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Críticas 425
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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19 de diciembre de 2021 5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Forajidos (The killers, 1946), de Robert Siodmak, dispone de un inicio que es enigma de sombras. La estructura de su narración es indagación que intenta dar luz a esas sombras que esculpen el cuerpo de El sueco (Burt Lancaster). En los planos de apertura, los faros de un coche alumbran la carretera. Dos figuras en sombras se recortan en primer plano. Sombras aciagas, mensajeros de las sombras. La luz ilumina un letrero: entramos en Brentwood. Los títulos de crédito aparecen superpuestos sobre el plano general de una calle, que tuerce hacia la derecha, y de dónde proviene una resplandeciente, casi cegadora luz, de la que surgen, caminando, los dos hombres, ataviados con sus gabanes y sus sombreros de fieltro. Se dirigen hacia el otro extremo, y se detienen ante el escaparate de una gasolinera cerrada. Se vuelven, y vemos sus rostros, tan inquietantes como gélidamente determinados (los rostros de Charles McGraw y William Conrad). El primero hace un gesto con su mano hacia el interior de su gabán, un ademán que no vaticina nada bueno. Pájaros de mal aguero, sin duda. Se dirigen al local que está en enfrente, una cafetería en forma de caravana, pero no entran por la misma puerta, sino que cada uno lo hace por un extremo distinto. Con un humor afilado, cruel, como quien disfruta jugando con un animal indefenso, empiezan a jugar tanto con el dueño como con un cliente, Nick. Buscan a El sueco. Son meramente los asesinos (The Killers), los ejecutores. La cegadora luz de la muerte.

Mientras se informan de dónde vive el sueco, El chico, Nick, que trabaja en la misma gasolinera que el sueco, sale corriendo por la puerta de atrás, y llega antes a la casa de el sueco. La cámara le encuadra en un angosto patio en el que salta una tapia, y se mueve mediante un travelling de retroceso desde la ventana hasta la figura en sombras que yace en la cama, el sueco, y prosigue hasta la puerta que se abre, y por la que entra Nick. Ya sugiera que será un movimiento inútil. Nick no entiende que no quiera marcharse, pero El sueco ya ha asumido que las sombras le han alcanzado, y ya está cansado de huir. Reconoce que cometió un error una vez, tiempo atrás, y por eso le van a matar. No se mueve de dónde está. Sabe que es el momento. No tiene fuerzas, las sombras le pesan. Su rostro surge de las sombras, cuando Nick se marcha; es un rostro cansado, resignado. Oye los pasos que suben las escaleras Mira la puerta, bajo la cual asoma la luz del rellano. El plano sobre la puerta se dilata. El momento se demora, como si unos segundos contuvieran una eternidad. Su gesto se tuerce de desesperación, como si se enfrentara a lo largamente anunciado, no deseado, pero sí inevitable. Un gesto a la vez expectante, como si necesitara que se abriera esa puerta de una vez, para que la luz entre, y pueda descansar al fin. Ansía que la muerte, que lleva tiempo sobrevolando sobre él como un peso que ha ido minándole, fulmine de una vez su vida, la cuál ya sólo era, por otra parte, una mera sombra anhelante de que le liberen de su condena en vida, la condena de una decepción. Los dos asesinos abren la puerta, y le acribillan. Su mano se agarra al cabecero, y cae. Una mano en la que resalta una cicatriz que asemeja a un sello de lacre, el sello de su fractura interior, la huella de su pasado como boxeador. Concluye un excepcional prólogo sembrado de preguntas. ¿Por qué el sueco no quiso huir?¿Por qué le mataron?¿Quién ordenó a esos hombres que lo ejecutaran.

