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7,8
85.643
8
10 de agosto de 2015
10 de agosto de 2015
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Puede que la mente y su mecanismo sean el único y gran misterio que el ser humano se ha propuesto siempre descifrar y que, paradójicamente, forma parte de su misma morfología. Es decir, nacemos con ella y se va desarrollando, del mismo modo que nuestras extremidades o nuestras vísceras. Y, sin embargo, no deja de ser un territorio inexplorado lleno de recovecos inaccesibles que, para colmo, sufre constantes transformaciones y contusiones externas. Todo un reto configurar una historia entretenida y ágil para explicar lo inexplicable: su funcionamiento. Muy complicado (a mí me resultaría a priori imposible) trasladar todo esto al lenguaje cinematográfico. Pero es que, encima, Del revés se propone explicarlo en formato aventura y dirigido a todos los públicos. Subrayo: un proyecto demasiado ambicioso, y como tal, y a pesar de su impresionante resultado, es obvio que no logra la perfección.
Desarrollada a dos niveles, como su muy acertado título origina indica (Inside: en la mente de la niña protagonista, Riley; y Out: el exterior, lo que ocurre a su alrededor), es una obra que deslumbra por el despliegue de originalidad e imaginación utilizado. Pixar ha creado unos referentes visuales que desde luego se utilizarán muchísimo para explicar todo este embrollo que ahora está tan de moda: la inteligencia emocional. Esa cosa extraña que de repente todos los padres desean insertar en sus hijos, algo que se ha convertido en la piedra angular del perfecto desarrollo cognitivo infantil. Éste es el primer acierto de los guionistas: aprovechar el tremendo potencial que estos nuevos conceptos psicopedagógicos tienen en las intenciones educativas de todo progenitor vanguardista. Desde este prisma, el diseño antropomórfico de las cinco emociones principales es magistral, y dotarlas de personalidad es un enorme acierto. Pero desde luego donde la factoría Pixar se luce con especial sabiduría es construyendo ante nuestros ojos el deslumbrante y maravilloso mundo del cerebro y sus islas, sus ciudades, sus abismos, sus circuitos. No falta detalle: los bichitos que se encargan de borrar nuestros recuerdos y archivos innecesarios, los amigos imaginarios, los actores que representan las películas en nuestros sueños, la ciudad de la imaginación y los deseos, la memoria abstracta (representada en la secuencia más genial de la película) y un terrorífico pozo sin fondo que siempre está presente y amenaza con tragarse todo lo que se le acerque demasiado. Una forma exquisita de representar todo que lo que nos hace personas (y también de lo que puede destruir nuestra psique y hundirnos en la nada) de un modo básico, colorista y luminoso.
El espléndido diseño del mundo de la mente queda pues supeditado a una historia real que de manera inevitable se desdibuja y pierde fuelle. El único problema de Inside Out es que resulta tan enriquecedora a nivel interno como básica a nivel externo. Podríamos decir que todo el universo que recrea el cerebro de Riley representa a Pixar: la frescura, la inventiva, ese ánimo por progresar y crear siempre historias adaptadas a los nuevos tiempos. Mientras lo que sucede en la vida externa de Riley es esencialmente Disney: los tradicionales valores familiares perfectos como única alternativa y rescate para la tristeza y los problemas. Aún así, este desdoblamiento de la trama tiene también su encanto y permite acentuar más el contraste entre lo cotidiano y lo extraordinario, y cómo el devenir acostumbrado de nuestro día a día, los hechos más insignificantes afectan de manera espectacular a todo lo que vive en nuestro interior.
Pixar descuida quizá un factor determinante, aunque quizá demasiado puntilloso. La emoción y la razón siempre han estado, tradicionalmente, desligadas aunque conniventes. En Inside Out, todo parece indicar que son las emociones las que generan el raciocinio. Con lo cual, el clásico concepto de Razón como tal se diluye y depende exclusivamente de lo que dicten los sentimientos. Sin embargo, Pixar lo condensa todo en el mismo punto. La fábrica de nuestras emociones es toda una industria con sede en un único emplazamiento: el cerebro. Una extraña contradicción ¿Qué lugar ocupa el corazón en todo esto? ¿Será que por fin Pixar ha obligado a Disney a pensar?
