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7
11 de febrero de 2019
11 de febrero de 2019
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Sedentarismo, tabaquismo, obesidad o sobrepeso, alta ingesta en carbohidratos, la edad y el sexo son solo algunos de los factores que conforman el riesgo cardiovascular. En términos simples, si tienes o sobrepasas algunos de los valores mencionados y establecidos, la probabilidad de que ocurra un ataque cardiaco (infarto agudo al miocardio) o accidente cerebrovascular es mucho mayor que en personas ‘sanas’. Dolor opresivo en el lado izquierdo del pecho que se puede irradiar a mandíbula y brazo, náuseas, vómito, excesiva sudoración o, inclusive se menciona, ‘sensación inminente de muerte’ aunado a las características que se mencionaron en el primer párrafo son solo algunas señales un ataque cardiaco. En el peor de los escenarios, la muerte es inevitable. En el mejor de los casos, quedan rezagos en el corazón que, tras terapia y rehabilitación, pueden mejorar, pero el riesgo es perenne y además aumenta. Es decir, se puede desarrollar el mismo escenario hasta cinco veces o más. Se van sumando complicaciones en la conducción (en forma de arritmias) y en la función. La bomba vital se desmorona poco a poco. Afortunadamente, aun existen en estos casos medidas para tratar de mejorar la calidad de vida; una de ellas es el trasplante cardiaco que, con indicaciones absolutas y en personas con pronóstico bastante desfavorable, puede ser una opción. Dick Cheney, vicepresidente de los Estados Unidos de América del 2001 al 2009, tras sufrir cinco ataques cardiacos en tratamiento con diversas terapias endovasculares se sometió a la edad de 71 años a un trasplante cardiaco.
Vice (2018), dirigida por Adam McKay (conocido por algunas comedias y el similar drama oscarífico del 2015 The Big Short), narra la vida y el ascenso en el poder de los Estados Unidos de Dick Cheney (el camaleónico Christian Bale). Conocido, sobre todo, por ser el vicepresidente durante el mandato de George W. Bush (Sam Rockwell), también aborda su paso como congresista, secretario de defensa y en el sector privado petrolero. La obra expone sus más oscuras participaciones dentro del gobierno, desde pequeños aprovechamientos tras el Watergate y la guerra de Vietnam hasta ser considerado como el auspiciador de la guerra de Irak, de técnicas de tortura y ser el titiritero detrás de las decisiones más importantes de un país. Christian Bale, en otra transformación, de manera impecable logra reflejar la pasividad hermetizada de un hombre que racionaliza cada paso que da y de los que están a su alrededor. De la misma manera, Sam Rockwell dota de sarcasmo, ironía e inexperiencia (¿innecesaria o real?) la representación de George W. Bush (ese hilarante dialogo casi inverosímil en una jardín comiendo pollo frito, temiendo que de esa manera sean tomadas las decisiones más importantes de una nación); así como Amy Adams encarna a Lynne Cheney, eterna acompañante del vicepresidente más poderoso en la historia de América (ya denle su merecidísimo reconocimiento a Amy Adams que, desde la primera aparición en este largometraje, se consagra como la verdadera impulsora y figura de inspiración).
Desgraciadamente, lo demás se hunde en los intentos inconexos por asumir la realidad presentada como una crítica o como un elogio o como un drama o como un documental o como una sátira (con explicaciones forzadas o trucos de producción ya conocidos). Tal vez ese sea el objetivo de McKay con el guion a manera de realizar una vasta complejidad narrativa y que el espectador sea el juez y el verdugo, deslindándose de toda responsabilidad ejecutiva. Cada agujero en la narración es un infarto que termina desgastando el corazón de la película. Afortunadamente, el montaje, la visión metanarrativa y las actuaciones son el trasplante necesario para encandilarlo a la temporada de premios.
Vice (2018), dirigida por Adam McKay (conocido por algunas comedias y el similar drama oscarífico del 2015 The Big Short), narra la vida y el ascenso en el poder de los Estados Unidos de Dick Cheney (el camaleónico Christian Bale). Conocido, sobre todo, por ser el vicepresidente durante el mandato de George W. Bush (Sam Rockwell), también aborda su paso como congresista, secretario de defensa y en el sector privado petrolero. La obra expone sus más oscuras participaciones dentro del gobierno, desde pequeños aprovechamientos tras el Watergate y la guerra de Vietnam hasta ser considerado como el auspiciador de la guerra de Irak, de técnicas de tortura y ser el titiritero detrás de las decisiones más importantes de un país. Christian Bale, en otra transformación, de manera impecable logra reflejar la pasividad hermetizada de un hombre que racionaliza cada paso que da y de los que están a su alrededor. De la misma manera, Sam Rockwell dota de sarcasmo, ironía e inexperiencia (¿innecesaria o real?) la representación de George W. Bush (ese hilarante dialogo casi inverosímil en una jardín comiendo pollo frito, temiendo que de esa manera sean tomadas las decisiones más importantes de una nación); así como Amy Adams encarna a Lynne Cheney, eterna acompañante del vicepresidente más poderoso en la historia de América (ya denle su merecidísimo reconocimiento a Amy Adams que, desde la primera aparición en este largometraje, se consagra como la verdadera impulsora y figura de inspiración).
