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Serie

5,2
1.860
5
25 de mayo de 2020
25 de mayo de 2020
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
"La primera serie internacional del creador de La Casa de Papel" era una etiqueta lo suficientemente llamativa para interesarse por uno de los más recientes estrenos destacados de Netflix. Ibiza, DJs, drogas, un caso de asesinato reabierto 20 años después… con estos ingredientes comienza un viaje que de primeras promete llevarnos a Ítaca pero a mitad de camino no nos hacer desear que sea largo, más bien lo contrario.
No arranca nada mal, todo sea dicho. La isla blanca es un escenario propicio para este mejunje de drogas, enredos, orgías, música electrónica, disputas entre familias ricas y corrupción variada (aunque el título escogido no es ni de lejos el más descriptivo o simbólico que podrían haber escogido, más allá de una gracieta visual en el primer episodio). La premisa del asesinato por resolver marca las directrices que dotan de sentido al relato y a sus personajes… pero poco que dejamos el primer acto esa estela se pierde entre la resaca del alcohol y los alucinógenos y el volumen machacón del 'chunda, chunda'. Se entiende un respiro entre pista y pista, lo que ya no resulta tan creíble es que, de repente, la protagonista parezca olvidarse del motivo por el que ha viajado a la isla. Y eso no hay trastorno psicológico, nostalgia o espíritu hedonista que lo justifique.
Se podía saber por La Casa de Papel que Álex Pina peca de tramposo, que hace del Profesor su 'deus ex machina' en la tierra, que tiene irrefrenables impulsos por sacar un as bajo la manga tras otro… pero también que era meticuloso en ello, o al menos, se esforzaba en parecerlo. Aquí, en cambio, nos viene con un complejo de Edipo sacado de la nada (y que tampoco aporta nada), un supuesto veterano dejando pistas sueltas que ni el más torpe de una comedia de ladrones dejaría, agentes de la autoridad que no se enteran de la misa la mitad, y como colofón, una cutre paráfrasis de Kavafis en el desenlace para intentar justificar la pronta pérdida de rumbo de la serie.
Obviamente, si he terminado la temporada es porque me ha resultado mínimamente entretenida y porque el deseo de conocer la solución al misterio me parecía suficiente para seguir conectado. Por tanto, no voy a tildarla de completo desastre, pero afirmo sin miramientos que me ha parecido una de las decepciones del año. Por otro lado, el único hilo suelto que (aparentemente) han dejado resulta a todas luces insuficiente para la continuidad de la serie, que se empezó a cavar su propia tumba demasiado pronto.
No arranca nada mal, todo sea dicho. La isla blanca es un escenario propicio para este mejunje de drogas, enredos, orgías, música electrónica, disputas entre familias ricas y corrupción variada (aunque el título escogido no es ni de lejos el más descriptivo o simbólico que podrían haber escogido, más allá de una gracieta visual en el primer episodio). La premisa del asesinato por resolver marca las directrices que dotan de sentido al relato y a sus personajes… pero poco que dejamos el primer acto esa estela se pierde entre la resaca del alcohol y los alucinógenos y el volumen machacón del 'chunda, chunda'. Se entiende un respiro entre pista y pista, lo que ya no resulta tan creíble es que, de repente, la protagonista parezca olvidarse del motivo por el que ha viajado a la isla. Y eso no hay trastorno psicológico, nostalgia o espíritu hedonista que lo justifique.
Se podía saber por La Casa de Papel que Álex Pina peca de tramposo, que hace del Profesor su 'deus ex machina' en la tierra, que tiene irrefrenables impulsos por sacar un as bajo la manga tras otro… pero también que era meticuloso en ello, o al menos, se esforzaba en parecerlo. Aquí, en cambio, nos viene con un complejo de Edipo sacado de la nada (y que tampoco aporta nada), un supuesto veterano dejando pistas sueltas que ni el más torpe de una comedia de ladrones dejaría, agentes de la autoridad que no se enteran de la misa la mitad, y como colofón, una cutre paráfrasis de Kavafis en el desenlace para intentar justificar la pronta pérdida de rumbo de la serie.
Obviamente, si he terminado la temporada es porque me ha resultado mínimamente entretenida y porque el deseo de conocer la solución al misterio me parecía suficiente para seguir conectado. Por tanto, no voy a tildarla de completo desastre, pero afirmo sin miramientos que me ha parecido una de las decepciones del año. Por otro lado, el único hilo suelto que (aparentemente) han dejado resulta a todas luces insuficiente para la continuidad de la serie, que se empezó a cavar su propia tumba demasiado pronto.

