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9
28 de julio de 2021
28 de julio de 2021
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo estoy intentando, pero no es fácil. ¿Qué puedo esperar para mañana? Al menos un poco más de fuerza. Esta frase, que expresa su protagonista, Jacques (Jean Pierre Leaud), condensa el aliento vital de extravío que transmite la escurridiza entraña de esta extraordinaria obra no estrenada en España, Le pornographe (2001), de Bertrand Bonello. En esta obra de fractal narrativa no hay un centro, o lo es el descentramiento de Jacques. La narración está despedazada como el interior del propio protagonista, y a la vez parece a la deriva como su aliento falto de resuello vital. El primer tramo parece que nos lleva en una dirección (las vicisitudes del rodaje de una película porno), pero las direcciones se abren en varios senderos a medida que progresa el relato, como la misma desconcertada búsqueda de dirección de Jacques los disemina. En ese primer tramo asistimos a un retorno, el de Jacques, que fue un reconocido director de películas pornográficas, hasta que dejó de hacerlas en 1984. Alrededor de tres lustros después retoma la actividad, pero ¿cómo se conjuga su enfoque con el que en la actualidad se demanda?. Su vida ha permanecido en ¿pausa? ¿transición? junto a una mujer, arquitecta, que ama, pero que decidirá abandonar (aunque él sepa que es la decisión más absurda que ha tomado en su vida) tras que, en su retorno, sienta que realmente no ha retornado, sino que no sabe dónde se encuentra, qué cimientos tiene su vida. La arquitectura de su vida sin duda es inestable.
Durante el rodaje de esa película pornográfica, sufre ese cortocircuito vital. El productor le dice que ya está viejo para ese trabajo. En los momentos previos a la secuencia climática, con una felación que precede a un coito, Jacques indica a la actriz que no gima, sino que, expresivamente, sea más bien contenida; el productor, insatisfecho con cómo progresa la secuencia, y las faltas de indicaciones que efectúa Jacques, decide intervenir y exige a la actriz que gima de modo manifiesto. ¿Por qué Jacques demanda esa contención?¿Por qué su expresión de desconcertado espectador mientras los contempla realizar el acto sexual? Quizá ya no sabe su mirada hacia donde se dirige, qué construye (y qué ha construido con su vida), como si la realidad hubiera sido envasada al vacío. Decide construir su propia casa, él solo, sin más ayuda, aunque le suponga dos años o más, en un prado, junto a una mansión. Contornos de un vacío. Decide recuperar la relación, el diálogo, con su hijo, Joseph (Jeremie Rennier), estudiante de arquitectura, una relación extraviada desde que el hijo descubrió a qué se dedicaba su padre. Jacques recuerda que en aquellos finales de los 60, en el 68, realizar porno era un acto político. Su finalidad no era el sexo en sí mismo, sino la diversión, un talante vital que era reflejo de una actitud contestataria que replicaba. No deja de ser elocuente que Jacques dejara su actividad de pornógrafo a mediados de los ochenta, cuando la irrupción del sida influyó en la reorientación de la actividad sexual en unos parámetros opuestos a aquellos de finales de los sesenta. A principios del siglo XXI, el porno, o el enfoque sobre el sexo explícito, es más bien una actividad industrial ajena a la realidad, una mera fantasía, como refleja la misma localización, una mansión lujosa que conecta con finales del XIX o principios del XX. Una actividad recreativa encapsulada en una vitrina, sin contexto, sin potencial réplica a su tiempo. ¿No es en lo que ha derivado este siglo XXI?
Joseph se dedica al activismo, reparte hojas por la calle, para despertar a la gente de su aturdimiento y entumecimiento intelectual y vital, ya que los gobiernos sienten que la amenaza del ciudadano de a pie no es concreta, por tanto no factible, de ahí la confortabilidad de su posición de poder. El ciudadano es una entidad abstracta, uniforme e intercambiable, sin capacidad ni deseo de réplica. Según Joseph y sus amigos las instancias del poder necesitan que sientan que la amenaza puede ser real. Decepción e ilusión combativa convergen entre padre e hijo. Joseph recupera, como reflejo en el tiempo, la inquietud combativa que quedó diluida tras su amago a finales de los sesenta. En el extravío de Jacques se vislumbra la desorientación de una desilusión a la que le cuesta recuperar de nuevo el paso, porque aquel tiempo de posibilidad de cambio quedó ya en recuerdo, un enfrentamiento con lo establecido diluido como una imagen desvaída (un mojón en el camino de la historia). ¿Qué es lo obsceno? Lo que hace Jacques, sus películas pornográficas, no es obsceno, como apunta él mismo. Lo es lo que los gobiernos hacen con sus ciudadanos. O hurgar con preguntas en la vida de alguien, escarbar en su intimidad. Porque esa es la desnudez que más te hace sentir expuesto, no la gelidez que emana del rodaje de una felación.
Durante el rodaje de esa película pornográfica, sufre ese cortocircuito vital. El productor le dice que ya está viejo para ese trabajo. En los momentos previos a la secuencia climática, con una felación que precede a un coito, Jacques indica a la actriz que no gima, sino que, expresivamente, sea más bien contenida; el productor, insatisfecho con cómo progresa la secuencia, y las faltas de indicaciones que efectúa Jacques, decide intervenir y exige a la actriz que gima de modo manifiesto. ¿Por qué Jacques demanda esa contención?¿Por qué su expresión de desconcertado espectador mientras los contempla realizar el acto sexual? Quizá ya no sabe su mirada hacia donde se dirige, qué construye (y qué ha construido con su vida), como si la realidad hubiera sido envasada al vacío. Decide construir su propia casa, él solo, sin más ayuda, aunque le suponga dos años o más, en un prado, junto a una mansión. Contornos de un vacío. Decide recuperar la relación, el diálogo, con su hijo, Joseph (Jeremie Rennier), estudiante de arquitectura, una relación extraviada desde que el hijo descubrió a qué se dedicaba su padre. Jacques recuerda que en aquellos finales de los 60, en el 68, realizar porno era un acto político. Su finalidad no era el sexo en sí mismo, sino la diversión, un talante vital que era reflejo de una actitud contestataria que replicaba. No deja de ser elocuente que Jacques dejara su actividad de pornógrafo a mediados de los ochenta, cuando la irrupción del sida influyó en la reorientación de la actividad sexual en unos parámetros opuestos a aquellos de finales de los sesenta. A principios del siglo XXI, el porno, o el enfoque sobre el sexo explícito, es más bien una actividad industrial ajena a la realidad, una mera fantasía, como refleja la misma localización, una mansión lujosa que conecta con finales del XIX o principios del XX. Una actividad recreativa encapsulada en una vitrina, sin contexto, sin potencial réplica a su tiempo. ¿No es en lo que ha derivado este siglo XXI?
