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Críticas 65
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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12 de abril de 2016 4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
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Dos de las escenas más impactantes de “Siembra” están construidas de la misma manera. En la primera, Yosner baila sobre un fondo negro. La música urbana es reemplazada para nuestros oídos por música incidental que nos pide que nos enfoquemos en el personaje, en sus movimientos y en sus expresiones. En la segunda, la cara de Turco invade la pantalla sobre un fondo blanco. Lo escuchamos, por primera vez, cantar con dolor. En ambas escenas, la cámara mira a los personajes desde abajo. El fondo negro y el fondo blanco los liberan de especificidades geográficas y de constricciones locales, y aparecen como visiones angelicales.

Lo que hacen estas dos escenas, y lo que hace “Siembra” es dignificar a ambos personajes. Turco y Yosner, padre e hijo. Ambos han llegado a la ciudad de Cali desde la población rural de Timbiquí (Cauca), empujados por el desplazamiento forzado, y viven juntos en una comunidad que ha sufrido el mismo destino. Mientras Turco pasa sus días buscando la manera de regresar a su tierra y vivir de ella, Yosner participa en competencias de baile callejeras. Un evento trágico marcará el curso de la historia.

Atrapado entre un pasado que se niega a perder y un futuro incierto, Turco es un personaje con un presente ambiguo, sin lograr arraigarse a una nueva realidad que insiste en quitarle la esperanza de escapar. Al salir de una iglesia, Turco es rodeado por un grupo de “diablitos”, una comparsa de niños enmascarados. Turco está en el limbo.

La situación de Turco recuerda la idea de liminalidad, desligado por fuerza de un territorio y sin lograr intregarse a otro. “Las entidades liminales no están ni aquí ni allá”, decía el antropólogo Victor Turner, pero es precisamente ese estado del ser el que permite que emerja la “communitas”, un vínculo social natural liberado de estructuras. En el caso de Turco, este sentimiento surge a través de ritos compartidos con su comunidad y a través del arte, y lo ayudarán a sembrarse, así sea de una manera imperfecta, en su nueva tierra.

El arte, como muestra “Siembra”, es crucial en este proceso. El arte se convierte en la manera en que la comunidad lidia con su situación y transgrede su liminalidad. No sólo aparecen Yosner y Turco, como ángeles, bailando y cantando. Hay un hombre al que le brota la poesía y una mujer que escupe versos en momentos inesperados.

Estos testimonios aparecen de una manera documental, y por momentos el personaje de Turco se convierte en un sustituto de los espectadores, para que seamos testigos de lo que nos quieren contar estas personas. En otros momentos, Turco se convierte más en un símbolo del desplazamiento interno que en un personaje completo y humano. Este espacio, también liminal, en el que se encuentra la película, entre ficción y documental, le resta autenticidad a la historia y disminuye el impacto del viaje emocional de Turco.

A pesar de esto, hay algunas pinceladas de inspiración visual de los directores (Ángela Osorio y Santiago Lozano). Una primera escena memorable con un primer plano de un pecho bailando música urbana parece prepararnos para un ritmo de la narración que nunca llega. Como ópera prima, “Siembra” es una película que tiene muy buenas intenciones, pero que funciona por partes. Estaremos atentos al futuro de estos dos directores.
11 de marzo de 2016 4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Una historia de carreteras sin carreteras, una historia de amor sin amor y una historia de crimen sin crimen”: la descripción perfecta para “River of Grass” la dio su propia directora. En 1994, Kelly Reichardt había trabajado unos años en distintas labores en el mundo del cine independiente antes de lanzarse a filmar su primer largometraje, una película que subvierte géneros y que es quizás el trabajo más personal de la directora que nos traería años después películas como “Meek’s Cutoff” y “Wendy and Lucy”.

En “River of Glass”, una mujer casada y con dos hijos, solitaria y aburrida de su vida, sale de su hogar a un bar y, tras conocer a un hombre, solitario y aburrido de su vida, se deja llevar por una cadena de hechos que los llevarán a intentar escapar de la justicia.

