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8
29 de marzo de 2019
29 de marzo de 2019
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
En una de las secuencias más conmovedoras, John responde a Jerry cuando ésta le insta a quedarse a su lado "Soy un hombre solitario hasta en lo más profundo de mi ser, y un hombre así es un tipo inadaptado...la única persona con quien puede vivir es consigo mismo, y lo único que de veras ama es poder vivir a su modo".
En pocas palabras se nos ha planteado la más sincera descripción del protagonista de esta historia en la que una vez más asistimos a la muerte del héroe idealista americano por parte del propio mundo en el que le ha tocado existir, una historia procedente de la segunda novela de ficción del famoso autor Edward P. Abbey (conocido por sus inclinaciones anarquistas y los discursos sobre moral, política y medioambiente que han poblado sus obras) "The Brave Cowboy", publicada en 1.956, la cual Kirk Douglas, fascinado tras su lectura, decidió llevar al cine.
Y lo haría reclutando muy apropiadamente a Dalton Trumbo (uno de los de la lista negra de Hollywood), con quien ya había colaborado en "Espartaco", para escribir el guión, y al polifacético veterano David Miller para el puesto de director. La fecha de los sucesos del libro se trasladarían de los '50 a los más modernos '60, concretamente a 1.962, momento en que EE.UU. vivía una situación de insatisfacción e inseguridad provocada por la Guerra Fría, los pactos de alianza de Cuba con los soviéticos, el conflicto iniciado en Vietnam o la Caza de Brujas, situación que se refleja de algún modo u otro en "Los Valientes andan Solos".
Para más inri, en el mismo año de realización de la película, se estrenarían dos míticos "westerns" que vinieron a derribar sus cimientos: "El Hombre que Mató a Liberty Valance" y "Duelo en la Alta Sierra". El crepúsculo del sacrosanto género había comenzado, y su espíritu melancólico hace su entrada en la primera escena, un plano de apertura con el paisaje natural de desierto y montañas como protagonista que recuerda a los arranques de los films de Mann; la cámara se desliza hasta el verdadero protagonista, John Burns, que descansa sobre la arena.
Evocadoras imágenes en la más pura tradición del "western" si no fuera por un estruendo que estropea el momento: John alza la mirada y ve cómo unos reactores cruzan el cielo. Así, en unos segundos, se resume el discurso y las intenciones de la película, que seguirá las andanzas de este anacrónico cowboy en una América contemporánea cínica y desencantada, en cuyas entrañas rezuma una violencia y resentimiento corrosivos (materializados literalmente en el personaje del manco), por las heridas de la guerra y por la situación actual, una tierra de leyes injustas y fronteras imaginarias que el protagonista no tiene intención de obedecer (cruzará el paisaje cortando las vallas).
Y no la tiene pues su fe se basa en la libertad del individuo (no necesita tarjetas de identificación para saber quien es), pagando en ocasiones dicha libertad al alto precio de un crudo choque con la realidad de la sociedad, la cual le rechaza y humilla; el sueño de Burns pervive pese a no ser comprendido, de este modo "Los Valientes andan Solos" se presenta como una de las más demoledoras desmitificaciones de la historia americana. Como el tren de "El Hombre que Mató a Liberty Valance", las cuchilladas de modernidad están bien representadas en esos vehículos con los que lidia el protagonista cuando cruza la carretera a lomos de su yegua Whisky, acción que le conducirá a un final trágico (detallado en Zona Spoiler).
Tras su presentación y una excursión a la prisión donde intenta liberar en vano a su amigo Paul, la película se centra en la emocionante fuga con el agreste paisaje de fondo, el cual actua de refugio y protección contra los modernos elementos (los coches, el helicóptero, las armas...), donde John se enfrentará a los hombres del sheriff Johnson, que a regañadientes cumplirá su trabajo dando palabras al constante rechazo del protagonista, tanto físico como metafísico, por parte de la sociedad ("Parece que estemos persiguiendo a un fantasma. Un caballo invisible, un vaquero invisible...").
Así, la persecución tendrá lugar en un Oeste degenerado, privado de sus virtudes, cuyas secuencias, filmadas por Miller con nervio y un brillante manejo de la tensión y la intriga, contendrán la obsesión por una violencia inevitable, fatalidad de la historia y de EE.UU., que al final dejará una impresión de estropicio y de desastre, de una separación definitiva (la tierra soñada por John y el mundo real). Si esta violencia no deja de obsesionar al director y al guionista es porque en ella encuentran un perfecto eco que a la vez aterra y fascina.
En sus propias carnes sufrirá esta violencia el protagonista, interpretado magistralmente por Douglas, cuyo granítico rostro, siempre adornado con su clásica sonrisa, será sin embargo la expresión misma de la derrota (pocas veces un personaje en la Historia del cine ha inspirado tanta compasión y lástima como el de John W. Burns); a su sombra, un puñado de notables secundarios capitaneados por un estoico Walter Matthau, destacando Gena Rowlands, Michael Kane y George Kennedy (en un papel odioso y repulsivo). Para rematar, diálogos afilados como cuchillos por parte de Trumbo, maravillosa fotografía en blanco y negro de Philip Lathrop y gran banda sonora de Jerry Goldsmith.
Todo ello reunido en una suerte de "western" moderno, contestario, amargo, cuyas influencias (que remiten a "Conspiración de Silencio" y la nombrada "El Hombre que Mató a Liberty...") impregnarían futuras obras como "La Balada de Cable Hogue" (el hombre del título sufre el mismo final que John), "Bronco Billy", "La Jungla Humana" e incluso la primera de las correrías de Rambo (que tomó no sólo la premisa y algunos elementos sino también el nombre del protagonista y el responsable de la banda sonora).
Fue, además, la película favorita de Kirk Douglas de todas las que había interpretado.
En pocas palabras se nos ha planteado la más sincera descripción del protagonista de esta historia en la que una vez más asistimos a la muerte del héroe idealista americano por parte del propio mundo en el que le ha tocado existir, una historia procedente de la segunda novela de ficción del famoso autor Edward P. Abbey (conocido por sus inclinaciones anarquistas y los discursos sobre moral, política y medioambiente que han poblado sus obras) "The Brave Cowboy", publicada en 1.956, la cual Kirk Douglas, fascinado tras su lectura, decidió llevar al cine.
Y lo haría reclutando muy apropiadamente a Dalton Trumbo (uno de los de la lista negra de Hollywood), con quien ya había colaborado en "Espartaco", para escribir el guión, y al polifacético veterano David Miller para el puesto de director. La fecha de los sucesos del libro se trasladarían de los '50 a los más modernos '60, concretamente a 1.962, momento en que EE.UU. vivía una situación de insatisfacción e inseguridad provocada por la Guerra Fría, los pactos de alianza de Cuba con los soviéticos, el conflicto iniciado en Vietnam o la Caza de Brujas, situación que se refleja de algún modo u otro en "Los Valientes andan Solos".
