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5,2
9.521
4
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cansados del no-cine, del cine para retrasados mentales llega Hermanos por pelotas para darle una vuelta de tuerca más y hacernos vomitar de asco.
¿A qué mente pensante – lo de pensante es mala leche – se le ocurre violar por dos veces una película aunque sea una tan mala como ésta?
La primera violación, legalizada, es la del absurdo del doblaje. Que se diga aquello de que el doblaje español es el mejor del mundo es una tragedia orgullosa aupada por la mafia dobladora cañí.
Que se imponga la razón, apostemos fuerte: 1) en España se sabe leer; 2) sí se pueden hacer dos cosas a la vez – también los hombres -, leer el subtítulo y seguir la película perfectamente; y 3) robarle la voz al actor original y cambiarla por la de un tipo de voz profunda encerrado entre cuatro paredes acolchadas es para mear y no echar gota.
La segunda violación aún es más degradante. Se adulteran los diálogos para adaptarlos al humor de dos tarugos idolatrados por subnormales: Santiago Segura y Florentino Fernández. Los méritos del primero - Torrente el brazo tonto de la ley - se esfumaron en cuanto tuvo que dar forma al discurso: Torrente 2, Torrente 3, Isi+Disi, Una de zombies, Astérix en los juegos olímpicos, La máquina de bailar, El asombroso mundo de Borjamari y Pocholo; y Crispín Klander jamás debió cruzar el Mississipi. Es la herencia de los borregos, del cine de vergüenza del estertor franquista y la turista sueca.
Ni un solo gag, ni una sola línea escrita hace reír y eso para una comedia resulta dramático. ¿Qué se podía esperar? Si en España tenemos comedia cutre-salchichera escrita a la sazón por reaccionarios guarrillos de medio pelo (Perdona bonita pero Lucas me quería a mí) o progres inútiles con sentimiento de divos por haber estudiado cine (El otro lado de la cama) en Estados Unidos no andan tampoco cojos y esta imposible comedia sobre dos cuarentones imbéciles que viven con papá y mamá es un buen ejemplo - de Will Ferrell podía esperarse pero ¿qué hace John C. Reilly en este entuerto?
El tiempo enterrará toda esta basura. Por suerte en Estados Unidos les sobra el atrevimiento: Pequeña Miss Sunshine, Tropic Thunder, Quemar después de leer… En España ese orgullo cateto a las tradiciones – los toros, los cuernos, la copla, los reyes, los curas y la madre que los parió - que no es otra cosa que miedo troglodita al cambio y a todo lo nuevo nos convierte en cómicos tercermundistas del cine con pequeñísimas excepciones como Bajo las estrellas de Félix Viscarret.
Qué pena que Berlanga sólo haya uno...
¿A qué mente pensante – lo de pensante es mala leche – se le ocurre violar por dos veces una película aunque sea una tan mala como ésta?
La primera violación, legalizada, es la del absurdo del doblaje. Que se diga aquello de que el doblaje español es el mejor del mundo es una tragedia orgullosa aupada por la mafia dobladora cañí.
Que se imponga la razón, apostemos fuerte: 1) en España se sabe leer; 2) sí se pueden hacer dos cosas a la vez – también los hombres -, leer el subtítulo y seguir la película perfectamente; y 3) robarle la voz al actor original y cambiarla por la de un tipo de voz profunda encerrado entre cuatro paredes acolchadas es para mear y no echar gota.
La segunda violación aún es más degradante. Se adulteran los diálogos para adaptarlos al humor de dos tarugos idolatrados por subnormales: Santiago Segura y Florentino Fernández. Los méritos del primero - Torrente el brazo tonto de la ley - se esfumaron en cuanto tuvo que dar forma al discurso: Torrente 2, Torrente 3, Isi+Disi, Una de zombies, Astérix en los juegos olímpicos, La máquina de bailar, El asombroso mundo de Borjamari y Pocholo; y Crispín Klander jamás debió cruzar el Mississipi. Es la herencia de los borregos, del cine de vergüenza del estertor franquista y la turista sueca.