Desgraciadamente, lo demás se hunde en los intentos inconexos por asumir la realidad presentada como una crítica o como un elogio o como un drama o como un documental o como una sátira (con explicaciones forzadas o trucos de producción ya conocidos). Tal vez ese sea el objetivo de McKay con el guion a manera de realizar una vasta complejidad narrativa y que el espectador sea el juez y el verdugo, deslindándose de toda responsabilidad ejecutiva. Cada agujero en la narración es un infarto que termina desgastando el corazón de la película. Afortunadamente, el montaje, la visión metanarrativa y las actuaciones son el trasplante necesario para encandilarlo a la temporada de premios.

6,4
18.657
9
31 de enero de 2019
31 de enero de 2019
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En primera instancia, uno pensaría que no tiene nada que ver con música. Sin embargo, eso es lo que el joven director Damien Chazelle nos quiere hacer pensar (si conocemos su trayectoria sabemos que no hay manera en que esto no guarde relación alguna con la música y el sonido).
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En resumidas cuentas, 'First Man' es la historia de Neil Armstrong y su odisea hacia la luna, basada en el libro homónimo. Además ofrece un crudo avistamiento de las necesidades e intrigas humanas.
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Con una minuciosa producción (que alterna diversos formatos de grabación) y posproducción (en cuanto a los efectos visuales, edición de sonido y escenas extraterrestres), logra contar una historia para experimentar el duelo de Armstrong (personalizado por un inmutable Ryan Gosling) y el cerco de muerte que se cine alrededor de sus metas, familia y esposa (magnífica Claire Foy), aspecto que denota con la disminución de matices que resaltan los claroscuros en cada escena familiar.
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Chazelle logra transformar algo premeditado, previsible y aparentemente áspero en un relato que va más allá de la Luna.
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En resumidas cuentas, 'First Man' es la historia de Neil Armstrong y su odisea hacia la luna, basada en el libro homónimo. Además ofrece un crudo avistamiento de las necesidades e intrigas humanas.
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Con una minuciosa producción (que alterna diversos formatos de grabación) y posproducción (en cuanto a los efectos visuales, edición de sonido y escenas extraterrestres), logra contar una historia para experimentar el duelo de Armstrong (personalizado por un inmutable Ryan Gosling) y el cerco de muerte que se cine alrededor de sus metas, familia y esposa (magnífica Claire Foy), aspecto que denota con la disminución de matices que resaltan los claroscuros en cada escena familiar.
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Chazelle logra transformar algo premeditado, previsible y aparentemente áspero en un relato que va más allá de la Luna.

5,9
28.022
9
3 de noviembre de 2018
3 de noviembre de 2018
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Las parasomnias abarcan aquellas alteraciones de la conducta directamente relacionadas con el sueño, dentro de las cuales se encuentran: el sonambulismo, las pesadillas y los terrores nocturnos. Aunque la mayoría de las veces abarcan un trasfondo benigno biológico, pueden causar gran preocupación tanto a padres como a hijos, estos últimos son quienes presentan la mayor prevalencia de estas entidades. Estas incluyen variaciones como movimientos anormales que pueden simular una crisis convulsiva, bruxismo, enuresis, taquicardia, diaforesis, angustia o terror con recuerdo o no de lo ocurrido en las entrañas de lo soñado. En algunas ocasiones acaban siendo parte del estudio de psicoanálisis, en el mejor de los casos en forma de arte (La pesadilla, JH Fussli, 1781) y en el peor de los casos… ¿Qué sucedería si la mayor pesadilla de un niño se fusionará con el ideal de su propia madre?
