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6,7
14.851
8
29 de abril de 2022
29 de abril de 2022
171 de 274 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hemos visto la imagen centenares de veces. Agricultores lanzando toneladas de fruta ante grandes cadenas de distribución para denunciar que pierden dinero con las cantidades ridículas que reciben a cambio de su esfuerzo. 15 céntimos por quilo. Parece mentira que sigan existiendo supervivientes que aún no lancen la toalla. Detrás de esos tractores y de toda esa fruta vertida existen familias que llevan generaciones viviendo del campo, personas que asisten atónitas a las contradicciones del progreso. Y sobre ellas ha querido centrar su segunda película Clara Simón, tras aquella Verano 1993 que también rezumaba nostalgia por los cuatro costados.
La denuncia de un sector que se asfixia por las fauces del capitalismo salvaje se consigue precisamente poniéndole rostro a los damnificados. Y no cualquier rostro. El gran acierto de Alcarràs ha sido contar con un plantel de actores no profesionales que parecen justo lo contrario. Porque por mucho que un intérprete del método trate de sumergirse en el mundo rural, al final hay que saber recoger melocotones, matar plagas de conejos, preparar caracoles a la brasa o cortar la fruta para mermelada. Y no solo eso. Los lazos que se establecen en una familia dedicada por completo al cultivo o en una pequeña comunidad con el mismo modo de vida solo logran transmitirlos quiénes los llevan estrechando desde pequeños.
De ahí los destellos de autenticidad de una película con la que resulta prácticamente imposible no sentirse identificado. Porque más allá del trasfondo social, el mérito de la propuesta de Simón recae nuevamente en los lazos familiares, en esa recreación cotidiana de tres generaciones. Las cabañas con contraseña que construyen la pequeña Iris y sus primos conviven con las coreografías electrolatinas de su hermana adolescente y las conversaciones sobre las diferentes maneras de cocinar un fricandó de las abuelas. Todos conviviendo bajo un mismo techo con diferentes actitudes ante el inminente cambio que supondrá la venta de sus tierras a una empresa de placas fotovoltaicas.
El que lleva el peso de ese giro trascendental en sus vidas es el patriarca de la familia, un Quimet que se resiste a renunciar a su modus vivendi (el único que conoce) y que vierte toda su rabia contenida a todo el núcleo familiar, desde el abuelo que no firmó por escrito la propiedad de sus tierras al hijo que apechuga con la herencia de hacerse cargo del negocio y que busca constantemente el beneplácito de su padre. Como le ocurriera a Frida, la niña protagonista de Verano 1993, el dolor acumulado termina sobresaliendo de la única forma posible.
Pero ¿cómo se consigue un personaje tan auténtico y entrañable como Quimet? La pregunta es extensible al resto del reparto, una labor de casting mayúscula, cuya química termina convirtiéndose en el alma de la película. Si en su debut la directora hizo convivir previamente a los actores durante semanas, esta vez ha echado mano de personas reales que han nacido y viven del campo. Sin artificios, sin la mirada condescendiente del urbanita, sin dramatismos ni apenas acentos, con la ausencia casi total de una banda sonora. Con una mirada prácticamente documental pero con la sensibilidad de quien simplemente ha querido plasmar todo el cariño hacia sus orígenes y, en definitiva, el origen de todos nosotros.
La denuncia de un sector que se asfixia por las fauces del capitalismo salvaje se consigue precisamente poniéndole rostro a los damnificados. Y no cualquier rostro. El gran acierto de Alcarràs ha sido contar con un plantel de actores no profesionales que parecen justo lo contrario. Porque por mucho que un intérprete del método trate de sumergirse en el mundo rural, al final hay que saber recoger melocotones, matar plagas de conejos, preparar caracoles a la brasa o cortar la fruta para mermelada. Y no solo eso. Los lazos que se establecen en una familia dedicada por completo al cultivo o en una pequeña comunidad con el mismo modo de vida solo logran transmitirlos quiénes los llevan estrechando desde pequeños.
