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7,3
61.151
8
28 de agosto de 2010
28 de agosto de 2010
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ambientada a principios de los 80, la película se toma su tiempo para desarrollar el relato, y el punto de vista camina entre la mirada del joven protagonista (Oskar), las alturas de un narrador omnipresente (picados desde las copas desnudas de los árboles en un bosque gélido que presentan el colgamiento de una persona degollada, la presencia cenital de la cámara en el baño dónde dormita el/la vampiro en presencia de un extraño) y los planos generales que presentan una ciudad adormilada, distante y fríamente tenebrosa: el siniestro parque con el columpio dónde se conocen Oskar y Eli o la salida desoladora del colegio en plena oscuridad de tarde de invierno.
Cómo si el Antoine Doinel de 'Los Cuatrocientos Golpes' hiciera amistad con 'El Pequeño Vampiro' de Angela Sommer-Bodenburg y fueran filmados por el Ingmar Bergman de 'La Hora del Lobo', 'Déjame entrar' o más bien ‘deja entrar/acercarse lo adecuado‘ es un retrato delicado sobre el despertar sexual, la iniciación hacia el mundo adulto y los consortes que ensamblan una violéncia cada vez más latente en la edad infantil y juvenil. El abandono educacional de los padres y la incapacidad de abarcar la totalidad de la enseñanza por parte de unos docentes que no dan abasto o en ocasiones miran hacia el lado incorrecto provoca, tal y como se ve en la historia, incompresión mutua entre diversas generaciones, aislamiento infantil, miedo a crecer y el advenimiento de un tipo de soledad que produce terror a autoconocerse y autoaceptarse.
Tomas Alfredson se dedica a captar gestos, destellos humanos y psicológicos de los rostros y los movimientos de los protagonsitas, sugiriendo al espectador para que reproduzca sus miedos interiores, así como resuelve de forma contundente secuencias que como nudos hacen avanzar la historia de manera seca y contundentemente.
'Déjame entrar' es una de esas películas que crecen y maduran a lo largo del tiempo en la memoria del quién la ve. Otra cosa es que el espectador termine dejando entrar en su interior ese fuera de plano que nunca se muestra y su frío y calculado romanticismo.
Cómo si el Antoine Doinel de 'Los Cuatrocientos Golpes' hiciera amistad con 'El Pequeño Vampiro' de Angela Sommer-Bodenburg y fueran filmados por el Ingmar Bergman de 'La Hora del Lobo', 'Déjame entrar' o más bien ‘deja entrar/acercarse lo adecuado‘ es un retrato delicado sobre el despertar sexual, la iniciación hacia el mundo adulto y los consortes que ensamblan una violéncia cada vez más latente en la edad infantil y juvenil. El abandono educacional de los padres y la incapacidad de abarcar la totalidad de la enseñanza por parte de unos docentes que no dan abasto o en ocasiones miran hacia el lado incorrecto provoca, tal y como se ve en la historia, incompresión mutua entre diversas generaciones, aislamiento infantil, miedo a crecer y el advenimiento de un tipo de soledad que produce terror a autoconocerse y autoaceptarse.
Tomas Alfredson se dedica a captar gestos, destellos humanos y psicológicos de los rostros y los movimientos de los protagonsitas, sugiriendo al espectador para que reproduzca sus miedos interiores, así como resuelve de forma contundente secuencias que como nudos hacen avanzar la historia de manera seca y contundentemente.
'Déjame entrar' es una de esas películas que crecen y maduran a lo largo del tiempo en la memoria del quién la ve. Otra cosa es que el espectador termine dejando entrar en su interior ese fuera de plano que nunca se muestra y su frío y calculado romanticismo.

7,1
56.839
8
11 de febrero de 2011
11 de febrero de 2011
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los Coen vuelven a realizar un trabajo meritorio para estar en la alfombra roja de galardones hollywoodienses, aunque en primera instancia parece que hayan perdido con esta adaptación de la novela de Charles Portis parte de ese intransferible punto de vista particular: tan cínico y fascinantemente cotidiano a ratos y surrealista en otros, que el espectador puede hallarse desubicado en su inicio.
Si al coger de nuevo el resultado global de su penúltimo trabajo ('Un tipo serio') observamos las bonanzas que aporta su punto de vista marcadamente masculino, al entroncar con la melancolía, la vulnerabilidad de la apetencia sexual, la perdida de valores y la búsqueda de respuestas en lo intangible y lo mágico que campan a sus anchas en gran parte de la novela contemporánea actual y en los mejores momentos cinematográficos de la última filmografía 'coeniana'. Con 'Valor de ley' el punto de vista muta hacia el absorbente relato de iniciación narrado por una mujer que a sus catorce años, se armó de auténtico coraje para adentrarse en los vericuetos de la venganza.