Desarrollada a dos niveles, como su muy acertado título origina indica (Inside: en la mente de la niña protagonista, Riley; y Out: el exterior, lo que ocurre a su alrededor), es una obra que deslumbra por el despliegue de originalidad e imaginación utilizado. Pixar ha creado unos referentes visuales que desde luego se utilizarán muchísimo para explicar todo este embrollo que ahora está tan de moda: la inteligencia emocional. Esa cosa extraña que de repente todos los padres desean insertar en sus hijos, algo que se ha convertido en la piedra angular del perfecto desarrollo cognitivo infantil. Éste es el primer acierto de los guionistas: aprovechar el tremendo potencial que estos nuevos conceptos psicopedagógicos tienen en las intenciones educativas de todo progenitor vanguardista. Desde este prisma, el diseño antropomórfico de las cinco emociones principales es magistral, y dotarlas de personalidad es un enorme acierto. Pero desde luego donde la factoría Pixar se luce con especial sabiduría es construyendo ante nuestros ojos el deslumbrante y maravilloso mundo del cerebro y sus islas, sus ciudades, sus abismos, sus circuitos. No falta detalle: los bichitos que se encargan de borrar nuestros recuerdos y archivos innecesarios, los amigos imaginarios, los actores que representan las películas en nuestros sueños, la ciudad de la imaginación y los deseos, la memoria abstracta (representada en la secuencia más genial de la película) y un terrorífico pozo sin fondo que siempre está presente y amenaza con tragarse todo lo que se le acerque demasiado. Una forma exquisita de representar todo que lo que nos hace personas (y también de lo que puede destruir nuestra psique y hundirnos en la nada) de un modo básico, colorista y luminoso.
El espléndido diseño del mundo de la mente queda pues supeditado a una historia real que de manera inevitable se desdibuja y pierde fuelle. El único problema de Inside Out es que resulta tan enriquecedora a nivel interno como básica a nivel externo. Podríamos decir que todo el universo que recrea el cerebro de Riley representa a Pixar: la frescura, la inventiva, ese ánimo por progresar y crear siempre historias adaptadas a los nuevos tiempos. Mientras lo que sucede en la vida externa de Riley es esencialmente Disney: los tradicionales valores familiares perfectos como única alternativa y rescate para la tristeza y los problemas. Aún así, este desdoblamiento de la trama tiene también su encanto y permite acentuar más el contraste entre lo cotidiano y lo extraordinario, y cómo el devenir acostumbrado de nuestro día a día, los hechos más insignificantes afectan de manera espectacular a todo lo que vive en nuestro interior.
Pixar descuida quizá un factor determinante, aunque quizá demasiado puntilloso. La emoción y la razón siempre han estado, tradicionalmente, desligadas aunque conniventes. En Inside Out, todo parece indicar que son las emociones las que generan el raciocinio. Con lo cual, el clásico concepto de Razón como tal se diluye y depende exclusivamente de lo que dicten los sentimientos. Sin embargo, Pixar lo condensa todo en el mismo punto. La fábrica de nuestras emociones es toda una industria con sede en un único emplazamiento: el cerebro. Una extraña contradicción ¿Qué lugar ocupa el corazón en todo esto? ¿Será que por fin Pixar ha obligado a Disney a pensar?

6,3
48.166
8
4 de febrero de 2014
4 de febrero de 2014
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Antes de todo he de decir que no conjugo mucho con el excesivo fervor norteamericano de David O.Russell. En todas sus películas hay un sobrante pestazo a americanada encubierta, es decir, denuncia aspectos muy sucios de la historia de su país pero se aprecia que en el fondo lo ama incondicionalmente. Por ejemplo, que en "el lado bueno de las cosas" te sature la trama con un rollazo de béisbol sin venir demasiado a cuento. Afortunadamente, no es algo que empape mucho este último trabajo porque, a pesar de ser una película esencialmente estadounidense, el espectador puede reconocerse muy bien en el tema universal de la estafa. Ya se sabe que trileros hay en todas las esquinas. Y no sólo en las malas épocas.