Esas preguntas se contestarán a través de una prodigiosa estructura en forma de encuesta, acorde a la investigación de un agente de seguros, Jim Reardon (Edmond O'Brien), intrigado por esa actitud, y por un pañuelo con un arpa irlandesa. Diversos flashbacks, correspondientes a los relatos de varios personajes que conocieron al sueco, Ole Anderson, en un momento dado de su vida, irán delineando los ángulos del por qué, aunque esa estructura parcial, fragmentada, siempre desde perspectivas ajenas, determina un singular enfoque que privilegia la sugerencia e insinuación, el fuera de campo de lo inasible, los intersticios del por qué, como sombras que nunca podrán ser alumbradas de modo completo por la luz, a no ser la de la muerte.

‎El productor Mark Hellinger puso en marcha el proyecto, su primera producción, que sería distribuida por Universal Pictures. Anthony Veiler, con la colaboración no acreditada de John Huston (porque estaba bajo contrato de la Warner) y Richard Brooks, adaptó el relato breve de Ernest Hemingway, circunscrito a la situación inicial de la llegada de los asesinos, pasaje que dura aproximadamente veinte minutos. En El Dirigido por nº 401, en el 2010, en un texto sobre Ciudadano Kane titulado Los trucos del mago, dentro de un dossier dedicado a Orson Welles, señalé cómo la estructura narrativa de Forajidos, en forma de encuesta, parecía una variación de la de Ciudadano Kane, incluido la relevancia de objetos con enigma incorporado ( el trineo Rosebud, en un caso, y el pañuelo con lira irlandesa, en el otro). Y también apuntaba cómo me parece que ese planteamiento dramático y narrativo estaba desarrollado con más rigor en Forajidos. En Ciudadano Kane, más allá de que adolezca de cierto espesor narrativo a partir de su ecuador, y de que en ocasiones parezca que el relato lo subordine a la búsqueda del alarde formal, a partir de las evocaciones del personaje de Joseph Cotten, prescinde del rigor de la perspectiva, ya que en muchas ocasiones no estuvo el personaje presente. En Forajidos, cada evocación implica una nueva esquirla a través de la que entrever otro detalle que va agregando una pieza más al rompecabezas de la fractura emocional de El sueco, como en muchas secuencias se sugiere su enamoramiento sin red mediante las miradas que dirige a Kitty (Ava Gardner). Importa tanto lo que se ve como lo que se sugiere.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Lo sustancial, aquello que determinó que El sueco se convirtiera en un espectro de sí mismo se sugiere entre las sombras, cómo él pasó de ser de ser un protagonista en el ring de la vida, como lo fue durante un tiempo, como promesa, en el del boxeo, para convertirse en una sombra ausente. Si en el cuadrilátero boxístico la fractura de su mano derecha determinó que abandonara la práctica del deporte, la fractura de sus sentimientos le condujo a difuminarse en los márgenes de la vida como una sombra que sólo anhelaba su propia desaparición.

La primera evocación es la de la mujer a la que le legó su herencia; ella evoca la noche en la que le salvó la vida, cuando él, tras destrozar su habitación, intentaba suicidarse. Si nos es presentado como una sombra a la espera de la muerte, el siguiente añico evocado de su vida será su agonía, el momento decisivo en el que comenzó a gestarse como sombra. La siguiente evocación nos hace retroceder mucho más en el tiempo, pero están vinculadas de modo metafórico (ya que ambas circunstancias están relacionads con dos abandonos y dos frustraciones), ya que será aquella que relata su último combate de boxeo, el inicio de su fin, ya que determinó que, en vez de aceptar la propuesta de su amigo Sam (Sam Levene), teniente de policía, para que ingresara en el Cuerpo de policía, prefirió dejarse tentar por las sirenas de los lujos que proporcionaban las actividades ilegales, escenario en el que, precisamente, conoció a Kitty en una fiesta a la que asistió acompañado de su novia entonces, Lilly (Virginia Christine), luego, con el tiempo, esposa de Sam. Durante esa fiesta, en