Para más inri, en el mismo año de realización de la película, se estrenarían dos míticos "westerns" que vinieron a derribar sus cimientos: "El Hombre que Mató a Liberty Valance" y "Duelo en la Alta Sierra". El crepúsculo del sacrosanto género había comenzado, y su espíritu melancólico hace su entrada en la primera escena, un plano de apertura con el paisaje natural de desierto y montañas como protagonista que recuerda a los arranques de los films de Mann; la cámara se desliza hasta el verdadero protagonista, John Burns, que descansa sobre la arena.
Evocadoras imágenes en la más pura tradición del "western" si no fuera por un estruendo que estropea el momento: John alza la mirada y ve cómo unos reactores cruzan el cielo. Así, en unos segundos, se resume el discurso y las intenciones de la película, que seguirá las andanzas de este anacrónico cowboy en una América contemporánea cínica y desencantada, en cuyas entrañas rezuma una violencia y resentimiento corrosivos (materializados literalmente en el personaje del manco), por las heridas de la guerra y por la situación actual, una tierra de leyes injustas y fronteras imaginarias que el protagonista no tiene intención de obedecer (cruzará el paisaje cortando las vallas).
Y no la tiene pues su fe se basa en la libertad del individuo (no necesita tarjetas de identificación para saber quien es), pagando en ocasiones dicha libertad al alto precio de un crudo choque con la realidad de la sociedad, la cual le rechaza y humilla; el sueño de Burns pervive pese a no ser comprendido, de este modo "Los Valientes andan Solos" se presenta como una de las más demoledoras desmitificaciones de la historia americana. Como el tren de "El Hombre que Mató a Liberty Valance", las cuchilladas de modernidad están bien representadas en esos vehículos con los que lidia el protagonista cuando cruza la carretera a lomos de su yegua Whisky, acción que le conducirá a un final trágico (detallado en Zona Spoiler).
Tras su presentación y una excursión a la prisión donde intenta liberar en vano a su amigo Paul, la película se centra en la emocionante fuga con el agreste paisaje de fondo, el cual actua de refugio y protección contra los modernos elementos (los coches, el helicóptero, las armas...), donde John se enfrentará a los hombres del sheriff Johnson, que a regañadientes cumplirá su trabajo dando palabras al constante rechazo del protagonista, tanto físico como metafísico, por parte de la sociedad ("Parece que estemos persiguiendo a un fantasma. Un caballo invisible, un vaquero invisible...").
Así, la persecución tendrá lugar en un Oeste degenerado, privado de sus virtudes, cuyas secuencias, filmadas por Miller con nervio y un brillante manejo de la tensión y la intriga, contendrán la obsesión por una violencia inevitable, fatalidad de la historia y de EE.UU., que al final dejará una impresión de estropicio y de desastre, de una separación definitiva (la tierra soñada por John y el mundo real). Si esta violencia no deja de obsesionar al director y al guionista es porque en ella encuentran un perfecto eco que a la vez aterra y fascina.
En sus propias carnes sufrirá esta violencia el protagonista, interpretado magistralmente por Douglas, cuyo granítico rostro, siempre adornado con su clásica sonrisa, será sin embargo la expresión misma de la derrota (pocas veces un personaje en la Historia del cine ha inspirado tanta compasión y lástima como el de John W. Burns); a su sombra, un puñado de notables secundarios capitaneados por un estoico Walter Matthau, destacando Gena Rowlands, Michael Kane y George Kennedy (en un papel odioso y repulsivo). Para rematar, diálogos afilados como cuchillos por parte de Trumbo, maravillosa fotografía en blanco y negro de Philip Lathrop y gran banda sonora de Jerry Goldsmith.
Todo ello reunido en una suerte de "western" moderno, contestario, amargo, cuyas influencias (que remiten a "Conspiración de Silencio" y la nombrada "El Hombre que Mató a Liberty...") impregnarían futuras obras como "La Balada de Cable Hogue" (el hombre del título sufre el mismo final que John), "Bronco Billy", "La Jungla Humana" e incluso la primera de las correrías de Rambo (que tomó no sólo la premisa y algunos elementos sino también el nombre del protagonista y el responsable de la banda sonora).
Fue, además, la película favorita de Kirk Douglas de todas las que había interpretado.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La huida ha sido todo un éxito. Amparado por la espesura del bosque, John Burns logra escapar de sus perseguidores junto a Whisky; una luz brilla en lo alto de la montaña y Johnson sonríe admirado diciendo "Grandísimo pillastre...lo has conseguido, no hay duda. Eres el Diablo".
Una bala ha alcanzado el pie derecho del protagonista, pero se recompone rápidamente y monta de nuevo sobre su yegua con dirección a México, tierra prometida, tierra utópica de libertad. Pero en todo esto hay algo que hace escorarse la trama hacia la extrañeza: desde el principio del metraje hemos estado viendo un gran camión cargado de váteres cruzando la autopista sin descanso y pilotado por un tipo con cara de pánfilo que no se sabe muy bien cual es su papel en el film.
Pues se trata ni más ni menos que la encarnación misma de la amenaza, un presagio de desgracia venidera. Es de noche, llueve, John otea el oscuro horizonte y saborea su cercana liberación; entonces decide atravesar la carretera cabalgando de nuevo. Mientras, el camión se acerca a una velocidad endiablada y sucede lo inesperado; por una vez, la naturaleza no ha sido benevolente: la lluvia empapaba el cristal del vehículo, que arrolla a John y Whisky hasta quedar éstos desplomados sobre la cuneta.
El avance, el progreso, la máquina, ha dejado moribundo al animal icónico del "western" y también al hombre; Peckinpah repetiría esta caótica situación en "La Balada de Cable Hogue", donde un coche atropellaba y mataba al protagonista. En esta secuencia la violencia inevitable de la que antes se hablaba irrumpe en el paraíso soñado de John, quien no puede más que lanzar una mirada de desconcierto a todos los presentes mientras Whisky es sacrificada en última instancia.
Violencia de la historia y violencia en sí van a descubrirse al unísono, y las escenas finales de "Los Valientes andan Solos" serán el espacio para esta articulación inédita y monstruosa. Pero, ¿en qué momento de su historia América se inclinó hacia un ideal de violencia?, ¿cuándo la misión soñada de la nación, a medio camino entre la filosofía de la libertad y la búsqueda de la felicidad, se volvió una misión imposible?
El sheriff, indulgente, perdona al otrora cowboy, quien ha visto su espíritu arrancado y ha sido desposeído, como Wayne en "El Hombre que Mató a Liberty Valance", de su sombrero, que descansará eternamente sobre el suelo de la autopista, mojado por la lluvia.
Con ese último plano concluye uno de los finales más emblemáticos, y realmente descorazonadores, de la Historia del cine.