Ni un solo gag, ni una sola línea escrita hace reír y eso para una comedia resulta dramático. ¿Qué se podía esperar? Si en España tenemos comedia cutre-salchichera escrita a la sazón por reaccionarios guarrillos de medio pelo (Perdona bonita pero Lucas me quería a mí) o progres inútiles con sentimiento de divos por haber estudiado cine (El otro lado de la cama) en Estados Unidos no andan tampoco cojos y esta imposible comedia sobre dos cuarentones imbéciles que viven con papá y mamá es un buen ejemplo - de Will Ferrell podía esperarse pero ¿qué hace John C. Reilly en este entuerto?
El tiempo enterrará toda esta basura. Por suerte en Estados Unidos les sobra el atrevimiento: Pequeña Miss Sunshine, Tropic Thunder, Quemar después de leer… En España ese orgullo cateto a las tradiciones – los toros, los cuernos, la copla, los reyes, los curas y la madre que los parió - que no es otra cosa que miedo troglodita al cambio y a todo lo nuevo nos convierte en cómicos tercermundistas del cine con pequeñísimas excepciones como Bajo las estrellas de Félix Viscarret.
Qué pena que Berlanga sólo haya uno...

7,0
32.785
5
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Que Brokeback mountain era una de las mejores películas de los últimos años a nadie con dos dedos de frente y sensibilidad cinéfila se le escapaba. El amor que se profesaban los dos vaqueros traspasaba las barreras del celuloide gracias a una puesta en escena inconmensurable e inteligentísima y a un guión evocador que utilizaba el lugar de los encuentros, esas montañas áridas y bruscas donde fornicaban, en el tercer protagonista de su amor cómplice.
Comparar Brokeback mountain con Mi nombre es Harvey Milk por su temática gay es un suicidio y un paso atrás en la supuesta lucha por los derechos civiles y sociales de homosexuales y lesbianas.
La película de Gus Van Sant – director que ganó prestigio con Mi Idaho privado y lo perdió a marchas forzadas con El indomable Will Hunting, el remake de Psicosis o la insoportable Elephant - podría ser una buena película en los años 70 pero no lo parece cuarenta años después.
En su defensa podría decirse que su trama – un gay que lucha enconadamente contra la discriminación de su colectivo - puede ser contextualizada en la actualidad por ser la historia de un hombre, de un grupo de hombres que defienden sus derechos y hacen que el mundo sea un poquito mejor. Pero a la trampa de la hipócrita filosofía sobre la bondad humana y la lucha por superar la adversidad – filosofía capitalista que nos dan a comer cada día con patatas – habría que sumarle la impotencia en todos los sentidos que respira la película por la falta de empatía hacia los personajes por culpa de:
1) un guión erróneo que se centra más en una incomprensible, aburrida y mal contada trama política que en los propios protagonistas de la historia; y
2) un director, Gus Van Sant, que de tan divo olvida la regla más fundamental: que el cine de autor y todo el cine en general como la mujer del césar no sólo debe ser honrada sino parecerlo y por tanto quien pretende realizar un cine comprometido, reflexivo, autoral y diferente debe enganchar con sus tramas y/o con sus personajes para que las historias lleguen al alma y no quede en absurdas vacilaciones artísticas tendentes a la nada y al olvido.
En Toro salvaje también se narraba una vida, la de Jake La Motta, y se retrataba una época pero Scorsese imprimía genio al drama y daba vida a cada uno de los personajes. En Mi nombre es Harvey Milk, a pesar de Sean Penn, los personajes están muertos mucho antes del drama final y el brillante globo que se hincha en el primer acto – la relación con su chico, la mudanza al barrio gay de San Francisco - se va desinflando durante el segundo acto de tal forma que nos importa muy poco que Milk finalmente gane las elecciones o sea asesinado.
Lo mejor de la película es la mezcla de formatos, el apoyo documental a la trama – ese inicio prodigioso sacado de las videotecas donde los homosexuales son arrestados en bares mientras intentan taparse el rostro para ocultar la vergüenza – y Dan White, el personaje que interpreta Josh Brolin, concejal de derechas y antípodas de Harvey Milk, donde Van Sant acierta por una vez y lo carga de una siniestra ambigüedad sexual sutilmente perfilada.
