; el creciente anhelo de experiencias extremas que superen y transgredan los límites, sumen en una hipertrofia de la virtualización. Abrasas tu piel, la fustigas, buscas el dolor, la tortura, la crueldad y el sufrimiento, para sentirte más presencia, y te sumes en la enajenación, en la hipertrofia de la escenificación. Eres personaje, rol, pantalla. Desgarras tu cuerpo para convertirte en una imagen, una proyección, una entidad en la que ficción y lo real se fusionan, se confunden.
Un año antes, en 1982, en Blade runner (1982), de Ridley Scott, unas criaturas creadas con fecha de caducidad, los replicantes, se rebelaban contra su creador. La rudimentariedad del humano (que nada se cuestiona y simplemente cumple su función), representada en el personaje de Deckard (Harrison Ford) contrastaba con la excepcionalidad de quienes eran unas réplicas pero ponían en cuestión su condición, función o limitación (la conforme intercambiabilidad de la inconsciencia, la disidente singularidad de la consciencia: por eso, la mirada, los ojos, cobran tanta relevancia en la narración). Reflejos, réplicas, proyecciones. La condición anodina del espectador, la condición excelsa de la proyección o reflejo. Posteriormente, en Están vivos (1988), de John Carpenter, gracias a unas gafas especiales se podía advertir que la realidad no era cómo parecía, sino que la percepción estaba manipulada, mediatizada. Tras los anuncios de las vallas publicitarias se ocultaban mensajes subliminales, como había rostros que no correspondían con los atributos reales de unos seres que habían establecido su dominio controlando las voluntades, presentando la realidad a su conveniencia. No dejaba de ser una mordaz metáfora, como la de la obra de Cronenberg, con respecto a una década en la que se acrecentó y acentuó, por el desarrollo de las nuevas tecnologías, la posibilidad de la manipulación a través de los diversos medios, lo que, entre otros aspectos, acrecentaba la enajenación, la progresiva incapacidad de distinguir lo real de la simulación, como la adicción a ese estado de embriaguez, entre la alucinación y deriva que suponía una fuga de la insatisfactoria y entumecedora realidad, sin advertirse que podía utilizarse como recurso conveniente de domesticación, de conveniente embrutecimiento a través de la descarga de estímulos que liberaran y satisfacieran emociones primarias. La pantalla se convertía en sumidero. Un enganche que, con el paso de las décadas, se ha sofisticado, convirtiéndonos en encadenados sumisos de pantallas de un modo más retorcidamente elaborado y efectivo.
Max (James Woods) tiene poco de resistente sublevado, no es como los replicantes, o como los que se enfrentan con las gafas de la percepción adecuada a los extraterrestres. Es un esbirro del sistema, un productor de televisión que busca para su cadena el producto competitivo más eficaz, aquel que pueda atraer a más espectadores a su cadena. Su seña de identidad es el sensacionalismo, la imagen que sacude y electrocuta la atención. Busca la imagen impacto. Y las apuestas suben cuando le revelan unas escurridizas imágenes piratas de incierta procedencia que unen sexo y violencia de modo extremo. Max busca imágenes no porque representen lo real, o la realidad, sino imágenes que parezcan reales a la par que sean recreaciones de emociones y situaciones extremas, fuera de lo habitual y lo cotidiano; imágenes que capten la percepción de ese espectador medio al que no lo importa si lo que percibe es real o reconstrucción, sino su condición de imagen sensación, imagen choque, que sacuda su pulsión, a través de la repulsión. Una imagen que propicia la descarga (como potenció de modo exponencial el asentamiento de internet en nuestras vidas como nueva carne o hábito de relación con la realidad).
