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Críticas 64
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
8
11 de enero de 2015 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es la primera película que veo de este director y he de decir que ha sido una experiencia increíble, me ha calado muy hondo. Intentaré ser breve.

No es perfecta ni es tan buena como podría haber sido pero aún así es una maravilla.
La animación es magnífica, la historia emocionante y real y los personajes realmente cercanos. El film se eleva como esos aviones que fascinan a nuestro protagonista y viaja despreocupadamente de manera simpática llevado por el viento que sopla en todas las direcciones tocando cantidad de temas y despertando inumerables emociones. El amor, la guerra, el humor, los sueños y la belleza se dan cita aquí y bailan al son de una banda sonora perfecta. Un más que recomendable espectáculo que vuela muy alto y de manera muy valiente.

"Le vent se lève il faut tenter de vivre"
Si es así como se despide Hayao Miyazaki lo ha hecho por todo lo alto.
26 de noviembre de 2015
4 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hacía tiempo que no salía tan defraudado de una película.
Duele en el alma ver a uno de mis personajes favoritos en una historia tan plana sencilla y hueca. Es cierto que es un triunfo en cuanto a los aspectos fieles al universo de Doyle que en otras adaptaciones pasan por alto, pero la historia es un fracaso absoluto. Si aspira a mostrarnos el lado más personal de Sherlock Holmes la última película del personaje interpretado por Ian McKellen aunque no brillante sí supera con creces a este decepcionante relato del maestro Wilder.
No existe complejidad alguna ni suspense ni tampoco emoción, es una mentira, es un caso que podría haber escrito yo perfectamente. Casi me recuerda en ocasiones a una película de Indiana Jones sin acción. Porsupuesto que no todo es malo, tiene momentos de sorprendente lucidez e incluso buenos toques de humor pero no se pueden justificar dos horas de deducciones obvias con dos minutos de un Holmes vulnerable y sentimental.

No hay grandes deducciones, no hay ningún caso complicado donde hacerlas y por último y más importante, no hay vida privada.
8 de enero de 2021 2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las desventuras de un Mario Casas en un registro poco usual golpean nuestra retina durante 90 agónicos minutos.

En el mundo del cine parece castigarse con especial dureza a quien osa convertir su película en una sucesión de canciones pop. Le ocurre a Baz Luhrmann con sus números musicales y a Xavier Dolan con sus despliegues de luces y purpurina a ritmo de “Dragostea din tei”. Curioso es, a este respecto, que a autores tales como Tarantino no les pase factura. No matarás, sin embargo, no tiene en cuenta el prejuicio estético dominante y sube el volumen a tope cuando le place, haciendo un uso desvergonzado y carismático de la música diegética. Ya sea a través de unos auriculares o con la potencia innegable de unos buenos subwoofers, desde su introducción nos deja claro que la música forma parte importante de una estética que busca el espectáculo. Se trata de fusionar la experiencia cinematográfica con la playlist y transformar la violencia en un baile de discoteca.

Una vez superada la barrera de las expectativas, la cinta se permite de todo. Violencia descarnada, sexo explícito y hasta derribar todos los hilos narrativos presentados en un principio. Su historia comienza con una muerte que tan solo temáticamente y como idea puede conectarse con lo que sigue; no tiene miedo, por tanto, de quebrarse a mitad, haciendo alarde de una desfachatez admirable. A esto hay que añadirle su falta de dispersión, su focalizada atención: no aspira a ser relevante (nadie en su sano juicio la catalogaría de obra maestra) sino que se compromete a contar su historia de manera más o menos espectacular, al modo de la trilogía de John Wick o de otros ejemplos aún más cercanos como Green Room o No respires. Al igual que estas últimas, busca un anclaje central alrededor del cual hacer oscilar la trama, al tiempo que pretende, con una estética rimbombante y llena de color, asemejarse a la vigente reina de este estilo (hablamos de Clímax, evidentemente). Ya sea un ponche saboteado, un ciego mazado, unos nazis o una pareja inestable, el hecho es que alguien se encuentra en el momento más inoportuno en el lugar inadecuado. De esta manera, nos devuelve a los peligros que habitan la noche en un tiempo en el que ésta nos está prohibida. Es casi como saltarse el toque de queda metido hasta las cejas del estilo limítrofe de Gaspar Noé y, a través de una imitación de cartón piedra, ponerlo todo al servicio de una persecución que abraza ciertos convencionalismos que poco o nada tienen que ver con las virguerías del reconocido director.

En este viaje sin rumbo al centro de la noche, del remordimiento y del salvajismo impuesto (muchas veces facilón y carente de originalidad) Mario Casas otorga una de sus mejores interpretaciones, demostrando que se le da mejor hacer de pardillo que de paralítico y confirmándose una vez más como artesano de masas. Quien realmente sorprende por novata es su compañera, Milena Smit, que se desliza con suma facilidad de plano a plano como elixir directamente exprimido del fruto del pecado. Tal vez deberían ser suyas las nominaciones que por esta película ha recibido Casas.

