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Críticas ordenadas por utilidad
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7,8
6.987
8
2 de junio de 2011
2 de junio de 2011
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aceite, grasa, hierro, chirriar de frenos, caldera, acero... el oficio de ferroviario salpica de grasa la pantalla. Sólo Spielberg se recrea tanto en el puro oficio que filma; en, como dice otro usuario, el músculo del oficio. Además, hay unos nazis, una intriga primaria y con fallos de guión, un suspense no del todo bien regulado y un viaje nocturno para la mejor Historia del Cine, un viaje en circular con todos los papeles cambiados hacia adelante, un viaje que ya no se sabe si es movimiento o el eterno estatismo de la muerte. Hay también un Lancaster que era un chollo, atleta, forzudo y actorazo sin igual. En fin, podría haber sido una de las auténticas, una de las que sin ellas no, pero no acaba de llegar, como ese tren. Con todo, formidable

7,2
317
8
23 de abril de 2020
23 de abril de 2020
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una de las grandes de Dino Risi, a la que solo cabe achacar cierta previsibilidad en la culminación de algunas escenas, no tanto por ingenuidad de la película como por lo resabiados que estamos ya todos cerca de 60 años después.
Como en alguno de sus otros frescos de la vida italiana, está plagada de ruido y de furia, en el sentido de un fresco vibrante, conducido con una tensión y un pulso que siguen admirando, con una mezcla asombrosamente eficaz entre las escenas de multitudes y gritos (la mayor parte, obviamente, pues se retrata a la masa fascista) y las más íntimas reservadas a planos medios y primeros planos, con sabrosos diálogos, donde vamos conociendo mejor a los dos antihéroes, curiosa inversión de los dos personajes cervantinos, pues el alto y gallardo (Gassman) es todo tierra sanchopanziana; y el bajito y más rechoncho (Tognazzi) esgrime aún, de vez en cuando, ese programa de idealismo que le hace permanecer en las filas de sus camaradas. Aunque también diste de ser un Quijote, pues Risi no confía en la integridad de ninguna de estas dos criaturas del arroyo. Aunque los camisas negras avasallen la pantalla cantando a pleno pulmón GIovinezza, Risi, que era de convicciones de izquierdas, nunca avasallaba con sus tesis; es cierto que aquí ridiculiza el movimiento fascista con dos brutos que no saben ni por qué están en él, pero les deja unas briznas de conciencia (los fascistas son humanos). Tampoco dejaba en muy buen lugar a sus héroes políticamente concienciados, como el inolvidable Magnozzi que interpretó Alberto Sordi en Una vita dificile, solo un año anterior a esta. Como Risi era psiquiatra, y por tanto conocedor de la psique humana y sus contradicciones, supongo que no creía mucho en categóricos. Quizá por ello su cine no envejece, por esa inteligencia en los trazados psicológicos. Además, era casi siempre piadoso con sus personajes (y con su público),y solía dejarles una salida, un asidero moral, aunque no fuera muy creíble: tanto los dos despojos de La marcha hacia Roma como el periodista Magnozzi tienen ocasión de volver a la "conciencia", para que la amargura se disuelva un poco.
De suma eficacia dramática es, (al modo stendhaliano de La cartuja de Parma, con ese Fabrizio del Dongo en Waterloo corriendo de un lado para otro sin entender nada) ver pasar un monumental fresco de historia italiana a través de los ojos de dos seres que apenas alcanzan a comprender lo que ven, como así sería sin duda con muchos de los que engrosaron las filas de los camisas negras: por hambre , por falta de salidas., engañados por promesas populistas (como dice Sinhué en su crítica)... Los acontecimientos, sí, te envuelven absolutamente gracias al manejo impresionante de una puesta en escena que requiere muchísimo ruido y movimiento, pero será casi mejor si el espectador parte de salida virgen de Historia de Italia y del Fascismo, y se deja sumir en el torbellino como los dos desgraciados protagonistas. Se aprende historia igualmente, incluso más, y será más difícil olvidar la cara de asombro del oficial del ejército de Vittorio Emmanuel obedeciendo la orden de dejar pasar a la multitud fascista o la progresiva comparación que Tognazzi va haciendo entre la realidad y el "programa". Qué diferencia con el cineasta Luigi Magni, por ejemplo, que se puso a ejemplarizar un poco después con unas plúmbeas recreaciones históricas sobre el Risorgimento.