Un año antes, en 1982, en Blade runner (1982), de Ridley Scott, unas criaturas creadas con fecha de caducidad, los replicantes, se rebelaban contra su creador. La rudimentariedad del humano (que nada se cuestiona y simplemente cumple su función), representada en el personaje de Deckard (Harrison Ford) contrastaba con la excepcionalidad de quienes eran unas réplicas pero ponían en cuestión su condición, función o limitación (la conforme intercambiabilidad de la inconsciencia, la disidente singularidad de la consciencia: por eso, la mirada, los ojos, cobran tanta relevancia en la narración). Reflejos, réplicas, proyecciones. La condición anodina del espectador, la condición excelsa de la proyección o reflejo. Posteriormente, en Están vivos (1988), de John Carpenter, gracias a unas gafas especiales se podía advertir que la realidad no era cómo parecía, sino que la percepción estaba manipulada, mediatizada. Tras los anuncios de las vallas publicitarias se ocultaban mensajes subliminales, como había rostros que no correspondían con los atributos reales de unos seres que habían establecido su dominio controlando las voluntades, presentando la realidad a su conveniencia. No dejaba de ser una mordaz metáfora, como la de la obra de Cronenberg, con respecto a una década en la que se acrecentó y acentuó, por el desarrollo de las nuevas tecnologías, la posibilidad de la manipulación a través de los diversos medios, lo que, entre otros aspectos, acrecentaba la enajenación, la progresiva incapacidad de distinguir lo real de la simulación, como la adicción a ese estado de embriaguez, entre la alucinación y deriva que suponía una fuga de la insatisfactoria y entumecedora realidad, sin advertirse que podía utilizarse como recurso conveniente de domesticación, de conveniente embrutecimiento a través de la descarga de estímulos que liberaran y satisfacieran emociones primarias. La pantalla se convertía en sumidero. Un enganche que, con el paso de las décadas, se ha sofisticado, convirtiéndonos en encadenados sumisos de pantallas de un modo más retorcidamente elaborado y efectivo.
Max (James Woods) tiene poco de resistente sublevado, no es como los replicantes, o como los que se enfrentan con las gafas de la percepción adecuada a los extraterrestres. Es un esbirro del sistema, un productor de televisión que busca para su cadena el producto competitivo más eficaz, aquel que pueda atraer a más espectadores a su cadena. Su seña de identidad es el sensacionalismo, la imagen que sacude y electrocuta la atención. Busca la imagen impacto. Y las apuestas suben cuando le revelan unas escurridizas imágenes piratas de incierta procedencia que unen sexo y violencia de modo extremo. Max busca imágenes no porque representen lo real, o la realidad, sino imágenes que parezcan reales a la par que sean recreaciones de emociones y situaciones extremas, fuera de lo habitual y lo cotidiano; imágenes que capten la percepción de ese espectador medio al que no lo importa si lo que percibe es real o reconstrucción, sino su condición de imagen sensación, imagen choque, que sacuda su pulsión, a través de la repulsión. Una imagen que propicia la descarga (como potenció de modo exponencial el asentamiento de internet en nuestras vidas como nueva carne o hábito de relación con la realidad).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Max se encuentra con, o se sumerge en, el reinado de la imagen sensación en su estado de ambigüedad suma. Carne e imagen se mutan. Los látigos azotan los monitores en los que los cuerpos en la pantalla gimen ante cada fustazo. Las cabezas pueden introducirse en la pantalla, como las manos o las cintas de video dentro de los vientres, como si preñaran la mente enajenando su cuerpo, su sistema nervioso. Es un arma, como la pistola que se introduce en el vientre y al salir mano y pistola están unidas por cables. Max cruza al otro lado, de programador a mente programada, de suministrador de balas o imágenes choque enajenadoras a instrumento enajenado. Se pierde la noción de la realidad, alterada, manipulada, para percibir lo que sea conveniente para la entidad manipuladora. Cuando se dispara en la cabeza lo hace dos veces, primero en la pantalla, luego en la realidad (¿O ya ha perdido la noción de diferenciar una y otra?¿de qué es réplica?