En la ópera prima como directora de la actriz australiana Jennifer Kent, The Babadook (2014) narra la historia de una madre inmersa en la profundidad de la depresión y lo miserable tras un accidente que llevó a la muerte a su esposo y le trajo a la vida a su hijo, cuestión presente en cada minuto del largometraje. Samuel, su hijo, es un niño con rasgos de hiperactividad con una mente dotada de una imaginación casi sobrenatural agobiado por la muerte y cuyo mecanismo de defensa es representado por las innumerables trampas y armas en contra de sus monstruos imaginarios. Por otro lado, se encuentra la madre quien día tras día es apabullada por la incomprensión de su trabajo, de su familia y de su hijo, relación con este último que viene a desatar los horrores más recónditos de la sociedad: el desprecio de una madre por su hijo; todo a colación desde la aparición del aparente libro infantil cuyo título es homónimo a la película, el cual dentro esconde un espectro maligno que solo es necesario negar su presencia para hacerlo más presente en la vida de esta pequeña familia.
La deliberada y casi perfecta composición fotográfica junto a la precisión del diseño sonoro (recordando a Requiem for a dream, 2000) nos permite un acercamiento especial al otro enfoque que de manera intencionada busca la directora: someter al espectador en la incomodidad de la relación de la madre con los demás y la interminable búsqueda de satisfacción frustrada (tanto social, familiar y hasta sexual). Aquí los colores juegan un rol especial, denotando los tonos ásperos y sombríos en el hogar, la familia y en el contexto en contraste por voluminosos tonos con el fin de limitar los efectos especiales y exaltando la teatralidad (véase la escena del cumpleaños con el entusiasmo de las compañeras en una vista contrapicada vestidas en un atuendo casi fúnebre mientras ella, en un insípido tono rosado, aparece rodeada de niños con flagrantes colores en un plano picado). La utilización de múltiples clichés del cine de horror afortunadamente solo funciona como herramienta para la confrontación final.
Realmente no había sentido este tipo de angustia desde hace tiempo, esa sensación de genuino terror sin trampas. El director de The Exorcist (1971) William Friedkin la ha catalogado en un tuit como una obra de terror legítima y, si han llegado hasta este punto, no sé porque no han corrido a verla en este instante.
A modo de preparación y si tienen la oportunidad vean ‘Monster’ (2005), cortometraje de la misma directora, el cual ella misma bautizó como ‘El pequeño Babadook’.
En la ópera prima como directora de la actriz australiana Jennifer Kent, The Babadook (2014) narra la historia de una madre inmersa en la profundidad de la depresión y lo miserable tras un accidente que llevó a la muerte a su esposo y le trajo a la vida a su hijo, cuestión presente en cada minuto del largometraje. Samuel, su hijo, es un niño con rasgos de hiperactividad con una mente dotada de una imaginación casi sobrenatural agobiado por la muerte y cuyo mecanismo de defensa es representado por las innumerables trampas y armas en contra de sus monstruos imaginarios. Por otro lado, se encuentra la madre quien día tras día es apabullada por la incomprensión de su trabajo, de su familia y de su hijo, relación con este último que viene a desatar los horrores más recónditos de la sociedad: el desprecio de una madre por su hijo; todo a colación desde la aparición del aparente libro infantil cuyo título es homónimo a la película, el cual dentro esconde un espectro maligno que solo es necesario negar su presencia para hacerlo más presente en la vida de esta pequeña familia.
La deliberada y casi perfecta composición fotográfica junto a la precisión del diseño sonoro (recordando a Requiem for a dream, 2000) nos permite un acercamiento especial al otro enfoque que de manera intencionada busca la directora: someter al espectador en la incomodidad de la relación de la madre con los demás y la interminable búsqueda de satisfacción frustrada (tanto social, familiar y hasta sexual). Aquí los colores juegan un rol especial, denotando los tonos ásperos y sombríos en el hogar, la familia y en el contexto en contraste por voluminosos tonos con el fin de limitar los efectos especiales y exaltando la teatralidad (véase la escena del cumpleaños con el entusiasmo de las compañeras en una vista contrapicada vestidas en un atuendo casi fúnebre mientras ella, en un insípido tono rosado, aparece rodeada de niños con flagrantes colores en un plano picado). La utilización de múltiples clichés del cine de horror afortunadamente solo funciona como herramienta para la confrontación final.
Realmente no había sentido este tipo de angustia desde hace tiempo, esa sensación de genuino terror sin trampas. El director de The Exorcist (1971) William Friedkin la ha catalogado en un tuit como una obra de terror legítima y, si han llegado hasta este punto, no sé porque no han corrido a verla en este instante.
A modo de preparación y si tienen la oportunidad vean ‘Monster’ (2005), cortometraje de la misma directora, el cual ella misma bautizó como ‘El pequeño Babadook’.