Mi nombre es Harvey Milk es aburrida y fracasa desmesuradamente en todos sus objetivos quedando desgraciadamente como la crónica triunfal de una reinona – prodigioso Sean Penn - en una fiesta de disfraces de una secta de niñatas.
Comparar Brokeback mountain con Mi nombre es Harvey Milk por su temática gay es un suicidio y un paso atrás en la supuesta lucha por los derechos civiles y sociales de homosexuales y lesbianas.
La película de Gus Van Sant – director que ganó prestigio con Mi Idaho privado y lo perdió a marchas forzadas con El indomable Will Hunting, el remake de Psicosis o la insoportable Elephant - podría ser una buena película en los años 70 pero no lo parece cuarenta años después.
En su defensa podría decirse que su trama – un gay que lucha enconadamente contra la discriminación de su colectivo - puede ser contextualizada en la actualidad por ser la historia de un hombre, de un grupo de hombres que defienden sus derechos y hacen que el mundo sea un poquito mejor. Pero a la trampa de la hipócrita filosofía sobre la bondad humana y la lucha por superar la adversidad – filosofía capitalista que nos dan a comer cada día con patatas – habría que sumarle la impotencia en todos los sentidos que respira la película por la falta de empatía hacia los personajes por culpa de:
1) un guión erróneo que se centra más en una incomprensible, aburrida y mal contada trama política que en los propios protagonistas de la historia; y
2) un director, Gus Van Sant, que de tan divo olvida la regla más fundamental: que el cine de autor y todo el cine en general como la mujer del césar no sólo debe ser honrada sino parecerlo y por tanto quien pretende realizar un cine comprometido, reflexivo, autoral y diferente debe enganchar con sus tramas y/o con sus personajes para que las historias lleguen al alma y no quede en absurdas vacilaciones artísticas tendentes a la nada y al olvido.
En Toro salvaje también se narraba una vida, la de Jake La Motta, y se retrataba una época pero Scorsese imprimía genio al drama y daba vida a cada uno de los personajes. En Mi nombre es Harvey Milk, a pesar de Sean Penn, los personajes están muertos mucho antes del drama final y el brillante globo que se hincha en el primer acto – la relación con su chico, la mudanza al barrio gay de San Francisco - se va desinflando durante el segundo acto de tal forma que nos importa muy poco que Milk finalmente gane las elecciones o sea asesinado.
Lo mejor de la película es la mezcla de formatos, el apoyo documental a la trama – ese inicio prodigioso sacado de las videotecas donde los homosexuales son arrestados en bares mientras intentan taparse el rostro para ocultar la vergüenza – y Dan White, el personaje que interpreta Josh Brolin, concejal de derechas y antípodas de Harvey Milk, donde Van Sant acierta por una vez y lo carga de una siniestra ambigüedad sexual sutilmente perfilada.
Mi nombre es Harvey Milk es aburrida y fracasa desmesuradamente en todos sus objetivos quedando desgraciadamente como la crónica triunfal de una reinona – prodigioso Sean Penn - en una fiesta de disfraces de una secta de niñatas.
Documental

6,2
323
Documental
6
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hoy, mamá ha muerto. Jamás se ha descrito el Existencialismo como en la primera frase de El extranjero de Camus.
Habiendo estudiado concienzudamente Carlos Balagué – director de El Arropiero, el vagabundo de la muerte - la vida de Manuel Delgado Villegas parece increíble que no se dé cuenta de la ocasión perdida.
La pregunta es inmediata, ¿qué habría hecho Patino, Herralde o Chavarri con tan poderoso material? Desde luego nunca esta película.
Porque El Arropiero jamás se aproxima ni por asomo a esas tres obras maestras documentales que deberían ser su santo y seña: Queridísimos verdugos, El asesino de Pedralbes y El desencanto quedándose más bien en un interesante reportaje sobre la vida de uno de los más grandes asesinos psicópatas de la España Profunda. Insuficiente para un director de cine, magnífico para un realizador televisivo.