Por tanto, ya no estamos hablando de ausencia de moralidad y valores sino de afianzamiento en el valor del ojo por ojo bíblico y del descubrimiento de la verdad vital por el camino que nos dirige a la madurez y el territorio sombrío del ser humano adulto: extrañeza ante la presencia del tuerto vejestorio beodo Rooster Cogburn (un Jeff Bridges más doloroso, patético y sombrío que John Wayne).
De este modo, con todas estos conflictos de intereses y carácteres en disputa pero bajo un mismo objetivo, los Coen amplifican, en comparación a la película crepuscular y nostàlgica de que rodó Hathaway a finales de los sesenta, la desubicación de los personajes, así como aumentan la sombra de sus pesadas existencias, su languidez y lo cubren todo con el velo de un relato menos clásico en la exposición y descripción (los Coen no dilatan tanto y eliden muchos momentos: prefieren la sugestión a la explicación) y terminan mostrando, no sólo la muerte definitiva de los cánones clásicos del género al que no homenajean, sino su tratamiento en aras de un alcance sensitivo más acorde, esta vez sí hacia sus matices característicos de su universo como autores: lírica onírica, fábula sombría, y tragedia salpimentada con ingenio negruzco.
La película habla de la muerte, de como asumirla y como superarla. Comienza delante de un ataud y termina delante de una tumba. Una adolescente acepta esa defunción, ese fín, y se responsabiliza de alcanzar el inicio de la fase siguiente. Al igual que los Coen se alejan de la nostalgia lumínica, diurna, naturalista e impresionista de la adaptación de Hathaway; aceptan la muerte de los cánones clásicos de la edad de oro del western; admiten el óbito y se adjudican la necesidad de virar todo de negro, de leyenda oscura y con ínfulas menos reales y tangibles, aunque con un humor más abstracto: más post-humor y nada de carcajadas.
Si al coger de nuevo el resultado global de su penúltimo trabajo ('Un tipo serio') observamos las bonanzas que aporta su punto de vista marcadamente masculino, al entroncar con la melancolía, la vulnerabilidad de la apetencia sexual, la perdida de valores y la búsqueda de respuestas en lo intangible y lo mágico que campan a sus anchas en gran parte de la novela contemporánea actual y en los mejores momentos cinematográficos de la última filmografía 'coeniana'. Con 'Valor de ley' el punto de vista muta hacia el absorbente relato de iniciación narrado por una mujer que a sus catorce años, se armó de auténtico coraje para adentrarse en los vericuetos de la venganza.
Por tanto, ya no estamos hablando de ausencia de moralidad y valores sino de afianzamiento en el valor del ojo por ojo bíblico y del descubrimiento de la verdad vital por el camino que nos dirige a la madurez y el territorio sombrío del ser humano adulto: extrañeza ante la presencia del tuerto vejestorio beodo Rooster Cogburn (un Jeff Bridges más doloroso, patético y sombrío que John Wayne).
De este modo, con todas estos conflictos de intereses y carácteres en disputa pero bajo un mismo objetivo, los Coen amplifican, en comparación a la película crepuscular y nostàlgica de que rodó Hathaway a finales de los sesenta, la desubicación de los personajes, así como aumentan la sombra de sus pesadas existencias, su languidez y lo cubren todo con el velo de un relato menos clásico en la exposición y descripción (los Coen no dilatan tanto y eliden muchos momentos: prefieren la sugestión a la explicación) y terminan mostrando, no sólo la muerte definitiva de los cánones clásicos del género al que no homenajean, sino su tratamiento en aras de un alcance sensitivo más acorde, esta vez sí hacia sus matices característicos de su universo como autores: lírica onírica, fábula sombría, y tragedia salpimentada con ingenio negruzco.
La película habla de la muerte, de como asumirla y como superarla. Comienza delante de un ataud y termina delante de una tumba. Una adolescente acepta esa defunción, ese fín, y se responsabiliza de alcanzar el inicio de la fase siguiente. Al igual que los Coen se alejan de la nostalgia lumínica, diurna, naturalista e impresionista de la adaptación de Hathaway; aceptan la muerte de los cánones clásicos de la edad de oro del western; admiten el óbito y se adjudican la necesidad de virar todo de negro, de leyenda oscura y con ínfulas menos reales y tangibles, aunque con un humor más abstracto: más post-humor y nada de carcajadas.