Unas últimas palabras para Vittorio Gassman y Ugo Tognazzi. Está casi todo dicho de ellos. Pero hay que quitarse el sombrero, dos de los más grandes bufones tragicómicos (cuando querían). Con más de una secuencia absolutamente magistral, la película es altísimamente recomendable.
Como en alguno de sus otros frescos de la vida italiana, está plagada de ruido y de furia, en el sentido de un fresco vibrante, conducido con una tensión y un pulso que siguen admirando, con una mezcla asombrosamente eficaz entre las escenas de multitudes y gritos (la mayor parte, obviamente, pues se retrata a la masa fascista) y las más íntimas reservadas a planos medios y primeros planos, con sabrosos diálogos, donde vamos conociendo mejor a los dos antihéroes, curiosa inversión de los dos personajes cervantinos, pues el alto y gallardo (Gassman) es todo tierra sanchopanziana; y el bajito y más rechoncho (Tognazzi) esgrime aún, de vez en cuando, ese programa de idealismo que le hace permanecer en las filas de sus camaradas. Aunque también diste de ser un Quijote, pues Risi no confía en la integridad de ninguna de estas dos criaturas del arroyo. Aunque los camisas negras avasallen la pantalla cantando a pleno pulmón GIovinezza, Risi, que era de convicciones de izquierdas, nunca avasallaba con sus tesis; es cierto que aquí ridiculiza el movimiento fascista con dos brutos que no saben ni por qué están en él, pero les deja unas briznas de conciencia (los fascistas son humanos). Tampoco dejaba en muy buen lugar a sus héroes políticamente concienciados, como el inolvidable Magnozzi que interpretó Alberto Sordi en Una vita dificile, solo un año anterior a esta. Como Risi era psiquiatra, y por tanto conocedor de la psique humana y sus contradicciones, supongo que no creía mucho en categóricos. Quizá por ello su cine no envejece, por esa inteligencia en los trazados psicológicos. Además, era casi siempre piadoso con sus personajes (y con su público),y solía dejarles una salida, un asidero moral, aunque no fuera muy creíble: tanto los dos despojos de La marcha hacia Roma como el periodista Magnozzi tienen ocasión de volver a la "conciencia", para que la amargura se disuelva un poco.
De suma eficacia dramática es, (al modo stendhaliano de La cartuja de Parma, con ese Fabrizio del Dongo en Waterloo corriendo de un lado para otro sin entender nada) ver pasar un monumental fresco de historia italiana a través de los ojos de dos seres que apenas alcanzan a comprender lo que ven, como así sería sin duda con muchos de los que engrosaron las filas de los camisas negras: por hambre , por falta de salidas., engañados por promesas populistas (como dice Sinhué en su crítica)... Los acontecimientos, sí, te envuelven absolutamente gracias al manejo impresionante de una puesta en escena que requiere muchísimo ruido y movimiento, pero será casi mejor si el espectador parte de salida virgen de Historia de Italia y del Fascismo, y se deja sumir en el torbellino como los dos desgraciados protagonistas. Se aprende historia igualmente, incluso más, y será más difícil olvidar la cara de asombro del oficial del ejército de Vittorio Emmanuel obedeciendo la orden de dejar pasar a la multitud fascista o la progresiva comparación que Tognazzi va haciendo entre la realidad y el "programa". Qué diferencia con el cineasta Luigi Magni, por ejemplo, que se puso a ejemplarizar un poco después con unas plúmbeas recreaciones históricas sobre el Risorgimento.
Unas últimas palabras para Vittorio Gassman y Ugo Tognazzi. Está casi todo dicho de ellos. Pero hay que quitarse el sombrero, dos de los más grandes bufones tragicómicos (cuando querían). Con más de una secuencia absolutamente magistral, la película es altísimamente recomendable.