6,4
46.635
8
26 de febrero de 2018
26 de febrero de 2018
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vivo en una tierra en la que llueve mucho, muchísimo, y pese a lo que puedan suponer mis amistades de zonas más cálidas o secas, no, muy rara vez me gusta que llueva. Únicamente la lluvia muy fina que en lugar de mojar acaricia, o en una situación de poder estar resguardado y cómodo en casa sin necesidad ni intención de salir a la calle cuando se escuchan retumbar los chaparrones en el suelo y los tejados. Y cuento esto porque, pese a toda la lluvia y el agua que he visto en mi vida, que no ha sido poca, nunca habría pensado en toda la magia escondida que puede descubrirse en unas aparentemente insignificantes gotas de agua.
Guillermo del Toro hace gala de su gran sensibilidad como creador, delegándola a la perfección dentro de la escena en una inconmensurable Sally Hawkins, y saca petróleo de la misma forma de material fílmico, con el que ha compuesto, gotita a gotita, la que será sin duda una de las películas del año y probablemente su mejor trabajo hasta la fecha. Brillante la manera en que se zambulle en dos géneros (el 'thriller' de asuntos secretos de gobierno y el drama romántico) en los que (dicen que) ya está todo más que contado, combinarlos por medio de la figura narrativa más representativa de su filmografía, el "monstruo", la criatura extraña. Y extraña hasta el punto de que no desvelar demasiado sobre la misma, que sirve de núcleo y principio organizador del relato, resulta clave precisamente para crear esa atmósfera de magia latente y apuntalar la eficacia de la narración en todos sus aspectos. Puede que desde El Hombre Elefante no haya sentido tanta simpatía y estima hacia un “monstruo”.
Aquel cineasta aparentemente de segunda fila que encandiló a los más escépticos del cine de género con El Laberinto del Fauno va ahora, más de una década después, varios pasos más allá con ese giro a la sensibilidad, absorbiendo para sí toda la ternura del clasicismo más codificado, y a mayor apuesta, mejores resultados, por supuesto que sí. Porque abrazar un clasicismo tan explícito y nostálgico (que encuentre su culmen en esa escena musical inesperada, pero cuya llegada nos anuncia sutilmente durante todo el metraje previo) no es una apuesta tan segura como parece si lo de que se trata es de hacer una buena película y no simplemente una película agradable. Del Toro se la ha jugado con todas las de la ley y ha salido ganando, y por mucho.
No conviene en absoluto quedarse en una lectura simplista de La Forma del Agua en clave de instancia del arquetipo de La Bella y la Bestia ni centrarse en la (a todas luces atípica) historia de amor principal. Estamos ante una película sobre la sensibilidad y la empatía, pero también sobre la comunicación, en tanto que capacidad que va mucho más allá de lo verbal. La segunda de las grandes apuestas del director y coguionista (esta vez junto a Vanessa Taylor, que cuenta con varios episodios de Juego de Tronos en su currículum), la mudez de los dos personajes protagonistas, se antoja mucho más arriesgada que la anteriormente mencionada, pero precisamente en ese "limitación" encuentra toda esa fuerza expresiva. Ahí el cineasta se ha llevado el premio gordo (y no, no es un chiste fácil sobre su figura anatómica).
La guinda del pastel la pone el conjunto del reparto, con secundarios de lujo y consagrados, que no por encontrarse en roles en los que estamos más que acostumbrados a verlos (el personaje de Michael Shannon no deja de ser un epílogo de aquel implacable Van Alden de Boardwalk Empire) dejan de ser perfectos para ello.
Guillermo del Toro hace gala de su gran sensibilidad como creador, delegándola a la perfección dentro de la escena en una inconmensurable Sally Hawkins, y saca petróleo de la misma forma de material fílmico, con el que ha compuesto, gotita a gotita, la que será sin duda una de las películas del año y probablemente su mejor trabajo hasta la fecha. Brillante la manera en que se zambulle en dos géneros (el 'thriller' de asuntos secretos de gobierno y el drama romántico) en los que (dicen que) ya está todo más que contado, combinarlos por medio de la figura narrativa más representativa de su filmografía, el "monstruo", la criatura extraña. Y extraña hasta el punto de que no desvelar demasiado sobre la misma, que sirve de núcleo y principio organizador del relato, resulta clave precisamente para crear esa atmósfera de magia latente y apuntalar la eficacia de la narración en todos sus aspectos. Puede que desde El Hombre Elefante no haya sentido tanta simpatía y estima hacia un “monstruo”.