De ahí los destellos de autenticidad de una película con la que resulta prácticamente imposible no sentirse identificado. Porque más allá del trasfondo social, el mérito de la propuesta de Simón recae nuevamente en los lazos familiares, en esa recreación cotidiana de tres generaciones. Las cabañas con contraseña que construyen la pequeña Iris y sus primos conviven con las coreografías electrolatinas de su hermana adolescente y las conversaciones sobre las diferentes maneras de cocinar un fricandó de las abuelas. Todos conviviendo bajo un mismo techo con diferentes actitudes ante el inminente cambio que supondrá la venta de sus tierras a una empresa de placas fotovoltaicas.
El que lleva el peso de ese giro trascendental en sus vidas es el patriarca de la familia, un Quimet que se resiste a renunciar a su modus vivendi (el único que conoce) y que vierte toda su rabia contenida a todo el núcleo familiar, desde el abuelo que no firmó por escrito la propiedad de sus tierras al hijo que apechuga con la herencia de hacerse cargo del negocio y que busca constantemente el beneplácito de su padre. Como le ocurriera a Frida, la niña protagonista de Verano 1993, el dolor acumulado termina sobresaliendo de la única forma posible.
Pero ¿cómo se consigue un personaje tan auténtico y entrañable como Quimet? La pregunta es extensible al resto del reparto, una labor de casting mayúscula, cuya química termina convirtiéndose en el alma de la película. Si en su debut la directora hizo convivir previamente a los actores durante semanas, esta vez ha echado mano de personas reales que han nacido y viven del campo. Sin artificios, sin la mirada condescendiente del urbanita, sin dramatismos ni apenas acentos, con la ausencia casi total de una banda sonora. Con una mirada prácticamente documental pero con la sensibilidad de quien simplemente ha querido plasmar todo el cariño hacia sus orígenes y, en definitiva, el origen de todos nosotros.

4,6
12.700
6
28 de julio de 2010
28 de julio de 2010
91 de 114 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los críticos comparten un mismo ranking de fobias. En el tercer lugar de su lista negra nos encontramos con las secuelas. A mayor número de entregas, peor tiene que ser la calidad de la saga, siempre y cuando no venga un director de renombre que la revitalice (léase el caso de Batman, por ejemplo). En segunda posición se mantienen desde hace tiempo las comedias románticas. Jamás superarán las tres estrellas, a no ser que Anne Igartiburu se convierta de la noche a la mañana en colaboradora de la Fotogramas. Y en el primer puesto, a larga distancia de las demás, se encuentra el género más denostado por el sector intelectual, el que nunca logrará superar a la obra original, condenado a ser siempre un producto innecesario. Sí, hablamos del remake, de la reposición, del refrito.
¿Algún crítico albergaba esperanzas sobre la Psicosis de Gus van Sant o sobre El planeta de los simios de Burton? ¿Alguno pronostica que El equipo A será mejor que la mítica serie ochentera? Está claro que no. De la misma forma, con idéntica predisposición, todos esperaban con sus bolígrafos en alto la llegada del nuevo Freddy Krueger y, como no podía ser de otra forma, las reacciones no han sorprendido a nadie. “Filme innecesario”, “cuenta lo mismo que el título original de Wes Craven pero sin elegancia”, “No hay novedades”.
Es difícil ponerse de acuerdo en la razón de ser de un remake. ¿Debe respetar al milímetro el original o tiene que romper por completo su esencia? El camino que ha decidido seguir Pesadilla en Elm Street (el origen) no es otro que el de la actualización. Su objetivo: acercar una saga muy rentable a las nuevas generaciones. Convendría que más de uno visionara después de tantos años la película original y se daría cuenta, no sólo de que las rayas del jersey de Freddy son verdes y no negras, sino de que la cinta tiene un fatal envejecimiento.