8
25 de octubre de 2019
25 de octubre de 2019
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Había antes un gran cineasta, hoy olvidado, llamado Max Ophüls, que también se recreaba en la filmación cercana de objetos decimonónicos, casi siempre ropa y joyas, como aquí. Y casi siempre pertenecientes a las élites más pudientes, del finisecular imperio austrohúngaro en el caso de Ophüls y de la exquisita sociedad neoyorkina del último tercio del siglo XIX en esta película de Scorsese. Es lo más cerca que va a estar la cámara de las venas y la sangre, por eso se filma de cerca la ropa, por eso se ha cuidado hasta la extenuación la recreación del puro objeto (muebles, cuadros,ropa, joyas): no son aditamentos, son los personajes mismos, vistos a través del pedigrí ostentoso con que ellos mismos se caracterizan. Nada que ver con una exhibición vacía, un grito de "¡eh, mirad cuánto dinero hemos gastado en vestuario!" Desde este punto de vista, todos los personajes son fulanos verdaderamente del siglo XIX, no gente de hoy vestida con ropa de época pero con códigos de conducta del siglo XX. Hay muchísimas películas de época, pero casi ninguna con la "mentalidad de la época". Esta es una, y además impresionante. Supongo que tiene que ver que tanto Ophuls como Scorsese son cineastas cultos, y beben en fuentes literarias directas de autoras que vivieron el momento (Edith Warthon el americano y Louise de Vilmorin el alemán, ambas aristócratas y buenas conocedoras). El paroxismo descriptivo de la cámara de Scorsese se alcanza en las comidas: una función biológica, sí, pues bestezuelas son los personajes; pero una función biológica reprimida y camuflada, del mismo modo que se reprimen los personajes. La ceremonia casi litúrgica para comer y la suntuosa presentación de los platos tienen que parecer lo menos biológicos posible. Se sirven unos platos impresionantes, pero rara vez se ve a los actores comiendo o masticando (creo que vi a Pffeifer una sola vez en toda la película).
Hay críticos, como Carlos Boyero, que no han entendido la película: no hace mucho le leí, a propósito de ella, que dos sujetos echaban a perder sus vidas por cobardes. Olvida el bueno de Boyero a qué clase pertenecían esos dos sujetos, y en qué momento. Desde la atalaya de Newland Archer o, más aún, de una condesa que ya ha catado el repudio, suicidarse por Romanticismo (con mayúsculas) era para clases bajas o artistas. Ellos solo se permiten el arrebato romántico en el teatro y en la ópera (y Fausto de Gounod, la que, sin casualidad, ven, es de las más genuinamente románticas). Demasiado es que, siquiera, lo piensen. Por cierto, el tema operístico es otra referencia a Ophuls, cuyas películas siempre tienen palcos y escaleras ad hoc.
No comprendo cómo no me enamoré locamente de Pfeiffer hace años cuando vi la película. Su belleza, interior y exterior, es arrasadora. Las escenas en que, al azar en bailes o invitaciones, se encuentra con Archer y va surgiendo el amor entre ellos, son magnéticas, y también la sutil graduación que del asunto va haciendo Scorsese. La telaraña invisible que ata a las clases altas tejida por esas mismas clases altas es reflejada con sutileza por el director. Tenemos, así, una acción interior mucho más interesante que la pura exhibición del movimiento vacío de tanto cine actual.
Mención también para una pequeña genialidad del compositor de la banda sonora, Elmer Bernstein. No porque la música sea genial, ni especialmente memorable (quizá su mejor banda sonora sea "Matar a un ruiseñor"). Sin embargo, sí consiguió un tema principal de nobles hechuras y que remite a modelos elgarianos, es decir, al compositor con que con más contundencia se vieron reflejadas las envaradas clases altas victorianas británicas, las de Ascot y el Royal Albert Hall, modelo para las americanas. Nada ha querido saber Elmer Bernstein, siendo alumno del modernísimo Copland, de las sonoridades más agresivas y puramente americanas que por la época de la peli empezaban a sonar.
Una maravilla de película, absolutamente recomendable.