Aquel cineasta aparentemente de segunda fila que encandiló a los más escépticos del cine de género con El Laberinto del Fauno va ahora, más de una década después, varios pasos más allá con ese giro a la sensibilidad, absorbiendo para sí toda la ternura del clasicismo más codificado, y a mayor apuesta, mejores resultados, por supuesto que sí. Porque abrazar un clasicismo tan explícito y nostálgico (que encuentre su culmen en esa escena musical inesperada, pero cuya llegada nos anuncia sutilmente durante todo el metraje previo) no es una apuesta tan segura como parece si lo de que se trata es de hacer una buena película y no simplemente una película agradable. Del Toro se la ha jugado con todas las de la ley y ha salido ganando, y por mucho.
No conviene en absoluto quedarse en una lectura simplista de La Forma del Agua en clave de instancia del arquetipo de La Bella y la Bestia ni centrarse en la (a todas luces atípica) historia de amor principal. Estamos ante una película sobre la sensibilidad y la empatía, pero también sobre la comunicación, en tanto que capacidad que va mucho más allá de lo verbal. La segunda de las grandes apuestas del director y coguionista (esta vez junto a Vanessa Taylor, que cuenta con varios episodios de Juego de Tronos en su currículum), la mudez de los dos personajes protagonistas, se antoja mucho más arriesgada que la anteriormente mencionada, pero precisamente en ese "limitación" encuentra toda esa fuerza expresiva. Ahí el cineasta se ha llevado el premio gordo (y no, no es un chiste fácil sobre su figura anatómica).
La guinda del pastel la pone el conjunto del reparto, con secundarios de lujo y consagrados, que no por encontrarse en roles en los que estamos más que acostumbrados a verlos (el personaje de Michael Shannon no deja de ser un epílogo de aquel implacable Van Alden de Boardwalk Empire) dejan de ser perfectos para ello.

7,3
27.033
7
3 de mayo de 2010
3 de mayo de 2010
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Siempre he pensado que Tim Burton está destinado a realizar la adaptación cinematográfica definitiva de El principito, por mucho que su prometedora visión del mundo de Alicia haya provocado generalmente una sensación de chasco. Pues lo mismo pensaba de Wes Anderson, y de cuánto iba a esperar para acometer una producción basada en algún texto de Roald Dahl. Mis plegarias fueron escuchadas, y afortunadamente, en este caso el resultado sí ha sido más que satisfactorio.
El cineasta se ha atrevido con una historia no tan conocida, pero perteneciente al género que más reputación le ha otorgado al escritor británico: la novela infantil para adultos. A través de un hábil y divertido guión, co-escrito con Noah Baumbach (con el que repite tras The life aquatic), Anderson cautiva a pequeños y mayores y firma un gran debut en el género de animación, tras haber alcanzado en su anterior película, Viaje a Darjeeling, la cumbre de su cine más personal, la tragicomedia extravagante y absurda.
Pese a estar desde el principio ante un producto muy diferente en apariencia a los que nos tenía acostumbrados el director, un film de animación realizado con la técnica del stop-motion (que parece haber resistido bien la embestida y hegemonía de la animación por ordenador, comandada por Pixar), enseguida notamos rasgos muy reconocibles del estilo del cineasta. En la composición visual se advierte un aprovechamiento inteligente de los elementos en segundo plano, ya sea como efecto de contraste o como detalle constructivo y enriquecedor (casi siempre gracioso), clara herencia del maestro Jacques Tati. La elección de temas para la banda sonora dota de personalidad y marca el tono general del relato, que en esta ocasión se mueve en el terreno del country y las canciones populares, con especial mención a la genial “Boggis, Bounce and Bean”, creada para la ocasión. Aunque por otro lado, la música original de Alexander Desplat resulta pertinente en todo momento y fundamental para los momentos clave.
