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6,3
379
9
30 de abril de 2017
30 de abril de 2017
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Alabama, 1950. Paupérrimos, dos mocosos fantasean sintiéndose músicos de blues. En torno, campos de algodón, reclutas y temporeros, un racismo a ratos sutil pero siempre presente, beatas y gospel… En fin: la vida que pasa, húmeda y cadenciosa, en Harmony, un pueblo de nombre engañoso.
El universo descrito por John Sayles sobre la sólida arquitectura de uno de sus relatos, “Keeping time”. Poblado de personajes tan variopintos como creíbles: un sheriff íntegramente desprovisto de integridad, un chulo enamorado de su anciana protectora, braceros bien templados y matones dicharacheros, un juez corrupto hasta la médula, un guitarrista ciego que posee la capacidad de escrutar el interior de los hombres…
El estrecho, complejo ámbito en el que Tyrone Purvis intenta salvar su viejo local, el Honeydrípper, jugando sus muy escasas cartas, apenas ocultas en la manga. Deudas, presiones y, por si no bastara con todo ello, la competencia del “As de Picas”, un local vecino en el que el señor Toussaint ha instalado una gramola.
Claro que “Ty” Purvis, pianista de tormentoso pasado además de tabernero en dificultades, cuenta con un plan providencial: la actuación, exactamente a las 8 de la tarde del sábado 14 de octubre, de “Guitar Sam”, la figura del momento, número 1 en Nueva Orleans y estrella de la radio. Cómo reunir fondos para satisfacer su contrato, aprovisionarse de whisky para la gran noche, mantener a raya a cobradores escasamente comprensivos, retener a una esposa inclinada a la rectitud y un largo etcétera son las pruebas a las que habrá de enfrentarse nuestro hombre, incondicionalmente apoyado por su colega Maceo.
¡Qué gran actuación del prolífico Danny Glover dotando de matices a su agobiado personaje!, ¡qué potente la música de Mason Daring, autor de las bandas sonoras de la práctica totalidad de la filmografía de Sayles!, ¡qué efectiva manera, la del realizador, de apuntar la deuda del naciente rock con el viejo blues rural!, ¡qué hermosa forma de cerrar el círculo de esta ejemplar historia la elegida por su guionista, director y montador: los golfillos de la primera escena enfrascados ahora en imitar los movimientos sincopados del nuevo ritmo!
Apunte de John Sayles: “¿Por qué escogí Harmony como nombre del pueblo de Honeydrípper?. En parte porque es una película sobre la música, y en parte porque es una película sobre la falta de armonía y sobre alguien que intenta conciliar las diversas piezas que forman parte de su vida. Hasta cierto punto es una ironía. Como dice el personaje de Daryl Edwards en una escena: “La única vez que estuve en prisión fue en un pueblo llamado Libertad”.
El universo descrito por John Sayles sobre la sólida arquitectura de uno de sus relatos, “Keeping time”. Poblado de personajes tan variopintos como creíbles: un sheriff íntegramente desprovisto de integridad, un chulo enamorado de su anciana protectora, braceros bien templados y matones dicharacheros, un juez corrupto hasta la médula, un guitarrista ciego que posee la capacidad de escrutar el interior de los hombres…
El estrecho, complejo ámbito en el que Tyrone Purvis intenta salvar su viejo local, el Honeydrípper, jugando sus muy escasas cartas, apenas ocultas en la manga. Deudas, presiones y, por si no bastara con todo ello, la competencia del “As de Picas”, un local vecino en el que el señor Toussaint ha instalado una gramola.
Claro que “Ty” Purvis, pianista de tormentoso pasado además de tabernero en dificultades, cuenta con un plan providencial: la actuación, exactamente a las 8 de la tarde del sábado 14 de octubre, de “Guitar Sam”, la figura del momento, número 1 en Nueva Orleans y estrella de la radio. Cómo reunir fondos para satisfacer su contrato, aprovisionarse de whisky para la gran noche, mantener a raya a cobradores escasamente comprensivos, retener a una esposa inclinada a la rectitud y un largo etcétera son las pruebas a las que habrá de enfrentarse nuestro hombre, incondicionalmente apoyado por su colega Maceo.