un encuadre, Lilly observa a el sueco mientras él observa encandilado a Kitty; él se desplaza, y la cámara también, y queda fuera del plano Lilly. Ya no existe para él. En cambio, en el encuadre, entre él y Kitty se interpone una luz (la que le cegará). Esa obnubilación será su perdición. Su primer indicio, su sacrificio, cuando Sam encuentre una joya que incrimina a Kitty. El sueco preferirá inculparse aunque implique tres años de cárcel. Compartirá celda con Charleston (Vince Barnett), quien le hablará de las estrellas y los planetas. Pero para el sueco no hay otra estrella sino Kitty, siempre lejana, aunque él orbite alrededor de ella como si fuera su particular sol. Una luz que no advierte cómo le ciega, hasta que, tras un atraco, ella le engañe para conseguir quedarse con el dinero a costa de los cómplices. Para ella el sueco es un mero instrumento. La excepcional secuencia del atraco en la fábrica condensa el rigor y el ingenio creativo de esta magistral obra. Un plano secuencia acorde a la mirada objetiva del relato periodístico del suceso que lee el jefe de Reardon. Un hecho sin perspectiva subjetiva, por ello, relatado desde la distancia, mediante el desplazamiento coreográfico de una cámara que, desde las alturas, desciende, para aproximarse, y vuelve a alejarse, como el sueco sintió por un momento que se acercaba a la estrella luminosa que representaba Kitty, para luego ser arrojado a la distancia de la nada, como un cuerpo que es mera sombra.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
14 de diciembre de 2020 5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Orgullo de estirpe (The horseman), de John Frankenheimer, con guión de Dalton Trumbo, que adapta la novela Les cavaliers de Joseph Kessel (otra de cuyas novelas Jean Pierre Melville acababa de adaptar en la también magistral El ejército de las sombras, 1969), refleja la vertiente siniestra de la aventura, el negativo de las ínfulas de la virilidad, el reverso vacío de la afirmación en el desafío que comporta la vivencia del riesgo y el peligro, la pulsíón de muerte tras la apariencia de la propulsión vital de toda competición y confrontación. ¿Por qué necesita la bestia humana competir? ¿Por qué disfruta tanto con el espectáculo sangriento de un combate? En la excepcional Los temerarios del aire (1969), Frankenheimer rastreaba esos componentes en los saltadores en paracaídas de una atracción de feria ambulante, en concreto a través de la atracción de vacío y la pulsión de muerte del personaje de Burt Lancaster, en principio en contraste con la vida monótona, de concesiones y frustración disimuladas bajo la ritualizada normalidad de los habitantes del prototípico pueblo de la América profunda. El contraste se revela equiparación o reflejo. Se deja de saltar en la rutinaria vida de dieta de emociones y deseos que no de ja de ser un suicidio prolongado, a diferencia del 'precipitado', y manifiesto, suicidio que realiza el personaje de Burt Lancaster en su último salto. No abre su paracaídas, como muchos en el tedio de su vida sin aconteceres quedan presos de las cuerdas invisibles de su paracaídas. 'A tí y a mí nos atrae la muerte', le viene a decir el padre, Tursen (Jack Palance) a su hijo, Uraz (Omar Sharif), en Orgullo de estirpe. Es el reverso siniestro de la finalidad y realización de su vida, ser el jinete más poderoso. Tanto monta un pueblo de la América profunda como un poblado de Afganistan. Sustancialmente no varía el ser humano, varían los rituales (de vida ordinaria, de sublimación del riesgo), pero no dejan de ser rituales, varía el tipo de competición, pero no deja de ser una competición (en este caso, el Buzkashi, una variante del Polo). Incluso, pasan los siglos, pueden ser diferentes los modos de vida, pero sustancialmente el ser humano es lo que es (o lo que carece de ser): sutilmente sucinto es el contraste al inicio entre ese poblado en el que Tursen es un señor feudal (por lo que puede parecer que estamos siglos atrás) y el avión que cruza el cielo (y nos ubica en el tiempo).