Ya en el aspecto más puramente argumental, el universo y los personajes de Dahl se encajan perfectamente con la mirada de Anderson, y esto es todo un aliciente si tenemos en cuenta que estamos ante una fábula de fauna animada. Desde la familia protagonista, no especialmente disfuncional, pero sí llena de tormentos y obsesiones con gran potencial cómico, encabezada por el temerario y aventurero Sr. Fox, hasta el entrañable e impredecible Kylie, zarigüeya-conserje, el clásico amigo tontaina pero que siempre está ahí, incluso cuando menos se le espera. Toda esta comunidad 'civilizada' de animales salvajes (los únicos humanos son los villanos) alcanza su clímax en la preparación del golpe final, con una revista a las tropas donde salen a relucir sus nombres de guerra (que no es otra cosa que los nombres científicos de sus especies) y sus mejores habilidades.
(continúa)
El cineasta se ha atrevido con una historia no tan conocida, pero perteneciente al género que más reputación le ha otorgado al escritor británico: la novela infantil para adultos. A través de un hábil y divertido guión, co-escrito con Noah Baumbach (con el que repite tras The life aquatic), Anderson cautiva a pequeños y mayores y firma un gran debut en el género de animación, tras haber alcanzado en su anterior película, Viaje a Darjeeling, la cumbre de su cine más personal, la tragicomedia extravagante y absurda.
Pese a estar desde el principio ante un producto muy diferente en apariencia a los que nos tenía acostumbrados el director, un film de animación realizado con la técnica del stop-motion (que parece haber resistido bien la embestida y hegemonía de la animación por ordenador, comandada por Pixar), enseguida notamos rasgos muy reconocibles del estilo del cineasta. En la composición visual se advierte un aprovechamiento inteligente de los elementos en segundo plano, ya sea como efecto de contraste o como detalle constructivo y enriquecedor (casi siempre gracioso), clara herencia del maestro Jacques Tati. La elección de temas para la banda sonora dota de personalidad y marca el tono general del relato, que en esta ocasión se mueve en el terreno del country y las canciones populares, con especial mención a la genial “Boggis, Bounce and Bean”, creada para la ocasión. Aunque por otro lado, la música original de Alexander Desplat resulta pertinente en todo momento y fundamental para los momentos clave.
Ya en el aspecto más puramente argumental, el universo y los personajes de Dahl se encajan perfectamente con la mirada de Anderson, y esto es todo un aliciente si tenemos en cuenta que estamos ante una fábula de fauna animada. Desde la familia protagonista, no especialmente disfuncional, pero sí llena de tormentos y obsesiones con gran potencial cómico, encabezada por el temerario y aventurero Sr. Fox, hasta el entrañable e impredecible Kylie, zarigüeya-conserje, el clásico amigo tontaina pero que siempre está ahí, incluso cuando menos se le espera. Toda esta comunidad 'civilizada' de animales salvajes (los únicos humanos son los villanos) alcanza su clímax en la preparación del golpe final, con una revista a las tropas donde salen a relucir sus nombres de guerra (que no es otra cosa que los nombres científicos de sus especies) y sus mejores habilidades.
(continúa)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Aunque este relato, universal y atemporal, del descubrimiento de la propia naturaleza, la lucha contra la tiranía y la superación de los fantasmas personales, pueda ser disfrutado por niños y mayores, ciertos elementos reconocibles lo apartan del cine puramente infantil. Aparte de una cierta justificación del hurto como medio de supervivencia (incluso en la secuencia final) o simplemente puro heroísmo, tenemos a la rata navajera, la mutilación de la cola del zorro, el maltrato animal (a perros, zorros o gallinas), y en general, la presencia imponente de lo violento y lo destructivo, eso sí, debidamente edulcorado y siempre con el espíritu de la comedia mandando.
El reparto de voces en la versión original sólo se puede calificar con un contundente chapeau. George Clooney vuelve a su lado granujilla con el Sr. Fox; Meryl Streep aporta la madurez y la cordura de la madre de familia; Jason Schwartzman vuelve a su personaje ideal poniéndole voz al “patito feo” Ash, hijo del protagonista; un Bill Murray más cuerdo habla por el tejón-abogado, voz de lo racional; y Willen Dafoe añade un nuevo villano ruin a su lista, esta vez con cuerpo de rata trampera, traicionera y grosera.
Dos conclusiones positivas y esperanzadoras: la stop-motion está más viva que nunca (en este último año ya hemos tenido además Los mundos de Coraline y Mary and Max), y sobre todo, Wes Anderson definitivamente sí puede hacer otros tipos de cine sin dejar de ser él mismo y tiene aún mucho que contar pese a haber alcanzado su cumbre.