Joseph se dedica al activismo, reparte hojas por la calle, para despertar a la gente de su aturdimiento y entumecimiento intelectual y vital, ya que los gobiernos sienten que la amenaza del ciudadano de a pie no es concreta, por tanto no factible, de ahí la confortabilidad de su posición de poder. El ciudadano es una entidad abstracta, uniforme e intercambiable, sin capacidad ni deseo de réplica. Según Joseph y sus amigos las instancias del poder necesitan que sientan que la amenaza puede ser real. Decepción e ilusión combativa convergen entre padre e hijo. Joseph recupera, como reflejo en el tiempo, la inquietud combativa que quedó diluida tras su amago a finales de los sesenta. En el extravío de Jacques se vislumbra la desorientación de una desilusión a la que le cuesta recuperar de nuevo el paso, porque aquel tiempo de posibilidad de cambio quedó ya en recuerdo, un enfrentamiento con lo establecido diluido como una imagen desvaída (un mojón en el camino de la historia). ¿Qué es lo obsceno? Lo que hace Jacques, sus películas pornográficas, no es obsceno, como apunta él mismo. Lo es lo que los gobiernos hacen con sus ciudadanos. O hurgar con preguntas en la vida de alguien, escarbar en su intimidad. Porque esa es la desnudez que más te hace sentir expuesto, no la gelidez que emana del rodaje de una felación.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Jacques pasea su desconcierto con ese aire desencajado (como el mismo deteriorado físico de Leaud, como si sólo el frondoso cabello fuera el único residuo que permanece de un pasado perdido; un icono cinematográfico momificado como el cine de Francois Truffaut era la vertiente momificada de la supuesta actitud transgresora con respecto a los patrones del lenguaje del cine que representó la Nouvelle vague). Es un personaje, un símbolo, fuera de lugar, a la deriva. La narración (siempre serena, firme) también parece que fluyera acompasada a esa deriva, con sus meandros narrativos, con cortantes transiciones (que más parecieran flecos que abren puntos de fuga en un descosido), con saltos de perspectiva, como los que abundan desde el momento en que irrumpe, aparece, Joseph en la narración, el eco de lo que Jacques no fue, como si reflejara esa escisión, ese extravío (la pérdida de un entusiasmo, y a la vez la necesidad de sentir que aún construye algo, aunque sea una casa, aunque suponga derribar otros cimientos que realmente eran firmes, como abandonar a su esposa, Jeanne). Son tanteos, intentos, de una nueva dirección, a veces con decisiones que se quedan enredadas en la propia confusión, cual calambres vitales (como cuando siguen a una mujer hasta su propia casa), pero se desplaza, interrogante, como los contornos que delinean ese proyecto de casa en el prado, porque busca esa dirección perdida. No resulta fácil recuperar la sensación de que aún se puede dar a luz con la propia vida.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
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6,7
159
7
24 de junio de 2021
24 de junio de 2021
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
El título original de Odio contra odio (1957), de Joseph H Lewis, por el que de todas maneras es más conocido, The Halliday Brand, se puede traducir como La marca o hierro de los Halliday, el hierro con el que se marca el ganado. El hierro con el que Big Dan Halliday (Ward Bond), hacendado y sheriff, marca (o pretende marcar) todo, ya que actúa como si el mundo fuera de su propiedad, y tuviera, por tanto, que complacer su voluntad. Él dispone y juzga. De hecho, la narración de esta espléndida obra, como si estuviera marcada desde sus primeros planos por un hierro al rojo vivo, está caracterizada por una intensidad crispada de la que no se desprende, y que provee una atmósfera opresiva, enfebrecida. Pertenece a esa vertiente del western cuyo celuloide parece sacudido por unas espuelas, excesivo, extremo, convulso, sórdido y turbio, como pueden ser, en color, Duelo al sol (1946), de King Vidor, Encubridora (1952), de Fritz Lang, El último tren de Gun Hill (1959), de John Sturges, o en blanco y negro, Forty guns (1956), de Samuel Fuller o El día de los forajidos (1959), de Andre De Toth. Pero es con Las furias (1950), de Anthony Mann, con la que se pueden apreciar más puntos de contacto, como la rivalidad paternofilial que vertebra el conflicto dramático, el contrapunto de las diferencias raciales, y un estilo hiperestilizado, sombrío hasta supurar, con un elaboradísmo montaje interno entre diferentes términos en el encuadre. Ambos cineastas realizaron algunas de las más sorprendentes y creativas composiciones dentro del film noir: en el caso de Lewis, en dos cumbres del género, El demonio de las armas (1950) y Agente especial (1955), de los que Odio contra odio está más cerca en ingenio expresivo y en logros que otro de sus westerns, Terror in a Texas town (1958), desequilibrado porque chirría sobremanera el personaje ( y el actor que lo interpreta) del villano (que queda como figura de falsete).
El turbulento duelo dramático que tensa el relato acontece entre Big Dan y su hijo mayor, Daniel (Joseph Cotten). Big Dan actúa como una divinidad en ese territorio que, como enseña, también ha marcado con un tomahawk sobre un tronco (que clavó treinta años antes cuando hizo esas tierras suyas). Condescendiente, permite que los nativos indios tengan su espacio, pero no soporta la mezcla de sangre. Por eso, no acepta que su hija, Martha (Betsy Blair) quiera casarse con un nativo, Jivaro (Christopher Dark), pero sí permite, ausentándose, que sea linchado. El actor Ward Bond fue conocido por su tendencias ultraconservadoras, y en concreto, su apoyo al Comité de Actividades Antiamericanas (HUAC), linchador de comunistas; al respecto se suele destacar como fue utilizado, emblemáticamente, como linchador, por Nicholas Ray en Johnny Guitar, 1954; pero se resalta menos cómo es utilizado, emblemáticamente, en Odio contra odio, más aún cuando Betsy Blair, precisamente, estuvo en el punto de mira del Comité por sus afiliaciones comunistas, y si logró salir de la lista negra fue gracias a la influencia de su entonces marido, Gene Kelly (del que se divorció, precisamente, ese año). Daniel no aceptará sus designios, o su abuso de poder, e incluso se enamorará de la hermana de Jivaro, Aleta (Viveca Lindfors), pero en su obcecado afán de contrariar a su padre, quemando propiedades o robando el banco del pueblo, cruzará ese umbral en el que se convertirá en alguien semejante a su padre, como le señala Aleta. Sus conductas no difieren, como la falta de razón en sus actos. ¿En qué momento te conviertes en aquel contra el que luchas?