Es muy significativo comprobar que el antiguo arte de la pillería se manifieste a lo largo y ancho de toda la Historia, y no sea acostumbrado y exclusivo de una determinada época de crisis o hambruna, como en principio hubiera podido sospecharse. La intención de la película a mi entender es precisamente denunciar (en clave cómica, por supuesto) que la ciencia del engaño es innata a todo ser humano y que su uso es indiferente e injustificado: no responde necesariamente a carencias económicas o emocionales. Está ahí, dentro de nosotros, de nuestra piel y su uso es tan instintivo como fisiológico.
Sino ¿a santo de qué iba a tener que estafar este grupo de inadaptados y cenicientas contemporáneos en una época de esplendor en EEUU, repleta de música disco, pelucones y purpurina? Personas que se cubren de postizos por fuera, ya sea un peluquín, una laca de uñas o unos mini rulos de cabello, y que pretenden sin embargo llega a encontrarse a sí mismos en unos 70 que supusieron el resurgir de la mafia, el juego sucio, la delincuencia, la prostitución y el mercado de la droga y el cine porno. La recreación de este ambiente y sus consecuencias sociales es el gran logro de la película, su acertadísimo guión y la dirección de actores, todos ellos espléndidos. Está salpicada de momentazos dignos de cualquier espectáculo drag queen con una cobertura musical brillante, y ya sólo por esto merece disfrutarse. Y por una Jennifer Lawrence más brava que nunca en un papel (este sí) memorable.
Es muy significativo comprobar que el antiguo arte de la pillería se manifieste a lo largo y ancho de toda la Historia, y no sea acostumbrado y exclusivo de una determinada época de crisis o hambruna, como en principio hubiera podido sospecharse. La intención de la película a mi entender es precisamente denunciar (en clave cómica, por supuesto) que la ciencia del engaño es innata a todo ser humano y que su uso es indiferente e injustificado: no responde necesariamente a carencias económicas o emocionales. Está ahí, dentro de nosotros, de nuestra piel y su uso es tan instintivo como fisiológico.
Sino ¿a santo de qué iba a tener que estafar este grupo de inadaptados y cenicientas contemporáneos en una época de esplendor en EEUU, repleta de música disco, pelucones y purpurina? Personas que se cubren de postizos por fuera, ya sea un peluquín, una laca de uñas o unos mini rulos de cabello, y que pretenden sin embargo llega a encontrarse a sí mismos en unos 70 que supusieron el resurgir de la mafia, el juego sucio, la delincuencia, la prostitución y el mercado de la droga y el cine porno. La recreación de este ambiente y sus consecuencias sociales es el gran logro de la película, su acertadísimo guión y la dirección de actores, todos ellos espléndidos. Está salpicada de momentazos dignos de cualquier espectáculo drag queen con una cobertura musical brillante, y ya sólo por esto merece disfrutarse. Y por una Jennifer Lawrence más brava que nunca en un papel (este sí) memorable.

6,0
58.261
4
23 de mayo de 2009
23 de mayo de 2009
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
A mí Lobezno siempre me ha parecido un poco pringao. Lo cual no le resta candor ni carisma, creo que es más bien al contrario: precisamente en sus debilidades radica su empatía. No llega a ser tan gilipollas como Peter Parker, pero tampoco tan interesante como Bruce Wayne. Y los sentimientos que me provoca están francamente encontrados.
Quizá es por eso que no llegué a disfrutar al completo la película. Es un lucimiento absoluto del personaje, que satisfará a los fans en exceso. Sin embargo, algo no llegó a tocarme el corazoncito. Y me temo que precisamente lo que hacía interesante a Lobezno en X-men era el no conocer el porqué de su tormento, en intentar desenterrar sus recuerdos. ¿Por qúé esa rabia contenida, ese carácter de motorista borde, esa antipatía intermitente que parecía imponerse a su natural bondad? ¿Por qué ese vicio de masticar puros? Esta película (intenta) contestar estas cuestiones, y nos deja desnudo (literalmente) al mutante más popular. Y despúes de verle en bolas (emocional y físicamente) pierde parte de su misterio.
Y como yo me temía, la factura visual es excelente pero flaquea en el desarrollo y la lógica del argumento. Además, tampoco resulta fiel al cómic, concediéndose muchísimas licencias que no benefician nada. Es muy entretenida, un genial ejercicio antiestrés compuesto por muy decentes actores. Pero poco, muy poquito más.