En las secuencias introductorias se presenta de modo preciso a padre e hijo, el referente generacional que es a su vez representación de una comunidad, y la personalidad en formación, que aún se ve emborronada por su padre, y un modelo (de virilidad). Y se introduce también, como ruido sordo, las ideas, o emociones, de deterioro y falta (dejar de ser y no lograr ser). Los primeros planos muestran el ya trabajoso proceso de integrarse cada mañana en el mundo que debe padecer Tursen: su cuerpo ya sufre las consecuencias del deterioro de la edad. Le cuesta incorporarse de la cama (en contraste con cómo arroja con ímpetu el cubrecama), cojea, y forcejea costosamente para poder ponerse las botas. Ya no existe el fulgor de la virilidad en su esplendor. Al hijo se le presenta como espectador (aun se siente así, tras las barreras, aún no protagonista), de un combate entre camellos. Estas lides entre animales son recurrentes (hay otras entre pájaros), reflejo de esa tendencia del necio disfrute del ser humano en los combates sangrientos entre otras criaturas (entre otras especies se puede dar rienda suelta al disfrute de la finalización del combate con la muerte de uno de los contendientes, lo que siglos atrás también se aceptaba entre humanos). La mirada de Uzar es sombría, como una brasa encendida, turbia, rabiosa, amarga (contrasta con la mirada lacrimosa, compasiva, con la que Sharif definía al personaje del doctor Zhivago en la extraordinaria homónima película de David Lean).

El protagonismo del escenario tiene lugar en la competición, en la violencia ejercida en la competición, la sublimación del riesgo y el peligro (dentro de unos límites: no se espera, o desea explícitamente, la muerte o herida, pero se asume como factible, aunque sea de modo accidental): El propósito en el Buzkashi es conseguir, entre los diversos jinetes contendientes, portar el carnero muerto hasta un determinado punto señalizado. En el proceso, los caballos corren, los humanos se fustigan y golpean, en una sucesión de movimientos que no dejan de asemejar a un bucle. Carreras y golpes, esa es la noción de realización, el que más golpea, el que más resiste los fustazos y golpes, y el que más corra, conseguirá la victoria. Uzar sufre una contrariedad cuando parece estar a punto de ganar: se rompe la pierna. Esto tendrá como consecuencia la perdida de dinero para su padre (por la apuesta) y la vergüenza de no conseguir el triunfo (se queda 'fuera' incluso dentro del escenario): como contraste se evoca una competición pretérita, ganada por el padre, Tursan, no en el cerco establecido de un recinto sino a campo abierto, en la que Tursan remarca su superioridad viril encaramado sobre una edificación de techo bajo desde la que fustiga con el carnero al resto de competidores. Ya en el presente, Tursen intentará reproducir aquel alarde físico pero ya las carencias de su deterioro determinará su fracaso cuando intenta infructuosamente encaramarse con su caballo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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Por su parte, Uzar, para intentar compensar su vergüenza, y también como autopunición, opta por retornar a casa por el camino más complicado, aunque sea el más corto. Pese a que tiene un pierna rota, elige la opción más tortuosa y retorcida, la que implica superar un trayecto con variaciones extremas de temperatura, del desierto a las escarpadas montañas, entre el abrasador calor y las nieves. Su ansia de peligro y riesgo, reflejo de su actitud tortuosa (lejos de las afirmaciones del afán de superación), se acrecienta con el hecho de que intenta suscitar en su sirviente, Bhuki (Srinanda De) sus instintos más bajos, es decir, incentivarle el deseo de sustraer su caballo aprovechándose de su maltrecha condición. Por eso, acepta integrar en el viaje a una mujer, Zhera (Leigh Taylor Young), a la que ha despreciado por su condición de mujer de baja categoría a la que no puede ni tocar por esa condición, porque sabe que puede influir en Bhuki. Uzar humilla porque se siente humillado por su fracaso. Uzar no pierde la vida, pero pierde la pierna.