El relato se estructura en flashback, ya que se inicia seis meses después, cuando Daniel accede a retornar para ver a su padre gravemente enfermo, porque cree que ha empezado a modificar su actitud al permitir que su hermano menor, Clay (Bill Williams), se case con Aleta. Ya desde la primera secuencia resalta un recurso de estilo recurrente a lo largo de la narración, los largos y dilatados planos, con grandes angulares, en los que se juega con los movimientos de los actores dentro del encuadre, en conjugación con los movimientos de cámara. Esta elección de estilo, incide en crear esa atmósfera opresiva, cargada, como si los encuadres fueran un encierro en el que los personajes boquearan para lograr respirar, en ocasiones con cuatro personajes en el encuadre; un juego de simetrías que hace sentir que las mismas figuras fueran barrotes. Siempre lindante (y hasta traspasándolo) con el artificio, propicia una atmósfera fructíferamente abstracta, con personajes, con su rostro vuelto hacia cámara, que hablan de espaldas a otros (como si fueran recitados que señalizan distancias insalvables, cautiverios en los propios interiores, y la ausencia de razón, como si se la buscara en el fuera de campo), y que Lewis convierte en una armónica conjugación de aliento fúnebre e irreductible convulsión. La presencia de Lindfors y esos ocasionales fondos de decorado, tenebrosos, de cielos encapotados (como en la bella secuencia de la conversación entre Aleta y Daniel, cuando la primera ha hecho una fogata por la muerte de su padre, y hablan de los fuegos y cargas interiores de cada uno, conversación en la que se gestan las brasas de su amor) hace evocar Los contrabandistas de Moonfleet (1955), de Fritz Lang, también rebosante de turbio romanticismo (el reencuentro de Aleta y Daniel en el cobertizo, entre sombras, que parecen separarles en sus besos que se buscan con desesperado anhelo; son las sombras de la obsesión de Daniel) y de un desaforado y desbordante sentido del artificio.
El turbulento duelo dramático que tensa el relato acontece entre Big Dan y su hijo mayor, Daniel (Joseph Cotten). Big Dan actúa como una divinidad en ese territorio que, como enseña, también ha marcado con un tomahawk sobre un tronco (que clavó treinta años antes cuando hizo esas tierras suyas). Condescendiente, permite que los nativos indios tengan su espacio, pero no soporta la mezcla de sangre. Por eso, no acepta que su hija, Martha (Betsy Blair) quiera casarse con un nativo, Jivaro (Christopher Dark), pero sí permite, ausentándose, que sea linchado. El actor Ward Bond fue conocido por su tendencias ultraconservadoras, y en concreto, su apoyo al Comité de Actividades Antiamericanas (HUAC), linchador de comunistas; al respecto se suele destacar como fue utilizado, emblemáticamente, como linchador, por Nicholas Ray en Johnny Guitar, 1954; pero se resalta menos cómo es utilizado, emblemáticamente, en Odio contra odio, más aún cuando Betsy Blair, precisamente, estuvo en el punto de mira del Comité por sus afiliaciones comunistas, y si logró salir de la lista negra fue gracias a la influencia de su entonces marido, Gene Kelly (del que se divorció, precisamente, ese año). Daniel no aceptará sus designios, o su abuso de poder, e incluso se enamorará de la hermana de Jivaro, Aleta (Viveca Lindfors), pero en su obcecado afán de contrariar a su padre, quemando propiedades o robando el banco del pueblo, cruzará ese umbral en el que se convertirá en alguien semejante a su padre, como le señala Aleta. Sus conductas no difieren, como la falta de razón en sus actos. ¿En qué momento te conviertes en aquel contra el que luchas?
El relato se estructura en flashback, ya que se inicia seis meses después, cuando Daniel accede a retornar para ver a su padre gravemente enfermo, porque cree que ha empezado a modificar su actitud al permitir que su hermano menor, Clay (Bill Williams), se case con Aleta. Ya desde la primera secuencia resalta un recurso de estilo recurrente a lo largo de la narración, los largos y dilatados planos, con grandes angulares, en los que se juega con los movimientos de los actores dentro del encuadre, en conjugación con los movimientos de cámara. Esta elección de estilo, incide en crear esa atmósfera opresiva, cargada, como si los encuadres fueran un encierro en el que los personajes boquearan para lograr respirar, en ocasiones con cuatro personajes en el encuadre; un juego de simetrías que hace sentir que las mismas figuras fueran barrotes. Siempre lindante (y hasta traspasándolo) con el artificio, propicia una atmósfera fructíferamente abstracta, con personajes, con su rostro vuelto hacia cámara, que hablan de espaldas a otros (como si fueran recitados que señalizan distancias insalvables, cautiverios en los propios interiores, y la ausencia de razón, como si se la buscara en el fuera de campo), y que Lewis convierte en una armónica conjugación de aliento fúnebre e irreductible convulsión. La presencia de Lindfors y esos ocasionales fondos de decorado, tenebrosos, de cielos encapotados (como en la bella secuencia de la conversación entre Aleta y Daniel, cuando la primera ha hecho una fogata por la muerte de su padre, y hablan de los fuegos y cargas interiores de cada uno, conversación en la que se gestan las brasas de su amor) hace evocar Los contrabandistas de Moonfleet (1955), de Fritz Lang, también rebosante de turbio romanticismo (el reencuentro de Aleta y Daniel en el cobertizo, entre sombras, que parecen separarles en sus besos que se buscan con desesperado anhelo; son las sombras de la obsesión de Daniel) y de un desaforado y desbordante sentido del artificio.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Esa tendencia a desarrollar la narración sobre secuencias casi construidas en un solo plano, se quiebra en ocasiones, sobre todo en secuencias en las que hace acto de aparición la violencia. Quizá la más sobresaliente sea la del linchamiento de Jivaro, con un estremecedor uso del fuera de campo (de ausencia de Razón): la soga rompiendo el cristal tras los dos hermanos, Daniel y Clay; las piernas de la turbamulta ascendiendo la escalera; el plano general de los dos hermanos ante la celda, intentando liberar a Jivaro, que son arrastrados por una cuerda; el rostro en sombras de Jivaro al que atraen hacia el fuera de campo. No hay rostros, porque no hay Razón. La secuencia posterior compuesta a través de varios planos, es también sobrecogedora: Martha ante el cadáver de Jivaro, ya colgado, del que sólo vemos sus piernas. No es de extrañar que Daniel utilice la cuerda del ahorcado como símbolo de su enfrentamiento, de su rebelión. Cuando el padre entra en su despacho, se encuentra ante esa cuerda que pende en mitad de sus dominios.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
