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8
17 de junio de 2016
17 de junio de 2016
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Podríamos hablar mucho, y muy bueno, de la vida del periodista y director de cine Claude Lanzmann. Narrar su firme presencia en las filas de la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial por la que recibió diversas condecoraciones, su activismo en diferentes revistas, o su categoría intelectual que lo llevó a codearse con personajes de la talla de Simone de Beauvoir (con la que mantuvo una relación de varios años) o Jean-Paul Sartre (que lo invitara a algún que otro evento literario). Podríamos hablar mucho, pero lo que es difícil -por no decir imposible- de explicar con simples o cultas palabras es su aportación al mundo del celuloide y del documental.
Lanzmann, de familia judía y ateo autoconfeso, estrenó en 1985, tras cerca de quince años de ardua realización e investigación, el monumental trabajo histórico de más de nueve horas sobre el holocausto judío llamado, precisamente, “Shoah” (exterminio, en hebreo). Esta vasta e inefable película documental, compuesta únicamente por testimonios directos de testigos, víctimas y hasta algún que otro verdugo perteneciente a las SS que desconocía que estaba siendo grabado mientras narraba las brutalidades cometidas en los campos de exterminio, no necesita la más mínima presentación o recomendación por parte de nadie y, en virtud de ello, la obra a la que vamos a hacer referencia, también obligada, es “El último de los injustos”, dirigida en 2013, pero estrenada más de un año y medio después, y cuyas imágenes fueron grabadas en aquellos lejanos años 70 del pasado siglo siendo excluidas del montaje definitivo de “Shoah” porque había demasiada tela que cortar y ni el propio Lanzmann tenía clara la oportunidad de exponerlo al público.
“El último de los injustos” recoge en un estilo similar al del filme del que procede -ausencia de imágenes de archivo, de música o de escenificaciones- el brutal y desencantado testimonio de Benjamin Murmelstein, el último presidente del Judenräte (Consejo Judío) del campo de concentración de Theresienstadt, y que es quien se denomina a sí mismo el último de los injustos. Los dos presidentes anteriores fueron ejecutados por los nazis sin excesivos remilgos tras dejar de serles de utilidad y el delito, para muchos imperdonable, de Murmelstein fue haber sobrevivido lo que le condujo a ser acusado hasta su muerte en 1989 de colaboracionismo con el III Reich, viviendo el resto de su vida exiliado en Italia, que es donde se graba la entrevista, sin poder regresar jamás a Israel ni siquiera para declarar como testigo de excepción en el juicio contra el teniente coronel Adolf Eichmann, máximo artífice de la solución final y de la creación de los Consejos judíos.
En “El último de los injustos” Lanzmann trata nuevamente el tema del Holocausto con una objetividad que duele hasta las vísceras e interroga hasta el alma. Contemplamos a un hombre herido, quizá demasiado inteligente para ser comprendido en su globalidad, en cuyas palabras y descripciones de los hechos que se vio conminado a vivir descubrimos lo terrible de tener que decidir en medio de situaciones límite, donde no existe el perdón postrero ni el acierto pleno se haga lo que se haga: ética de situación que llamaba el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer, uno de los ideólogos que planearan los atentados contra Adolf Hitler y que acabara siendo ahorcado en 1945.
Theresienstadt, un campo que el Gobierno alemán pretendió hacer pasar como modélico y en el que los nazis llegaron a rodar un documental propagandístico con actividades lúdicas, piscinas y comedores excepcionales, no se diferenciaba en mucho del resto de campos creados por el III Reich y tragedias y asesinatos masivos sucedían un día sí y otro también. Supuestamente, entre las funciones del Presidente del Consejo Judío estaba la de limpiar la cara ante la opinión pública y someterse de manera metódica y arbitraria a las decisiones impuestas por las autoridades germanas. Por eso y debido a las negativas radicales de los miembros de la comunidad judía a dicha prerrogativa o a su excesiva condescendencia, lo que impedía el objetivo principal que motivó su creación, ninguno de los presidentes nombrados a dedo solía sobrevivir más de un par de meses. Murmelstein, que también tenía la idea más que humana de querer mantenerse con vida, tuvo la idea, brillante o taimada según quien interrogue, de tratar de mejorar las condiciones del campo para los prisioneros judíos engañando a los alemanes como si siguiera siendo un conejillo de indias. Lo obvio, que ello suponía de manera irremediable colaborar en su sometimiento.