Esa pérdida de la pierna, esa falta, se convertirá en el reflejo del absurdo de su sentimiento de 'falta' (frente a un modelo viril), y de este mismo modelo. Esta asunción, este aprendizaje, se sedimenta cuando se contrasta la precaria desnudez de su padre, el deterioro de la vejez, y la minusvalía del hijo, ya dos representantes de la virilidad defectuosa. En la asunción de la vulnerabilidad, e incluso de la posibilidad de la falibilidad, reside la sabiduría. Tarde también intentará restituir su previa actitud soberbia y despectiva con respecto a Zhera, pero el daño ya había abierto un irreparable cerco entre ambos. Uzar optará por otro modo de vida, que implica el rechazo de un modelo vacío y absurdo (como tantas vacuas ritualizaciones sociales de triunfo entre los modelos viriles), sustentando en la vanidad y la soberbia. Uzar realizará todo un alarde en la monta del caballo ante las altas instancias del poder, para en su conclusión revelar ante todos su pierna seccionada (no deja de ser un singular corte de mangas). Abandona un escenario inconsistente, que no dejaba de ser una prisión (esa prisión de un modelo y tipo de vida que también sufren en la América profunda los personajes de 'Los temerarios del aire' o de la excelsa 'Yo vigilo el camino', 1970, en la que la sublimación del riesgo se sustituye por la sublimación del deseo). Aunque esa otra elección, la adopción de otro modo de vida (que es errante), implica ante todo una negación. La desubicación del exilio es la sabiduría de quien ya no mira la realidad como un escenario.
Alexander Zárate
http://elcinedesolaris.blogspot.com/
2 de diciembre de 2014 5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
El mismo año que se estrenó la obra que marcó el patrón de las películas que transcurren en un submarino, 'Destino Tokio' (1943), de Delmer Daves, también lo hizo la estimulante producción británica 'We dive at dawn' (1943), de Anthony Asquith. El dúo protagonista podría verse como la representación de la convención y de las singularidades de esta obra. Por un lado, el eficiente capitán Taylor (John Mills), figura siempre próxima para su tribulación sin remarcar su autoridad. Es una extensión del propio submarino, y transmite la necesaria firmeza que mantiene la cohesión de su tripulación y su ánimo en los momentos adversos. En la obra no faltan secuencias características del género: el desafío de cruzar una zona de minas flotantes o una red que se hace necesario rasgar; el ataque con torpedos a un acorazado, el Branderburgo, la misión que están destinados a realizar, una secuencia de medida tensión (como la misma minuciosa medición de distancias que realiza el capitán con el periscopio); el lanzamiento de cargas profundidad; la artimaña para hacer creer que han sido hundidos; o la forzosa permanencia en las profundidades por problemas de suministro o técnicos. Por otro lado, el responsable del sonar, Hobson (Eric Portman). Es el personaje que se desmarca del resto de la tripulación y quien sufre el más remarcable conflicto personal. En las secuencias iniciales, antes de que inicien su misión, queda evidenciada su distancia con su esposa, lo que hace plantearse si tomar la decisión de separarse, aunque es manifiesto, por su actitud, que no es su deseo. En estas secuencias se reflejan las precariedades o indeterminaciones en la vida civil, en la retaguardia, que serán solucionadas tras la conclusión de la misión.


Reflejo, al fin y al cabo, de unos tiempos de guerra en los que podía tenderse al desaliento. Se hacía necesaria la cohesión y la determinación. Hay otros personajes en los que se refleja esto también, aunque con un tono menos grave. Las reticencias del artillero Corrigan (Nial McGinnis) sobre casarse ya, que la novia toma como falta de interés cuando su boda es frustrada por la imprevista llamada a servicio. O el duelo entre otros tripulantes por una mujer, y el ocurrente uso que se da al tatuaje de su nombre como particular estrategia de 'combate'. Hobson es alguien que resulta crucial en varios momentos de la misión. Es quien tiene conocimientos de la lengua alemana, por lo que es capaz de entender lo que discuten los tres pilotos alemanes que capturan. Y en la secuencia climática es quien plantea la solución para no tener que entregarse y en cambio sí conseguir el necesario suministro para el submarino, lo que implica su incursión en la base alemana de una isla danesa.