¡Qué gran actuación del prolífico Danny Glover dotando de matices a su agobiado personaje!, ¡qué potente la música de Mason Daring, autor de las bandas sonoras de la práctica totalidad de la filmografía de Sayles!, ¡qué efectiva manera, la del realizador, de apuntar la deuda del naciente rock con el viejo blues rural!, ¡qué hermosa forma de cerrar el círculo de esta ejemplar historia la elegida por su guionista, director y montador: los golfillos de la primera escena enfrascados ahora en imitar los movimientos sincopados del nuevo ritmo!
Apunte de John Sayles: “¿Por qué escogí Harmony como nombre del pueblo de Honeydrípper?. En parte porque es una película sobre la música, y en parte porque es una película sobre la falta de armonía y sobre alguien que intenta conciliar las diversas piezas que forman parte de su vida. Hasta cierto punto es una ironía. Como dice el personaje de Daryl Edwards en una escena: “La única vez que estuve en prisión fue en un pueblo llamado Libertad”.

6,8
13.617
10
6 de octubre de 2015
6 de octubre de 2015
Sé el primero en valorar esta crítica
“Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita”. Cien años de soledad, Gabriel García Márquez.
El olvido puntual de un nombre, la perplejidad momentánea al no saber para qué se ha entrado en una habitación o abierto un armario… -esos episodios tal vez banales que se suceden en nuestra vida- van cobrando en la de Alice Howland, personaje central de esta admirable película, una mayor frecuencia e intensidad. Determinados sucesos -la desorientación, la repetición mecánica de una misma observación o pregunta…- asoman a Alice primero a la sospecha y pronto a la certidumbre del mal que le corroe. Un neurólogo ratificará su temor: alzhéimer. En su caso, un diagnóstico aún más devastador: alzhéimer de inicio precoz, aquel que afecta al enfermo a una edad inusualmente temprana.
¿Cómo enfrentarse al desastre?, ¿cómo hacerlo en cualquier supuesto, incluido -en el caso descrito por el film- el de haber dedicado toda la vida al estudio del lenguaje y la identidad? Julianne Moore -merecido Globo de Oro y Oscar 2015 a la mejor actriz principal por este magistral trabajo- describe su lucha titánica contra un enemigo fatal, invencible, sus esfuerzos para retrasar lo inevitable, la planificación de un último recurso, la pérdida acelerada de autonomía. En resumen, su resistencia a la maldición de comprobar cómo sus recuerdos y su capacidad de expresarse van disolviéndose, triturados por la voracidad implacable de las arenas movedizas. Resulta alentador, y terrible a un tiempo, que la palabra superviviente, cuando todas las demás se han difuminado, sea “amor”.
La emocionante contención con que Alec Baldwin y Kristen Stewart dan la réplica a la protagonista contribuyen a dibujar con acierto el impacto que la enfermedad produce en el entorno más inmediato de quien la sufre.
Hay películas que nos ayudan a reconocer nuestra naturaleza, nuestro compromiso respecto a los otros, nos sean o no próximos; esta es una de ellas. La delicadeza con que sus directores, Richard Glatzer y Wash Westmoreland -matrimonio autor de otros títulos intensamente humanistas: El estimulador (2001), Quinceañera (2006) y La última aventura de Robin Hood (2013)-, conducen esta adaptación de la novela de Lisa Genova responde sin duda a las circunstancias que vivían ambos durante el rodaje de Siempre Alice: el agravamiento de la ELA (esclerosis lateral amiotrófica) de Glatzer, fallecido menos de tres semanas después de que Moore recibiera su Oscar.
El olvido puntual de un nombre, la perplejidad momentánea al no saber para qué se ha entrado en una habitación o abierto un armario… -esos episodios tal vez banales que se suceden en nuestra vida- van cobrando en la de Alice Howland, personaje central de esta admirable película, una mayor frecuencia e intensidad. Determinados sucesos -la desorientación, la repetición mecánica de una misma observación o pregunta…- asoman a Alice primero a la sospecha y pronto a la certidumbre del mal que le corroe. Un neurólogo ratificará su temor: alzhéimer. En su caso, un diagnóstico aún más devastador: alzhéimer de inicio precoz, aquel que afecta al enfermo a una edad inusualmente temprana.