Los prófugos protagonistas de “River of Glass” son los anti-Bonnie y Clyde: unos criminales que probablemente no hayan cometido ningún crimen, que no saben nada de armas, torpes, perdidos, acompañándose más por inercia que por genuino interés y aparentemente desinteresados en todo. Ni siquiera cruzar la línea entre legalidad e ilegalidad es motivo suficiente para traer emoción a sus vidas.

Reichardt juega constantemente, desde las primeras escenas, con los lugares comunes de las películas de carreteras, de las historias de crimen y de los líos de amor, engañando al espectador que se anticipa a lo que va a suceder: un reloj que da las 8:00 pero no suena, un ama de casa aparentemente cuidando de sus hijos, una persecución policial que nunca sucede. Y lo hace siempre con un humor particular que podría confundirse con el schadenfreude si no fuera por el marcado interés que la directora muestra sobre la personalidad de su protagonista, ayudado por su voz en off.

El debut de Reichardt también tiene un rasgo común a varias óperas primas: la proliferación de ideas. Quizás sea porque los directores no saben con certeza si tendrán una nueva oportunidad de decir lo que quieren decir como lo quieren decir, pero es común encontrar en estos primeros trabajos múltiples ideas visuales y narrativas que por momentos no confluyen con armonía. En el caso de “River of Grass”, esta proliferación de ideas (los montajes con el sonido de la batería, los acercamientos a fotografías de escenas del crimen, la introducción con fotografías) funciona en su mayor parte y le da una vitalidad especial a la película.

La idiosincrática, existencialista y vital “River of Grass” es un impresionante debut para una directora que se convertiría en un referente obligado del cine independiente norteamericano en este siglo.
23 de octubre de 2012 4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un año después de la extraña muerte de un miembro de la familia, una mujer, sus cuatro hijos, uno adulto, un adolescente y dos pequeños gemelos, y su hermana que acaba de regresar de un largo viaje, van de viaje a su finca en las montañas, para estar alejados del ruido de la ciudad y dedicarse tiempo a ellos mismos. Pero la tensión crecerá cada minuto y el pasado de cada quien saldrá a relucir mientras el fantasma de la muerte sigue haciendo estragos.

Una co-producción entre Colombia y Argentina, “El Resquicio”, la primera película de Alfonso Acosta, debería generar envidia en otros directores más experimentados que no logran crear una atmósfera como lo hace Acosta. Desde una misteriosa e hipnótica secuencia inicial y durante casi una hora y media, el filme juega con los silencios, las miradas y los diálogos enigmáticos para crear un ambiente de absoluta tensión, y una impaciencia por saber qué secretos se esconden detrás de lo que se está contando.

Las complejidades psicológicas de los personajes logran manifestarse poco a poco gracias al trabajo de un buen grupo de actores que encarna la rabia acumulada, la envidia y la depresión en medio de un ambiente oscuro en el que las fuerzas sobrenaturales que parecen acechar en el campo parecen próximas a manifestarse.

A primera vista, el relato tiene los elementos de cualquier drama tradicional. Una familia en el campo, alejada de todos, enfrentada a ella misma. Pero la música original que acompaña la historia—de las mejores composiciones, si no la mejor, que he escuchado en el cine colombiano—deja entrever que este no es un drama tradicional, y que el terror aguarda, aunque no sabemos de qué manera se manifestará.

Por eso es satisfactorio que el final haga honor al suspenso que lo precede, con el terror manifestándose de maneras imprevistas, cuando descubrimos junto a los personajes que el miedo no viene de donde creemos y que hemos estado buscando en los lugares equivocados la forma de salvarnos.

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13 de junio de 2012
5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Fireworks Wednesday” (2006, Mejor Película en el Festival de Chicago) sigue a una empleada de servicio que se ve envuelta en la mitad de un lío de pareja: una mujer está convencida de que su esposo la engaña con la vecina, y hará lo que sea necesario para probarlo.