http://elcinedesolaris.blogspot.com.es/2014/12/we-dive-at-dawn.html
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La conclusión, como apunta el capitán, el relevo de otro submarino, como el autobús de cada línea, para realizar otra misión. Y en la retaguardia, los lazos consolidados con más
17 de junio de 2023
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un propósito, una vida estructurada, con un guion definido, en la que integrar, armónicamente, el imprevisto, como una reconfiguración. Es sobre lo que reflexiona Narvel Roth (Joel Edgerton) en las primeras secuencias de El maestro jardinero (Master gardener, 2022), de Paul Schrader, cuando enumera tres distintos de jardines, o formas de estructurar la realidad, las plantas adaptándose a la configuración de unos límites, según el jardín francés, la configuración estableciéndose acorde a las plantas, según el jardín inglés, o el jardín salvaje. Como en sus dos obras precedentes, El reverendo y El contador de cartas, o en tiempo atrás, en Posibilidad de escape (1992), la vida del protagonista está estructurada mediante rituales y rutinas. Traficante de drogas, reverendo, contador de cartas, jardinero. La vida de Narvel está fundamentada en su relación con un jardín, es su labor, es su escenario de vida, es la dedicación meticulosa y entregada de quien se esfuerza por realizar una tarea del modo más afinado. La realidad como un jardín que cuidar. Como todos ellos escribe un diario. Acción y reflexión. Lo que se hace y lo que se piensa sobre lo que se hace, o se hizo, o se podría hacer. Como en sus casos, el pasado ejerce como brecha. El contador de cartas tenía tatuado en su cuerpo Providencia y Gracia. Un propósito. Narvel tiene tatuado su pasado. Un pasado que no ha sido borrado, pero que ya no es. Es su particular prisión, el recordatorio de lo fue, un nazi, un racista, un hombre orgulloso de ser blanco, y de eliminar la mala hierba que representaban otras etnias.

La realidad es un jardín en el que cada uno de nosotros es una planta, pero un jardín puede ser imposición, un cerco de pautas y normas y límites. Puede obstruir. Somos funciones o somos singularidades que encuentran su realización en una interacción armónica. Ese jardín tiene algo también de prisión, por cómo domina ese espacio la viuda que es dueña de los terrenos, Norma Haverhill (Sigourney Weaver), de quien es amante. La mujer que le acogió cuando él se convirtió en testigo que necesitaba modificar su identidad, y romper por completo con su pasado. Una acogida que también implicaba una estructuración de relación fundada en cierto dominio. Relaciones de intercambio, relaciones de dominio, chantajes emocionales. La irrupción de una novedad, Maya (Quintessa Swindell), sobrina de Norma, como trabajadora en el jardín, introduce un cambio que es ruptura, conflicto, pero, para Narvel, ejerce de imprevisto que reconfigurará su vida, su relación con el jardín de la realidad. Implicará una ruptura, en cuanto sublevación, y modificará su escenario de vida, como otra forma de relacionarse con la misma, en oposición a lo que fue, o cómo se relacionaba con la vida, no solo porque Maya sea mestiza, sino porque implicará desprenderse de la imposición de Haverhill (la configuración de un jardín al que las plantas se subordinan a su voluntad aunque su apariencia no parezca ser dictadora).

Se dosifican en la narración, como contrapunto, fragmentos del pasado de Narvel, sus actividades, incluso violentas, cuando era parte integrante de un gropúsculo nazi. Fragmentos de planificación más sincopada, a diferencia de la templada planificación del presente. Son las siniestras y turbias letrinas del país, como en El contador de cartas, representaban las torturas de los militares en la prisión de Abu Ghraib en Irak, o en El reverendo, las actividades contaminadoras de las corporaciones. ¿Cómo estructurar la vida de modo armónico si el ser humano ejerce el caos, el daño, de forma recurrente e incluso sistemática? En Narvel, la singularidad, es que no oculta su pasado, sino que lo porta en su mismo cuerpo, con sus tatuajes, aunque ya no sea por orgullo, porque no comulga con esa forma de relacionarse con los otros y la realidad, como demuestra su sintonía, y atracción, con Maya.