Como obra bien contada, No matarás sabe tanto abrir como cerrar de manera impactante, golpeándonos no con puñetazos, sino con una descarada mirada: la de la ira latente, alejada de las grandilocuencias que priman aquellos que, mirando a los ojos de las revelaciones metafísicas, reniegan de las playlists mientras se acarician el bigote. Lo banal, lo simple, lo bien contado, también puede dilatarnos las pupilas de cuando en cuando. Nadie necesita acudir a las sutilezas de Strauss o Chopin cuando puede reventar los altavoces con temazos de Bad Gyal o Nathy Peluso.


Escrito para Infodiario.es:

https://infodiario.es/cultura/cine/critica-no-mataras-o-insoportable-levedad-pecado/
5 de febrero de 2019 2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
La universalización de las disciplinas artísticas necesita con urgencia de una película a la altura de nuestro tiempo. Me entristece anunciar que Velvet Buzzsaw está considerablemente lejos de ser esa película.

Ahora que todo el mundo se puede considerar y/o hacerse considerar artista a través de las redes sociales, el siempre controvertido pero actualmente más endeble límite entre el arte de calidad y el amateur (cuando no pura farsa) se disuelve como agua escapando entre las falanges de nuestros dedos. El drama teórico y perceptivo de nuestro tiempo está huérfano de representación y se siente abandonado por una conciencia colectiva a la que, mientras pueda continuar levantando el estandarte de la estética por la estética y la ausencia de significado, poco le interesa el debate.

El año pasado fui testigo de la endeble sátira que supuso la exitosa película sueca The Square. La Palma de Oro quedó injustificada desde mi salida del cine y su éxito fue alimentando un desconcierto que se prolongó con cada festival en el que la película arrasaba. Aunque fue destronada en la categoría reina por una oportuna mujer fantástica que arribaba en pleno escándalo Weinstein, el impacto que suscitó y las conciencias que aparentemente removió tan solo me confirmaron la facilidad con la que el usualmente denominado “mundo del arte” acostumbra a salir airoso del ímpetu por asir la hipocresía que desprende y la vacuidad de la que hace gala. La apuesta de Netflix comparte con la producción sueca su desatino en la crítica y su ausencia de profundidad.

Dan Gilroy ha extraviado en esta producción el alcance, la tensión, el suspense y la perturbación que marcaban el compás de su opera prima; ha olvidado cómo entremezclaba (apoyado en una sorprendente interpretación que iba directa a los anales de la historia del imaginario popular y a la desmemoria de la academia) los ingredientes perfectos del cóctel salvaje y seductor que supuso Nightcrawler. Aunque Gyllenhaal conserva intacta su capacidad para mimetizarse con los arquetipos que pretende encarnar, la cinta no alcanza más que a articular unos pocos diálogos ácidos y satíricos que no trascienden ni la primera mitad del metraje. Cuando te das cuenta el registro ha cambiado: los cuadros se mueven, el arte mata.

Todo lo que el guión construye se aleja de lo atractivo de una premisa que (visto el resultado final) tan solo sobre papel puede presumir de ser transgresora. El entretenimiento llega hasta donde el talento visual de Gilroy y los inútiles esfuerzos de sus intérpretes alcanzan a coincidir, y el terror se adentra sin freno en una dinámica de pseudo-slasher que pretende, fracasando de manera estrepitosa, ser perturbadoramente cómica. El recurso de la repetición que la última adaptación de Spider-Man integraba en su narración termina siendo paródico en la película que nos atañe, y acaba por rematar un bienintencionado ejercicio de notable factura que se retuerce entre su incapacidad de elegir el camino de un género concreto y la obviedad de su mal llamada sátira.

Fallida como poco; no solo siembra la duda sobre Gilroy apoyando su nombre en una tal vez afortunada casualidad, sino que pone en cuestión las supuestas ventajas de la fuga de cerebros que está siendo acogida por la todopoderosa plataforma. El tiempo nos dará la clave para interpretar las consecuencias de que los grandes nombres produzcan ahora para la pequeña pantalla. Por el momento el arte no se hace justicia a través del cine, y yo dudo que comience a hacérsela a través de Netflix.

Escrito para Infodiario.es:

http://infodiario.es/index.php/2019/02/14/velvet-buzzsaw-netflix-y-el-arte/
24 de enero de 2021 1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
El debut de la realizadora británica Rose Glass relata el encuentro terrorífico entre una cuidadora ultracatólica y una pecadora terminal.