No se me da bien juzgar y tras contemplar a este tipo nada ingenuo tomar ese camino y conseguir -junto con el gobierno de Dinamarca de aquel entonces, todo sea dicho, que nunca se desentendió de sus ciudadanos judíos- que el índice de mortalidad en el campo bajara a niveles ínfimos, aún me atrevo menos. “No critiques a tu hermano hasta que no hayas caminado dos lunas en sus mocasines”, reza un proverbio indio. Me aferro a él como a un clavo ardiendo y que no hayamos de vernos nunca en tamaña tesitura, que a toro pasado somos todos la mar de valientes.
Lanzmann, de familia judía y ateo autoconfeso, estrenó en 1985, tras cerca de quince años de ardua realización e investigación, el monumental trabajo histórico de más de nueve horas sobre el holocausto judío llamado, precisamente, “Shoah” (exterminio, en hebreo). Esta vasta e inefable película documental, compuesta únicamente por testimonios directos de testigos, víctimas y hasta algún que otro verdugo perteneciente a las SS que desconocía que estaba siendo grabado mientras narraba las brutalidades cometidas en los campos de exterminio, no necesita la más mínima presentación o recomendación por parte de nadie y, en virtud de ello, la obra a la que vamos a hacer referencia, también obligada, es “El último de los injustos”, dirigida en 2013, pero estrenada más de un año y medio después, y cuyas imágenes fueron grabadas en aquellos lejanos años 70 del pasado siglo siendo excluidas del montaje definitivo de “Shoah” porque había demasiada tela que cortar y ni el propio Lanzmann tenía clara la oportunidad de exponerlo al público.
“El último de los injustos” recoge en un estilo similar al del filme del que procede -ausencia de imágenes de archivo, de música o de escenificaciones- el brutal y desencantado testimonio de Benjamin Murmelstein, el último presidente del Judenräte (Consejo Judío) del campo de concentración de Theresienstadt, y que es quien se denomina a sí mismo el último de los injustos. Los dos presidentes anteriores fueron ejecutados por los nazis sin excesivos remilgos tras dejar de serles de utilidad y el delito, para muchos imperdonable, de Murmelstein fue haber sobrevivido lo que le condujo a ser acusado hasta su muerte en 1989 de colaboracionismo con el III Reich, viviendo el resto de su vida exiliado en Italia, que es donde se graba la entrevista, sin poder regresar jamás a Israel ni siquiera para declarar como testigo de excepción en el juicio contra el teniente coronel Adolf Eichmann, máximo artífice de la solución final y de la creación de los Consejos judíos.
En “El último de los injustos” Lanzmann trata nuevamente el tema del Holocausto con una objetividad que duele hasta las vísceras e interroga hasta el alma. Contemplamos a un hombre herido, quizá demasiado inteligente para ser comprendido en su globalidad, en cuyas palabras y descripciones de los hechos que se vio conminado a vivir descubrimos lo terrible de tener que decidir en medio de situaciones límite, donde no existe el perdón postrero ni el acierto pleno se haga lo que se haga: ética de situación que llamaba el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer, uno de los ideólogos que planearan los atentados contra Adolf Hitler y que acabara siendo ahorcado en 1945.
Theresienstadt, un campo que el Gobierno alemán pretendió hacer pasar como modélico y en el que los nazis llegaron a rodar un documental propagandístico con actividades lúdicas, piscinas y comedores excepcionales, no se diferenciaba en mucho del resto de campos creados por el III Reich y tragedias y asesinatos masivos sucedían un día sí y otro también. Supuestamente, entre las funciones del Presidente del Consejo Judío estaba la de limpiar la cara ante la opinión pública y someterse de manera metódica y arbitraria a las decisiones impuestas por las autoridades germanas. Por eso y debido a las negativas radicales de los miembros de la comunidad judía a dicha prerrogativa o a su excesiva condescendencia, lo que impedía el objetivo principal que motivó su creación, ninguno de los presidentes nombrados a dedo solía sobrevivir más de un par de meses. Murmelstein, que también tenía la idea más que humana de querer mantenerse con vida, tuvo la idea, brillante o taimada según quien interrogue, de tratar de mejorar las condiciones del campo para los prisioneros judíos engañando a los alemanes como si siguiera siendo un conejillo de indias. Lo obvio, que ello suponía de manera irremediable colaborar en su sometimiento.