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En cierto punto de su relación su conocimiento, para Maya, ejerce más bien de pasajero cortocircuito. Pero serán capaces de superar lo que representa porque se relacionan como singularidades. En la secuencia en la que hacen por primera vez el amor, son cuerpos, figuras, casi en penumbras, en un encuadre estático. No se distinguen los tatuajes, se relacionan el uno con el otro. Sombras que se realizan como cuerpos. Se diferencia de la secuencia previa en la que Norma le indica a Narvel que se desnude para observar con delectación su cuerpo desnudo, en el que los tatuajes ejercen de atracción erótica (e insinuación de ciertas afinidades en la manera de pensar y concebir la relación con la realidad).

De la misma manera que Norma ejerce de figura que intenta imponer su forma de dictar la realidad, y que reacciona de forma despechada cuando no es así, porque no puede aceptar que quien era su amante, y peón complaciente, ame a otra, el pasado de Maya irrumpe como un caos que también refleja la imposición de un capricho, en forma, también, de expresión de despecho. Quien era pareja, y maltratador, de Maya irrumpe en ese jardín, en ese orden meticuloso, que también es artificial (porque es reflejo de una imposición, y unas falsas apariencias, camufladas), y lo destroza como un tsunami de caos. La armonía de la sintonía, entre Narvel y Maya, que ambos saben cultivar, eliminando las malas hierbas de las ofuscadoras representaciones o categorías (la etnia de ella, el pasado racista de él), deberá también lidiar con las interferencias de aquellos otros, alrededor suyo, que reaccionan de modo virulento cuando su voluntad no es complacida. Narvel reconfigura su realidad con esa nueva relación, con Maya, que implicará una variación de escenario de vida, una reconfiguración del jardín de la realidad, y de modo específico, del jardín cuya estructuración antes imponía Norma, para plegarse a su voluntad; el mismo jardín ya es otro, porque en él, ambos ya convivirán como pareja, que danza en el último plano, como expresión de ese desplazamiento de realidad que implica transformación. El jardín también se modifica de acuerdo a las plantas que lo habitan. Como en las dos obras precedentes, la relación amorosa es epítome también de relación armónica con la realidad tras desprenderse de las prisiones de una vida demasiado estructurada, por impositiva e inflexible, y afrontar el caos o imprevisto como inevitable componente, que saber asimilar y reconfigurar, de la ecuación de la vida.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
10 de julio de 2022
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Benediction (2021) es un relato sobre un hombre, el poeta británico Siegfried Sassoon (1886-1967), quien desde la muerte del hombre que amaba, acontecida durante la contienda de la I guerra mundial, se sintió como un hombre mutilado, como si hubiera perdido la capacidad de desplazarse en la vida, aunque viviera, sufriera, otras relaciones sentimentales en los años posteriores como si fueran otro tipo de contiendas. En las secuencias iniciales predominan las imágenes documentales relacionadas con el campo de batalla, imágenes en blanco y negro de destrucción y cuerpos desfigurados o descompuestos que contrastan con el recitado de las poesías de Sassoon. Lo que no pudo ser y lo que irremisiblemente fue. En cierta secuencia, la imagen en color de un anciano Sassoon (Peter Capaldi), de gesto amargo y contraído, se superpone sobre las imágenes en blanco y negro de los residuos de muerte y destrucción del campo de batalla. Un hombre anclado en el tiempo, como si no hubiera abandonado aquel periodo de su vida, décadas atrás. Su vida desde entonces, en especial sus relaciones sentimentales, más bien parecía asemejarse a una sucesión de representaciones escénicas, de ahí que el tratamiento formal, por las elaboradas (y estáticas) composiciones, e interpretativo, como si intercambiaran diálogos como protagonistas de una obra teatral, remarque ese componente escénico. Parecen más intervenciones de personajes que emociones.