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20 de enero de 2022
20 de enero de 2022
16 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Por qué realizar en la actualidad una nueva adaptación de la excelente novela El callejón de las almas perdidas, de William Lindsey Graham, publicada en 1946, y que fue adaptada al cine un año después, en la espléndida producción dirigida por Edmund Goulding? Es una obra que, en su momento, reflejaba las turbias aguas de la sociedad estadounidense de la posguerra. Del mismo modo que Spielberg se planteó realizar una nueva versión de West side story para reflejar una circunstancia social, la agudización del conflicto étnico, quizá esta obra también refleje las turbiedades manifiestas que han prevalecido durante el mandato de Donald Trump, emblema de ese capitalismo que es capaz de realizar cualquier truco de prestidigitación que sirva de arma persuasiva para extraer beneficios a costa de cualquiera. En apariencia, El callejón de las almas perdidas (2021), de Guillermo Del Toro, parece desmarcarse de la línea predominante de producción cinematográfica estadounidense (aunque no televisiva). Quizá haya sido factible por la posición privilegiada en la industria del cineasta mejicano Guillermo del Toro, cuya obra precedente, La forma del agua (2017), había triunfado en los premios de la industria estadounidense, los Oscar. Por otro lado, ¿Es una obra que se ajusta a las señas caracterizadoras con las que se identifica a Del Toro? Quizá en cierto grado desconcierte como ocurrió con Mank de David Fincher, como si se consideraran más bien esfuerzos para apuntalar un prestigio más allá del éxito, o meros caprichos de fetichismo cinéfilo. A la salida del cine, escuchaba a un par de críticos que parecían esforzarse en rastrear qué es lo que podía haber seducido del proyecto al cineasta mexicano. Quizá sus periféricos vínculos con el cine negro, quizá la ambientación en una feria de atracciones. Se podría tomar otra dirección de rastreo o acceso especular. En su anterior obra, La forma del agua, enfocaba, de forma metafórica, en la categorización y estigmatización del diferente u otro; diferente con respecto a quien se considera normal o detentador del relato que tipifica qué es normal y qué es anómalo, sea porque pertenece a otra especie (además anómala por desconocida) u a otra etnia (los negros a los que un camarero no permite entrar en su bar), o porque es homosexual. La mudez también convertía a la protagonista en otro tipo de ser defectuoso. La ambientación en los años en los que la tensión entre Guerra Fría entre los bloques se encontraba en una de sus etapas más críticas remarcaba ese cuestionamiento de la tendencia humana a fundar la relación en hostiles confrontaciones (la necesidad de un rival o de quien denominar monstruo) en vez de en la conciliación que no estable fronteras de ningún tipo (como representa la relación de la protagonista muda con esa anómala criatura anfibia)
En El callejón de las almas perdidas esa tendencia a estructurar la relación con la realidad en categorías se centra en la piramidal o vertical de las posiciones sociales. También se fundamenta en extremos. Quien está en la base, como un desecho social, es un engendro, que sirve incluso como atracción de fiera. Quien está en lo alto, por herencia o por su capacidad de maniobra, en la que la falta de escrúpulos es crucial, dispone del control de los acontecimientos ( y de las vidas ajenas). Por eso, resulta sugerente la ocurrencia de usar como punto de vista a una figura que realiza ese asalto a las cúpulas de las posiciones privilegiadas, como eficiente arribista, desde el escalafón más bajo, gracias a sus dotes de observación. La primera secuencia define mediante la insinuación. Stan (Bradley Cooper), quema el interior de un hogar que parece desvencijado. Es una figura en sombras. No dejará de ser una sombra por mucho que se esfuerce en dotarse de luz como figura de centro de escenario. En el exterior, es una figura en un extenso campo en el que resalta, al fondo, la casa en llamas. Una figura mínima en un espacio que se esforzará en ser figura sobresaliente que controle el escenario social. Pero no cuenta con la capacidad de maniobra, o el retorcimiento más eficiente, de otros (contendientes escénicos), ni con el azar, ni con su propia condición falible (por forzar demasiado la cuerda de la suficiencia). Las secuencias posteriores, excelentes, se hilan, precisamente, a través de la mirada, u observación, de Stan. Viaja en tren, desciende en una estación, en donde se fija en un enano que se dirige hacia una feria. Durante las posteriores secuencias, ya en el recinto ferial, no dice palabra alguna. Cuando diga sus primeras palabras estarán relacionadas con un personaje que representa lo contrario de lo que quiere ser, aquel al que llaman el engendro, y que es utilizado por el director de la feria, Clem Hoately (Willem Dafoe), como si fuera el extremo de degradación en el que puede convertirse un ser humano, una figura desaliñada y mugrienta, que se asemeja más a una bestia, que es capaz de morder el cuello de una gallina viva. Stan no solo se adapta a ese escenario social en el que, en principio, es una figura periférica, y un mero subordinado, sino que con su habil capacidad de observación y maniobra es capaz de utilizar convenientemente a quienes le pueden suministrar los necesarios conocimientos para perfilar su persona escénica, con la que asaltar un escenario social más amplio que pueda propiciar más beneficios. ¿Por qué restringirse el recinto ferial si puede infilitrarse en los ambientes de clase privilegiada con sus números de adivinación mental en locales nocturnos urbanos?.