No se me da bien juzgar y tras contemplar a este tipo nada ingenuo tomar ese camino y conseguir -junto con el gobierno de Dinamarca de aquel entonces, todo sea dicho, que nunca se desentendió de sus ciudadanos judíos- que el índice de mortalidad en el campo bajara a niveles ínfimos, aún me atrevo menos. “No critiques a tu hermano hasta que no hayas caminado dos lunas en sus mocasines”, reza un proverbio indio. Me aferro a él como a un clavo ardiendo y que no hayamos de vernos nunca en tamaña tesitura, que a toro pasado somos todos la mar de valientes.
11 de mayo de 2015
11 de mayo de 2015
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si a un alma cándida le da por poner en su buscador web habitual las palabritas CINE AFRICANO los resultados no podrían ser más desalentadores. Más allá del desconocido Festival de Cine Africano de Córdoba (FCAT, en sus siglas, pues hasta hace tres o cuatro años tenía lugar en Tarifa) apenas vuelca información de valor, como si el séptimo arte hubiera pasado de puntillas desde Sudáfrica hasta Marruecos sin hacer el más mínimo ruido. Y eso sin centrar la búsqueda en el África negra subsahariana evitando así a Túnez o Egipto -países en los cuales ya se rodaron películas allá por mediados de los años 20 del pasado siglo-, porque de haber tomado esa decisión deberíamos acercarnos hasta 1966 para encontrar el primer filme rodado en el continente por un director negro: “La noire de...”, del activista senegalés Ousmane Sembène y que rompería de manera radical con un estilo supuestamente de denuncia, pero marcado por una idea occidentalizada y que suponía en realidad una novedosa forma de colonialismo.
Este nuevo enfoque de cine, de raíz taxativamente africana, ni provocó entusiasmos en Europa y en Estados Unidos de América ni los provoca en la actualidad, siendo su presencia absolutamente residual (o sencillamente inexistente) en las carteleras alternativas de nuestro país fuera de las filmotecas. Tanto es así que el mismo FCAT celebrado el año pasado no contó en toda la semana ni con un solo estreno para sorpresa de propios y extraños. Y es que, aunque la tradición africana de pueblos narradores de grandes historias se remonta al origen de los tiempos, es aún más cierta la habitual falta de costumbre de recopilarlos y estructurarlos a partir de un método, y eso convierte al cine africano en un ejemplo de pragmatismo, concreción y sencillez que no resulta fácil apreciar para una mentalidad occidental.
Abderrahmane Sissako, realizador mauritano formado en Moscú, recoge fielmente el testigo dejado por Sembéne, sin renunciar un ápice al realismo y simplicidad a los que hacíamos referencia como características clave de este modelo cinematográfico, y “La vida en la tierra”, que podría considerarse su primer largometraje si exceptuamos el documental de 60' “Rostov-Luanda”, grabado en formato de vídeo en 1997, es un claro ejemplo de ello.
No suele haber nada melancólico en el cine de Sissako, más conocido en Europa por su reivindicativa y premiada cinta “Bamako” (2006), y no podía ser de otra forma en la comedia dramática “La vida en la tierra”, una pura experiencia, descriptiva y cuasi documental en la que vemos transcurrir ni con placer ni con desencanto el monótono existir de los habitantes de Sokolo, un pequeño pueblucho de Malí, ocupados en la rutina y cuyos hombres -mientras las mujeres recogen agua o lavan la ropa- ya tienen bastante preocupación con verlas venir, cosiendo o practicando algún que otro hobbie, o haciendo el pino para seguir a la sombra de una casita desde que amanece hasta que se pone el sol. Una escena tan cómica como terrible. Sissako, con una fotografía capaz de transformar en belleza inmarcesible los parcos y ocres parajes, nos regala una y otra vez una sencillez narrativa que impacta y emociona, que hace al espectador partícipe de la realidad de una manera seria y sensata que renuncia a todo lo superfluo y oportuno excepto al humor y a la sátira.
Es recurrente en el cine de Sissako el tema de la partida o del regreso, tal vez porque todo arte es en sí autobiográfico, pero curiosamente, ese halo de tristeza ante la imposibilidad de cambio y que en parte puede parecer una negación sutil de la esperanza, se convierte un bastión de lucha gracias a la forma de hacer y proponer del director mauritano, tan ausente de misticismo empalagoso, de justificación... y transforma toda aburrida escena en un juicio moral, aun sin necesidad de plasmarlo de manera cristalina y en un estilo mucho más similar a "Heremakono" (2002) que al que desarrollara con posterioridad en la nombrada “Bamako” o de manera terrible y ausente del más mínimo resquicio para la risa en su última obra "Timbuktu" (2014), posiblemente la más lúcida reflexión frente al yihadismo y a favor de la libertad que pueda verse en una sala de cine.