Una bala ha alcanzado el pie derecho del protagonista, pero se recompone rápidamente y monta de nuevo sobre su yegua con dirección a México, tierra prometida, tierra utópica de libertad. Pero en todo esto hay algo que hace escorarse la trama hacia la extrañeza: desde el principio del metraje hemos estado viendo un gran camión cargado de váteres cruzando la autopista sin descanso y pilotado por un tipo con cara de pánfilo que no se sabe muy bien cual es su papel en el film.
Pues se trata ni más ni menos que la encarnación misma de la amenaza, un presagio de desgracia venidera. Es de noche, llueve, John otea el oscuro horizonte y saborea su cercana liberación; entonces decide atravesar la carretera cabalgando de nuevo. Mientras, el camión se acerca a una velocidad endiablada y sucede lo inesperado; por una vez, la naturaleza no ha sido benevolente: la lluvia empapaba el cristal del vehículo, que arrolla a John y Whisky hasta quedar éstos desplomados sobre la cuneta.
El avance, el progreso, la máquina, ha dejado moribundo al animal icónico del "western" y también al hombre; Peckinpah repetiría esta caótica situación en "La Balada de Cable Hogue", donde un coche atropellaba y mataba al protagonista. En esta secuencia la violencia inevitable de la que antes se hablaba irrumpe en el paraíso soñado de John, quien no puede más que lanzar una mirada de desconcierto a todos los presentes mientras Whisky es sacrificada en última instancia.
Violencia de la historia y violencia en sí van a descubrirse al unísono, y las escenas finales de "Los Valientes andan Solos" serán el espacio para esta articulación inédita y monstruosa. Pero, ¿en qué momento de su historia América se inclinó hacia un ideal de violencia?, ¿cuándo la misión soñada de la nación, a medio camino entre la filosofía de la libertad y la búsqueda de la felicidad, se volvió una misión imposible?
El sheriff, indulgente, perdona al otrora cowboy, quien ha visto su espíritu arrancado y ha sido desposeído, como Wayne en "El Hombre que Mató a Liberty Valance", de su sombrero, que descansará eternamente sobre el suelo de la autopista, mojado por la lluvia.
Con ese último plano concluye uno de los finales más emblemáticos, y realmente descorazonadores, de la Historia del cine.

5,5
384
6
8 de marzo de 2018
8 de marzo de 2018
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
A lo largo de los años, el género del "western" nos ha brindado tantos grandes y míticos títulos, tal cantidad de obras maestras, que a veces nos olvidamos de aquellas pequeñas y modestas propuestas, destinadas a ser llamadas "producciones menores", que descansan a la sombra de las más importantes.
Efectivamente, "Duelo en Silver Creek" pertenece a esta segunda categoría, sin embargo posee la suficiente calidad como para que resulte injusto condenarla al ostracismo.
1.952 fue, sin lugar a dudas, un buen año para el "western". A las pantallas llegaron "Río de Sangre", de Howard Hawks, "Horizontes Lejanos", de Anthony Mann, y esa legendaria "Sólo ante el Peligro", de Fred Zinnemann, pero resulta que ese también fue el mismo año que Don Siegel se iniciaría en el cine del Oeste, género en el que seguiría inmiscuyéndose en tiempos futuros, con "Duelo en Silver Creek". Este versátil director es sobre todo conocido por ser el responsable de la versión original de "La Invasión de los Ladrones de Cuerpos" y por su estrecha colaboración con Clint Eastwood en títulos inolvidables tales como "Harry, "el Sucio" " y "Fuga de Alcatraz"...aunque eso ya es irse demasiado lejos.
En aquella época, y tras haber demostrado gran solvencia en los parámetros del cine negro con "El Veredicto" y "El Gran Robo", Siegel, que abordaba con entusiasmo cualquier proyecto que se le presentara, tomó el guión de Gerald Drayson Adams y Joseph Hoffman que le ofreció la Universal y optó por entrar en un género para él desconocido: el "western". Durante toda su historia, la serie "B" absorbió numerosas producciones del género que explotaban con habilidad sus claves sin estar en la corriente principal de las grandes, y se dice que quien mejor supo asentarse en las propuestas de humilde condición del cine del Oeste fue Budd Boetticher, a veces conocido como "el rey del "western" de serie "B" ", quien construyó una colección de títulos de tener muy en cuenta por los aficionados a este cine.
Esta historia se inicia cuando el joven Luke Cromwell, a quien apodan "Silver Kid" por la gran habilidad que tiene para manejar armas de fuego, y su padre, encuentran en un río varias pepitas de oro; en otros casos tal hallazgo sería motivo de alegría y regocijo, pero en este sólo va a acarrearles problemas, ya que por el territorio deambula un grupo de despiadados asesinos conocidos como "Los Salteadores", cuyo propósito es hacerse con todas las concesiones mineras, acabando con aquellos que les plantan cara sin dejar testigos ni pruebas, por lo que nadie ha podido echarles aún el guante.
Esta situación hincha bastante las narices de Tyrone, el veterano sheriff de Silver City, quien lo único que desea es detener a esos indeseables y a su líder, Rod Lacey, antes de que se apoderen de todas las minas y maten a más inocentes. Por casualidades de la vida, Tyrone y Luke se cruzan; motivos diferentes les unirán (uno quiere justicia, el otro sangre) aunque con un objetivo común...sin embargo Luke también deberá proteger al sheriff de la seductora y peligrosa Opal, una mujer que aparenta ser quien no es y de la que él parece estar enamorándose.
Quizá sus films fueran de lo más destacado dentro la serie "B", aunque, como he dicho antes, el que nos ocupa también ha de ser considerado; Don Siegel no era un experimentado del género como Boetticher, pero poseía talento, y es algo que deja patente en esta historia clásica de venganza y sangre, donde trata la justicia con honestidad y rectitud y da vida a unos personajes que no se apartan de los estereotipos: los buenos son muy buenos y los malos muy malos, sin ambigüedades; hay por ahí algún rufián que tiene la oportunidad de redimirse confesando su crimen segundos antes de expirar, con lo que la película guarda un toque de mojigatería (mucho faltaba para que Peckinpah y Leone llegaran y le dieran la vuelta a la tortilla).
Siegel maneja con soltura una narración de lo más curiosa (nos es contada por el sheriff, lo que en ocasiones hace que el espectador se le adelante) con retazos de cine negro claramente heredados de Mann, Sturges o William R. Burnett, donde hallamos elementos clave del mismo como los inesperados giros de guión, un tono de misterio y hasta la clásica "femme fatale" encarnada en esa sensual y traidora Opal Lacey; todo lo demás deriva en una película del Oeste de lo más aventuresca con algunas gotas de humor al más puro estilo de Hawks y el clásico y espectacular duelo final que no puede faltar.
Y para recalcar la condición de malos muy malos y buenos muy buenos se fichó como protagonista al joven Audie L. Murphy, quien antes de reciclarse en actor de cine gracias al alma de cazatalentos de James Cagney fue uno de los más condecorados soldados de la 2.ª Guerra Mundial (ahí es nada). A este héroe de guerra le acompañan el carismático y siempre eficiente Stephen McNally, la atractiva Faith Domergue, que lo clava en el papel de mujer fatal, Gerald Mohr, genial como Lacey, y una joven Susan Cabot, a la que veríamos muchísimo más tarde en "La Mujer Avispa".