En El callejón de las almas perdidas esa tendencia a estructurar la relación con la realidad en categorías se centra en la piramidal o vertical de las posiciones sociales. También se fundamenta en extremos. Quien está en la base, como un desecho social, es un engendro, que sirve incluso como atracción de fiera. Quien está en lo alto, por herencia o por su capacidad de maniobra, en la que la falta de escrúpulos es crucial, dispone del control de los acontecimientos ( y de las vidas ajenas). Por eso, resulta sugerente la ocurrencia de usar como punto de vista a una figura que realiza ese asalto a las cúpulas de las posiciones privilegiadas, como eficiente arribista, desde el escalafón más bajo, gracias a sus dotes de observación. La primera secuencia define mediante la insinuación. Stan (Bradley Cooper), quema el interior de un hogar que parece desvencijado. Es una figura en sombras. No dejará de ser una sombra por mucho que se esfuerce en dotarse de luz como figura de centro de escenario. En el exterior, es una figura en un extenso campo en el que resalta, al fondo, la casa en llamas. Una figura mínima en un espacio que se esforzará en ser figura sobresaliente que controle el escenario social. Pero no cuenta con la capacidad de maniobra, o el retorcimiento más eficiente, de otros (contendientes escénicos), ni con el azar, ni con su propia condición falible (por forzar demasiado la cuerda de la suficiencia). Las secuencias posteriores, excelentes, se hilan, precisamente, a través de la mirada, u observación, de Stan. Viaja en tren, desciende en una estación, en donde se fija en un enano que se dirige hacia una feria. Durante las posteriores secuencias, ya en el recinto ferial, no dice palabra alguna. Cuando diga sus primeras palabras estarán relacionadas con un personaje que representa lo contrario de lo que quiere ser, aquel al que llaman el engendro, y que es utilizado por el director de la feria, Clem Hoately (Willem Dafoe), como si fuera el extremo de degradación en el que puede convertirse un ser humano, una figura desaliñada y mugrienta, que se asemeja más a una bestia, que es capaz de morder el cuello de una gallina viva. Stan no solo se adapta a ese escenario social en el que, en principio, es una figura periférica, y un mero subordinado, sino que con su habil capacidad de observación y maniobra es capaz de utilizar convenientemente a quienes le pueden suministrar los necesarios conocimientos para perfilar su persona escénica, con la que asaltar un escenario social más amplio que pueda propiciar más beneficios. ¿Por qué restringirse el recinto ferial si puede infilitrarse en los ambientes de clase privilegiada con sus números de adivinación mental en locales nocturnos urbanos?.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La sugestión es un arma fundamental. Su capacidad de observación y desciframiento de las personalidades o circunstancias de los otros es el basamento con el que urdir sus capciosas pero persuasivas redes ilusorias de engaño. No es de extrañar que establezca cierta alianza cómplice con la psiquiatra Lilith Ritter (Cate Blanchett). Uno y otra tienen la posibilidad, gracias a sus habilidades, de sugestionar a quienes son capaces de descifrar con agudeza, y de los que aprovecharse por su circunstancia vulnerable. Stan cimenta su progresiva mejora de posición, y por tanto influencia, social, en su capacidad de urdir escenificaciones, engaños. Es una sombra que juega con las falsas perspectivas de las sombras (de los dolores ajenos, de sus remordimientos, penas o sentimientos de culpabilidad). Para él los demás son meras sombras que utilizar para tejer su escenario posicional de privilegio. Proyecta o urde películas o escenificaciones para los demás para apuntalar su propio escenario, la película de realidad que aspiraba a configurar desde que borró o quemó, como una película que abandonar, aquella realidad que despreciaba, controlada o perfilada por su padre, al que, ya inerme en su cama, como se revelará en las secuencias finales, mató antes de quemar aquel hogar del que huir para buscar no solo otro escenario de realidad sino un escenario de realidad que controlar sin preocuparse de los medios que fueran necesarios para apuntalarlo. Pero hay otros como él en el escenario social, contendientes que saben urdir mejores escenificaciones con las apariencias de realidad, y que propiciarán su caída libre tras que él cometa, antes que nada, el error de la suficiencia que confía demasiado en sus cualidades. Dos acciones violentas, la que ejerce en las secuencias iniciales contra el engendro, y en su última escenificación, contra el magnate que no actúa o no reacciona como él tenía previsto (como quien se sale de su papel asignado en el guion de su mente), asocian un inicio de ascensión social y un inicio de caída social no sólo para volver a la casilla de salida sino para precipitarse en la sima de la que precisamente quería huir, la de ser un engendro. Lástima que la obra carezca de la atmósfera turbia y tenebrosa de la versión dirigida por Golding. Como suele ser característico de la filmografía de Del Toro, la película destaca en su apartado de diseño visual, su dirección escénica y de fotografía. Siempre ha brillado más como director escénico, o compositivo, que narrativo o atmosférico. No desmerece en exceso de La forma del agua, que sin tampoco parecerme una gran película, me parece su obra más armónica, pero su demoledora conclusión resulta más teórica que efectiva.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
5 de marzo de 2022
5 de marzo de 2022
11 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Anaïs (Anais Demoustier) es una mujer acelerada. Nos es presentada corriendo. Cuando habla, parece que atropella a los demás. Habla a una velocidad tal que, en ocasiones, no tiene en cuenta lo que dicen, ni si les importa lo que ella dice, como a su casera, a quien lo que le preocupe es que le pague los dos meses de alquiler que le debe y no sus problemas sentimentales, o a la pareja coreana a la que sub alquila ese piso, que ni siquiera le entienden, porque no saben nada de francés. Anais parece que va con el piloto automático, como si su vida estuviera amenazada por un incendio inminente. De hecho, la casera la suministra un detector de incendios. Anais no soporta dormir con nadie, aunque acaben de haber hecho el amor, porque no soporta sentir a nadie, porque parece que la cercan. Necesita su espacio. Tampoco soporta los sitios cerrados, motivo por el que, incluso, es capaz de subir dieciséis pisos andando porque no lo quiere hacer en un ascensor de reducido espacio. Anais parece que se ahogara, por eso corre, y atropella, y se fuga. Si su anterior pareja le abandonó porque ella fue inflexible con el hecho de no soportar dormir con nadie, quedará decepcionada con su siguiente relación, un hombre que le dobla la edad, Daniel (Denys Polyadés), porque no es tan apasionado como imaginaba. Alguien que vive con esa urgencia, como si sorbiera cada segundo, o pensara que su vida se fuera a desintegrar en cualquier instante, quizá imaginaba que un hombre ya en su declive viviera con más intensidad una historia pasional por su consciencia del paso del tiempo.