De entrada, el prólogo de la cinta ya es toda una hazaña. Por fin una película de Freddy Krueger consigue que nos sobresaltemos, aunque sea a golpe de efectos de sonido. Se respetan algunas de las escenas memorables de la pesadilla original, como la de la cama o la de la bañera, pero adaptadas a los tiempos modernos. Además, Jackie Earle Haley, el nuevo Freddy, consigue despojar al personaje de la parodia a la que nos tenía acostumbrados Robert Englud para dotarlo de un aire más siniestro y aterrador.
La renovación, por tanto, además de necesaria, es bastante efectiva. Donde fracasa un poco el filme es en sus intenciones de precuela, aunque para producir una insensatez como la que idearon con Hannibal Lecter casi mejor no entrar en más detalles del pasado. El desarrollo de la cinta tampoco es el más satisfactorio, repleto de pesquisas aburridas en detrimento de las escenas puramente terroríficas. Pero Pesadilla en Elm Street (el origen) ni es un bochorno ni un despropósito. Los críticos deberían interiorizar que no todos los remakes tienen por qué formar parte siempre del club de una sola estrella.
¿Algún crítico albergaba esperanzas sobre la Psicosis de Gus van Sant o sobre El planeta de los simios de Burton? ¿Alguno pronostica que El equipo A será mejor que la mítica serie ochentera? Está claro que no. De la misma forma, con idéntica predisposición, todos esperaban con sus bolígrafos en alto la llegada del nuevo Freddy Krueger y, como no podía ser de otra forma, las reacciones no han sorprendido a nadie. “Filme innecesario”, “cuenta lo mismo que el título original de Wes Craven pero sin elegancia”, “No hay novedades”.
Es difícil ponerse de acuerdo en la razón de ser de un remake. ¿Debe respetar al milímetro el original o tiene que romper por completo su esencia? El camino que ha decidido seguir Pesadilla en Elm Street (el origen) no es otro que el de la actualización. Su objetivo: acercar una saga muy rentable a las nuevas generaciones. Convendría que más de uno visionara después de tantos años la película original y se daría cuenta, no sólo de que las rayas del jersey de Freddy son verdes y no negras, sino de que la cinta tiene un fatal envejecimiento.
De entrada, el prólogo de la cinta ya es toda una hazaña. Por fin una película de Freddy Krueger consigue que nos sobresaltemos, aunque sea a golpe de efectos de sonido. Se respetan algunas de las escenas memorables de la pesadilla original, como la de la cama o la de la bañera, pero adaptadas a los tiempos modernos. Además, Jackie Earle Haley, el nuevo Freddy, consigue despojar al personaje de la parodia a la que nos tenía acostumbrados Robert Englud para dotarlo de un aire más siniestro y aterrador.
La renovación, por tanto, además de necesaria, es bastante efectiva. Donde fracasa un poco el filme es en sus intenciones de precuela, aunque para producir una insensatez como la que idearon con Hannibal Lecter casi mejor no entrar en más detalles del pasado. El desarrollo de la cinta tampoco es el más satisfactorio, repleto de pesquisas aburridas en detrimento de las escenas puramente terroríficas. Pero Pesadilla en Elm Street (el origen) ni es un bochorno ni un despropósito. Los críticos deberían interiorizar que no todos los remakes tienen por qué formar parte siempre del club de una sola estrella.
24 de enero de 2008
24 de enero de 2008
87 de 111 usuarios han encontrado esta crítica útil
Contaban director y actores durante la presentación en Barcelona de esta segunda parte de ‘Mortadelo y Filemón’ que se lo pasaron en grande rodando la película, que los transportó directamente hacia la infancia. A juzgar por las reacciones, una parte del entregado público que acudió al preestreno también disfrutó de lo lindo con el filme. Cada golpe que le propinaban al sufrido Filemón era un decibelio más en sus carcajadas. Sin embargo, los comentarios a la salida de otra buena parte de la platea eran del estilo “Si la primera era mala, esta ya ni te cuento” o “Ya sabía a lo que venía, pero como es gratis…”.