El reparto de voces en la versión original sólo se puede calificar con un contundente chapeau. George Clooney vuelve a su lado granujilla con el Sr. Fox; Meryl Streep aporta la madurez y la cordura de la madre de familia; Jason Schwartzman vuelve a su personaje ideal poniéndole voz al “patito feo” Ash, hijo del protagonista; un Bill Murray más cuerdo habla por el tejón-abogado, voz de lo racional; y Willen Dafoe añade un nuevo villano ruin a su lista, esta vez con cuerpo de rata trampera, traicionera y grosera.
Dos conclusiones positivas y esperanzadoras: la stop-motion está más viva que nunca (en este último año ya hemos tenido además Los mundos de Coraline y Mary and Max), y sobre todo, Wes Anderson definitivamente sí puede hacer otros tipos de cine sin dejar de ser él mismo y tiene aún mucho que contar pese a haber alcanzado su cumbre.
13 de diciembre de 2020
13 de diciembre de 2020
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
La melancolía por los mejores momentos del pasado y el desencanto porque no volverán y no todo haya salido como se planeaba por aquel entonces son sentimientos que, aunque sinceros, resultan particularmente delicados de llevar a la ficción en general y a la pantalla en particular. Pese a ello, Gabriele Muccino se ha atrevido a desempolvar su mandolina y marcarse una versión muy personal, 'all’italiana,' de Dolores Se Llamaba Lola, bajándole uno o dos tonos de pesimismo. Eso es, en esencia, Nuestros Mejores Años.
El cineasta romano, completado ya su periplo en las Américas, vuelve a convertirse en la voz de una generación, casi dos décadas después de un hito generacional como El Último Beso, la película que lo puso en el mapa a nivel internacional. En esta ocasión la misión es incluso más ambiciosa, pues la crónica se extiende más de tres décadas en el tiempo, desde la adolescencia hasta bien avanzada la mediana edad, cuando es la siguiente generación la que empieza a escribir su propia historia. Pero también, y sobre todo, por el carácter universal que reviste, por trascender el contexto espaciotemporal tan concreto en el que se ubica y convertirse en una elegía a la amistad duradera.
El relato se desarrolla a través de una hábil alternancia entre los distintos hitos vitales (para bien y para mal) del cuarteto protagonista, en la que los enredos y los males de amores operan como principales catalizadores y a la vez puntos de inflexión, con la siempre hechizante Roma como telón de fondo (no falta el guiño de rigor a La Dolce Vita). Los distintos eventos históricos que se insertan en la narración, ya sea de manera nuclear o circunstancial, imprimen una mayor riqueza al conjunto, pero en todo caso tienen una función primordialmente contextual, pues, como ya he dicho, la universalidad es la característica más singular de la película.
Muccino cuenta de manera muy acertada con “tres mosqueteros”, como Kim Rossi Stuart y sus ya habituales Pierfrancesco Favino y Claudio Santamaria, y una D’Artagnan como Micaela Ramazzotti, cuatro de los actores más relevantes del cine italiano del siglo XXI y en buena medida coetáneos del cineasta, y por tanto, pilares igual de importantes en este retrato generacional. La intensa expresividad (al borde de la sobreactuación) de lo transalpino, a excepción de un contenido Rossi Stuart, ayuda a digerir mejor el dramatismo de los distintos eventos de un relato, que también cae en algún que otro lugar común, pero que ofrece un resultado final no solo reconfortante, sino también inspirador.
El cineasta romano, completado ya su periplo en las Américas, vuelve a convertirse en la voz de una generación, casi dos décadas después de un hito generacional como El Último Beso, la película que lo puso en el mapa a nivel internacional. En esta ocasión la misión es incluso más ambiciosa, pues la crónica se extiende más de tres décadas en el tiempo, desde la adolescencia hasta bien avanzada la mediana edad, cuando es la siguiente generación la que empieza a escribir su propia historia. Pero también, y sobre todo, por el carácter universal que reviste, por trascender el contexto espaciotemporal tan concreto en el que se ubica y convertirse en una elegía a la amistad duradera.
El relato se desarrolla a través de una hábil alternancia entre los distintos hitos vitales (para bien y para mal) del cuarteto protagonista, en la que los enredos y los males de amores operan como principales catalizadores y a la vez puntos de inflexión, con la siempre hechizante Roma como telón de fondo (no falta el guiño de rigor a La Dolce Vita). Los distintos eventos históricos que se insertan en la narración, ya sea de manera nuclear o circunstancial, imprimen una mayor riqueza al conjunto, pero en todo caso tienen una función primordialmente contextual, pues, como ya he dicho, la universalidad es la característica más singular de la película.