Pero esto es cine y el cine requiere mayor entusiasmo, más profundidad y muchas más dosis de riesgo ausentes por completo en esta obra.
Con El Arropiero podría haberse apostado por el reflejo de Mersault - el protagonista de El extranjero - un tipo totalmente desesperanzado ante la vida pues ambos protagonistas son víctimas del pesimismo de una época marcada por la guerra, de la carencia de valores del mundo contemporáneo. Frío.
Carlos Balagué esconde la cabeza cual avestruz y se limita a contar la vida y milagros del monstruo, además de manera torpe utilizando la redundancia - recurso tabú del cine – con repetitivas declaraciones que ralentizan el avance del drama.
¿Y el terror que se le supone a una historia que podría poner los pelos de punta? ¿Y la exploración de la psicología del criminal? ¿Y la crítica burlona a la pasividad de los funcionarios? Más frío.
Sin embargo el peor de los olvidos del documental es el de dar cuenta sobre la impotencia en la definición del monstruo, sobre la ignorancia de las causas de su creación, que viene a ser sin duda el fracaso de la ciencia ante la naturaleza del azar… ¡Existencialismo de nuevo! Congelado.
Como la muerte en el patíbulo de Mersault, las declaraciones finales de “el Arropiero” y su patético deambular por el manicomio ante su inminente ocaso – lo mejor de la película – no tienen más sentido del que ha tenido su vida.
Ironía filosófica, puro existencialismo desapercibido.
Habiendo estudiado concienzudamente Carlos Balagué – director de El Arropiero, el vagabundo de la muerte - la vida de Manuel Delgado Villegas parece increíble que no se dé cuenta de la ocasión perdida.
La pregunta es inmediata, ¿qué habría hecho Patino, Herralde o Chavarri con tan poderoso material? Desde luego nunca esta película.
Porque El Arropiero jamás se aproxima ni por asomo a esas tres obras maestras documentales que deberían ser su santo y seña: Queridísimos verdugos, El asesino de Pedralbes y El desencanto quedándose más bien en un interesante reportaje sobre la vida de uno de los más grandes asesinos psicópatas de la España Profunda. Insuficiente para un director de cine, magnífico para un realizador televisivo.
Pero esto es cine y el cine requiere mayor entusiasmo, más profundidad y muchas más dosis de riesgo ausentes por completo en esta obra.
Con El Arropiero podría haberse apostado por el reflejo de Mersault - el protagonista de El extranjero - un tipo totalmente desesperanzado ante la vida pues ambos protagonistas son víctimas del pesimismo de una época marcada por la guerra, de la carencia de valores del mundo contemporáneo. Frío.
Carlos Balagué esconde la cabeza cual avestruz y se limita a contar la vida y milagros del monstruo, además de manera torpe utilizando la redundancia - recurso tabú del cine – con repetitivas declaraciones que ralentizan el avance del drama.
¿Y el terror que se le supone a una historia que podría poner los pelos de punta? ¿Y la exploración de la psicología del criminal? ¿Y la crítica burlona a la pasividad de los funcionarios? Más frío.
Sin embargo el peor de los olvidos del documental es el de dar cuenta sobre la impotencia en la definición del monstruo, sobre la ignorancia de las causas de su creación, que viene a ser sin duda el fracaso de la ciencia ante la naturaleza del azar… ¡Existencialismo de nuevo! Congelado.
Como la muerte en el patíbulo de Mersault, las declaraciones finales de “el Arropiero” y su patético deambular por el manicomio ante su inminente ocaso – lo mejor de la película – no tienen más sentido del que ha tenido su vida.
Ironía filosófica, puro existencialismo desapercibido.

6,7
5.148
8
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Darío Argento sería aquel Pepito Grillo vestido de “rojo profundo” y tridente que se le aparecería en el hombro al bueno de Hitchcock para rogarle al oído que fuera más retorcido.
Mago del “giallo” italiano más negro cantado a coro por las voces de moda de féminas que acatan la dictadura del “duce” Dell´Orso, y digo mago porque de su chistera de apacible cotidianidad es capaz de sacar de repente el conejo del miedo más irracional y apabullante y convertir - como en Los pájaros -, al más tierno gorrión en un pajarraco kamikaze.