Como curiosidad podemos ver a Lee Marvin en un papel secundario...que a ver quien le distingue. No estamos ante "Duelo de Titanes" o "Centauros del Desierto", claro, pero sí ante un interesante "western" llevado con oficio y perfecto para entretener en una tarde aburrida de sábado, lo cual cumple a las mil maravillas.
Don Siegel no tendría para nada un mal inicio en el cine del Oeste.
Efectivamente, "Duelo en Silver Creek" pertenece a esta segunda categoría, sin embargo posee la suficiente calidad como para que resulte injusto condenarla al ostracismo.
1.952 fue, sin lugar a dudas, un buen año para el "western". A las pantallas llegaron "Río de Sangre", de Howard Hawks, "Horizontes Lejanos", de Anthony Mann, y esa legendaria "Sólo ante el Peligro", de Fred Zinnemann, pero resulta que ese también fue el mismo año que Don Siegel se iniciaría en el cine del Oeste, género en el que seguiría inmiscuyéndose en tiempos futuros, con "Duelo en Silver Creek". Este versátil director es sobre todo conocido por ser el responsable de la versión original de "La Invasión de los Ladrones de Cuerpos" y por su estrecha colaboración con Clint Eastwood en títulos inolvidables tales como "Harry, "el Sucio" " y "Fuga de Alcatraz"...aunque eso ya es irse demasiado lejos.
En aquella época, y tras haber demostrado gran solvencia en los parámetros del cine negro con "El Veredicto" y "El Gran Robo", Siegel, que abordaba con entusiasmo cualquier proyecto que se le presentara, tomó el guión de Gerald Drayson Adams y Joseph Hoffman que le ofreció la Universal y optó por entrar en un género para él desconocido: el "western". Durante toda su historia, la serie "B" absorbió numerosas producciones del género que explotaban con habilidad sus claves sin estar en la corriente principal de las grandes, y se dice que quien mejor supo asentarse en las propuestas de humilde condición del cine del Oeste fue Budd Boetticher, a veces conocido como "el rey del "western" de serie "B" ", quien construyó una colección de títulos de tener muy en cuenta por los aficionados a este cine.
Esta historia se inicia cuando el joven Luke Cromwell, a quien apodan "Silver Kid" por la gran habilidad que tiene para manejar armas de fuego, y su padre, encuentran en un río varias pepitas de oro; en otros casos tal hallazgo sería motivo de alegría y regocijo, pero en este sólo va a acarrearles problemas, ya que por el territorio deambula un grupo de despiadados asesinos conocidos como "Los Salteadores", cuyo propósito es hacerse con todas las concesiones mineras, acabando con aquellos que les plantan cara sin dejar testigos ni pruebas, por lo que nadie ha podido echarles aún el guante.
Esta situación hincha bastante las narices de Tyrone, el veterano sheriff de Silver City, quien lo único que desea es detener a esos indeseables y a su líder, Rod Lacey, antes de que se apoderen de todas las minas y maten a más inocentes. Por casualidades de la vida, Tyrone y Luke se cruzan; motivos diferentes les unirán (uno quiere justicia, el otro sangre) aunque con un objetivo común...sin embargo Luke también deberá proteger al sheriff de la seductora y peligrosa Opal, una mujer que aparenta ser quien no es y de la que él parece estar enamorándose.
Quizá sus films fueran de lo más destacado dentro la serie "B", aunque, como he dicho antes, el que nos ocupa también ha de ser considerado; Don Siegel no era un experimentado del género como Boetticher, pero poseía talento, y es algo que deja patente en esta historia clásica de venganza y sangre, donde trata la justicia con honestidad y rectitud y da vida a unos personajes que no se apartan de los estereotipos: los buenos son muy buenos y los malos muy malos, sin ambigüedades; hay por ahí algún rufián que tiene la oportunidad de redimirse confesando su crimen segundos antes de expirar, con lo que la película guarda un toque de mojigatería (mucho faltaba para que Peckinpah y Leone llegaran y le dieran la vuelta a la tortilla).
Siegel maneja con soltura una narración de lo más curiosa (nos es contada por el sheriff, lo que en ocasiones hace que el espectador se le adelante) con retazos de cine negro claramente heredados de Mann, Sturges o William R. Burnett, donde hallamos elementos clave del mismo como los inesperados giros de guión, un tono de misterio y hasta la clásica "femme fatale" encarnada en esa sensual y traidora Opal Lacey; todo lo demás deriva en una película del Oeste de lo más aventuresca con algunas gotas de humor al más puro estilo de Hawks y el clásico y espectacular duelo final que no puede faltar.
Y para recalcar la condición de malos muy malos y buenos muy buenos se fichó como protagonista al joven Audie L. Murphy, quien antes de reciclarse en actor de cine gracias al alma de cazatalentos de James Cagney fue uno de los más condecorados soldados de la 2.ª Guerra Mundial (ahí es nada). A este héroe de guerra le acompañan el carismático y siempre eficiente Stephen McNally, la atractiva Faith Domergue, que lo clava en el papel de mujer fatal, Gerald Mohr, genial como Lacey, y una joven Susan Cabot, a la que veríamos muchísimo más tarde en "La Mujer Avispa".
Como curiosidad podemos ver a Lee Marvin en un papel secundario...que a ver quien le distingue. No estamos ante "Duelo de Titanes" o "Centauros del Desierto", claro, pero sí ante un interesante "western" llevado con oficio y perfecto para entretener en una tarde aburrida de sábado, lo cual cumple a las mil maravillas.
Don Siegel no tendría para nada un mal inicio en el cine del Oeste.
13 de octubre de 2017
13 de octubre de 2017
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
"Ochazuke no Aji" tiene su origen en un guión que Yasujiro Ozu había escrito con la intención de hacer de él su primer trabajo antes de regresar del frente chino, llamado previamente "Kareshi Nankin e Iku" ("Mi Novio se marcha a Nanjin"), pero los señores que se encargaban de las leyes cinematográficas creyeron que un escenario lleno de personajes burgueses preocupados de nimiedades en tiempos de guerra era muy ofensivo, por lo que le instaron a que reescribiera la historia.
Disgustado por todas esas exigencias decidió posponer este proyecto, que precisaría de dos décadas de maduración...
Finalmente sucedió, y reajustando junto a Kogo Noda el escenario acorde con la época nos propone entrar en el seno de un matrimonio de mediana edad que no vive precisamente días felices, Mokichi y Taeko, dos personas unidas por conveniencia pero no por amor verdadero. El hombre, tradicional, volcado hacia la sencillez y el hogar, no es comprendido por su obstinada y terca esposa, a quien el ambiente hogareño, tan aburrido y apagado, la oprime, la ahoga, tragándose sus sentimientos con una expresión de enfado y marchándose a su cuarto o teniendo que mentir para poder salir, lo que provoca el inevitable distanciamiento del esposo y el crecimiento de su deseo de libertad.