Este nuevo enfoque de cine, de raíz taxativamente africana, ni provocó entusiasmos en Europa y en Estados Unidos de América ni los provoca en la actualidad, siendo su presencia absolutamente residual (o sencillamente inexistente) en las carteleras alternativas de nuestro país fuera de las filmotecas. Tanto es así que el mismo FCAT celebrado el año pasado no contó en toda la semana ni con un solo estreno para sorpresa de propios y extraños. Y es que, aunque la tradición africana de pueblos narradores de grandes historias se remonta al origen de los tiempos, es aún más cierta la habitual falta de costumbre de recopilarlos y estructurarlos a partir de un método, y eso convierte al cine africano en un ejemplo de pragmatismo, concreción y sencillez que no resulta fácil apreciar para una mentalidad occidental.
Abderrahmane Sissako, realizador mauritano formado en Moscú, recoge fielmente el testigo dejado por Sembéne, sin renunciar un ápice al realismo y simplicidad a los que hacíamos referencia como características clave de este modelo cinematográfico, y “La vida en la tierra”, que podría considerarse su primer largometraje si exceptuamos el documental de 60' “Rostov-Luanda”, grabado en formato de vídeo en 1997, es un claro ejemplo de ello.
No suele haber nada melancólico en el cine de Sissako, más conocido en Europa por su reivindicativa y premiada cinta “Bamako” (2006), y no podía ser de otra forma en la comedia dramática “La vida en la tierra”, una pura experiencia, descriptiva y cuasi documental en la que vemos transcurrir ni con placer ni con desencanto el monótono existir de los habitantes de Sokolo, un pequeño pueblucho de Malí, ocupados en la rutina y cuyos hombres -mientras las mujeres recogen agua o lavan la ropa- ya tienen bastante preocupación con verlas venir, cosiendo o practicando algún que otro hobbie, o haciendo el pino para seguir a la sombra de una casita desde que amanece hasta que se pone el sol. Una escena tan cómica como terrible. Sissako, con una fotografía capaz de transformar en belleza inmarcesible los parcos y ocres parajes, nos regala una y otra vez una sencillez narrativa que impacta y emociona, que hace al espectador partícipe de la realidad de una manera seria y sensata que renuncia a todo lo superfluo y oportuno excepto al humor y a la sátira.
Es recurrente en el cine de Sissako el tema de la partida o del regreso, tal vez porque todo arte es en sí autobiográfico, pero curiosamente, ese halo de tristeza ante la imposibilidad de cambio y que en parte puede parecer una negación sutil de la esperanza, se convierte un bastión de lucha gracias a la forma de hacer y proponer del director mauritano, tan ausente de misticismo empalagoso, de justificación... y transforma toda aburrida escena en un juicio moral, aun sin necesidad de plasmarlo de manera cristalina y en un estilo mucho más similar a "Heremakono" (2002) que al que desarrollara con posterioridad en la nombrada “Bamako” o de manera terrible y ausente del más mínimo resquicio para la risa en su última obra "Timbuktu" (2014), posiblemente la más lúcida reflexión frente al yihadismo y a favor de la libertad que pueda verse en una sala de cine.

7,0
353
8
7 de octubre de 2015
7 de octubre de 2015
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aunque tan sólo cuatro pelagatos sepan poner correctamente el nombre de Nagisa Oshima, la cosa cambiaría notablemente de color si se hace referencia a uno de sus filmes, que sin duda más de uno habrá gozado -en todas las acepciones de la palabra- o al menos ha oído hablar a propios y extraños: “El imperio de los sentidos” (1976).
Podría decirse que es una verdadera desgracia que Oshima se haya hecho mundialmente famoso gracias a dicha cinta erótica que rompiera moldes en su día y a la que se recurre por sistema para nombrar determinados géneros y escenas procaces, cuando, en realidad, el trasfondo de la película es un meridiano puñetazo al centro del conservadurismo de la sociedad nipona. Aspecto que, con precisión quirúrgica, nos señala el director japonés en “El ahorcamiento” (también llamada “Muerte por ahorcamiento”).
En la década de los 60, Francia era sin duda el referente internacional en el séptimo arte debido, entre otras cosas, a las geniales inventivas y reformulaciones cinéfilas de Truffaut o Godard. No obstante, en el otro lado casi del mundo, Japón continuaba dando rienda suelta a un cine comprometido, pero escasamente personal y rompedor con el estilo clásico, aunque a nivel global contara con magníficos ejemplos que crearan obras maestras del cine, sobre todo del género de terror y de drama psicológico: “Samurai” (Masaki Kobayashi, 1962), “La mujer de arena” (Hiroshi Teshigahara, 1964), Onibaba (Kaneto Shindo, 1964), “El ángel negro” (Yasuzo Masumura,1966)...