En ningún momento se siente que los personajes del iraní tienen un destino o una misión específica que cumplir en sus vidas: sí son, en cambio, personajes que toman decisiones que afectan el curso de sus historias y que en ojos de algunos pueden resultar entendibles pero bajo la mirada de otros pueden ser moralmente reprochables. La esposa de “Fireworks Wednesday”, por ejemplo, decide perseguir encubierta a su marido mientras su empleada revela detalles y encubre secretos.

Las mujeres en Farhadi son, además, subversivas desde su día a día. Acciones tan sencillas como decirle a otra mujer que no debe pedirle permiso a su marido para ir a un salón de belleza, en “Fireworks Wednesday” son muestra de ello.

El persa ha logrado hacer un cine engañosamente simple: lo que parece ser un sencillo conflicto marital en “Fireworks Wednesday” habla en un alto volumen sobre las relaciones de género y la tradición patriarcal iraní que tanto pesa todavía en una sociedad que se dice moderna.

(Lea el artículo completo en http://filmicas.com/2012/06/05/asghar-farhadi-y-lo-incognito-en-lo-cotidiano/ )
10 de julio de 2015 4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
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La primera escena de “Gett: The Trial of Viviane Amsalem” es diciente. Estamos dentro de un pequeño salón casi claustrofóbico, con un tribunal de tres rabinos en un estrado alto. En frente de ellos, el abogado de una mujer explica la aparentemente sencilla situación: ella quiere el divorcio, él no se lo quiere otorgar. Vemos a los rabinos, al esposo, a los abogados hablando, pero no la vemos a ella. Vemos todo, eso sí, a través de sus ojos. Ella los ve a todos pero nadie la ve a ella.

Esa es la gran paradoja de “Gett” y la denuncia que hacen los hermanos israelíes Ronit y Shlomi Elkabetz: en su país, a las mujeres no se les permite ser protagonistas de sus propias vidas. Esto se ve particularmente en el caso de los matrimonios más ortodoxos, donde una mujer no puede divorciarse hasta obtener el consentimiento de su esposo, un consentimiento que ni siquiera una corte le puede obligar a otorgar.

En “Gett”, la perjudicada es Viviane Amsalem, una mujer que quiere divorciarse por razones que, para el resto de la sociedad, son insuficientes: él no le ha pegado, no ha cometido adulterio, no ha sido un mal judío; ella, simplemente, está cansada. Y así vemos cómo, semana tras semana y mes tras mes, la pareja es citada en la corte, un recinto cerrado donde Viviane, por el hecho de ser mujer, empieza perdiendo. Y entran y salen testigos--familiares, amigos, vecinos--que no hacen más que complicar todo el asunto.

Quizás el prospecto de una película que sucede, casi toda, dentro de un cuarto a puerta cerrada, no suene muy llamativo. Pero los hermanos Elkabetz han hecho magia con una historia muy sencilla. Cada escena empieza con un título que indica el paso del tiempo, 3 días, 2 semanas, 3 meses, hasta que no sabemos cuántos años hemos acumulado.

Las escenas, no obstante, no se suceden como episodios separados narrativa y emocionalmente: los directores, en cambio, le imprimen a toda la película un dinamismo continuo digno de los mejores thrillers, ayudados por dos acertadas decisiones: filmar siempre desde el punto de vista de alguno de los personajes y no revelar de entrada la naturaleza del matrimonio que vemos desmoronarse, sino ir develando poco a poco todas sus intrincaciones, a partir de palabras, miradas y reacciones.

La historia puede tornarse repetitiva en partes, más hacia el final, cuando ya todas las cartas parecen estar sobre la mesa, pero esto es también intencional y nos ubica dentro de esa especie de eterno retorno en el que está atrapada nuestra protagonista.

La última escena de “Gett” es tan diciente como la primera, y estaremos satisfechos de no haber abandonado a Viviane durante su calvario.
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