¿Cómo enfrentarse al desastre?, ¿cómo hacerlo en cualquier supuesto, incluido -en el caso descrito por el film- el de haber dedicado toda la vida al estudio del lenguaje y la identidad? Julianne Moore -merecido Globo de Oro y Oscar 2015 a la mejor actriz principal por este magistral trabajo- describe su lucha titánica contra un enemigo fatal, invencible, sus esfuerzos para retrasar lo inevitable, la planificación de un último recurso, la pérdida acelerada de autonomía. En resumen, su resistencia a la maldición de comprobar cómo sus recuerdos y su capacidad de expresarse van disolviéndose, triturados por la voracidad implacable de las arenas movedizas. Resulta alentador, y terrible a un tiempo, que la palabra superviviente, cuando todas las demás se han difuminado, sea “amor”.
La emocionante contención con que Alec Baldwin y Kristen Stewart dan la réplica a la protagonista contribuyen a dibujar con acierto el impacto que la enfermedad produce en el entorno más inmediato de quien la sufre.
Hay películas que nos ayudan a reconocer nuestra naturaleza, nuestro compromiso respecto a los otros, nos sean o no próximos; esta es una de ellas. La delicadeza con que sus directores, Richard Glatzer y Wash Westmoreland -matrimonio autor de otros títulos intensamente humanistas: El estimulador (2001), Quinceañera (2006) y La última aventura de Robin Hood (2013)-, conducen esta adaptación de la novela de Lisa Genova responde sin duda a las circunstancias que vivían ambos durante el rodaje de Siempre Alice: el agravamiento de la ELA (esclerosis lateral amiotrófica) de Glatzer, fallecido menos de tres semanas después de que Moore recibiera su Oscar.

6,8
3.001
7
28 de junio de 2014
28 de junio de 2014
Sé el primero en valorar esta crítica
Malas noticias para quienes pretenden que la crueldad, el desapego, el egoísmo... corresponden, como principios de comportamiento, a un único género. Ulrich Saild -como Michael Haneke, con quien comparte la nacionalidad austríaca- dibuja, película tras película, un escenario más desolador y, al tiempo, rotundamente más realista: la vocación depredadora se distribuye generosamente entre el conjunto de la especie. Sólo que, si hubiéramos de valorar la aridez de las visiones de uno y otro, convendríamos probablemente en que Saild viene a ser el primo cáustico de Haneke, aunque su aspereza esté teñida en determinadas secuencias de un humor (que no atisbo en el cine de este último) negro como la tinta del calamar. Y sin embargo... Sin embargo cabe descubrir en su obra la utilidad de las terapias de choque; en su caso, la voluntad de reconocer sin ambages los problemas como clave para establecer, o intentar hacerlo, soluciones.
Cuando algo más de dos milenios atrás Plauto apuntaba en su “Comedia de los asnos” la locución “homo homini lupus”, introducía en tan pesimista aseveración una condición esperanzadora, olvidada en buena parte de las ocasiones en que se ha venido reproduciendo: “Lobo es el hombre para el hombre -decía el autor latino-, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro”. Conocer al otro es, después de todo, el objetivo que da sentido al documentalismo, y no es casual que la mitad de la docena de títulos que componen la filmografía de Seild sean documentales, y que esa vocación y estilo netamente documentalistas impregnen también el resto de sus trabajos, entre los que destaca la reciente trilogía “Paraíso” (Paraíso: Amor, 2012; Paraíso: Fe, 2012; y Paraíso: Esperanza, 2013), en la que se encuadra la peripecia de Teresa en las playas de Kenia que hoy traemos a nuestra pantalla.