7,9
117.908
10
31 de agosto de 2010
31 de agosto de 2010
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los logros del cierre de este portento hecho trilogía resultan encauzar en una virguería formal y de fondo, que provoca que la renderización final alcance mediante el 3-D un itinerario deslumbrante entre el fetiche y la emoción pura.
La calidad técnica de las producciones de los estudios de animación por ordenador más importantes de la industria provocan la absorción de la vena idólatra del espectador: los objetos, las figuras, los detalles, los colores,… Todo, absolutamente todo, lanza dosis directas de anhelo hacía cada matiz que la pantalla muestra. Las obras de Pixar son como un tótem de deseo profundo. No estamos hablando tan sólo de la necesidad de hacerse con el merchandising oficial de la película, algo que introdujo Lucas con su deslumbrante 'Star Wars' (diría que ya es hasta necesario en cualquier obra que alcance suficientes niveles de introducción dentro de la memoria colectiva popular), para hacer que los personajes emblemáticos sean un poco más nuestros, sino que también, otorgar al que visiona la posibilidad de respirar las formas y vivir dentro de cromatismos etéreos. Esa formalidad absoluta en el terreno de los dibujos en el que se halla el Disney clásico y el Miyazaki más diáfano: soltura y brillantez aferradas con firmeza a un genuino lirismo. Pero si la inocencia clásica se ha aferrado al esqueleto de estos creadores, en Pixar no es que el adulto sea casi más público potencial que el target infantil, sino que el centro neurálgico de sus historias rezuman melancolía al querer disfrutar del presente y lo que aguarda el futuro, pero con nostalgia hacia el fulgor del pasado: animación por ordenador pero con cariño por lo orgánico; la búsqueda de la emoción a través de la máquina.
Lo asombroso de la saga de 'Toy Story' (trasladable a cualquier película Pixar) es la capacidad de sus creadores a la hora de transferir referencias externas dentro de un universo propio y hacer que de ese sincretismo renazca un nuevo nivel de interpretación, una referencia nueva. Además, lográndolo mediante terrenos íntimos, cercanos, poco dados a la épica grandilocuente, desde lo minúsculo. La emoción del western clásico de John Ford, o el del pre-crepuscular de Anthony Mann, con sus traiciones y el desengaño vital del paria, o la saga galáctica de George Lucas, en territorios cotidianos como un porche, un incinerador de basura, la rugosidad del asfalto o la ventana de una habitación llegada la oscuridad nocturna.
Si 'Toy Story 2' tuvo el privilegio de adentrarse en la lista de secuelas que increíblemente superan el ya de por sí elevadísimo nivel de la primera entrega, 'Toy Story 3' promete ser, dentro de la inagotable inventiva narrativa de los estudios Pixar, otro punto y aparte memorable, y hoy por hoy, indispensable.
La calidad técnica de las producciones de los estudios de animación por ordenador más importantes de la industria provocan la absorción de la vena idólatra del espectador: los objetos, las figuras, los detalles, los colores,… Todo, absolutamente todo, lanza dosis directas de anhelo hacía cada matiz que la pantalla muestra. Las obras de Pixar son como un tótem de deseo profundo. No estamos hablando tan sólo de la necesidad de hacerse con el merchandising oficial de la película, algo que introdujo Lucas con su deslumbrante 'Star Wars' (diría que ya es hasta necesario en cualquier obra que alcance suficientes niveles de introducción dentro de la memoria colectiva popular), para hacer que los personajes emblemáticos sean un poco más nuestros, sino que también, otorgar al que visiona la posibilidad de respirar las formas y vivir dentro de cromatismos etéreos. Esa formalidad absoluta en el terreno de los dibujos en el que se halla el Disney clásico y el Miyazaki más diáfano: soltura y brillantez aferradas con firmeza a un genuino lirismo. Pero si la inocencia clásica se ha aferrado al esqueleto de estos creadores, en Pixar no es que el adulto sea casi más público potencial que el target infantil, sino que el centro neurálgico de sus historias rezuman melancolía al querer disfrutar del presente y lo que aguarda el futuro, pero con nostalgia hacia el fulgor del pasado: animación por ordenador pero con cariño por lo orgánico; la búsqueda de la emoción a través de la máquina.