A veces el film, un melodrama puro y duro, se muestra con cierto humor sutil, muy perceptible en las escenas que protagonizan los grupo de mujeres, pero si melancolía domina, la atmósfera que se respira en la casa es opresiva, los personajes miran al suelo reprimiendo sus palabras y hacen sentir al espectador esa sensación de angustia, de pesadumbre. El problema central tarda en llegar, como en toda obra de Ozu, y mientras tanto nos acomodamos en su territorio con la subtrama de esa muchacha llamada Setsuko (la maravillosa Keiko Tsushima), que no desea casarse si no es por amor.
Con este discurso siempre presente en sus miras vuelve a comparar las dos caras que en ese momento vive la sociedad. Las de la tradición y el modernismo, la de la dignidad y la decadencia, siendo muy significativa el modo de enfocarlo: los hombres, cabizbajos y obedientes, recuerdan sus momentos vividos en la guerra, prefieren refugiarse en la soledad que su cambiante mundo social les ofrece, se habitúan al hogar (la cocina acaba por ser el lugar de reconciliación de los cónyuges, donde se prepara ese té con arroz) y sin rechistar hacen lo posible para seguir arraigados a sus monótonas y buenas costumbres.
Las mujeres, por otra parte, se muestran más influenciadas por un pensamiento progresista de posguerra, no parecen respetar correctamente la vida marital, son testarudas, se burlan de sus maridos a sus espaldas, y a regañadientes aceptan el compromiso. El problema de Setsuko, que su tía recibe de muy mala gana, sin embargo es el desencadenante de la crisis, provocado por esa frase demoledora a Taeko: "no la obligues a casarse, porque acabará como nosotros". Ozu jamás creyó en la institución matrimonial. Jamás. Mientras tanto, enfoca desde lejos, manteniendo el aspecto teatral en las escenas de interior.
Deja su cámara al margen, aproximándose ligeramente a dos actores que están abandonando una habitación o saliendo del pasillo, pero nunca termina de seguirles, como si ésta fuese un espectador que no quiere entrometerse, sólo observar en silencio. Las conversaciones filmadas sólo con dos personajes que se hablan de frente, con claridad prístina, como si compartieran sus sentimientos y reflexiones con nosotros, poniéndonos en cierto modo en la piel del receptor, de la persona que escucha, no puede explicarse ese instante íntimo de complicidad.
Ozu nos cuenta una historia a base de detalles. Un tren que no deja de avanzar, la copa de un árbol ocupando todo el encuadre, una torre de hierro, las camisas y las corbatas colgadas en el pasillo, un avión que se pierde entre las nubes. Los personajes hablan y se mueven, pero los objetos y el paisaje también, también nos dan una rica información: qué se queda en el plano y qué se aleja cuando un personaje lo ocupa o lo abandona, qué sentimiento profundo se mantiene y cual se olvida. Los carismáticos Shin Saburi y Michiyo Kogure lideran la trama como el matrimonio Satake, y Keiko, en la piel de Setsuko, aporta un tono de comedia inusual entre tanto drama.
Además protagoniza, junto al entonces jovencito Koji Tsuruta, una de las escenas más fascinantes y complejas de toda la carrera del cineasta: Keiko huyendo y siendo perseguida por su supuesto novio y próxima pareja tras él sermonearla con las mismas palabras de su tía. Los árboles observan atónitos y nosotros también.
Quiero saber el motivo de su estampida, pero la cámara no la sigue, Ozu quiere que nos quedemos pensando si es un momento triste, sonriendo si es un momento inocente.
...Quiero seguir a Keiko.
...La cámara no me lo permite.
...Demonios, quiero ser Tsuruta y perseguirla.
...Puñetero Ozu...
Disgustado por todas esas exigencias decidió posponer este proyecto, que precisaría de dos décadas de maduración...
Finalmente sucedió, y reajustando junto a Kogo Noda el escenario acorde con la época nos propone entrar en el seno de un matrimonio de mediana edad que no vive precisamente días felices, Mokichi y Taeko, dos personas unidas por conveniencia pero no por amor verdadero. El hombre, tradicional, volcado hacia la sencillez y el hogar, no es comprendido por su obstinada y terca esposa, a quien el ambiente hogareño, tan aburrido y apagado, la oprime, la ahoga, tragándose sus sentimientos con una expresión de enfado y marchándose a su cuarto o teniendo que mentir para poder salir, lo que provoca el inevitable distanciamiento del esposo y el crecimiento de su deseo de libertad.
A veces el film, un melodrama puro y duro, se muestra con cierto humor sutil, muy perceptible en las escenas que protagonizan los grupo de mujeres, pero si melancolía domina, la atmósfera que se respira en la casa es opresiva, los personajes miran al suelo reprimiendo sus palabras y hacen sentir al espectador esa sensación de angustia, de pesadumbre. El problema central tarda en llegar, como en toda obra de Ozu, y mientras tanto nos acomodamos en su territorio con la subtrama de esa muchacha llamada Setsuko (la maravillosa Keiko Tsushima), que no desea casarse si no es por amor.
Con este discurso siempre presente en sus miras vuelve a comparar las dos caras que en ese momento vive la sociedad. Las de la tradición y el modernismo, la de la dignidad y la decadencia, siendo muy significativa el modo de enfocarlo: los hombres, cabizbajos y obedientes, recuerdan sus momentos vividos en la guerra, prefieren refugiarse en la soledad que su cambiante mundo social les ofrece, se habitúan al hogar (la cocina acaba por ser el lugar de reconciliación de los cónyuges, donde se prepara ese té con arroz) y sin rechistar hacen lo posible para seguir arraigados a sus monótonas y buenas costumbres.
Las mujeres, por otra parte, se muestran más influenciadas por un pensamiento progresista de posguerra, no parecen respetar correctamente la vida marital, son testarudas, se burlan de sus maridos a sus espaldas, y a regañadientes aceptan el compromiso. El problema de Setsuko, que su tía recibe de muy mala gana, sin embargo es el desencadenante de la crisis, provocado por esa frase demoledora a Taeko: "no la obligues a casarse, porque acabará como nosotros". Ozu jamás creyó en la institución matrimonial. Jamás. Mientras tanto, enfoca desde lejos, manteniendo el aspecto teatral en las escenas de interior.
Deja su cámara al margen, aproximándose ligeramente a dos actores que están abandonando una habitación o saliendo del pasillo, pero nunca termina de seguirles, como si ésta fuese un espectador que no quiere entrometerse, sólo observar en silencio. Las conversaciones filmadas sólo con dos personajes que se hablan de frente, con claridad prístina, como si compartieran sus sentimientos y reflexiones con nosotros, poniéndonos en cierto modo en la piel del receptor, de la persona que escucha, no puede explicarse ese instante íntimo de complicidad.