La narración de Los amores de Anaïs (2022), la opera prima de la cineasta francesa Charline Bourgeois-Tacquet transmite, afinadamente, con su montaje esa premura de tiempo vital que supera a la misma Anaïs, como un azogue incontenible, un apetito vital de saltimbanqui que no entiende las actitudes de quienes prefieren clausurarse, como Daniel, quien, cuando la invita a su hogar, sugerirá, en principio, que hagan el amor en el dormitorio de su hijo, compartimentando espacios con respecto al que comparte con su esposa. Anaïs comprende en ese momento que ella será relación supletoria, un espacio en los márgenes, a los que la restringen como un espacio comprimido. Anais, en cambio, se fascina con la imagen de un rostro que no se muestra, sino que se insinúa, el plano de la nuca de la esposa de Daniel, Emilie (Valeria Bruni Tedeschi), que vagamente deja entrever su perfil. Es la vida que no se ve del todo, como ella se siente que no está presente en su propia vida vida, motivo por el que no deja de correr, porque se siente atrapada, enclaustrada. En los libros de Emilie, escritora, se sentirá reflejada. Es como verse a sí misma en un futuro, veinticinco años después, pero con el importante matiz diferenciador de haberse liberado de esa esa abrumadora urgencia de vivir cada instante como si pudiera ser el último.
La narración de Los amores de Anaïs (2022), la opera prima de la cineasta francesa Charline Bourgeois-Tacquet transmite, afinadamente, con su montaje esa premura de tiempo vital que supera a la misma Anaïs, como un azogue incontenible, un apetito vital de saltimbanqui que no entiende las actitudes de quienes prefieren clausurarse, como Daniel, quien, cuando la invita a su hogar, sugerirá, en principio, que hagan el amor en el dormitorio de su hijo, compartimentando espacios con respecto al que comparte con su esposa. Anaïs comprende en ese momento que ella será relación supletoria, un espacio en los márgenes, a los que la restringen como un espacio comprimido. Anais, en cambio, se fascina con la imagen de un rostro que no se muestra, sino que se insinúa, el plano de la nuca de la esposa de Daniel, Emilie (Valeria Bruni Tedeschi), que vagamente deja entrever su perfil. Es la vida que no se ve del todo, como ella se siente que no está presente en su propia vida vida, motivo por el que no deja de correr, porque se siente atrapada, enclaustrada. En los libros de Emilie, escritora, se sentirá reflejada. Es como verse a sí misma en un futuro, veinticinco años después, pero con el importante matiz diferenciador de haberse liberado de esa esa abrumadora urgencia de vivir cada instante como si pudiera ser el último.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Esa relación con Emilie centra el último tercio de la narración, con la intrusión pasajera de Daniel, la interferencia de quien representa la actitud contraria. Un espacio natural, un espacio de creación, un curso de literatura en ambiente rural. Anaïs ronda, y corteja, a una sonrientemente desconcertada Emilie quien, a su vez, encuentra en Anais un reflejo de su propia juventud, en una versión más asilvestrada y desapegada. Una apertura hacia lo posible que trastoca toda construcción establecida, como las mismas rutinas que definen su vivencia creativa, la columna vertebral de su vida, su calendario vital. La irrupción de Anaïs es como un desorden que despliega una cautivadora coreografía, la improvisación que hace tambalear cualquier código de circulación vital. Duda, se resiste, argumenta con la razón, pero una y otra se desprenden o liberan de sus particulares claustrofobias o tramas clausuradas de vida. Un beso en un ascensor será su elocuente sello.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
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6,9
37.870
8
21 de marzo de 2022
21 de marzo de 2022
7 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como James Bond, otro icono injertado en nuestro imaginario colectivo, habia sido desentrañado, y puesto en cuestión, en las cinco películas protagonizadas por Daniel Craig, Matt Reeves realiza con Batman la misma tarea en The Batman (2022) y, por añadidura, consigue como resultado que sea, junto a Batman vuelve (1992), de Tim Burton, la obra más armónica e inventiva de las múltiples películas que ha protagonizado ese personaje que cuando se quita la máscara se llama Bruce Wayne. Reeves explora la materia (oscura) de la que está hecha esa máscara, o más bien cicatriz de una herida no cerrada del todo. Y las cicatrices pueden crear monstruos, oscuridad, como un grito ciego que no se ha silenciado. Como indica el mismo Wayne (Robert Pattinson) en el magnífico montaje secuencial introductorio él es una sombra. Es la espesura oscuridad que literalmente teme un atracador que huye tras realizar su robo, por lo que decide retroceder, o que amenaza, o pende, sobre los otros dos distintos delincuentes (que representan a cualquier delincuente) que realizan su acción criminal en ese montaje secuencial. De la oscuridad, efectivamente, surgirá para enfrentarse a los que, con rostros pintados, variante de máscara, aterrorizan y agreden a un hombre en una estación de metro. Surge su máscara, su identidad enmascarada, Batman. Surge su oscuridad.
Cuando por primera vez se vea el rostro tras la máscara, sus ojos aún estarán tiznados con sombras negras, como lágrimas negras enquistadas, como su mirada es una mirada que no se ha desprendido de una pesadumbre o temor que arrastra desde su niñez. La música que acompaña ese pasaje es Something in the way, la canción de Nirvana que Kurt Cobain escribió inspirado en los cuatro meses que vivió sin hogar. Wayne es un joven huérfano que se siente sin hogar, aunque haya heredado la riqueza familiar. Un fantasma errante que se desquita con su acción justiciera en la noche, porque él se define como Yo soy venganza, aunque dispone de los cimientos más sólidos posibles para satisfacer esa mascarada (de tiznes dramáticos). Wayne arrastra un dolor que no ha superado, la muerte de sus progenitores por algún delincuente que desconoce. Cualquier infractor es la transposición de aquel asesino que no dotó de rostro. Esconde su rostro en un personaje que es máscara y sombra. La misma constitución del admirable diseño visual está preñada de sombras y oscuridad. Es probablemente la aproximación más tenebrosa realizada a su figura, a las sombras que le definen, que aletean en su interior como la respiración de un espectro agonizante, o la respiración siniestra de quien supura contradicciones. Y hay acordes musicales que recuerdan al tema asociado con Darth Vader, en la saga de La guerra de las galaxias. Él es su propia oscuridad. Por eso, el trayecto del relato, que dispone de la dinámica narrativa más fluida y armoniosa de las producciones protagonizadas por Batman, supondrá la confrontación con las inconsistencias de su sombra, con su vertiente caprichosa de adolescente que aún no se ha convertido en adulto. Un laberinto que recorrerá mientras resuelve una sucesión de acertijos cuya respuesta final es su propio reflejo.