¿cuál es la realidad?). En este aspecto, como también será el caso de la obra de Carpenter, también subyace una incisiva crítica socio política a cómo los mecanismos del poder (corporativo) estaban derivando en una entraña cada vez más retorcida en sus instrumentos de manipulación y domesticación social. Lo real se difumina, sólo existe la percepción, la percepción modelada. La realidad es como nos la presentan. Y creerás que eres Truman (true man/hombre verdadero), aunque no seamos conscientes de que nos implantan unas necesidades y de que configuran los alivios (las pertinentes descargas) para las ansiedades resultantes del cumplimiento de las funciones asignadas o de las fricciones del desajuste interno. Vidas programadas, como si nos insertaran una cinta intangible. Ya nos creemos lo que nos dicen que somos, sentimos cómo nos han modelado a través de diversos medios, como receptores de una descarga de estímulos e inhibiciones. Lo que no se estimula, lo que no se muestra, no existe, no es real. El dominio de la mediatización implica la forja de criaturas frankesteinianas, mentes hecha de retales con esa nueva carne, mutación de sensaciones primarias y artificios ficcionales. Carne y circuito. Eso es lo que somos. Shoot the film, Shoot to your head/mind.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
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6,2
734
8
17 de mayo de 2021
17 de mayo de 2021
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Arco de triunfo (Arch of triumph, 1948), de Lewis Milestone es un áspero y sombrío melodrama, en cuyas dos horas y cuarto casi no hay casi respiro. Las sombras, presencia constante, son tan oscuras que parecen supurar. La narración está dominada por una espesura de negrura (delineada por el admirable trabajo de iluminación de Russell Metty). Era la segunda ocasión en que Milestone dirigía una adaptación cinematográfica de una novela del escritor alemán Erich Maria Remarque, tras la también excelente Sin novedad en el frente (All quiet on the western front, 1930), que adaptaba la homónima novela publicada un año antes, la cual había provocado las iras del tercer Reich, por lo que fue quemada en las hogueras. Remarque fue otro de tantos que abandonó Alemania al ascender al poder Hitler. Emigró a Suiza, y a finales de los 30 a Estados Unidos. La novela Arco de triunfo fue escrita, durante su exilio, entre 1939 y 1945, año en el que fue publicada primero en inglés. Milestone se involucró de tal manera que cuando el primer guionista, Irwin Shaw, no quiso proseguir tras cinco meses de trabajo porque no divergía de lo que pretendía Milestone, optó por desarrollar el guion junto a Harry Brown. El resultado fue una obra de cuatro horas, que fue cortada, y reducida a dos horas (aunque ampliada en doce minutos cuando fue restaurada). La censura también intervino. Joseph Breen exigió que fuera mitigada la crudeza de ciertas secuencias violenta. Arco de triunfo, como otras películas que adaptaron novelas de Remarque, Tres camaradas (Three comrades, 1938), de Frank Borzage, Tiempo de amar, tiempo de morir (Time to love, time to die, 1958), de Douglas Sirk o Así acaba nuestra noche (So ends our nignt, 1941), de John Cromwell, se vertebran sobre una relación amorosa destinada a la tragedia, en los desoladores tiempos de guerra (o preguerra). Con la tercera, además, coincide en centrarse en un personaje refugiado, Ravic (Charles Boyer), un cirujano alemán cuya situación, como la de los protagonistas la película de Cromwell, al no disponer de papeles, pende constantemente de un hilo: si son apresados serán deportados del país, aunque pueden intentar regresar de nuevo (hasta la próxima vez que sean otra vez deportados), o transitar de país en país cual figuras errantes. Los nombres no reflejan sino esa condición fantasmal. Ravic no es su real nombre sino uno de tantos que usa como falsa identidad de hombre sin papeles.
El comienzo de Arco de triunfo es impactante: Ravic, sentado en un café, entrevé a través de las cristaleras a Haake (Charles Laughton), un oficial nazi. Un expresionista flashback, que juega con las desmesuradas sombras y perspectivas especiales (sin contornos), evoca cuando Ravic y su esposa fueron torturados por Haake, y ella murió al no poder resistir las torturas. Como contraste, la iluminación se hace blanquecina, sin sombra alguna, en la secuencia que nos muestra a Ravic intentando, infructuosamente, salvar a una mujer en la mesa operatoria; una mujer que musita el nombre de un hombre; una mujer que morirá por las inadecuadas condiciones en la que le fue realizado un aborto; una mujer que nombra a quien ama pero como señala Ravic, quién sabe dónde estará ese hombre; todas las ilusiones románticas quedan reducidas a un entorno blanquecino donde se pierde la vida, como una pantalla que se ha desintegrado. Torturar, salvar, sombras, luces.