Ozu nos cuenta una historia a base de detalles. Un tren que no deja de avanzar, la copa de un árbol ocupando todo el encuadre, una torre de hierro, las camisas y las corbatas colgadas en el pasillo, un avión que se pierde entre las nubes. Los personajes hablan y se mueven, pero los objetos y el paisaje también, también nos dan una rica información: qué se queda en el plano y qué se aleja cuando un personaje lo ocupa o lo abandona, qué sentimiento profundo se mantiene y cual se olvida. Los carismáticos Shin Saburi y Michiyo Kogure lideran la trama como el matrimonio Satake, y Keiko, en la piel de Setsuko, aporta un tono de comedia inusual entre tanto drama.
Además protagoniza, junto al entonces jovencito Koji Tsuruta, una de las escenas más fascinantes y complejas de toda la carrera del cineasta: Keiko huyendo y siendo perseguida por su supuesto novio y próxima pareja tras él sermonearla con las mismas palabras de su tía. Los árboles observan atónitos y nosotros también.
Quiero saber el motivo de su estampida, pero la cámara no la sigue, Ozu quiere que nos quedemos pensando si es un momento triste, sonriendo si es un momento inocente.
...Quiero seguir a Keiko.
...La cámara no me lo permite.
...Demonios, quiero ser Tsuruta y perseguirla.
...Puñetero Ozu...

7,2
1.606
9
19 de mayo de 2017
19 de mayo de 2017
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nacida desde el dolor una fría noche en la que la sangre se mezcló con la nieve, cuyo destino estaba marcado desde el mismo momento de su concepción.
Una mujer que camina entre la vida y la muerte y que agotó sus lágrimas hace muchas lunas, para quien la compasión y los sueños no significan nada...una mujer sumergida en el río de la venganza.
La era Meiji, desde 1.868 hasta 1.912, fue una era de mutaciones para la nación que encontraría su amargo reflejo en "Shurayuki Hime", uno de los más famosos mangas de Kazuo Koike, creado en 1.972 junto a Kazuo Kamimura; con su estilo oscuro, irreverente y violento, la obra se convirtió en un éxito de ventas y su adaptación cinematográfica no tardaría en llegar. Precisamente un año después de su serialización, el especialista en títulos "exploitation" formado en el seno de Nikkatsu, Toshiya Fujita, se encargaría de llevar a la gran pantalla las andanzas de la que es la antiheroína por excelencia de la ficción oriental, logrando con ello la mejor de sus obras.
El guión, firmado para la ocasión por Norio Osada (colaborador casual de Fukasaku), condensaba bastante la acción dramática del trabajo de Koike dividiéndose en cuatro capítulos para así conservar el tono novelesco propio de esta historia cuyo inicio ya es toda una declaración de intenciones: en una fría y oscura prisión de Tokyo, un bebé es traído al Mundo por una mujer que tiempo atrás contempló el asesinato de su familia a manos de cuatro malnacidos que la torturaron sin piedad. Su irascible sentimiento de venganza y rencor será transmitido entonces a su hija Yuki, quien deberá consagrar su vida a perseguir a los culpables...
Un bebé engendrado desde la violencia y la tragedia, tragedia humana y de la Historia, con la que se subraya el aspecto pesimista y se insiste en los desastres sociales causados por la "renovación cultural" de la reparadora era Meiji, sin embargo plagada de injusticia, corrupción y maldad. Con una trama que se mueve adelante y atrás en el tiempo, el primer capítulo nos introduce a la protagonista y su misión, donde se desmitifica el concepto del antihéroe que al final de su hazaña halla en su interior la paz espiritual; para Yuki esto es inconcebible, pues sus actos son fruto del deseo de muerte y la sensación de tristeza heredados desde su nacimiento, causa de su paulatina pérdida de Humanidad y compasión.
Tras conocer su oscuro pasado y entrenamiento para adquirir sus habilidades de asesina, la película se centra en las tres venganzas que ésta debe llevar a cabo: Takemura, Kitahama y Tsukamoto, las cuales ocuparán los siguientes tres actos. Mientras se recupera la figura de la heroína fuerte, contestataria y de gran carga sexual introducida por Kurosawa en "The Hidden Fortress" (cuyo nombre toma la protagonista de esta historia), Fujita, que por fin demuestra verdaderas dotes de director, hereda de aquél su uso de los elementos naturales (el mar, el viento, el humo, la nieve) para crear una atmósfera fascinante y envolvente.
Estilizado escenario donde se dará un gran contraste entre belleza y brutalidad al estar siempre presente la sangre derramada de los seres humanos (entre las olas, sobre las flores, sobre la nieve), gran muestra de la técnica del director, quien, filmando la acción de un modo frenético y desasosegante, cual Fukasaku, se empeña en mostrar la violencia de un modo abrasivo, sin concesiones al dramatismo, aunque a menudo cayendo en el exceso y la caricaturización (lo que recalca aún más la esencia "exploitation" del film). En contrapunto a esto, el 2.º capítulo vendrá marcado por un melodrama que por momentos remite a las tragedias "mizoguchianas" (la joven que ejerce de prostituta para ayudar a su padre, hundido en la miseria).
Tragedia extendida a un círculo de muerte y violencia que nunca ve el momento de cerrarse (será la hija de Takemura la que actúe para vengar a su padre). Cúmulo de intrigas y maldades cuya tensión va en aumento al aproximarse Yuki a sus últimos objetivos donde se propondrán varios giros que vuelven a situarla frente a su inevitable destino (enfrentarse a Tsukamoto, al que creía muerto), todo ello mientras se propone un ingenioso ejercicio de metaficción al ser la protagonista inmortalizada por Ryurei, quien escribe sobre su gesta; la sangrienta cruzada prosigue su curso y la antiheroína, como estaba previsto, pasa a la Historia.
La cantante y actriz Meiko Kaji, célebre por su carácter rebelde (tanto dentro como fuera de la pantalla) y que se encontraba a sólo un título de finiquitar su popular y ultraviolenta saga de "Joshu Sasori", presta su preciosa voz (para el mítico tema principal), su imponente presencia y su gélido y delicado rostro encarnando a la perfección a la asesina imaginada por Koike y Kamimura (y de algún modo repitiendo con ella a su Akemi Tachibana de "Blind Woman's Curse"); a su sombra, un puñado de decentes actores y poco más donde cabe mencionarse a Miyoko Akaza, Noboru Nakaya, Eiji Okada y Ko Nishimura.
Sin abandonar su condición de obra "exploitation" de bajo presupuesto, "Lady Snowblood" se perfila como un cuento descarnado, perverso y amoral donde se rechaza cualquier atisbo de grandiosa epopeya para recalcar lo más elemental de su discurso: la venganza como medio de creación, como motivo de existencia, como fin. Su moderado éxito llevaría a la realización de una irregular secuela al año siguiente, alcanzando con el tiempo el estatus de auténtica joya de culto (algo defendido por Tarantino, quien tomaría el 80% de su argumento y acción para "Kill Bill"...).