Bebe de Hitchcock, sí, “a saligari”, y no para hasta la borrachera para vomitar luego, teñido de rosso, una escena de muerte servida en bañera con resaca de mal fario... ¡por favor! ¡que alguien dé otra copa a este genio!
En Darío Argento entusiasma su dogma de fe sobre la irremediabilidad del mal narrada en una puesta en escena pasional desde su génesis – esas nancys desnudas y ahorcadas – hasta su Apocalipsis – la muerte servida al baño María y la mala leche de un maldito golpe de aire -. Las muñecas son ángeles anunciadores sin sexo que se metamorfosean en ángeles exterminadores sin preaviso, porque sí, porque así actúa la muerte traicionera, sin treguas ajedrecísticas ni bailes con Boris Grushenko.
Qué mucho deben aprender los videocliperos del cine de terror “teenager” de cuerpos serranos - que da asco matar porque no hay grasa por donde cogerlos – del gusto desviado de Argento, al que desde hoy yo proclamo autor por cuatro razones: 1) por tener un estilo, ¡cruel! ¡directo! ¡excéntrico! ¡torturador! ¡endemoniado!; 2) por escribir con su cámara versos que firmaría, entre bacanal y bacanal, el mismísimo Marqués de Sade; 3) por amar al dios Hitchcock sobre todas las cosas, y 4) como diría Godard... ¡porque me da la gana!
Mago del “giallo” italiano más negro cantado a coro por las voces de moda de féminas que acatan la dictadura del “duce” Dell´Orso, y digo mago porque de su chistera de apacible cotidianidad es capaz de sacar de repente el conejo del miedo más irracional y apabullante y convertir - como en Los pájaros -, al más tierno gorrión en un pajarraco kamikaze.
Bebe de Hitchcock, sí, “a saligari”, y no para hasta la borrachera para vomitar luego, teñido de rosso, una escena de muerte servida en bañera con resaca de mal fario... ¡por favor! ¡que alguien dé otra copa a este genio!
En Darío Argento entusiasma su dogma de fe sobre la irremediabilidad del mal narrada en una puesta en escena pasional desde su génesis – esas nancys desnudas y ahorcadas – hasta su Apocalipsis – la muerte servida al baño María y la mala leche de un maldito golpe de aire -. Las muñecas son ángeles anunciadores sin sexo que se metamorfosean en ángeles exterminadores sin preaviso, porque sí, porque así actúa la muerte traicionera, sin treguas ajedrecísticas ni bailes con Boris Grushenko.
Qué mucho deben aprender los videocliperos del cine de terror “teenager” de cuerpos serranos - que da asco matar porque no hay grasa por donde cogerlos – del gusto desviado de Argento, al que desde hoy yo proclamo autor por cuatro razones: 1) por tener un estilo, ¡cruel! ¡directo! ¡excéntrico! ¡torturador! ¡endemoniado!; 2) por escribir con su cámara versos que firmaría, entre bacanal y bacanal, el mismísimo Marqués de Sade; 3) por amar al dios Hitchcock sobre todas las cosas, y 4) como diría Godard... ¡porque me da la gana!

5,5
7.376
6
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
Sé el primero en valorar esta crítica
Wolf Creek no es una buena película, pero tiene reminiscencias de dos obras maestras, La matanza de Texas y Apocalypse now; y eso, viendo el panorama actual, ya es mucho.
El personaje principal, un Cocodrilo Dundee al que le falta un tornillo es horrible por excesivo. La película no debería hablar de locos sino de egos y de la condición humana. Ahí radica la reflexión más importante que se apunta.
Porque tanto en la jungla camboyana, en el sur despoblado y analfabeto de los Estados Unidos o en el desierto eterno de Australia se vislumbra el infierno, un infierno de silencios e impotencia que busca un rey, un retorno a la naturaleza donde, aislados de una sociedad que a duras penas contiene nuestra maldad, fluye salvaje nuestra mala leche.