Hay críticos, como Carlos Boyero, que no han entendido la película: no hace mucho le leí, a propósito de ella, que dos sujetos echaban a perder sus vidas por cobardes. Olvida el bueno de Boyero a qué clase pertenecían esos dos sujetos, y en qué momento. Desde la atalaya de Newland Archer o, más aún, de una condesa que ya ha catado el repudio, suicidarse por Romanticismo (con mayúsculas) era para clases bajas o artistas. Ellos solo se permiten el arrebato romántico en el teatro y en la ópera (y Fausto de Gounod, la que, sin casualidad, ven, es de las más genuinamente románticas). Demasiado es que, siquiera, lo piensen. Por cierto, el tema operístico es otra referencia a Ophuls, cuyas películas siempre tienen palcos y escaleras ad hoc.
No comprendo cómo no me enamoré locamente de Pfeiffer hace años cuando vi la película. Su belleza, interior y exterior, es arrasadora. Las escenas en que, al azar en bailes o invitaciones, se encuentra con Archer y va surgiendo el amor entre ellos, son magnéticas, y también la sutil graduación que del asunto va haciendo Scorsese. La telaraña invisible que ata a las clases altas tejida por esas mismas clases altas es reflejada con sutileza por el director. Tenemos, así, una acción interior mucho más interesante que la pura exhibición del movimiento vacío de tanto cine actual.
Mención también para una pequeña genialidad del compositor de la banda sonora, Elmer Bernstein. No porque la música sea genial, ni especialmente memorable (quizá su mejor banda sonora sea "Matar a un ruiseñor"). Sin embargo, sí consiguió un tema principal de nobles hechuras y que remite a modelos elgarianos, es decir, al compositor con que con más contundencia se vieron reflejadas las envaradas clases altas victorianas británicas, las de Ascot y el Royal Albert Hall, modelo para las americanas. Nada ha querido saber Elmer Bernstein, siendo alumno del modernísimo Copland, de las sonoridades más agresivas y puramente americanas que por la época de la peli empezaban a sonar.
Una maravilla de película, absolutamente recomendable.
4 de marzo de 2013
4 de marzo de 2013
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
A pesar del aspecto de querubín del niñato, la película es durísima. Esto no quiere decir que, al estilo Tarantino, la pantalla se pueble de balaseras gratuitas y estúpidas; es dureza de la que cuesta digerir: la de los reveses de la vida que nos cambian para siempre, en este caso tremendos. Esa fue la idea de MacKendrick, filmar un viaje iniciático interior, el que separa la inocencia de un niño jugando con algo en la boca, (casi podría ser un chupete), de la poca inocencia que nos queda a todos nosotros. En este sentido, no interesa el preludio: cuanto antes entremos en faena, mejor. Pero también es un viaje iniciático exterior, una road movie que nos va llevando por una África que no concuerda exactamente con el tópico cinematográfico, más profunda cuanto más profunda es la mirada del niño.
La película contiene escenas de una crueldad horrorosa, tratadas con pudor porque el guionista quiere que haya esperanza y porque eran otros tiempos más corteses con el espectador. Agradecemos, pues, ese pudor, que lleva a varias escenas inverosímiles. Sin ellas, sería un film insoportable, sobre todo para los que tenemos hijos y preferimos que jueguen con su chupete, aunque sean menos hombres, de momento.
Entre esas partes menos verosímiles, está ese encuentro con un notable Edward G. Robinson. Pero, bueno, ya que ha ocurrido, podemos perdonarlo y seguir disfrutando la película aunque todo sea algo más edulcorado, porque el personaje es magnífico. Aunque lo que iba para “Marco” se empiece a parecer más a “Capitanes intrépidos”. De todas maneras, lo de Mackendrick en este film no ha querido ser el realismo, sino, a pesar de todo, la lírica. La aguja de la brújula señala algo más que un punto cardinal, señala el fin de la infancia. Y es emocionante cuando Edward G. Robinson dice, de espaldas, que va al sur. Unas espaldas que, en ese momento, parecen un oasis.