De unos años a esta parte ha aparecido una nueva tendencia que causa furor en crítica y público. Lo llaman “elevated-horror” por ponerle una etiqueta con la que poder separarlo del denostado género de terror, elevándolo (literalmente) a una especie de cielo intelectual. Son obras de autores diversos que tratan temas cotidianos de manera terrorífica, donde lo que más canguele despierta no son los espíritus, ni los demonios, ni los fantasmas, sino los silencios, los reproches, las mentiras…; esto es, los seres humanos con sus asuntos terrenales. Saint Maud es muy probable que encaje dentro de este subgrupo (o siendo estrictos, sobregrupo). Quien ha sacado más partido de esta moda ha sido el estudio A24. Una moda, todo hay que decirlo, bien atractiva, con sus códigos estéticos y temáticos. Una bomba de relojería para el moderneo cinematográfico que causa furor entre los jóvenes a los que me veo arrastrado a seguir. Condición temporal, ésta, de la que no puedo librarme, por la que no sirve de nada lamentarse y que no me despierta ni un ápice de vergüenza.

La historia de nuestra santa, sor Maud, nada a contracorriente. Llega tarde, cuando ya se ha explotado el subgénero a una velocidad vertiginosa. The Killing of a sacred deer del maestro Lanthimos, las dos incursiones cinematográficas del realizador y aspirante a autor consagrado Ari Aster, la inapelable The lighthouse… todas producidas o distribuidas por A24, que ha exprimido a base de bien la vaca de la leche platino, por no acudir a la gallina de los huevos de oro. ¿Y qué pasa? Pues pasa, y mucho. Saint Maud no es la mejor de todas y, además, ha tenido que morir al palo de la sobresaturación que el estudio ha provocado en el género. Para su desgracia, tiene predecesoras que se han abierto paso en el imaginario colectivo, sentando cátedra en un género que llevaba ya una década atrapado en el “jump-scare” de chichinabo “made in” factoría Warren. Y eso en el mejor de los casos.
La cinta está (nadie puede negarlo) excelentemente realizada, y condensa en una duración relativamente corta una historia atractiva y efectiva. Una enfermera que, tras un episodio traumático, intenta por todos los medios redimirse a través de la salvación de un alma impía es una premisa la mar de sugerente. El problema reside en que nada (o más bien poco) de lo que ha llegado a alcanzar el metraje final es lo suficientemente memorable como para anclarse en una memoria empachada durante los últimos años de momentos perturbadores. No obstante, en cierto sentido, se aleja del modelo canónico de quien la ha financiado, encontrando sus más cercanas parientes en cintas como Crudo o Thelma, con las que comparte una condición de relato adolescente, adentrándose en los entresijos del terror cotidiano. Desligando el miedo de lo sobrenatural, deja de apelar a lo desconocido para acercarse al trauma, la ansiedad o la depresión, modelo psicológico del cual Polanski es el mayor exponente. Mientras que el terror tradicional se trasladaba a lo más lejano para hablar de los temas que nos afectan directamente, estas cintas parten de nosotros mismos para hacer hipérbole de todo aquello que nos acongoja. La sexualidad, la pérdida o la culpa se tornan grotescas en su vaivén entre lo alucinógeno, lo patológico y lo mitológico.

Aunque hay que reconocer que sale ilesa de su incursión en el terreno teológico (tarea nada desdeñable) comete el error de desatender las sutilezas de la relación que nuestra protagonista mantiene con la deidad a la que adora. Esto provoca un choque asimétrico con nuestro siglo XXI: la libertad que se presupone parte con ventaja ante una intransigencia que linda con la locura. El alcance casi terapéutico de su planteamiento, la posibilidad sanadora que en un principio se había abierto al público, se ve saboteada por falta de profundidad. Pensémoslo fríamente: ¿Qué es ese autoflagelamiento, esa traición a los ideales que uno más quiere, esa explosión sexual carente de placer y basada en el autodesprecio, sino signo de algo muy común en nuestros días? El castigo penitente de quien ha perdido toda esperanza.
Saint Maud encuentra su punto álgido en dos interpretaciones protagónicas magistrales, así como en la forma que tiene de emborronar la barrera creada entre la imaginación y lo real; entre el éxtasis místico y el chute de endorfinas. Y esto resulta innegable, por mucho que películas como Hereditary o Midsommar ya hubiesen prendido fuego a la pantalla con anterioridad.

Ninguna novedad en el frente, es cierto. Ahora bien, la carta de presentación que Rose Glass nos brinda da para reflexionar sobre la condición de mártires que muchas veces asumimos para con nosotros mismos. Y es que a veces el infierno no son los otros; a veces ardemos desde el interior.


Escrito para Infodiario.es:

https://infodiario.es/cultura/cine/critica-saint-maud-busca-extasis-mistico/
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