Quizá es por eso que no llegué a disfrutar al completo la película. Es un lucimiento absoluto del personaje, que satisfará a los fans en exceso. Sin embargo, algo no llegó a tocarme el corazoncito. Y me temo que precisamente lo que hacía interesante a Lobezno en X-men era el no conocer el porqué de su tormento, en intentar desenterrar sus recuerdos. ¿Por qúé esa rabia contenida, ese carácter de motorista borde, esa antipatía intermitente que parecía imponerse a su natural bondad? ¿Por qué ese vicio de masticar puros? Esta película (intenta) contestar estas cuestiones, y nos deja desnudo (literalmente) al mutante más popular. Y despúes de verle en bolas (emocional y físicamente) pierde parte de su misterio.
Y como yo me temía, la factura visual es excelente pero flaquea en el desarrollo y la lógica del argumento. Además, tampoco resulta fiel al cómic, concediéndose muchísimas licencias que no benefician nada. Es muy entretenida, un genial ejercicio antiestrés compuesto por muy decentes actores. Pero poco, muy poquito más.

5,8
56.148
5
16 de junio de 2015
16 de junio de 2015
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el año 1993 solía compartir cada día una bolsa de pipas Churruca con mi mejor amigo de octavo de EGB en los recreos. Ambos evitábamos los toques de balón y gastábamos la energía en pasear el perímetro del patio charlando. Un día cualquiera, hacía calor. En aquellos momentos era rutina, monotonía. Hoy me resulta un acontecimiento maravilloso. Habíamos preferido sentarnos en la sombra de la marquesina de entrada para mantener el aliento. El almuerzo también se componía de un tetra brick de zumo o un batido, y en el momento en que procedí a perforar con la pajita el agujero destinado a liberar el líquido, me fijé extrañado en el dibujo promocional del cartón. Aparecía un dinosaurio.
Fugazmente había visto el tráiler en la televisión y desde luego ardía en deseos de ver la película. Sin embargo, tenía la sensación de que me estaría prohibida por la calificación de edad y por ello mi subconsciente resignado había persistido de empujar a mis padres al cine. Mi amigo, al ver el dibujo, exclamó: "ostras, yo la vi el otro día¡¡¡ Dios, está chulísima¡¡" En ese momento iniciamos una conversación excitante sobre ella, donde yo imaginaba todo lo que me estaba contando y conforme abundaban los detalles mi interés se fue transformando en pasión.
Ese verano no pudo ser. En el pueblo no había cines. Pero devoré la novela de Michael Crichton como un loco. Los dinosaurios dominaban la tele. Había por todas partes golosinas, cromos, peluches, juguetes de la película. Era la nueva fantasía de Steven Spielberg, y la más taquillera de la historia. Y yo sin verla.
Cuando llegó septiembre, mis padres me dieron la gran sorpresa de llevarme al cine. Fue una de mis primeras experiencias en una sala, por entonces rebosante de público (a pesar de los meses que llevaba ya en cartelera), y resultó ser desde luego la más sorprendente y alucinante de mi vida. Jurassic Park se convirtió en una obsesión, jugaba a vivir aventuras prehistóricas, me aprendía el casting de memoria, el guión, repasé toda la filmografía del director y sus protagonistas, y veinte años más tarde aún no ha salido de mi cabeza. Ni de mis armarios, donde guardo su primera edición en vhs.
Conforme uno avanza con la edad y los visionados del ya clásico de aquel año, se va dando cuenta de la calidad técnica y comercial del proyecto de Spielberg, de modo que admirándola de nuevo hoy, en 2015, su sentido de la aventura y el acabado puntilloso y maestro de la película siguen siendo asombrosos y refrescantes. El equipo de aquel año a buen seguro tenía miedo. Era una empresa en cierto modo arriesgada (a pesar de avalarse con dinero a cascoporro y la apuesta segura del director), en definitiva un trabajo que debía pasar el examen de un público incierto. Esto no ha ocurrido con las secuelas. En Jurassic World, no se percibe la ilusión ni el entusiasmo de sus creadores porque no hay miedo al fracaso.