En esa última frase se resume todo. Y es que ni borracho pagaría uno por ver tal despliegue de sutilezas de humor cafre. En mi opinión, se equivocan los que meten en el mismo saco de bodrios para olvidar a la primera parte. Se nota el cambio abismal entre Javier Fesser y Miguel Bardem. El primero supo aprovechar el disparatado humor de Ibáñez rindiéndole un notable homenaje. El segundo abusa del lado más infantil de las historias de ‘Mortadelo y Filemón’, hasta el punto que, martillazos por aquí, golpetazos por allá, pueden llegar a confundirse fácilmente con el Coyote y Correcaminos.
Fesser extendió el peculiar estilo de ‘El milagro de P. Tinto’ a la adaptación del popular cómic español. Suyo fue el trabajo más complicado: trasladar a la pantalla el espíritu de un tebeo con grandes dosis de ingenio. La puesta en escena le salió redonda, al igual que la jugada. ‘Mortadelo y Filemón. La película’ es la tercera película española más taquillera de la historia.
La idea ya estaba concebida. Ahora sólo faltaba extenderla a una segunda parte que, a poder ser, viniera acompañada de mayores réditos. Una campaña de marketing más floja que la de su predecesora hace prever que no igualará su marca. El resultado final evidencia que será difícil una tercera parte más mala que esta secuela. Si bien la parte técnica, a excepción de ese horrible perro virtual llamado Bush, es de elogiar, no ocurre lo mismo con el argumento, tan mal desarrollado que sólo podía desembocar en un final tan descafeinado como la Botijola.
El gran morbo de la película, comprobar qué tal se las apañaba Eduard Soto alias ‘Neng’ en el papel de Mortadelo, se resuelve con un sabor agridulce. Su interpretación es buena pero el traje encajaba mucho mejor en aquel trabajador de Correos, Benito Pocino, que un buen día se hizo famoso poniéndose en la piel del compañero de fatigas de Filemón.
Película caótica donde las haya, lo único por lo que cabe felicitar a su director es por haber tenido la deferencia de acotarla a 90 minutos. Ellos se lo pasarían de coña con el juguetito, pero desde luego pocos más sabrán encontrarle la gracia a un producto tan desconsiderado con la inteligencia de los espectadores, por muy niños que estos sean.
En esa última frase se resume todo. Y es que ni borracho pagaría uno por ver tal despliegue de sutilezas de humor cafre. En mi opinión, se equivocan los que meten en el mismo saco de bodrios para olvidar a la primera parte. Se nota el cambio abismal entre Javier Fesser y Miguel Bardem. El primero supo aprovechar el disparatado humor de Ibáñez rindiéndole un notable homenaje. El segundo abusa del lado más infantil de las historias de ‘Mortadelo y Filemón’, hasta el punto que, martillazos por aquí, golpetazos por allá, pueden llegar a confundirse fácilmente con el Coyote y Correcaminos.
Fesser extendió el peculiar estilo de ‘El milagro de P. Tinto’ a la adaptación del popular cómic español. Suyo fue el trabajo más complicado: trasladar a la pantalla el espíritu de un tebeo con grandes dosis de ingenio. La puesta en escena le salió redonda, al igual que la jugada. ‘Mortadelo y Filemón. La película’ es la tercera película española más taquillera de la historia.
La idea ya estaba concebida. Ahora sólo faltaba extenderla a una segunda parte que, a poder ser, viniera acompañada de mayores réditos. Una campaña de marketing más floja que la de su predecesora hace prever que no igualará su marca. El resultado final evidencia que será difícil una tercera parte más mala que esta secuela. Si bien la parte técnica, a excepción de ese horrible perro virtual llamado Bush, es de elogiar, no ocurre lo mismo con el argumento, tan mal desarrollado que sólo podía desembocar en un final tan descafeinado como la Botijola.