Lo asombroso de la saga de 'Toy Story' (trasladable a cualquier película Pixar) es la capacidad de sus creadores a la hora de transferir referencias externas dentro de un universo propio y hacer que de ese sincretismo renazca un nuevo nivel de interpretación, una referencia nueva. Además, lográndolo mediante terrenos íntimos, cercanos, poco dados a la épica grandilocuente, desde lo minúsculo. La emoción del western clásico de John Ford, o el del pre-crepuscular de Anthony Mann, con sus traiciones y el desengaño vital del paria, o la saga galáctica de George Lucas, en territorios cotidianos como un porche, un incinerador de basura, la rugosidad del asfalto o la ventana de una habitación llegada la oscuridad nocturna.
Si 'Toy Story 2' tuvo el privilegio de adentrarse en la lista de secuelas que increíblemente superan el ya de por sí elevadísimo nivel de la primera entrega, 'Toy Story 3' promete ser, dentro de la inagotable inventiva narrativa de los estudios Pixar, otro punto y aparte memorable, y hoy por hoy, indispensable.
22 de mayo de 2008
22 de mayo de 2008
11 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
Han pasado dos décadas y tenía que haber cambios. El tiempo no sólo nos ha sobrepasado a nosotros sino también al personaje y su relato. Y eso se refleja en un halo de extraña nostalgia, que la misma luz de pecera con agua turbia o de ventanal sumido en rayos de atardecer que tiene la película denota un cierto ocaso, no sólo del héroe sino de su vida aventurera.
Spielberg y Lucas juegan a autoreferenciarse y logran alguna imágen y escena portentosa que, inteligentemente, van más allá de su potencia visual: el prólogo con nuestro Indy más descolocado que nunca en medio de un desierto, que como las escenas románticas del western clásico (con la silueta del vaquero de espaldas al espectador pero de frente a la inmensidad del espacio presente), logran esta vez una bella y aterradora idea de la devastación (en la película, nuclear, pero alegóricamente podría ser la del propio cine espectáculo).
¿Quiere decir eso que ya no hay lugar para Indy en el futuro? Quiero pensar que eso no será así. El ritmo sincopado del rock 'n' roll y la compañía de las nuevas generaciones le sientan bien.
Digamos que por partida triple:
- El personaje de Shia Labeauf le hace la réplica con un brío que contraresta la melancolía del ocaso. Como Edward Furlong/John Connor en Terminator 2 junto a ese robot tan humano en sus sentimientos y con su madre Sarah Connor, los reyes midas se aseguran una herencia estimulante.
- La narrativa de videojuego donde todo cabe hace pensar que las referencias para el producto Indiana Jones siguen siendo las mismas que siempre más las "renovaciones" que han podido mostrar esos títulos contemporáneos que, paradójicamente, han tenido al arqueólogo por antonomasia como base fundamental: hablamos de títulos como La Momia, por ejemplo.
- El cine estaba lleno de público infantil que se divertía más que todos los adultos juntos. Reían y pillaban los guiños de guión con más naturalidad que el resto de platea. Y no estoy hablando de cuando aparecía en pantalla esa fauna que resta más que suma.
En definitiva, Spielberg sigue siendo un maestro narrando y sabe sacar emoción al modo clásico (ese juego final con el sombrero al son de la fanfarria de John Williams). El Reino de la Calavera de Cristal lo está con El Templo Maldito por su conciencia del ritmo, del disparate por el disparate en busca del climax eterno. Al mismo tiempo que David Koepp entiende al maestro y le otorga dosis de su temática favorita: lo sobrenatural y el espacio exterior.
Podría ser el Indiana Jones favorito de Tim Burton o el que un adolescente elegiría para relevar a un videojuego en su Play Station, pero afortunadamente también es el que nos habla a través de la aventura del ocaso de nuestro mito moderno y, de que Spielberg, ese realizador por antonomasia del cine comercial con mayúsculas, haya encontrado una paz en torno a su obsesión: la búsqueda de la felicidad paterno-filial.
Ta ta ta ra, ta ra ra...
Spielberg y Lucas juegan a autoreferenciarse y logran alguna imágen y escena portentosa que, inteligentemente, van más allá de su potencia visual: el prólogo con nuestro Indy más descolocado que nunca en medio de un desierto, que como las escenas románticas del western clásico (con la silueta del vaquero de espaldas al espectador pero de frente a la inmensidad del espacio presente), logran esta vez una bella y aterradora idea de la devastación (en la película, nuclear, pero alegóricamente podría ser la del propio cine espectáculo).
¿Quiere decir eso que ya no hay lugar para Indy en el futuro? Quiero pensar que eso no será así. El ritmo sincopado del rock 'n' roll y la compañía de las nuevas generaciones le sientan bien.