Teresa, magníficamente interpretada por Margarete Tiesel -con la misma eficacia con que María Hofstatter y Melanie Lenz componen, respectivamente, los papeles protagonistas de Fe y Esperanza-, es una “sugar mama”; esto es, una de las maduras europeas que viajan a Africa en busca de un turismo sexual ya llevado al cine por Laurent Cantet en su Hacia el sur (2005), situada en este caso en el Haití de Baby Doc.
Sólo que -error, y consiguiente horror- nuestra heroína vive durante sus primeras jornadas vacacionales el espejismo de creerse amada, la ilusión de suponer que un extravagante milagro pudiera diluir el rencor profundo, inmisericorde, que han de introducir en los nativos situaciones como las que, con toda eficacia, expone el realizador en sus secuencias iniciales. Y esa ansiedad profunda, ese desasosiego que mueve al personaje -similar al que empuja en Paraíso: Fe a su hermana Anna María a recorrer Viena en un proselitismo ciego, o a su hija Melanie a mendigar amor en Paraíso: Esperanza-, se convierten más tarde en un oscuro, carnívoro resentimiento. La visión de Ulrich Seild respecto al mercadeo de carne joven es así más existencialista que política. Si en Hacia el sur se deslizaba la envenenada advertencia “No pasará nada. Los turistas nunca mueren”, en Paraíso: Amor la conclusión es aún más desasosegante: “Nunca pasa nada”.
Nunca pasa nada en Kenia, ni en esta Europa retratada a golpe de bisturí en Días perros o en Import/Export, escritas, como el tríptico Paraíso, al unísono por el director austríaco y su esposa, Veronika Franz.
Cuando algo más de dos milenios atrás Plauto apuntaba en su “Comedia de los asnos” la locución “homo homini lupus”, introducía en tan pesimista aseveración una condición esperanzadora, olvidada en buena parte de las ocasiones en que se ha venido reproduciendo: “Lobo es el hombre para el hombre -decía el autor latino-, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro”. Conocer al otro es, después de todo, el objetivo que da sentido al documentalismo, y no es casual que la mitad de la docena de títulos que componen la filmografía de Seild sean documentales, y que esa vocación y estilo netamente documentalistas impregnen también el resto de sus trabajos, entre los que destaca la reciente trilogía “Paraíso” (Paraíso: Amor, 2012; Paraíso: Fe, 2012; y Paraíso: Esperanza, 2013), en la que se encuadra la peripecia de Teresa en las playas de Kenia que hoy traemos a nuestra pantalla.
Teresa, magníficamente interpretada por Margarete Tiesel -con la misma eficacia con que María Hofstatter y Melanie Lenz componen, respectivamente, los papeles protagonistas de Fe y Esperanza-, es una “sugar mama”; esto es, una de las maduras europeas que viajan a Africa en busca de un turismo sexual ya llevado al cine por Laurent Cantet en su Hacia el sur (2005), situada en este caso en el Haití de Baby Doc.
Sólo que -error, y consiguiente horror- nuestra heroína vive durante sus primeras jornadas vacacionales el espejismo de creerse amada, la ilusión de suponer que un extravagante milagro pudiera diluir el rencor profundo, inmisericorde, que han de introducir en los nativos situaciones como las que, con toda eficacia, expone el realizador en sus secuencias iniciales. Y esa ansiedad profunda, ese desasosiego que mueve al personaje -similar al que empuja en Paraíso: Fe a su hermana Anna María a recorrer Viena en un proselitismo ciego, o a su hija Melanie a mendigar amor en Paraíso: Esperanza-, se convierten más tarde en un oscuro, carnívoro resentimiento. La visión de Ulrich Seild respecto al mercadeo de carne joven es así más existencialista que política. Si en Hacia el sur se deslizaba la envenenada advertencia “No pasará nada. Los turistas nunca mueren”, en Paraíso: Amor la conclusión es aún más desasosegante: “Nunca pasa nada”.
Nunca pasa nada en Kenia, ni en esta Europa retratada a golpe de bisturí en Días perros o en Import/Export, escritas, como el tríptico Paraíso, al unísono por el director austríaco y su esposa, Veronika Franz.
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