Obras precedentes de Reeves, como Cloverfield (2008), Déjame entrar (2010) o El amanecer del planeta de los simios (2014), se tramaban sobre la proyección de una supuración interna, de una frustración o de un miedo. La evidencia de lo negado o enmascarado o justificado o nunca asumido en lo propio, y que se proyecta en lo otro. La dinámica del espejo, la afirmación en lo otro de lo que se niega en uno mismo. Y, a la vez, la negación del espejo, del reflejo. El otro no puede ser uno. Wayne se confrontará con su doble o reflejo siniestro, como, en la magistral Seven (1995), de David Fincher, el policía Somerset (Morgan Freeman) con John Doe (Kevin Spacey), aquel que materializa, sin la contención del metrónomo vital que nutría su templanza y ecuanimidad, su repulsa del despropósito e inconsistencia y la cacofonía, crueldad e inconsecuencia de la naturaleza humana. Doe utilizaba los siete pecados capitales como inspiración metafórica para sus asesinatos, que ejercían de crítica y expeditiva declaración de principios con respecto a la corrupción ética del conjunto de la sociedad. Enigma, The Riddler (Paul Dano), mata, sucesivamente, a los representantes del poder que comparten la corrupción como condición. No es que se hayan aliado con el otro lado de la ley, sino que realmente sirven a quien, en la sombra, ejerce, realmente, la función de alcalde, Falcone (John Turturro), trasunto metafórico de esta dictadura corporativa económica que vivimos y que aceptamos tan dócil como cómodamente. Enigma es el Otro, es aquel a quien persigue, pero a la vez materializa su propósito, ya que ejecuta a quienes él también persigue o combate. También materializa una venganza. Por tanto, ¿qué les separa? O más bien, ¿qué cree Wayne que le distingue de aquel que persigue para evitar que prosiga con su propósito?. Y ¿Por qué los acertijos que deja en cada lugar del crimen, equiparable a los mensajes, como rastros de un juego, que dejaba Doe, remarcan que su interlocutor es el propio Batman, esto es, la máscara de Wayne? Tras la sucesión de percances, o episodios, del recorrido sinuoso por un laberinto (como el de los ratones) que le confronta con diversos ángulos sobre sí mismo, a través de otros personajes y sus particulares vínculos, o de sus erróneas percepciones o apresuradas conclusiones, Batman se confrontará con su reflejo en el espejo, Enigma, o la resolución de su propio enigma personal, por qué se había enmascarado para ocultarse de la confrontación consigo mismo, con su vulnerabilidad y miedos, como si meramente fuera la reacción caprichosa de un adolescente despechado. Al respecto de ese enfoque de Wayne como adolescente que aún no se ha convertido en adulto se comprende la elección de Pattinson como protagonista.
Cuando por primera vez se vea el rostro tras la máscara, sus ojos aún estarán tiznados con sombras negras, como lágrimas negras enquistadas, como su mirada es una mirada que no se ha desprendido de una pesadumbre o temor que arrastra desde su niñez. La música que acompaña ese pasaje es Something in the way, la canción de Nirvana que Kurt Cobain escribió inspirado en los cuatro meses que vivió sin hogar. Wayne es un joven huérfano que se siente sin hogar, aunque haya heredado la riqueza familiar. Un fantasma errante que se desquita con su acción justiciera en la noche, porque él se define como Yo soy venganza, aunque dispone de los cimientos más sólidos posibles para satisfacer esa mascarada (de tiznes dramáticos). Wayne arrastra un dolor que no ha superado, la muerte de sus progenitores por algún delincuente que desconoce. Cualquier infractor es la transposición de aquel asesino que no dotó de rostro. Esconde su rostro en un personaje que es máscara y sombra. La misma constitución del admirable diseño visual está preñada de sombras y oscuridad. Es probablemente la aproximación más tenebrosa realizada a su figura, a las sombras que le definen, que aletean en su interior como la respiración de un espectro agonizante, o la respiración siniestra de quien supura contradicciones. Y hay acordes musicales que recuerdan al tema asociado con Darth Vader, en la saga de La guerra de las galaxias. Él es su propia oscuridad. Por eso, el trayecto del relato, que dispone de la dinámica narrativa más fluida y armoniosa de las producciones protagonizadas por Batman, supondrá la confrontación con las inconsistencias de su sombra, con su vertiente caprichosa de adolescente que aún no se ha convertido en adulto. Un laberinto que recorrerá mientras resuelve una sucesión de acertijos cuya respuesta final es su propio reflejo.
Obras precedentes de Reeves, como Cloverfield (2008), Déjame entrar (2010) o El amanecer del planeta de los simios (2014), se tramaban sobre la proyección de una supuración interna, de una frustración o de un miedo. La evidencia de lo negado o enmascarado o justificado o nunca asumido en lo propio, y que se proyecta en lo otro. La dinámica del espejo, la afirmación en lo otro de lo que se niega en uno mismo. Y, a la vez, la negación del espejo, del reflejo. El otro no puede ser uno. Wayne se confrontará con su doble o reflejo siniestro, como, en la magistral Seven (1995), de David Fincher, el policía Somerset (Morgan Freeman) con John Doe (Kevin Spacey), aquel que materializa, sin la contención del metrónomo vital que nutría su templanza y ecuanimidad, su repulsa del despropósito e inconsistencia y la cacofonía, crueldad e inconsecuencia de la naturaleza humana. Doe utilizaba los siete pecados capitales como inspiración metafórica para sus asesinatos, que ejercían de crítica y expeditiva declaración de principios con respecto a la corrupción ética del conjunto de la sociedad. Enigma, The Riddler (Paul Dano), mata, sucesivamente, a los representantes del poder que comparten la corrupción como condición. No es que se hayan aliado con el otro lado de la ley, sino que realmente sirven a quien, en la sombra, ejerce, realmente, la función de alcalde, Falcone (John Turturro), trasunto metafórico de esta dictadura corporativa económica que vivimos y que aceptamos tan dócil como cómodamente. Enigma es el Otro, es aquel a quien persigue, pero a la vez materializa su propósito, ya que ejecuta a quienes él también persigue o combate. También materializa una venganza. Por tanto, ¿qué les separa? O más bien, ¿qué cree Wayne que le distingue de aquel que persigue para evitar que prosiga con su propósito?. Y ¿Por qué los acertijos que deja en cada lugar del crimen, equiparable a los mensajes, como rastros de un juego, que dejaba Doe, remarcan que su interlocutor es el propio Batman, esto es, la máscara de Wayne? Tras la sucesión de percances, o episodios, del recorrido sinuoso por un laberinto (como el de los ratones) que le confronta con diversos ángulos sobre sí mismo, a través de otros personajes y sus particulares vínculos, o de sus erróneas percepciones o apresuradas conclusiones, Batman se confrontará con su reflejo en el espejo, Enigma, o la resolución de su propio enigma personal, por qué se había enmascarado para ocultarse de la confrontación consigo mismo, con su vulnerabilidad y miedos, como si meramente fuera la reacción caprichosa de un adolescente despechado. Al respecto de ese enfoque de Wayne como adolescente que aún no se ha convertido en adulto se comprende la elección de Pattinson como protagonista.