6,5
12.338
9
21 de diciembre de 2018
21 de diciembre de 2018
5 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Obsesión: impulsos recurrentes y persistentes que se experimentan como intrusos y no deseados que causan malestar importante. Compulsión: comportamientos o actos mentales repetitivos que el sujeto realiza como respuesta a una obsesión para disminuir el malestar (DSM-V).
Imaginen una idea, por ejemplo, el lavarse las manos. Ahora, imaginen como esa idea se repite, no solo diario, sino innumerables veces al día; ahora no solo eso, sino que no pueden salir de casa sin haber hecho ese mismo acto de manera reiterada. En rasgos generales, la esencia del trastorno obsesivo-compulsivo se presentó con antelación (además de las definiciones mencionadas al principio, hay que presentar otros aspectos importantes o recurrentes como: la limpieza, simetría o pensamientos intrusivos de temas polémicos). La importancia de su escrutinio y de su tratamiento radica en la discapacidad que puede producir ante la reproducción de tal obsesión (ya que aumenta inminentemente su intensidad a pesar de su oscilación), además de provocar un marcado deterioro cognitivo y social (con la arraigada idea de vergüenza por los rituales) y riesgo de suicidio. Dejando de lado la incierta etiología y su trasfondo, que podría abarcar desde la predisposición genética, alteraciones en el sistema serotoninérgico, disfunción corticoestrial hasta una previa infección por estreptocos, el nuevo filme del polémico director danés Lars von Trier trata vagamente de empapar con una cruda oscuridad al protagonista con esta enfermedad.
Jack (formidable Matt Dillon) es un ingeniero con un aparente trastorno obsesivo-compulsivo (TOC) enraizado a la higiene y al arte que, a lo largo de cinco incidentes, desarrolla su alter ego como Sr. Sofisticado para su acecho criminal como asesino serial en una travesía hacia el inframundo guiado por Verge (eminente Bruno Ganz) como una analogía a la Divina Comedia o a Fausto incluso. En cada uno de los incidentes aborda su evolución como criminal pero también profundiza en su visión artística de la vida, como un reflejo de la misma idiosincrasia de Lars von Trier. En múltiples ocasiones, con largas escenas sin corte y con cámara en mano, promete un intento de glorificar el arte (pasando por la arquitectura, la música -con grabaciones de Glenn Gould-, escultura, pintura -en el epilogo con la referencia a La Barque de Dante,1822 -, literatura -Goethe, Aligieri, Ray Bradbury- y obviamente cine -múltiples referencias a su entera filmografía-) como un paso hacia la liberación, no como un método para la trascendencia. Sin embargo, la narrativa, que va desde el drama, horror y comedia, se pierde hasta el innecesario epílogo para realzar la grandilocuencia de la simbología; además de perderse la esencia del TOC conforme el largometraje va avanzando.
Con menos secuencias provocadoras (comparada con Antichrist, 2009 y Nymphomaniac, 2013) que la vuelve un poco más apta para ojos sensibles (recordando su infame regreso al pasado festival de Cannes con opiniones claramente divididas y la polémica con PETA), consigue mi aprecio por esta obra con el hecho de hacer un vasto recorrido por la historia y el arte en un guion original en un marco de autoría que abarca distintos géneros con un protagonista con un desorden psiquiátrico (véase el segundo incidente para entender la complejidad del trastorno puesto en práctica, sin importar el acecho inminente de la policía ante un reciente asesinato) acompañado por Fame de David Bowie. Consigue el fin de un recurso artístico, su goce estético.
Imaginen una idea, por ejemplo, el lavarse las manos. Ahora, imaginen como esa idea se repite, no solo diario, sino innumerables veces al día; ahora no solo eso, sino que no pueden salir de casa sin haber hecho ese mismo acto de manera reiterada. En rasgos generales, la esencia del trastorno obsesivo-compulsivo se presentó con antelación (además de las definiciones mencionadas al principio, hay que presentar otros aspectos importantes o recurrentes como: la limpieza, simetría o pensamientos intrusivos de temas polémicos). La importancia de su escrutinio y de su tratamiento radica en la discapacidad que puede producir ante la reproducción de tal obsesión (ya que aumenta inminentemente su intensidad a pesar de su oscilación), además de provocar un marcado deterioro cognitivo y social (con la arraigada idea de vergüenza por los rituales) y riesgo de suicidio. Dejando de lado la incierta etiología y su trasfondo, que podría abarcar desde la predisposición genética, alteraciones en el sistema serotoninérgico, disfunción corticoestrial hasta una previa infección por estreptocos, el nuevo filme del polémico director danés Lars von Trier trata vagamente de empapar con una cruda oscuridad al protagonista con esta enfermedad.