Por fin una película de aventuras para adultos, aunque un niño sea el protagonista. No hay tantas. Tras verla, cada día quiero más y más a los niños inocentes. A los inocentes, he dicho, porque el mismo Mackendrick se encargó de indicarnos que no todos lo son tanto, en la maravillosa e inolvidable "Viento en las velas"
La película contiene escenas de una crueldad horrorosa, tratadas con pudor porque el guionista quiere que haya esperanza y porque eran otros tiempos más corteses con el espectador. Agradecemos, pues, ese pudor, que lleva a varias escenas inverosímiles. Sin ellas, sería un film insoportable, sobre todo para los que tenemos hijos y preferimos que jueguen con su chupete, aunque sean menos hombres, de momento.
Entre esas partes menos verosímiles, está ese encuentro con un notable Edward G. Robinson. Pero, bueno, ya que ha ocurrido, podemos perdonarlo y seguir disfrutando la película aunque todo sea algo más edulcorado, porque el personaje es magnífico. Aunque lo que iba para “Marco” se empiece a parecer más a “Capitanes intrépidos”. De todas maneras, lo de Mackendrick en este film no ha querido ser el realismo, sino, a pesar de todo, la lírica. La aguja de la brújula señala algo más que un punto cardinal, señala el fin de la infancia. Y es emocionante cuando Edward G. Robinson dice, de espaldas, que va al sur. Unas espaldas que, en ese momento, parecen un oasis.
Por fin una película de aventuras para adultos, aunque un niño sea el protagonista. No hay tantas. Tras verla, cada día quiero más y más a los niños inocentes. A los inocentes, he dicho, porque el mismo Mackendrick se encargó de indicarnos que no todos lo son tanto, en la maravillosa e inolvidable "Viento en las velas"

7,9
145.661
3
9 de noviembre de 2012
9 de noviembre de 2012
14 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
De verdad, soy muy mayor. Y aunque mis amigos me venden algunas modernas cintas de animación, (Toy Story, Ratatouille, etc), como joyas imprescindibles, yo me aburro soberanamente. Otra vez el tostón de encontrar la verdadera identidad, (la rata que nos recuerda que nada es imposible, el viejo solitario que ha perdido la ilusión y la reencuetra en las pequeñas cosas...) Este anciano es lo más parecido a un personaje que tiene la cinta, y aun así está diseñado con las patéticas y habituales trampas disneyanas de toda la vida. Como en "La bella y la bestia", (donde se supone que la belleza estaba en el interior, pero el monstruo era físicamente apuesto, agradable y de hermosísimos ojos azules) aquí en "Up" de nuevo nos timan de mala manera: este señor, ¿es, o no es, un abuelo? Pues, si lo es, que alguien me diga a qué gimnasio va. No es intentar poner realismo en una película donde los perros hablan, eso da igual. Es deshacer la trampa que afecta a la misma esencia de lo que los críticos benévolos llaman "emotiva historia humana". Los demás personajes, (quiero decir, muñequitos digitales), ni nos los planteamos, empezando por el niño gordito al que uno desearía ver muerto en tantas secuencias y, como de costumbre, no cae ni a tiros). Tiene la película fama de tener una primera media hora muy buena, (con su sarta de tópicos y lugares comunes ya vistos en otras películas, como el intento de deshaucio del viejo por parte del malvado mundo moderno; o su sensiblera y dañina historia de amor, hay que ver qué pesados se ponen con el recuerdo de su mujer..., con todo eso, desde luego, esa primera parte es lo mejor de la peli). En fin, la segunda parte, (casi toda la película), es cine para público muy chiquitín. Un adulto sólo disfrutará viendo disfrutar a su hijo. Como la vea solo, como fue mi caso, abandonará la sala. Un petardo más con filigranas digitales inanes y sin alma.
Lo mejor: la escapada en globo, como puro anhelo de libertad romántico, al estilo de "Milagro en Milán" o "E.T.". Una idea maravillosa que enseguida se achuscarra con los consabidos efectos digitales de la casita esquivando edificios con música muy fuerte acompañando
Lo mejor: la escapada en globo, como puro anhelo de libertad romántico, al estilo de "Milagro en Milán" o "E.T.". Una idea maravillosa que enseguida se achuscarra con los consabidos efectos digitales de la casita esquivando edificios con música muy fuerte acompañando
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