Digamos que por partida triple:
- El personaje de Shia Labeauf le hace la réplica con un brío que contraresta la melancolía del ocaso. Como Edward Furlong/John Connor en Terminator 2 junto a ese robot tan humano en sus sentimientos y con su madre Sarah Connor, los reyes midas se aseguran una herencia estimulante.
- La narrativa de videojuego donde todo cabe hace pensar que las referencias para el producto Indiana Jones siguen siendo las mismas que siempre más las "renovaciones" que han podido mostrar esos títulos contemporáneos que, paradójicamente, han tenido al arqueólogo por antonomasia como base fundamental: hablamos de títulos como La Momia, por ejemplo.
- El cine estaba lleno de público infantil que se divertía más que todos los adultos juntos. Reían y pillaban los guiños de guión con más naturalidad que el resto de platea. Y no estoy hablando de cuando aparecía en pantalla esa fauna que resta más que suma.
En definitiva, Spielberg sigue siendo un maestro narrando y sabe sacar emoción al modo clásico (ese juego final con el sombrero al son de la fanfarria de John Williams). El Reino de la Calavera de Cristal lo está con El Templo Maldito por su conciencia del ritmo, del disparate por el disparate en busca del climax eterno. Al mismo tiempo que David Koepp entiende al maestro y le otorga dosis de su temática favorita: lo sobrenatural y el espacio exterior.
Podría ser el Indiana Jones favorito de Tim Burton o el que un adolescente elegiría para relevar a un videojuego en su Play Station, pero afortunadamente también es el que nos habla a través de la aventura del ocaso de nuestro mito moderno y, de que Spielberg, ese realizador por antonomasia del cine comercial con mayúsculas, haya encontrado una paz en torno a su obsesión: la búsqueda de la felicidad paterno-filial.
Ta ta ta ra, ta ra ra...

5,3
3.182
5
27 de junio de 2008
27 de junio de 2008
6 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Noah Baumbach es el nuevo director indie de moda y aunque me gustó bastante 'Una historia de Brooklyn', en 'Margot y la boda' se le va la mano snob y discursiva, aunque, eso sí, nos regale las interpretaciones de Jennifer Jason Leigh (¿siempre va a bordar los papeles esta chica?) y una Nicole Kidman como a mi me gusta: desprejuiciada, neurótica y desgarrada.
Es la versión folkie de 'Los Tennenbaums', una comedia marciana a la que le sobra extravagancia (hay momentos de Jason Black que no se sabe como cogerlos) y su cavilado discurso espontáneo y sincopado carece de sentido (cuantas tramas paralelas que no acaban de venir a cuento).
Al Baumbach guionista le gustaría ser un Rick Moody manejando con bisturí el tema de la sexualidad latente dentro de la cúpula familiar pero su escritura va perdiendo todo interés a medida que el final se acerca.
Desde que triunfa en Sundance Baumbach parece empeñado en preparar una historia lo más cercana posible al espíritu de 'La tormenta de hielo' de Ang Lee pero con el toque posmoderno de Wes Anderson y según sugiere este, su último, trabajo, parece más pendiente en sus pretensiones que en el meollo de la cuestión: la historia en sí.
Me gusta que juegue con el punto de vista y que las dos hermanas protagonistas se pongan a rajar a la espalda de cada una de ellas, pero me parece que Baumbach ha querido llegar demasiado lejos sin tener asegurada una base férrea.
Es la versión folkie de 'Los Tennenbaums', una comedia marciana a la que le sobra extravagancia (hay momentos de Jason Black que no se sabe como cogerlos) y su cavilado discurso espontáneo y sincopado carece de sentido (cuantas tramas paralelas que no acaban de venir a cuento).
Al Baumbach guionista le gustaría ser un Rick Moody manejando con bisturí el tema de la sexualidad latente dentro de la cúpula familiar pero su escritura va perdiendo todo interés a medida que el final se acerca.
Desde que triunfa en Sundance Baumbach parece empeñado en preparar una historia lo más cercana posible al espíritu de 'La tormenta de hielo' de Ang Lee pero con el toque posmoderno de Wes Anderson y según sugiere este, su último, trabajo, parece más pendiente en sus pretensiones que en el meollo de la cuestión: la historia en sí.
Me gusta que juegue con el punto de vista y que las dos hermanas protagonistas se pongan a rajar a la espalda de cada una de ellas, pero me parece que Baumbach ha querido llegar demasiado lejos sin tener asegurada una base férrea.
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