Muccino cuenta de manera muy acertada con “tres mosqueteros”, como Kim Rossi Stuart y sus ya habituales Pierfrancesco Favino y Claudio Santamaria, y una D’Artagnan como Micaela Ramazzotti, cuatro de los actores más relevantes del cine italiano del siglo XXI y en buena medida coetáneos del cineasta, y por tanto, pilares igual de importantes en este retrato generacional. La intensa expresividad (al borde de la sobreactuación) de lo transalpino, a excepción de un contenido Rossi Stuart, ayuda a digerir mejor el dramatismo de los distintos eventos de un relato, que también cae en algún que otro lugar común, pero que ofrece un resultado final no solo reconfortante, sino también inspirador.
TV

6,4
407
6
3 de agosto de 2016
3 de agosto de 2016
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
En plena antesala de unos comicios presidenciales estadounidenses que se antojan como una elección entre Guatemala y Guatepeor (ni la más desenfrenada de las sátiras políticas podría imaginar un escenario en el que un fantoche como Donald Trump fuese un serio candidato a la Casa Blanca), por un lado, y en plena efervescencia del movimiento Black Lives Matter, ante la anacrónica brutalidad policial selectiva en "la tierra de la libertad", por el otro, llega en el momento perfecto la gran apuesta del año de la HBO en el formato del telefilm. La cadena busca repetir el éxito crítico y académico de Game Change (hace cuatro años) y de El recuento (hace ocho), y para ello, nadie mejor que el mismo realizador, Jay Roach, y un envidiable reparto con Bryan Cranston al frente (que ya trabajó a las órdenes del cineasta el año pasado en Trumbo, un reto muy similar), demostrando por enésima vez su versatilidad y riqueza interpretativas en cualquier tipo de registro, probando a su vez Roach, una vez más, su gran valía como director de actores.
Curtido en el drama político, pero también en la comedia (sagas Austin Powers y Los Padres de Ella), el director repite la fórmula de Game Change de la parodia y la hipérbole de baja intensidad, esta vez para retratar tanto a un Lyndon B. Johnson más histriónico de lo esperado (ante la falta de suficientes referentes, pues poco ha explorado el audiovisual la figura del "presidente por accidente", al menos de manera central) como sobre todo al ala más conservadora, racista y retrógrada del Partido Demócrata, la sureña, cuyos integrantes no desentonarían a día de hoy como afines a Trump (lo mismo aplica al siempre inquietante J. Edgar Hoover). Y aquí se encuentra realmente el meollo, pues nuevamente, y de modo igualmente acertado, el 'biopic' se centra en un marco espacio-temporal muy específico, el de la controvertida y ardua aprobación del Acta de Derechos Civiles impulsada por Martin Luther King, estando a la vuelta de la esquina las elecciones en las que Johnson tendría que someterse al veredicto de las urnas y dar la reválida a su primer mandato, fugaz tras el repentino asesinato de Kennedy.
La concreción del marco y el contexto a un lapso breve de la Historia estadounidense, pero crucial para la posteridad y plúmbeo en su naturaleza, permite definir, desarrollar y jerarquizar mejor tanto los conflictos, como los mensajes, como las intenciones de la película, que puede escapar así de la indefinición, morosidad y superficialidad "atrapalotodo" del que adolecen tantos 'biopics' y dramas políticos. También huye, al igual que en Game Change, de discursos heroicos y glorificadores, de ensalzar al personaje histórico de turno en clave mesiánica, pero al mismo tiempo, sus movimientos desmitificadores se quedan en lo muy latente e implícito, lo suficiente para dotar de realismo y pragmatismo al relato sin por ello despojarlo de fluidez e intensidad.
Porque precisamente ahí, en el pragmatismo político, es donde se encuentra la clave semántica de All the Way y donde radica su validez como narración histórica y sociopolítica de un tiempo pasado pero a la vez con un innegable factor de rabiosa actualidad. No llega al nivel de Game Change porque ni Johnson ni King albergan, ni de lejos, el potencial cómico de Sarah Palin y, por ende, su factor espectáculo (tratado sobre el espectáculo que suelen ser las campañas políticas en EE.UU., más bien), pero sí la clava a la hora de mostrar los entresijos de la 'realpolitik', la toma de decisiones con arreglo a la práctica, más allá de idealismos y con la clarividencia de lo prácticamente imposible que resulta contentar a todas las partes contratantes, especialmente en conflictos de tal calado.