Una mujer que camina entre la vida y la muerte y que agotó sus lágrimas hace muchas lunas, para quien la compasión y los sueños no significan nada...una mujer sumergida en el río de la venganza.
La era Meiji, desde 1.868 hasta 1.912, fue una era de mutaciones para la nación que encontraría su amargo reflejo en "Shurayuki Hime", uno de los más famosos mangas de Kazuo Koike, creado en 1.972 junto a Kazuo Kamimura; con su estilo oscuro, irreverente y violento, la obra se convirtió en un éxito de ventas y su adaptación cinematográfica no tardaría en llegar. Precisamente un año después de su serialización, el especialista en títulos "exploitation" formado en el seno de Nikkatsu, Toshiya Fujita, se encargaría de llevar a la gran pantalla las andanzas de la que es la antiheroína por excelencia de la ficción oriental, logrando con ello la mejor de sus obras.
El guión, firmado para la ocasión por Norio Osada (colaborador casual de Fukasaku), condensaba bastante la acción dramática del trabajo de Koike dividiéndose en cuatro capítulos para así conservar el tono novelesco propio de esta historia cuyo inicio ya es toda una declaración de intenciones: en una fría y oscura prisión de Tokyo, un bebé es traído al Mundo por una mujer que tiempo atrás contempló el asesinato de su familia a manos de cuatro malnacidos que la torturaron sin piedad. Su irascible sentimiento de venganza y rencor será transmitido entonces a su hija Yuki, quien deberá consagrar su vida a perseguir a los culpables...
Un bebé engendrado desde la violencia y la tragedia, tragedia humana y de la Historia, con la que se subraya el aspecto pesimista y se insiste en los desastres sociales causados por la "renovación cultural" de la reparadora era Meiji, sin embargo plagada de injusticia, corrupción y maldad. Con una trama que se mueve adelante y atrás en el tiempo, el primer capítulo nos introduce a la protagonista y su misión, donde se desmitifica el concepto del antihéroe que al final de su hazaña halla en su interior la paz espiritual; para Yuki esto es inconcebible, pues sus actos son fruto del deseo de muerte y la sensación de tristeza heredados desde su nacimiento, causa de su paulatina pérdida de Humanidad y compasión.
Tras conocer su oscuro pasado y entrenamiento para adquirir sus habilidades de asesina, la película se centra en las tres venganzas que ésta debe llevar a cabo: Takemura, Kitahama y Tsukamoto, las cuales ocuparán los siguientes tres actos. Mientras se recupera la figura de la heroína fuerte, contestataria y de gran carga sexual introducida por Kurosawa en "The Hidden Fortress" (cuyo nombre toma la protagonista de esta historia), Fujita, que por fin demuestra verdaderas dotes de director, hereda de aquél su uso de los elementos naturales (el mar, el viento, el humo, la nieve) para crear una atmósfera fascinante y envolvente.
Estilizado escenario donde se dará un gran contraste entre belleza y brutalidad al estar siempre presente la sangre derramada de los seres humanos (entre las olas, sobre las flores, sobre la nieve), gran muestra de la técnica del director, quien, filmando la acción de un modo frenético y desasosegante, cual Fukasaku, se empeña en mostrar la violencia de un modo abrasivo, sin concesiones al dramatismo, aunque a menudo cayendo en el exceso y la caricaturización (lo que recalca aún más la esencia "exploitation" del film). En contrapunto a esto, el 2.º capítulo vendrá marcado por un melodrama que por momentos remite a las tragedias "mizoguchianas" (la joven que ejerce de prostituta para ayudar a su padre, hundido en la miseria).
Tragedia extendida a un círculo de muerte y violencia que nunca ve el momento de cerrarse (será la hija de Takemura la que actúe para vengar a su padre). Cúmulo de intrigas y maldades cuya tensión va en aumento al aproximarse Yuki a sus últimos objetivos donde se propondrán varios giros que vuelven a situarla frente a su inevitable destino (enfrentarse a Tsukamoto, al que creía muerto), todo ello mientras se propone un ingenioso ejercicio de metaficción al ser la protagonista inmortalizada por Ryurei, quien escribe sobre su gesta; la sangrienta cruzada prosigue su curso y la antiheroína, como estaba previsto, pasa a la Historia.
La cantante y actriz Meiko Kaji, célebre por su carácter rebelde (tanto dentro como fuera de la pantalla) y que se encontraba a sólo un título de finiquitar su popular y ultraviolenta saga de "Joshu Sasori", presta su preciosa voz (para el mítico tema principal), su imponente presencia y su gélido y delicado rostro encarnando a la perfección a la asesina imaginada por Koike y Kamimura (y de algún modo repitiendo con ella a su Akemi Tachibana de "Blind Woman's Curse"); a su sombra, un puñado de decentes actores y poco más donde cabe mencionarse a Miyoko Akaza, Noboru Nakaya, Eiji Okada y Ko Nishimura.
Sin abandonar su condición de obra "exploitation" de bajo presupuesto, "Lady Snowblood" se perfila como un cuento descarnado, perverso y amoral donde se rechaza cualquier atisbo de grandiosa epopeya para recalcar lo más elemental de su discurso: la venganza como medio de creación, como motivo de existencia, como fin. Su moderado éxito llevaría a la realización de una irregular secuela al año siguiente, alcanzando con el tiempo el estatus de auténtica joya de culto (algo defendido por Tarantino, quien tomaría el 80% de su argumento y acción para "Kill Bill"...).
13 de octubre de 2017
13 de octubre de 2017
10 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Preparaos, porque estamos ante uno de los títulos más recordados de los '80 dentro de la ciencia-ficción cutre y descarada de factoría italiana.
El veterano Enzo G. Castellari nos trae una aventura de lo más legendaria a través de las ruinosas calles de una futurista Bronx que hará las delicias para los fans del "exploitation" y la serie "B": "1.990: Los Guerreros del Bronx".
Fue la primera de una trilogía donde el director dedicó a explotar el cine que tan de moda estaba en la época, la ficción post-apocalíptica, siguiendo con "Fuga del Bronx" y "Los Nuevos Bárbaros". En realidad la idea vino del productor Fabrizio de Angelis, a quien de camino a su hotel de Manhattan, se le escapó el metro y tuvo que pasar la noche en el Bronx. Idea que convirtió en historia Dardano Sacchetti (este hombre está en todas partes) y en guión junto a su esposa Elisa y el señor Castellari, quien venía de dirigir "El Último Tiburón".