En ese aspecto no deja de ser un reboot inteligente que cumple con su propósito económico. Pero es una lástima. Cualquier enamorado de la saga jurásica estará de acuerdo en que se pueden explotar infinitas posibilidades en el guión para recrear una aventura espléndida y alucinante de nuevo, igualando la majestuosidad de la primera entrega gracias a los impresionantes avances en tecnología digital. No ha sido así. Me niego a aceptar que rodar una cuarta parte de esta colección se rinda a detonar el factor sorpresa. No lo explotan, no han tenido el ingenio (o las ganas suficientes) de hacer que los monstruos fueran tan reales y sorprendentes como antes. Se han dejado infectar por el planteamiento que hace su historia, donde un parque temático de animales prehistóricos está ya tan visto como cualquier zoo, y la han acompañado de esas pamplinas románticas y de unidad familiar típicas para otorgar contenido humano al espectáculo. Es cierto que la primera parte también las poseía, pero tenían ironía, cierta gracieta y hasta algo de crítica. Un ejemplo: en la escena final de Parque Jurásico los supervivientes vuelven exhaustos a la civilización en un helicóptero. Dentro de esa cabina reina el silencio, cada uno perdido en sus propios pensamientos, y los niños duermen. Sólo recorriendo con la cámara el compartimento y desplazándola por los rostros de los actores Spielberg es capaz de transmitirnos el sentimiento de culpabilidad que azota a Hammond, la relajada y placentera sensación que produce el llevar la razón (como le ocurre a Malcom), e incluso nos emociona descubrir que el doctor Grant y la doctora Sattler afianzan su relación con la perspectiva de intentar ser padres. Momentos como ese, mudos y con la inolvidable partitura de Williams, marcan la diferencia entre un artista y un imitador.
Por desgracia, no los encontrarán en la película de Trevorrow. Tiene el acierto de conjugar varias líneas argumentales y troncales que derivan de básicas dicotomías: tradición y vanguardia, orden y caos, nostalgia y futurismo. Estos factores opuestos se impregnan genéticamente en los personajes, marcando su carácter y simplemente en eso basan sus líneas de actuación dentro de la trama. No hay sorpresas. Se echa en falta todo el tiempo el toque mágico para el suspense de Steven Spielberg o su creatividad para ejecutar las escenas de acción. Se salva, quizá, algún momento acuático. Y, por supuesto, no está exenta de cierta emoción nostálgica: el tema de John Williams vuelve a sonar mientras los helicópteros sobrevuelan la isla, veremos las instalaciones del parque original, y además está por ahí B.D.Wong para recordarnos que alguna vez existió una aventura que nos sobrecogió el corazón.
Fugazmente había visto el tráiler en la televisión y desde luego ardía en deseos de ver la película. Sin embargo, tenía la sensación de que me estaría prohibida por la calificación de edad y por ello mi subconsciente resignado había persistido de empujar a mis padres al cine. Mi amigo, al ver el dibujo, exclamó: "ostras, yo la vi el otro día¡¡¡ Dios, está chulísima¡¡" En ese momento iniciamos una conversación excitante sobre ella, donde yo imaginaba todo lo que me estaba contando y conforme abundaban los detalles mi interés se fue transformando en pasión.
Ese verano no pudo ser. En el pueblo no había cines. Pero devoré la novela de Michael Crichton como un loco. Los dinosaurios dominaban la tele. Había por todas partes golosinas, cromos, peluches, juguetes de la película. Era la nueva fantasía de Steven Spielberg, y la más taquillera de la historia. Y yo sin verla.
Cuando llegó septiembre, mis padres me dieron la gran sorpresa de llevarme al cine. Fue una de mis primeras experiencias en una sala, por entonces rebosante de público (a pesar de los meses que llevaba ya en cartelera), y resultó ser desde luego la más sorprendente y alucinante de mi vida. Jurassic Park se convirtió en una obsesión, jugaba a vivir aventuras prehistóricas, me aprendía el casting de memoria, el guión, repasé toda la filmografía del director y sus protagonistas, y veinte años más tarde aún no ha salido de mi cabeza. Ni de mis armarios, donde guardo su primera edición en vhs.