En un escenario con frentes tan encontrados, ambas partes tuvieron que ceder, tanto los demócratas más segregacionistas y retrógrados, quienes tuvieron que rendirse a la lógica de los tiempos, como la comunidad negra, rebajando sus pretensiones iniciales de cara a la consecución gradual de metas mayores. El árbitro, la piedra catalizadora de todo esto, fue Lyndon B. Johnson, no por idealismo ni por sentido de Estado, sino por su propio interés de ganar las elecciones y renovar su corto mandato, a riesgo de perder el voto afroamericano, por un lado, y de que medio partido se le amotinase, por el otro. Ese rol de intermediario interesado es, al fin y al cabo y esencia, el meollo semántico de All the Way en particular y de la 'realpolitik' en general.
Curtido en el drama político, pero también en la comedia (sagas Austin Powers y Los Padres de Ella), el director repite la fórmula de Game Change de la parodia y la hipérbole de baja intensidad, esta vez para retratar tanto a un Lyndon B. Johnson más histriónico de lo esperado (ante la falta de suficientes referentes, pues poco ha explorado el audiovisual la figura del "presidente por accidente", al menos de manera central) como sobre todo al ala más conservadora, racista y retrógrada del Partido Demócrata, la sureña, cuyos integrantes no desentonarían a día de hoy como afines a Trump (lo mismo aplica al siempre inquietante J. Edgar Hoover). Y aquí se encuentra realmente el meollo, pues nuevamente, y de modo igualmente acertado, el 'biopic' se centra en un marco espacio-temporal muy específico, el de la controvertida y ardua aprobación del Acta de Derechos Civiles impulsada por Martin Luther King, estando a la vuelta de la esquina las elecciones en las que Johnson tendría que someterse al veredicto de las urnas y dar la reválida a su primer mandato, fugaz tras el repentino asesinato de Kennedy.
La concreción del marco y el contexto a un lapso breve de la Historia estadounidense, pero crucial para la posteridad y plúmbeo en su naturaleza, permite definir, desarrollar y jerarquizar mejor tanto los conflictos, como los mensajes, como las intenciones de la película, que puede escapar así de la indefinición, morosidad y superficialidad "atrapalotodo" del que adolecen tantos 'biopics' y dramas políticos. También huye, al igual que en Game Change, de discursos heroicos y glorificadores, de ensalzar al personaje histórico de turno en clave mesiánica, pero al mismo tiempo, sus movimientos desmitificadores se quedan en lo muy latente e implícito, lo suficiente para dotar de realismo y pragmatismo al relato sin por ello despojarlo de fluidez e intensidad.
Porque precisamente ahí, en el pragmatismo político, es donde se encuentra la clave semántica de All the Way y donde radica su validez como narración histórica y sociopolítica de un tiempo pasado pero a la vez con un innegable factor de rabiosa actualidad. No llega al nivel de Game Change porque ni Johnson ni King albergan, ni de lejos, el potencial cómico de Sarah Palin y, por ende, su factor espectáculo (tratado sobre el espectáculo que suelen ser las campañas políticas en EE.UU., más bien), pero sí la clava a la hora de mostrar los entresijos de la 'realpolitik', la toma de decisiones con arreglo a la práctica, más allá de idealismos y con la clarividencia de lo prácticamente imposible que resulta contentar a todas las partes contratantes, especialmente en conflictos de tal calado.
En un escenario con frentes tan encontrados, ambas partes tuvieron que ceder, tanto los demócratas más segregacionistas y retrógrados, quienes tuvieron que rendirse a la lógica de los tiempos, como la comunidad negra, rebajando sus pretensiones iniciales de cara a la consecución gradual de metas mayores. El árbitro, la piedra catalizadora de todo esto, fue Lyndon B. Johnson, no por idealismo ni por sentido de Estado, sino por su propio interés de ganar las elecciones y renovar su corto mandato, a riesgo de perder el voto afroamericano, por un lado, y de que medio partido se le amotinase, por el otro. Ese rol de intermediario interesado es, al fin y al cabo y esencia, el meollo semántico de All the Way en particular y de la 'realpolitik' en general.
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