Entonces apareció Oshima quien, junto con el genial Shôhei Imamura (“La mujer insecto”, 1963), acogió con beneplácito algunos aspectos realistas, de narración objetiva y semidocumentales del cine francés, principalmente de Godard, y decidieron crear una serie de películas que aún hoy resulta del todo increíble que pudieran ver la luz en la estructurada y conservadora sociedad del país del sol naciente. Obviamente, “El ahorcamiento” es una de ellas.
Cartel original de la película
Ya de entrada, en un prólogo de datos estadísticos, Oshima muestra sus cartas: en una encuesta realizada durante la Segunda Guerra Mundial, el 71% de la población japonesa era contraria a la abolición de la pena de muerte, que a día de hoy sigue siendo legal en el país para casos de homicidio y traición. Partiendo del poco creíble hecho de un condenado a la horca que sobrevive milagrosamente a la ejecución, narrada en género documental, el director desbroza con una primera hora magnífica a partir de una curiosa representación teatral que trata por todos los medios de encontrar motivos para volver a ejecutar al preso, todas las fobias y taras de Japón, desde el puritanismo hasta la xenofobia hacia el pueblo de Corea, las cuales unidas en amor y compaña, llevan a la justificación de la pena de muerte de determinados sectores sociales y políticos mientras, al tiempo, busca excusas para pergeñar sus propias maldades.
La segunda hora, mucho más espesa, cargada de alegorías y de un carácter netamente surrealista que rompe el esquema al que se acogía, no desmerece, aunque condensa demasiadas ideas y procesos a partir de determinados personajes del todo simbólicos con los que el director culmina su crítica demoledora a cualquier atisbo de comprensión hacia la pena capital. En un final de nuevo curioso e impactante, la voz en off se dirige al espectador tras agradecer al jurado, al juez, al verdugo, su participación en la ejecución sumaria: y (gracias) a ti, y a ti, y a ti...
Gracias a ti, Oshima, por esta más que por “El imperio de los sentidos”, aunque el goce halla de ser distinto.
Podría decirse que es una verdadera desgracia que Oshima se haya hecho mundialmente famoso gracias a dicha cinta erótica que rompiera moldes en su día y a la que se recurre por sistema para nombrar determinados géneros y escenas procaces, cuando, en realidad, el trasfondo de la película es un meridiano puñetazo al centro del conservadurismo de la sociedad nipona. Aspecto que, con precisión quirúrgica, nos señala el director japonés en “El ahorcamiento” (también llamada “Muerte por ahorcamiento”).
En la década de los 60, Francia era sin duda el referente internacional en el séptimo arte debido, entre otras cosas, a las geniales inventivas y reformulaciones cinéfilas de Truffaut o Godard. No obstante, en el otro lado casi del mundo, Japón continuaba dando rienda suelta a un cine comprometido, pero escasamente personal y rompedor con el estilo clásico, aunque a nivel global contara con magníficos ejemplos que crearan obras maestras del cine, sobre todo del género de terror y de drama psicológico: “Samurai” (Masaki Kobayashi, 1962), “La mujer de arena” (Hiroshi Teshigahara, 1964), Onibaba (Kaneto Shindo, 1964), “El ángel negro” (Yasuzo Masumura,1966)...
Entonces apareció Oshima quien, junto con el genial Shôhei Imamura (“La mujer insecto”, 1963), acogió con beneplácito algunos aspectos realistas, de narración objetiva y semidocumentales del cine francés, principalmente de Godard, y decidieron crear una serie de películas que aún hoy resulta del todo increíble que pudieran ver la luz en la estructurada y conservadora sociedad del país del sol naciente. Obviamente, “El ahorcamiento” es una de ellas.
Cartel original de la película
Ya de entrada, en un prólogo de datos estadísticos, Oshima muestra sus cartas: en una encuesta realizada durante la Segunda Guerra Mundial, el 71% de la población japonesa era contraria a la abolición de la pena de muerte, que a día de hoy sigue siendo legal en el país para casos de homicidio y traición. Partiendo del poco creíble hecho de un condenado a la horca que sobrevive milagrosamente a la ejecución, narrada en género documental, el director desbroza con una primera hora magnífica a partir de una curiosa representación teatral que trata por todos los medios de encontrar motivos para volver a ejecutar al preso, todas las fobias y taras de Japón, desde el puritanismo hasta la xenofobia hacia el pueblo de Corea, las cuales unidas en amor y compaña, llevan a la justificación de la pena de muerte de determinados sectores sociales y políticos mientras, al tiempo, busca excusas para pergeñar sus propias maldades.