Jack (formidable Matt Dillon) es un ingeniero con un aparente trastorno obsesivo-compulsivo (TOC) enraizado a la higiene y al arte que, a lo largo de cinco incidentes, desarrolla su alter ego como Sr. Sofisticado para su acecho criminal como asesino serial en una travesía hacia el inframundo guiado por Verge (eminente Bruno Ganz) como una analogía a la Divina Comedia o a Fausto incluso. En cada uno de los incidentes aborda su evolución como criminal pero también profundiza en su visión artística de la vida, como un reflejo de la misma idiosincrasia de Lars von Trier. En múltiples ocasiones, con largas escenas sin corte y con cámara en mano, promete un intento de glorificar el arte (pasando por la arquitectura, la música -con grabaciones de Glenn Gould-, escultura, pintura -en el epilogo con la referencia a La Barque de Dante,1822 -, literatura -Goethe, Aligieri, Ray Bradbury- y obviamente cine -múltiples referencias a su entera filmografía-) como un paso hacia la liberación, no como un método para la trascendencia. Sin embargo, la narrativa, que va desde el drama, horror y comedia, se pierde hasta el innecesario epílogo para realzar la grandilocuencia de la simbología; además de perderse la esencia del TOC conforme el largometraje va avanzando.
Con menos secuencias provocadoras (comparada con Antichrist, 2009 y Nymphomaniac, 2013) que la vuelve un poco más apta para ojos sensibles (recordando su infame regreso al pasado festival de Cannes con opiniones claramente divididas y la polémica con PETA), consigue mi aprecio por esta obra con el hecho de hacer un vasto recorrido por la historia y el arte en un guion original en un marco de autoría que abarca distintos géneros con un protagonista con un desorden psiquiátrico (véase el segundo incidente para entender la complejidad del trastorno puesto en práctica, sin importar el acecho inminente de la policía ante un reciente asesinato) acompañado por Fame de David Bowie. Consigue el fin de un recurso artístico, su goce estético.
1 de junio de 2020
1 de junio de 2020
1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
‘Ya no estoy aquí’ (2019): La historia se desarrolla en Monterrey, Nuevo León y presenta a Ulises (Juan Daniel García), un joven de 17 años, y a su elocuente círculo de amigos ‘Los Terkos’ quienes comparten entre sí la ideología de la subcultura ‘Kolombia’ arraigando la música, vestimenta y la doctrina fundamental de la cumbia y lo ‘cholo’. Poco a poco se revelan los lazos con otros pequeños grupos y la rivalidad con otros cuantos, además de la intromisión del narcotráfico en el norte del país que siempre protagoniza e incluso interrumpe cadenas de radio, lo que lleva a ‘fricciones’ (por llamarle mesuradamente de alguna manera) y a la necesidad de Ulises de huir hacia Nueva York tratando de adaptarse a un ambiente del todo hostil para él.
Mientras la gran mayoría de inmigrantes hispanoamericanos ven con asombro en la lejanía el sueño americano, pocos son los que encuentran ahí un escape inhóspito. Tal es el caso de Ulises, interpretado por Juan Daniel García quien a través de simplemente la mirada logra reflejar inquietud, felicidad, nostalgia y temple. Sorprendentemente, a pesar de que lo vemos ‘taloneando’ logra crear cierta empatía (¿o tolerancia?) con el público al demostrar que la violencia solo genera más violencia. Incluso con sus congéneres, al integrar al ‘Sudadera’ o en una discusión alrededor de un comunicador portátil. Además, volviendo a la idea del choque cultural, parecería relevante en estos momentos volver a tocar temas como la discriminación, pero me quedo sin palabras ante los hechos que se presentan día a día.
Mas en https://awildside.blogspot.com/
Mientras la gran mayoría de inmigrantes hispanoamericanos ven con asombro en la lejanía el sueño americano, pocos son los que encuentran ahí un escape inhóspito. Tal es el caso de Ulises, interpretado por Juan Daniel García quien a través de simplemente la mirada logra reflejar inquietud, felicidad, nostalgia y temple. Sorprendentemente, a pesar de que lo vemos ‘taloneando’ logra crear cierta empatía (¿o tolerancia?) con el público al demostrar que la violencia solo genera más violencia. Incluso con sus congéneres, al integrar al ‘Sudadera’ o en una discusión alrededor de un comunicador portátil. Además, volviendo a la idea del choque cultural, parecería relevante en estos momentos volver a tocar temas como la discriminación, pero me quedo sin palabras ante los hechos que se presentan día a día.
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