Conforme uno avanza con la edad y los visionados del ya clásico de aquel año, se va dando cuenta de la calidad técnica y comercial del proyecto de Spielberg, de modo que admirándola de nuevo hoy, en 2015, su sentido de la aventura y el acabado puntilloso y maestro de la película siguen siendo asombrosos y refrescantes. El equipo de aquel año a buen seguro tenía miedo. Era una empresa en cierto modo arriesgada (a pesar de avalarse con dinero a cascoporro y la apuesta segura del director), en definitiva un trabajo que debía pasar el examen de un público incierto. Esto no ha ocurrido con las secuelas. En Jurassic World, no se percibe la ilusión ni el entusiasmo de sus creadores porque no hay miedo al fracaso.
En ese aspecto no deja de ser un reboot inteligente que cumple con su propósito económico. Pero es una lástima. Cualquier enamorado de la saga jurásica estará de acuerdo en que se pueden explotar infinitas posibilidades en el guión para recrear una aventura espléndida y alucinante de nuevo, igualando la majestuosidad de la primera entrega gracias a los impresionantes avances en tecnología digital. No ha sido así. Me niego a aceptar que rodar una cuarta parte de esta colección se rinda a detonar el factor sorpresa. No lo explotan, no han tenido el ingenio (o las ganas suficientes) de hacer que los monstruos fueran tan reales y sorprendentes como antes. Se han dejado infectar por el planteamiento que hace su historia, donde un parque temático de animales prehistóricos está ya tan visto como cualquier zoo, y la han acompañado de esas pamplinas románticas y de unidad familiar típicas para otorgar contenido humano al espectáculo. Es cierto que la primera parte también las poseía, pero tenían ironía, cierta gracieta y hasta algo de crítica. Un ejemplo: en la escena final de Parque Jurásico los supervivientes vuelven exhaustos a la civilización en un helicóptero. Dentro de esa cabina reina el silencio, cada uno perdido en sus propios pensamientos, y los niños duermen. Sólo recorriendo con la cámara el compartimento y desplazándola por los rostros de los actores Spielberg es capaz de transmitirnos el sentimiento de culpabilidad que azota a Hammond, la relajada y placentera sensación que produce el llevar la razón (como le ocurre a Malcom), e incluso nos emociona descubrir que el doctor Grant y la doctora Sattler afianzan su relación con la perspectiva de intentar ser padres. Momentos como ese, mudos y con la inolvidable partitura de Williams, marcan la diferencia entre un artista y un imitador.
Por desgracia, no los encontrarán en la película de Trevorrow. Tiene el acierto de conjugar varias líneas argumentales y troncales que derivan de básicas dicotomías: tradición y vanguardia, orden y caos, nostalgia y futurismo. Estos factores opuestos se impregnan genéticamente en los personajes, marcando su carácter y simplemente en eso basan sus líneas de actuación dentro de la trama. No hay sorpresas. Se echa en falta todo el tiempo el toque mágico para el suspense de Steven Spielberg o su creatividad para ejecutar las escenas de acción. Se salva, quizá, algún momento acuático. Y, por supuesto, no está exenta de cierta emoción nostálgica: el tema de John Williams vuelve a sonar mientras los helicópteros sobrevuelan la isla, veremos las instalaciones del parque original, y además está por ahí B.D.Wong para recordarnos que alguna vez existió una aventura que nos sobrecogió el corazón.

5,8
24.014
4
2 de abril de 2015
2 de abril de 2015
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desde el mismo lugar en que me encuentro en este instante, un escritorio repleto de utensilios que tienen (o han tenido) cierta inteligencia artificial (una calculadora, un router en desuso, un reloj digital despertador, una impresora antigua, un contenedor de almacenaje para cds vírgenes vacíos, o el propio ordenador en que estoy escribiendo), me percato de que cualquiera de ellos podría inspirar una historia sobre chatarra que cobrase vida. No pretendo ser petulante. Ni mucho menos soy más ingenioso que cualquier otro prójimo con un mínimo de imaginación. Pero encontrándose en una circunstancia tan cotidiana como la de sentarse frente a una máquina, teniendo un gusto cinematográfico evidente por el subgénero de la ciencia ficción, y dentro de ello, admirando la labor de creadores como Paul Verhoeven, James Cameron o Steven Spielberg, afirmo sin lugar a dudas que si yo fuera Neil Blomkamp lo tendría muy fácil para desarrollar una historia como la de Chappie.