La segunda hora, mucho más espesa, cargada de alegorías y de un carácter netamente surrealista que rompe el esquema al que se acogía, no desmerece, aunque condensa demasiadas ideas y procesos a partir de determinados personajes del todo simbólicos con los que el director culmina su crítica demoledora a cualquier atisbo de comprensión hacia la pena capital. En un final de nuevo curioso e impactante, la voz en off se dirige al espectador tras agradecer al jurado, al juez, al verdugo, su participación en la ejecución sumaria: y (gracias) a ti, y a ti, y a ti...
Gracias a ti, Oshima, por esta más que por “El imperio de los sentidos”, aunque el goce halla de ser distinto.
7
24 de septiembre de 2015
24 de septiembre de 2015
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
“¿Cuántas veces he tirado la cámara al suelo para llorar por lo que estaba viendo?”. Lo suelta Sebastião Salgado, después de algo así como hora y media de documental en la que pueden contemplarse a manos llenas terribles postales de una belleza inconmensurable donde se reflejan los niveles de estulticia y falta de decencia que ha llegado a alcanzar el ser humano a lo largo y ancho del último tercio del siglo XX y principios del presente: Ruanda, Malí, Bosnia, Brasil...
Esta declaración contrasta poderosamente con la opinión crítica acerca de la obra del fotógrafo brasileño vertida por determinados sectores y que bien podría resumirse en las palabras de la ensayista Susan Sontag: “una foto puede ser terrible y bella. Otra cuestión: si puede ser verdadera y bella. Este es el principal reproche a las fotografías de Sebastião Salgado (...). Él nunca da nombres. La ausencia de nombres limita la veracidad de su trabajo. Ahora bien, no creo yo que la belleza y la veracidad sean incompatibles”. En su libro Sobre la fotografía llegó a decir -aunque posteriormente matizara las palabras- que "la exhibición repetida del dolor anestesia la percepción".
Conocí la obra de Salgado hace casi 25 años, a través de la exposición “Terra”, en la que con más de cuarenta imágenes mostraba la experiencia del Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra de Brasil (MST). Salgado se tiró algo así como 15 años para montar la exposición y cedió todos los derechos al MST que es quien la gestiona y administra. Aparte de que este gesto es un buen signo de la actitud ante la vida de este tipo entrado en años, lo que tengo claro es que, tanto en aquel momento como en la actualidad en ni un sólo segundo se me pasó por la cabeza que lo que estuviera viendo era ficción o que le faltaba enjundia por el hecho de que las imágenes fueran una maravilla. Se me puso entonces la carne de gallina y ahora, en muchos instantes de la “La sal de la tierra” me siguieron entrando unos insoslayables deseos de ponerme a llorar. No siento aquella acusadora anestesia por ningún lado.
Y bueno, ya es hora tal vez de nombrar al director alemán del documental, Wenders, quien comenzara a formar parte casi por mera casualidad de un proyecto que, en un principio partió del hijo de Salgado, Juliano Ribeiro, pues, desde joven, según él mismo comenta en la cinta, deseaba conocer al fotógrafo, al aventurero, que se escondía detrás del padre. Wenders, ferviente admirador de la obra de Salgado se ofreció, con un interés sobrado, y crearon entre ambos el colosal monumento a la vida que es “La sal de la tierra”.
En una entrevista a Salgado el reportero le interroga acerca de si nunca piensa en las críticas a su trabajo, y la respuesta del brasileño, que comparte el que suscribe, puede resultar de lo más clarificadora para entender el sentido de su obra: “los que me critican nunca han estado donde yo estuve, nunca han visto lo que yo he visto, nunca estuvieron frente a situaciones como las que yo enfrenté. Son gente que está ahí, con el culo en la silla de un periódico (...) Para ellos no está, no existe. Dirán siempre: "Ay, me da asco la foto". Nunca dirán: "Me subleva lo que pasa para que esa foto pudiera ser hecha"”.