Sassoon escribió en 1917 la Declaración del soldado con la que cuestionaba el absurdo y desatino de la guerra, lo que suscitó las reacciones airadas de aquellos para los que la guerra meramente representaba un abstracto escenario de afirmación patriótica. Los hombres no eran cuerpos sino emblemas. Sassoon fue condenado, como reprimenda, a una reclusión en un hospital psiquiátrico, en donde conocería a Owen, de quien se enamoraría. Pero a Owen le ordenarían retornar al campo de batalla, donde sería abatido. Una bella manera de reflejar, y condensar, su unión y qué absurdo les separó: la cámara se desplaza en un vacío campo de tenis sobre la red que separa a ambos contendientes; un encadenado, cenital, encuadra a los cuerpos de ambos desplazándose desde distintas direcciones hasta enlazarse, en el interior del agua. Su unión fue quebrada por las absurdas reglas que rigen las decisiones de los seres humanos como las que rigen la guerra a través de los reglamentos militares. Las emociones compartimentadas en las grotescas cuadrículas de las abstracciones (y sus categorizaciones y normas). El desarrollo de la narración es el aplazamiento de una pesadumbre a través de otra serie de contiendas o <<lances tenísticos sentimentales>> (en los que los intercambios de palabras, o ingenios, parecieran un intercambio de pelotas con filo) con otros hombres, en particular con el actor Ivor Novello (Jeremy Irvine) y el aristócrata Stephen Tennant (Calam Lynch), en cuya respectiva vanidad pareciera buscar el refugio enmascarado de la vulnerabilidad, y cuyas relaciones concluyeron con la traición y con el repentino abandono.

Un refugio también pareciera su decisión, ya en su ancianidad, de convertirse al catolicismo, otra forma de encontrar ilusión de inmunidad, como también refleja su amargura por no haber recibido el reconocimiento, con premios o títulos, como sí otros coetáneos como T.S Elliot. Es significativo que la primera secuencia que le muestre en su ancianidad sea en una iglesia, en la que su hijo cuestiona su tardía conversión. Quizá otra desesperada forma de ocultarse como antes en las diversas relaciones sentimentales con bellos hombres o después en su matrimonio con una mujer. Su ancianidad parece la de un cuerpo tan momificado como la de sus emociones corroídas por el resentimiento, como su negativa a perdonar a quien le abandonó, caso de Tennant, cuando retorna treinta años después con la esperanza, a su vez, de mitigar la soledad de su vejez con la recuperación de una relación que abandonó, cuando así le convenía, décadas atrás. Conveniencias y vanidades. El joven Sassoon que pareció esconderse de la consciencia de la muerte con aquellas relaciones con hombres de remarcada belleza, que parecían negar así la muerte, o con su decisión, como concesión que no era sino conveniencia, de casarse con una mujer, Hester (Kate Philips), a quien treinta años después trata como un mueble o como un ruido que perturba su intento de escuchar un programa de radio. Sassoon convirtió su vida en un escenario infectado por la teatralización de conveniencias y vanidades que intentaban ocultar la desolación de una mutilación emocional que nunca logró realmente superar. Su llanto silencioso se extendió durante décadas pese a que intentara disimularlo, en su juventud, con sus romances con bellas efigies con forma humana, y en su ancianidad, con el avinagrado semblante de un hombre vaciado.
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En la hermosa secuencia final, el Sassoon anciano se sienta en un banco. Un encadenado le convierte en un joven Sassoon (Jack Lowden) con el uniforme militar. Contempla a un hombre sin piernas, en silla de ruedas. Su imagen se combina con las de unos jóvenes que caminan por el bosque, mientras en off se escucha un poema de Wilfred Owen (Matthew Tennyson), el hombre que amó como a ningún otro. El rostro de Siegfred se descompone en una mueca de lamento y desolación. La imagen se funde en negro como el soplo de una tumba.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
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