Ravic vive en un hotel de refugiados en el que habitan huidos de las torturas o de la desolación (una galería de rostros derrotados y dolientes), pero también un grupo de defensores del alzamiento franquista, a quienes el mejor amigo de Ravic, Morosov (Louis Calhern), ruso, muestra un total desprecio cuando intentan que se unan a su celebración. Ravic, en uno de sus paseos, cual sombra exiliada, por las solitarias calles, en este caso bajo la lluvia, se encontrará con una sombra extraviada, Joan (Ingrid Bergman), al borde de cometer suicidio. Su amante, al que acababa de abandonar, ha muerto repentinamente. Ravic la salva y ayuda, encontrándole trabajo en el club donde trabaja Morosov de portero. Su historia se gesta a trompicones, por la reserva de él, como quien contiene la mecha de una explosión que dispone del rostro de quien abrió en sus entrañas una herida aún no cerrada, y por el ofuscado atolondramiento de quien no sabe cómo desenvolverse con sus emociones, y necesita taladrar esa reserva para percibir la brecha que evidencia que él la corresponde del mismo modo. Ese forcejeo incluso está presente, con provocaciones de celos, en el momento de pausa de tiempo de permiso en el horror (como los días que viven los protagonistas de Tiempo de amar, tiempo de morir) cuando disfrutan de unos breves días en la costa francesa. Pero también la circunstancia y el azar intervienen, de modo más determinante, para dificultar la relación. El azar entra en juego, pero a la contra, cuando Ravic, ya de vuelta en París, por atender a una mujer accidentada en la calle, y así salvarla, sea detenido y expulsado del país.
Esa divergencia, o contraste, de actitud y carácter dota de una cualidad singular a una historia de amor particularmente turbia y menos convencional de lo habitual. Ravic es más templado, alguien ya curtido en la precariedad, el dolor, las esperas, la amenaza permanente sobre su vida y la vulnerabilidad, mientras Joan es más frágil (o menos capaz de afrontar la fragilidad), más inconstante y menos madura. No es capaz de afrontar la soledad y el dolor, la incógnita sobre la espera de la vuelta de Ravic, por lo que opta por acogerse (refugiarse) en los brazos de otro hombre (que la ama).
El comienzo de Arco de triunfo es impactante: Ravic, sentado en un café, entrevé a través de las cristaleras a Haake (Charles Laughton), un oficial nazi. Un expresionista flashback, que juega con las desmesuradas sombras y perspectivas especiales (sin contornos), evoca cuando Ravic y su esposa fueron torturados por Haake, y ella murió al no poder resistir las torturas. Como contraste, la iluminación se hace blanquecina, sin sombra alguna, en la secuencia que nos muestra a Ravic intentando, infructuosamente, salvar a una mujer en la mesa operatoria; una mujer que musita el nombre de un hombre; una mujer que morirá por las inadecuadas condiciones en la que le fue realizado un aborto; una mujer que nombra a quien ama pero como señala Ravic, quién sabe dónde estará ese hombre; todas las ilusiones románticas quedan reducidas a un entorno blanquecino donde se pierde la vida, como una pantalla que se ha desintegrado. Torturar, salvar, sombras, luces.
Ravic vive en un hotel de refugiados en el que habitan huidos de las torturas o de la desolación (una galería de rostros derrotados y dolientes), pero también un grupo de defensores del alzamiento franquista, a quienes el mejor amigo de Ravic, Morosov (Louis Calhern), ruso, muestra un total desprecio cuando intentan que se unan a su celebración. Ravic, en uno de sus paseos, cual sombra exiliada, por las solitarias calles, en este caso bajo la lluvia, se encontrará con una sombra extraviada, Joan (Ingrid Bergman), al borde de cometer suicidio. Su amante, al que acababa de abandonar, ha muerto repentinamente. Ravic la salva y ayuda, encontrándole trabajo en el club donde trabaja Morosov de portero. Su historia se gesta a trompicones, por la reserva de él, como quien contiene la mecha de una explosión que dispone del rostro de quien abrió en sus entrañas una herida aún no cerrada, y por el ofuscado atolondramiento de quien no sabe cómo desenvolverse con sus emociones, y necesita taladrar esa reserva para percibir la brecha que evidencia que él la corresponde del mismo modo. Ese forcejeo incluso está presente, con provocaciones de celos, en el momento de pausa de tiempo de permiso en el horror (como los días que viven los protagonistas de Tiempo de amar, tiempo de morir) cuando disfrutan de unos breves días en la costa francesa. Pero también la circunstancia y el azar intervienen, de modo más determinante, para dificultar la relación. El azar entra en juego, pero a la contra, cuando Ravic, ya de vuelta en París, por atender a una mujer accidentada en la calle, y así salvarla, sea detenido y expulsado del país.