La sublevación de Salgado le condujo durante algunos años al abandono de la profesión, a no poder soportar más tanta desgracia, a casi renunciar a la esperanza. Pero gracias al apoyo de su mujer, Léila, nació su último proyecto, "Genesis”, una declaración de amor a la naturaleza y a los lugares todavía intactos de la Tierra, desde la tribu de los Z’oe, hasta Papúa Nueva Guinea o el Círculo Polar Ártico. Pero no es creíble dar pábulo a la esperanza y a que todo el daño hecho no puede ya revertirse si no es uno el que lo hace carne, y durante los últimos diez años, con una paciencia infinita, tras regresar a su pueblo de origen, funda con su mujer el Instituto Terra y consigue repoblar a base de sembrar arbolitos la casi extinta selva atlántica.
“No estaba nada convencido del viaje, pero Sebastião insistió. En esa atmósfera increíble pudimos hablar de asuntos que nunca habíamos afrontado. Al volver a Francia monté el material y se lo mostré. Cuando vio cómo su hijo le miraba, empezó a llorar”, compartía Juliano en principio algo desanimado tras los primeros viajes con su padre. “Sebastião es un guerrero. No es un tipo dulce y abierto, sino un motor. Pero ese momento, sus lágrimas, me dieron la confianza de que podía filmarle”, concluye.
Fueron una suerte sus lágrimas. Se aliaron un trío de fuerzas de la naturaleza, y queda “La sal de la tierra”, para la posteridad.
Esta declaración contrasta poderosamente con la opinión crítica acerca de la obra del fotógrafo brasileño vertida por determinados sectores y que bien podría resumirse en las palabras de la ensayista Susan Sontag: “una foto puede ser terrible y bella. Otra cuestión: si puede ser verdadera y bella. Este es el principal reproche a las fotografías de Sebastião Salgado (...). Él nunca da nombres. La ausencia de nombres limita la veracidad de su trabajo. Ahora bien, no creo yo que la belleza y la veracidad sean incompatibles”. En su libro Sobre la fotografía llegó a decir -aunque posteriormente matizara las palabras- que "la exhibición repetida del dolor anestesia la percepción".
Conocí la obra de Salgado hace casi 25 años, a través de la exposición “Terra”, en la que con más de cuarenta imágenes mostraba la experiencia del Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra de Brasil (MST). Salgado se tiró algo así como 15 años para montar la exposición y cedió todos los derechos al MST que es quien la gestiona y administra. Aparte de que este gesto es un buen signo de la actitud ante la vida de este tipo entrado en años, lo que tengo claro es que, tanto en aquel momento como en la actualidad en ni un sólo segundo se me pasó por la cabeza que lo que estuviera viendo era ficción o que le faltaba enjundia por el hecho de que las imágenes fueran una maravilla. Se me puso entonces la carne de gallina y ahora, en muchos instantes de la “La sal de la tierra” me siguieron entrando unos insoslayables deseos de ponerme a llorar. No siento aquella acusadora anestesia por ningún lado.
Y bueno, ya es hora tal vez de nombrar al director alemán del documental, Wenders, quien comenzara a formar parte casi por mera casualidad de un proyecto que, en un principio partió del hijo de Salgado, Juliano Ribeiro, pues, desde joven, según él mismo comenta en la cinta, deseaba conocer al fotógrafo, al aventurero, que se escondía detrás del padre. Wenders, ferviente admirador de la obra de Salgado se ofreció, con un interés sobrado, y crearon entre ambos el colosal monumento a la vida que es “La sal de la tierra”.
En una entrevista a Salgado el reportero le interroga acerca de si nunca piensa en las críticas a su trabajo, y la respuesta del brasileño, que comparte el que suscribe, puede resultar de lo más clarificadora para entender el sentido de su obra: “los que me critican nunca han estado donde yo estuve, nunca han visto lo que yo he visto, nunca estuvieron frente a situaciones como las que yo enfrenté. Son gente que está ahí, con el culo en la silla de un periódico (...) Para ellos no está, no existe. Dirán siempre: "Ay, me da asco la foto". Nunca dirán: "Me subleva lo que pasa para que esa foto pudiera ser hecha"”.
La sublevación de Salgado le condujo durante algunos años al abandono de la profesión, a no poder soportar más tanta desgracia, a casi renunciar a la esperanza. Pero gracias al apoyo de su mujer, Léila, nació su último proyecto, "Genesis”, una declaración de amor a la naturaleza y a los lugares todavía intactos de la Tierra, desde la tribu de los Z’oe, hasta Papúa Nueva Guinea o el Círculo Polar Ártico. Pero no es creíble dar pábulo a la esperanza y a que todo el daño hecho no puede ya revertirse si no es uno el que lo hace carne, y durante los últimos diez años, con una paciencia infinita, tras regresar a su pueblo de origen, funda con su mujer el Instituto Terra y consigue repoblar a base de sembrar arbolitos la casi extinta selva atlántica.