Decía Hobbes que los deseos y otras pasiones del hombre, no son en sí mismos pecados y que tampoco lo eran las acciones que proceden de esas pasiones hasta que conocen una ley que las prohíbe. Podemos entender mejor a los monstruos.
Porque Leatherface no sólo es un monstruo, es un Dios que se quedó en el paro y que dejado de lado por la Inem americana sigue haciendo lo que hacía en el matadero, degollar; el coronel Kurtz, es un suicida y también un Dios que como Bush no encuentra nadie que se atreva a censurarle; y el asesino de Wolf creek es otro Dios que a falta de canguros caza adanes y evas en su edén particular.
No aceptamos ser sólo humanos, queremos ser dioses. Por eso nos atraen todos los seres que llamamos malvados, porque ellos sí son libres y hacen realidad lo que a nosotros sólo nos es permitido soñar.
El terror aquí surge del propio hombre - como en esa maravilla desconocida llamada Breakdown o en la cumbre del cine de terror, El resplandor – y es representado por la imposibilidad de escapar. Fuera de la sociedad que nos cobija, aislados en la naturaleza bella e inmisericordiosa, todo puede ocurrir.
Por desgracia la película se pierde a mitad de camino y ya no se encuentra. Los giros en el guión son absolutamente inverosímiles, nadie actuaría como los protagonistas de Wolf creek si estuviéramos en peligro; y borran de un plumazo toda la brillantez de partida.
Como decía Coppola, lo primitivo sigue vivo en nosotros, ¿cómo os comportaréis si os encontráis en el centro de África adorado por los indígenas, o si sois como Cortés, en México, o si os sentís liberados del juicio de los demás o incluso de vuestras propias convicciones morales?
Quien esté libre de culpa que tire la primera piedra.
El personaje principal, un Cocodrilo Dundee al que le falta un tornillo es horrible por excesivo. La película no debería hablar de locos sino de egos y de la condición humana. Ahí radica la reflexión más importante que se apunta.
Porque tanto en la jungla camboyana, en el sur despoblado y analfabeto de los Estados Unidos o en el desierto eterno de Australia se vislumbra el infierno, un infierno de silencios e impotencia que busca un rey, un retorno a la naturaleza donde, aislados de una sociedad que a duras penas contiene nuestra maldad, fluye salvaje nuestra mala leche.
Decía Hobbes que los deseos y otras pasiones del hombre, no son en sí mismos pecados y que tampoco lo eran las acciones que proceden de esas pasiones hasta que conocen una ley que las prohíbe. Podemos entender mejor a los monstruos.
Porque Leatherface no sólo es un monstruo, es un Dios que se quedó en el paro y que dejado de lado por la Inem americana sigue haciendo lo que hacía en el matadero, degollar; el coronel Kurtz, es un suicida y también un Dios que como Bush no encuentra nadie que se atreva a censurarle; y el asesino de Wolf creek es otro Dios que a falta de canguros caza adanes y evas en su edén particular.
No aceptamos ser sólo humanos, queremos ser dioses. Por eso nos atraen todos los seres que llamamos malvados, porque ellos sí son libres y hacen realidad lo que a nosotros sólo nos es permitido soñar.
El terror aquí surge del propio hombre - como en esa maravilla desconocida llamada Breakdown o en la cumbre del cine de terror, El resplandor – y es representado por la imposibilidad de escapar. Fuera de la sociedad que nos cobija, aislados en la naturaleza bella e inmisericordiosa, todo puede ocurrir.
Por desgracia la película se pierde a mitad de camino y ya no se encuentra. Los giros en el guión son absolutamente inverosímiles, nadie actuaría como los protagonistas de Wolf creek si estuviéramos en peligro; y borran de un plumazo toda la brillantez de partida.
Como decía Coppola, lo primitivo sigue vivo en nosotros, ¿cómo os comportaréis si os encontráis en el centro de África adorado por los indígenas, o si sois como Cortés, en México, o si os sentís liberados del juicio de los demás o incluso de vuestras propias convicciones morales?
Quien esté libre de culpa que tire la primera piedra.
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