El resultado fue una combinación la mar de cutre y molona de la reciente "1.997: Rescate en New York" de Carpenter, "The Warriors" de Walter Hill, el "Mad Max" de George Miller y con cosillas de aquel film de acción que dirigió James Glickenhaus, "El Exterminador", que básicamente se centraba en la huida de Anne, una chica rica de Manhattan que acaba aventurándose en las peligrosas calles del Bronx, enamorándose del protagonista de la película, Trash, joven líder de una banda de moteros que parece sacado de uno de esos grupos de "thrash metal" de los '80, y armando un lío de aúpa.
Menudo espectáculo se monta Castellari, aunque la historia no es que sea un prodigio. Todo un reflejo de lo que era la época, claro. Al hombre le sabía a poco la sugerencia de Fabrizio de Angelis de que todas las tribus que pululaban por allí, y a las que se tenía que enfrentar Trash para rescatar a la chavala, fueran sólo moteros. Así que, para darle color y exotismo a la cosa puso de por medio a esos tipos que van como jugadores de hockey, a unos papanatas con los ojos pintados como los KISS y vistiendo como bailarines de salón, con trajes plateados y relucientes, a otros que van como salvajes y a los reyes del Bronx, lidiados por Ogre, los más ricachones del lugar, entre pijos y de aspecto retro.
Vamos, una pandilla de agárrate y no te menees. Es lo que más llama la atención, el cómo con cuatro perras mal contadas Castellari consigue dar al film ese aspecto tan chulo, tan vistoso y mostrando ya algunos alucinantes "truquitos" que irían saliendo en sus posteriores películas, como lo de las botas que sacan púas de hierro o los cuchillos que salen por el bajo de las motos. Pero lo que pretende con "Los Guerreros del Bronx" es divertir al personal con ese desparpajo y gracejo que sólo el sabe impregnar a sus obras, aunque le añada ciertas dosis de emotividad y un tono épico y grandilocuente a la cosa.
Y para demostrárnoslo hasta mete en el ajo a unos tipos que van a caballo y lucen como los policías de "Mad Max", llevando lanzallamas y metralletas. Lo dicho...un cachondeo de proporciones mayúsculas. Los protagonistas no tienen nada especial. Son copias de otros personajes diciendo unas frases que ni ellos mismos se creen, sobre todo Marco DiGregorio, que da vida al valeroso Trash, un plagio a la italiana del Swan de "The Warriors".
Los mejores está claro que son Vic Morrow, como el malísimo de Hammer, y el siempre hipnótico Fred Williamson, que va con las mismas pintas que llevaba en sus películas "blaxploitation" de los '70. Aunque no hay que perder detalle de esa rubia en plan sadomasoquista con garras de acero en los nudillos que interpreta Elisabetta Dessy o al líder de los jugadores de hockey esos que encarna George Eastman, que va como un personaje del "Mortal Kombat".
Disparatada, llena de acción, ultraviolencia, testosterona a porrillo y caradura para decir basta. Una película que, según mi padre, hizo estragos entre los chavales de la época, que cada vez que podían se metían en uno de los cines de su barrio para verla.
Sí, puede ser muy cutre, muy estúpida, pero es una pasada. Y sólo podría ser de los '80.
El veterano Enzo G. Castellari nos trae una aventura de lo más legendaria a través de las ruinosas calles de una futurista Bronx que hará las delicias para los fans del "exploitation" y la serie "B": "1.990: Los Guerreros del Bronx".
Fue la primera de una trilogía donde el director dedicó a explotar el cine que tan de moda estaba en la época, la ficción post-apocalíptica, siguiendo con "Fuga del Bronx" y "Los Nuevos Bárbaros". En realidad la idea vino del productor Fabrizio de Angelis, a quien de camino a su hotel de Manhattan, se le escapó el metro y tuvo que pasar la noche en el Bronx. Idea que convirtió en historia Dardano Sacchetti (este hombre está en todas partes) y en guión junto a su esposa Elisa y el señor Castellari, quien venía de dirigir "El Último Tiburón".
El resultado fue una combinación la mar de cutre y molona de la reciente "1.997: Rescate en New York" de Carpenter, "The Warriors" de Walter Hill, el "Mad Max" de George Miller y con cosillas de aquel film de acción que dirigió James Glickenhaus, "El Exterminador", que básicamente se centraba en la huida de Anne, una chica rica de Manhattan que acaba aventurándose en las peligrosas calles del Bronx, enamorándose del protagonista de la película, Trash, joven líder de una banda de moteros que parece sacado de uno de esos grupos de "thrash metal" de los '80, y armando un lío de aúpa.
Menudo espectáculo se monta Castellari, aunque la historia no es que sea un prodigio. Todo un reflejo de lo que era la época, claro. Al hombre le sabía a poco la sugerencia de Fabrizio de Angelis de que todas las tribus que pululaban por allí, y a las que se tenía que enfrentar Trash para rescatar a la chavala, fueran sólo moteros. Así que, para darle color y exotismo a la cosa puso de por medio a esos tipos que van como jugadores de hockey, a unos papanatas con los ojos pintados como los KISS y vistiendo como bailarines de salón, con trajes plateados y relucientes, a otros que van como salvajes y a los reyes del Bronx, lidiados por Ogre, los más ricachones del lugar, entre pijos y de aspecto retro.
Vamos, una pandilla de agárrate y no te menees. Es lo que más llama la atención, el cómo con cuatro perras mal contadas Castellari consigue dar al film ese aspecto tan chulo, tan vistoso y mostrando ya algunos alucinantes "truquitos" que irían saliendo en sus posteriores películas, como lo de las botas que sacan púas de hierro o los cuchillos que salen por el bajo de las motos. Pero lo que pretende con "Los Guerreros del Bronx" es divertir al personal con ese desparpajo y gracejo que sólo el sabe impregnar a sus obras, aunque le añada ciertas dosis de emotividad y un tono épico y grandilocuente a la cosa.
Y para demostrárnoslo hasta mete en el ajo a unos tipos que van a caballo y lucen como los policías de "Mad Max", llevando lanzallamas y metralletas. Lo dicho...un cachondeo de proporciones mayúsculas. Los protagonistas no tienen nada especial. Son copias de otros personajes diciendo unas frases que ni ellos mismos se creen, sobre todo Marco DiGregorio, que da vida al valeroso Trash, un plagio a la italiana del Swan de "The Warriors".
Los mejores está claro que son Vic Morrow, como el malísimo de Hammer, y el siempre hipnótico Fred Williamson, que va con las mismas pintas que llevaba en sus películas "blaxploitation" de los '70. Aunque no hay que perder detalle de esa rubia en plan sadomasoquista con garras de acero en los nudillos que interpreta Elisabetta Dessy o al líder de los jugadores de hockey esos que encarna George Eastman, que va como un personaje del "Mortal Kombat".
Disparatada, llena de acción, ultraviolencia, testosterona a porrillo y caradura para decir basta. Una película que, según mi padre, hizo estragos entre los chavales de la época, que cada vez que podían se metían en uno de los cines de su barrio para verla.
Sí, puede ser muy cutre, muy estúpida, pero es una pasada. Y sólo podría ser de los '80.
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