“No estaba nada convencido del viaje, pero Sebastião insistió. En esa atmósfera increíble pudimos hablar de asuntos que nunca habíamos afrontado. Al volver a Francia monté el material y se lo mostré. Cuando vio cómo su hijo le miraba, empezó a llorar”, compartía Juliano en principio algo desanimado tras los primeros viajes con su padre. “Sebastião es un guerrero. No es un tipo dulce y abierto, sino un motor. Pero ese momento, sus lágrimas, me dieron la confianza de que podía filmarle”, concluye.
Fueron una suerte sus lágrimas. Se aliaron un trío de fuerzas de la naturaleza, y queda “La sal de la tierra”, para la posteridad.
7
2 de abril de 2012
2 de abril de 2012
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Salvando las claras distancias, La bataille du rail, realizada realmente en 1945, puede considerarse precursora de los filmes neorrealistas de posguerra de Rossellini: Roma, ciudad abierta y Alemania, año cero. Como las más evidentes resonancias, en primer lugar, se avanza la ausencia de un protagonista principal desde el que enfocar toda la trama y con el que identificarse. El héroe es la resistencia, el grupo... la lucha por la libertad de la que todos y todas somos responsables. Y en un segundo plano, no por ello menos importante, la estructura cuasidocumental y exenta de artificios, tan típica del neorrealismo, y que ejerce sobre todas ellas un poderoso influjo dramático.
Por otro lado surgen a espuertas esas claras distancias que elevan a las dos obras de Rossellini a la categoría de obras clásicas y dejan a la de Clement en un interesante y notable punto intermedio. El patriotismo y exaltado homenaje de Clément a sus compatriotas, y que también es pura emoción en Rossellini, no impide al maestro italiano mostrar y diseccionar el absurdo de la guerra, de la destrucción a la que avoca a cada uno de sus protagonistas (como ya hiciera de forma magistral el gran Jean Renoir años antes con La gran ilusión), siendo sin duda mucho más duro, más cruel y despiadado, y te deja seco de manera casi constante desde los propias imágenes de las ciudades derruidas y de unos rostros calcinados por el desastre y la pérdida. Clément es más elemental, y solo en muy contados momentos del filme (los fusilamientos de manera muy concreta) se "desvía" de su buena fe. Y sobra, muchísimo, esa impertinente voz en off de sus primeros veinte minutos de metraje, innecesaria en los genios, y que remarca en exceso el carácter realista del filme consiguiendo el efecto opuesto, que en ocasiones creas que estás viendo el NO+DO. Afortunadamente, ese aporte -o "desaporte"- es mínimo, y al final te queda ese regusto agradable, nada manido, de que acabas de ver algo así como el principio de algo. No perfecto, pero sí distinto, y en esta época tan difusa y dispersa en lo creativo es un oasis de paz en tanto desierto.
Por otro lado surgen a espuertas esas claras distancias que elevan a las dos obras de Rossellini a la categoría de obras clásicas y dejan a la de Clement en un interesante y notable punto intermedio. El patriotismo y exaltado homenaje de Clément a sus compatriotas, y que también es pura emoción en Rossellini, no impide al maestro italiano mostrar y diseccionar el absurdo de la guerra, de la destrucción a la que avoca a cada uno de sus protagonistas (como ya hiciera de forma magistral el gran Jean Renoir años antes con La gran ilusión), siendo sin duda mucho más duro, más cruel y despiadado, y te deja seco de manera casi constante desde los propias imágenes de las ciudades derruidas y de unos rostros calcinados por el desastre y la pérdida. Clément es más elemental, y solo en muy contados momentos del filme (los fusilamientos de manera muy concreta) se "desvía" de su buena fe. Y sobra, muchísimo, esa impertinente voz en off de sus primeros veinte minutos de metraje, innecesaria en los genios, y que remarca en exceso el carácter realista del filme consiguiendo el efecto opuesto, que en ocasiones creas que estás viendo el NO+DO. Afortunadamente, ese aporte -o "desaporte"- es mínimo, y al final te queda ese regusto agradable, nada manido, de que acabas de ver algo así como el principio de algo. No perfecto, pero sí distinto, y en esta época tan difusa y dispersa en lo creativo es un oasis de paz en tanto desierto.
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