Esa divergencia, o contraste, de actitud y carácter dota de una cualidad singular a una historia de amor particularmente turbia y menos convencional de lo habitual. Ravic es más templado, alguien ya curtido en la precariedad, el dolor, las esperas, la amenaza permanente sobre su vida y la vulnerabilidad, mientras Joan es más frágil (o menos capaz de afrontar la fragilidad), más inconstante y menos madura. No es capaz de afrontar la soledad y el dolor, la incógnita sobre la espera de la vuelta de Ravic, por lo que opta por acogerse (refugiarse) en los brazos de otro hombre (que la ama).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Pero cuando Ravic regrese tres meses después no logrará aceptar su reacción tan razonable y templada (o dicho de otro modo, como señala el mismo Ravic, ella hubiera apreciado signos indicativos de su amor en su desolación manifiesta o en un arrebatos de celos). Ese equilibrio y esa calma de Ravic contrasta con la desaforada conducta de Joan, inestable, y escénica (como si viviera una obra teatral en la que la temperatura del amor se mide por la temperatura de la dramatización de los gestos). Sus emociones la desbordan, como, ofuscada, no logra discernir con precisión.
Ravic, al mismo tiempo, no ha olvidado a Haake. En cierta secuencia confluyen ambos dramas en el espacio y tiempo, en un café: Ravic está pendiente de Haake, que le ha visto (aunque no sabe si porque le ha reconocido), y espera que se acerque a él, y a la vez entra en escena Joan que sigue sin aceptar que Ravic no parezca, o se muestre, lo afectado que debiera: el horror real contrastado con una exasperada e inmadura dramatización. Sus actitudes colisionan de modo irreparable. Enfocan el amor de modo distinto. Las sombras desquiciadas prevalecen. Joan necesita seguridad y amor, pero no puede encontrar la primera en Ravic, por su situación vulnerable e incierta. Por eso su amor no puede fructificar, porque ella necesita encontrar la seguridad en otro, y no resulta posible mantener esas dos relaciones a un mismo tiempo. Ironía sangrante: quien le reportaba seguridad (material) será quien, por un arrebato de celos, dispare sobre ella. El falso refugio resultó una trampa de sombras movedizas. Ravic, infructuosamente, intentará salvarla, en unas hermosas secuencias finales en la que su luz vela junto a la cama donde ella agoniza con las sombras que no pudo esquivar.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Ravic, al mismo tiempo, no ha olvidado a Haake. En cierta secuencia confluyen ambos dramas en el espacio y tiempo, en un café: Ravic está pendiente de Haake, que le ha visto (aunque no sabe si porque le ha reconocido), y espera que se acerque a él, y a la vez entra en escena Joan que sigue sin aceptar que Ravic no parezca, o se muestre, lo afectado que debiera: el horror real contrastado con una exasperada e inmadura dramatización. Sus actitudes colisionan de modo irreparable. Enfocan el amor de modo distinto. Las sombras desquiciadas prevalecen. Joan necesita seguridad y amor, pero no puede encontrar la primera en Ravic, por su situación vulnerable e incierta. Por eso su amor no puede fructificar, porque ella necesita encontrar la seguridad en otro, y no resulta posible mantener esas dos relaciones a un mismo tiempo. Ironía sangrante: quien le reportaba seguridad (material) será quien, por un arrebato de celos, dispare sobre ella. El falso refugio resultó una trampa de sombras movedizas. Ravic, infructuosamente, intentará salvarla, en unas hermosas secuencias finales en la que su luz vela junto a la cama donde ella agoniza con las sombras que no pudo esquivar.
Alexander Zárate
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