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Enigma, huérfano que sufrió, como tantos otros huérfanos de Arkham, una infancia tan desdichada como precaria y rebosante de privaciones y penurias, le confronta con su condición de huérfano criado en un entorno no solo mullido y protegido, sino lujoso, aunque Wayne lo niegue con su autoindulgente actitud de espectro errante que aún llora, como niño desconsolado, la muerte de sus padres. Es un niño que convierte sus berrinches en las acciones violentas de un justiciero enmascarado. Su sed de venganza no se saciaba porque cada criminal o infractor era una reedición del que mató a sus padres. Wayne no es presentado, en este caso, a diferencia de las precedentes aproximaciones, como un hombre que, para los demás, es un hombre adulto seductor que vive plácidamente entre sus lujos, sino un recluso desaliñado que rechaza la vida social, como el adolescente que solo habita la noche como protesta por su desajuste con una realidad que no fue complaciente ya que le arrebató a sus padres. Y como dispone de los cimientos financieros para satisfacer sus caprichos (berrinches) puede dedicarse a sus actividades de alado enmascarado (o rata alada), como algunos de los delincuentes, o adversarios, que persigue también disponen de apodos relacionados con criaturas aladas, como si la realidad, irónicamente, fuera el contrapunto de su enajenación. La extravagancia de su condición de hombre con disfraz, o la autocomplacencia del lamento, queda remarcada en el hecho de que el único otro personaje que se disfraza, u oculta, es Enigma, pero su atuendo no puede ser más deslustrado o desaliñado
Enigma consigue que Wayne se mire de frente a sí mismo en el espejo ya que el uno y el otro en buena medida son iguales, en cuanto a propósitos. O los que le diferenciará, aparte de sus orígenes distintos, será la determinación de Wayne de modificar su actitud al advertir que para Enigma no hay límites, y pretende convertir su despecho en desbocamiento que genera una completa destrucción (nada de reconfiguración, sino un borrado radical del escenario de realidad): a través de esa inconsecuencia extrema Wayne comprende su propio desenfoque, reflejo de su emoción enquistada, o cicatriz infectada, como representaba su propia máscara. Opta por la ecuanimidad, la perspectiva adulta que no enfoca desde la mera subjetividad, desde el despecho o el sentimiento de agravio. Al respecto, es significativo que una inundación de agua, agua que supera los diques contenedores de la ciudad, acontezca a la vez que la quiebra de los diques interiores que convertían a Wayne en prisionero de sus mismas sombras. El umbral que atraviesa será el rostro del secuaz de Enigma que golpea con saña, y que, a su pregunta de quién es, dice que Soy venganza. Batman se golpea a sí mismo y se desenmascara. Su actitud ya no será la del que busca meramente venganza, la satisfacción de un agravio personal, sino la del que se decide a luchar por conseguir que la corrupción que domina a la sociedad pueda tornarse en predominio de la empatía y equidad. No actúa para sí sino que actuará para los demás. La despedida de Batman y Selina/Catwoman, así como su previa asociación o alianza, en cierta medida, recuerda a la que establecían dos protagonistas de otra obra de Fincher, el periodista y la hacker que encarnaban, respectivamente, Daniel Craig y Rooney Mara, en la excelente La chica del dragón tatuado (2011). Ella es fundamental, como contraste, en la reconfiguración de Batman (ya que actúa, en principio, para salvar a una amiga, pero a partir de cierto momento también se ve ofuscada por su deseo de venganza), y comparten sentimientos, pero sus direcciones no serán las mismas. Batman/Wayne mira en el retrovisor a quien se aleja de un escenario de realidad degradada mientras que él decide encarar esa realidad que sigue infectada por el caos que no dejamos de generar con nuestra corrupción y los desquiciamientos de nuestros sentimientos de agravio.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Enigma consigue que Wayne se mire de frente a sí mismo en el espejo ya que el uno y el otro en buena medida son iguales, en cuanto a propósitos. O los que le diferenciará, aparte de sus orígenes distintos, será la determinación de Wayne de modificar su actitud al advertir que para Enigma no hay límites, y pretende convertir su despecho en desbocamiento que genera una completa destrucción (nada de reconfiguración, sino un borrado radical del escenario de realidad): a través de esa inconsecuencia extrema Wayne comprende su propio desenfoque, reflejo de su emoción enquistada, o cicatriz infectada, como representaba su propia máscara. Opta por la ecuanimidad, la perspectiva adulta que no enfoca desde la mera subjetividad, desde el despecho o el sentimiento de agravio. Al respecto, es significativo que una inundación de agua, agua que supera los diques contenedores de la ciudad, acontezca a la vez que la quiebra de los diques interiores que convertían a Wayne en prisionero de sus mismas sombras. El umbral que atraviesa será el rostro del secuaz de Enigma que golpea con saña, y que, a su pregunta de quién es, dice que Soy venganza. Batman se golpea a sí mismo y se desenmascara. Su actitud ya no será la del que busca meramente venganza, la satisfacción de un agravio personal, sino la del que se decide a luchar por conseguir que la corrupción que domina a la sociedad pueda tornarse en predominio de la empatía y equidad. No actúa para sí sino que actuará para los demás. La despedida de Batman y Selina/Catwoman, así como su previa asociación o alianza, en cierta medida, recuerda a la que establecían dos protagonistas de otra obra de Fincher, el periodista y la hacker que encarnaban, respectivamente, Daniel Craig y Rooney Mara, en la excelente La chica del dragón tatuado (2011). Ella es fundamental, como contraste, en la reconfiguración de Batman (ya que actúa, en principio, para salvar a una amiga, pero a partir de cierto momento también se ve ofuscada por su deseo de venganza), y comparten sentimientos, pero sus direcciones no serán las mismas. Batman/Wayne mira en el retrovisor a quien se aleja de un escenario de realidad degradada mientras que él decide encarar esa realidad que sigue infectada por el caos que no dejamos de generar con nuestra corrupción y los desquiciamientos de nuestros sentimientos de agravio.
Alexander Zárate
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