Sus referentes son claros, e incluso se copia a sí mismo (una vez más) en cuanto a ritmo, montaje y desarrollo. Es una película cómoda y poco arriesgada. El director pretende, eso sí, introducir un elemento emotivo más pueril que en otras ocasiones, presentándonos el desarrollo emocional del robot protagonista de forma paulatina, como el aprendizaje de un bebé que tiene que asumir su papel en este mundo en un contexto, además, criminal y suburbial. Único acierto en una película que actúa como una montaña rusa de géneros donde te encuentras con la sensación constante de estar ascendiendo, pero que no te permite en ningún momento descargar la adrenalina en el descenso. Cuando parece que va a lograr estimularte el corazón y el alma, cambia radicalmente de registro. Cuando te descubres divirtiéndote con la acción, retorna repentino el componente infantil y emocional y al final terminas hasta las narices porque no sabes si reír o llorar. Confusión total en una película desequilibrada y, por otra parte, reñida constantemente consigo misma.
Chappie, el personaje, está construido con mimo y esmero y Copley hace una interpretación digna de las mejores de Andy Serkis. Su entrega y la de Dev Patel (aeróbico a más no poder y sin siquiera cambiarse de camisa y quitarse la corbata) eclipsan al completo la de las supuestas estrellas del film, un Hugh Jackman vestido y peinado como un jubilado pervertido y una Sigourney Weaver que sólo se levanta de su sillón de despacho para huir despavorida en cierta escena (no sin antes recoger precipitada su abrigo y su bolso), ambos fuera de lugar, muebles victorianos decorando un salón futurista. Podría atreverme a decir que es quizá la primera película infantil de Blomkamp si su irregular desarrollo ya mencionado no incluyera alguna mutilación ocasional. Y de hecho es probable que guste más a los jóvenes espectadores que a este humilde treintañero que les habla. Me siento mayor. Mientras veía Chappie, no hacía más que recordar al carismático, tierno y ochentero Cortocircuito Johnny 5, fabricado también (paradójicamente) por un creador hindú. ¿Homenaje o casualidad?
Sus referentes son claros, e incluso se copia a sí mismo (una vez más) en cuanto a ritmo, montaje y desarrollo. Es una película cómoda y poco arriesgada. El director pretende, eso sí, introducir un elemento emotivo más pueril que en otras ocasiones, presentándonos el desarrollo emocional del robot protagonista de forma paulatina, como el aprendizaje de un bebé que tiene que asumir su papel en este mundo en un contexto, además, criminal y suburbial. Único acierto en una película que actúa como una montaña rusa de géneros donde te encuentras con la sensación constante de estar ascendiendo, pero que no te permite en ningún momento descargar la adrenalina en el descenso. Cuando parece que va a lograr estimularte el corazón y el alma, cambia radicalmente de registro. Cuando te descubres divirtiéndote con la acción, retorna repentino el componente infantil y emocional y al final terminas hasta las narices porque no sabes si reír o llorar. Confusión total en una película desequilibrada y, por otra parte, reñida constantemente consigo misma.
Chappie, el personaje, está construido con mimo y esmero y Copley hace una interpretación digna de las mejores de Andy Serkis. Su entrega y la de Dev Patel (aeróbico a más no poder y sin siquiera cambiarse de camisa y quitarse la corbata) eclipsan al completo la de las supuestas estrellas del film, un Hugh Jackman vestido y peinado como un jubilado pervertido y una Sigourney Weaver que sólo se levanta de su sillón de despacho para huir despavorida en cierta escena (no sin antes recoger precipitada su abrigo y su bolso), ambos fuera de lugar, muebles victorianos decorando un salón futurista. Podría atreverme a decir que es quizá la primera película infantil de Blomkamp si su irregular desarrollo ya mencionado no incluyera alguna mutilación ocasional. Y de hecho es probable que guste más a los jóvenes espectadores que a este humilde treintañero que les habla. Me siento mayor. Mientras veía Chappie, no hacía más que recordar al carismático, tierno y ochentero Cortocircuito Johnny 5, fabricado también (paradójicamente) por un creador hindú. ¿Homenaje o casualidad?
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