El gran morbo de la película, comprobar qué tal se las apañaba Eduard Soto alias ‘Neng’ en el papel de Mortadelo, se resuelve con un sabor agridulce. Su interpretación es buena pero el traje encajaba mucho mejor en aquel trabajador de Correos, Benito Pocino, que un buen día se hizo famoso poniéndose en la piel del compañero de fatigas de Filemón.
Película caótica donde las haya, lo único por lo que cabe felicitar a su director es por haber tenido la deferencia de acotarla a 90 minutos. Ellos se lo pasarían de coña con el juguetito, pero desde luego pocos más sabrán encontrarle la gracia a un producto tan desconsiderado con la inteligencia de los espectadores, por muy niños que estos sean.
10
10 de octubre de 2011
10 de octubre de 2011
103 de 145 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las casas encantadas ya apenas tienen encanto. Se ha abusado tanto en el género de explotar el terror entre las cuatro paredes que uno ya ni se inmuta ante una puerta que chirría o un columpio que se mueve solo. Ahí están Insidious en la gran pantalla y Marchlands en la pequeña, como ejemplos recientes de producciones que ya no logran sorprender al espectador. Hasta que ha llegado American Horror Story y ha trastocado nuestros prejuicios. El miedo psicológico y sus manidos recursos dan paso con esta nueva serie a un terror mucho más evidente, con una intención más agresiva y perturbadora. Ya no es tanto la casa, sino sus oscuros habitantes, los que producen pavor. La experiencia, por fin, vuelve a resultar satisfactoria.
Es evidente que la propuesta bebe directamente de la atmósfera esquizofrénica de El resplandor. Esas visiones surrealistas, que rozan la locura, nos trasladan enseguida a los minutos finales de la cinta de Kubrick. Imágenes inquietantes que nos advierten que la serie no se moverá en torno al terror psicológico sino que se dirigirá más bien hacia el psicopático, el enfermizo, el delirante. Una perspectiva inédita en televisión que sólo podía encajar en un canal de pago adicto a romper moldes como FX.
American Horror Story todavía tiene más mérito si tenemos en cuenta que ha sido ideada por Ryan Murphy y Brad Falchuk, creadores de Glee, con lo cual se certifica que la serie parte de mentes un tanto bipolares, capaces de crear bodrios de instituto en forma de musical y a su vez esta siniestra ficción de factura brillante. También es cierto que figura en su currículum Nip/tuck, una prueba más de que si algo mueve a ambos productores es el riesgo.
American Horror Story no parte de crímenes o asesinatos en serie sino de una brutalidad mucho más abstracta. El origen del miedo está en una mansión con historial macabro, a la que se muda un matrimonio en crisis y su hija adolescente. Lo que no sospechan sus nuevos inquilinos es que la increíble oferta de alquiler venía acompañada de otros habitantes, reales y surreales, que convertirán su existencia en una pesadilla.
El primer episodio no escatima en recursos narrativos para enganchar al espectador. Están los sustos de rigor que pueblan toda producción del género, pero también apariciones fantasmagóricas revestidas de látex, escenas de sexo y masturbaciones inéditas en televisión. También situaciones dramáticas, como la gran bronca de la pareja, de la que apenas nos ahorran detalle. Un cúmulo de efectos, no necesariamente especiales, que quitan el hipo durante 50 minutos. Y un elenco de infarto, con Jessica Lange a la cabeza, que completa la hazaña. American Horror Story se presenta, de esta manera, como la serie más prometedora de la nueva temporada.
Es evidente que la propuesta bebe directamente de la atmósfera esquizofrénica de El resplandor. Esas visiones surrealistas, que rozan la locura, nos trasladan enseguida a los minutos finales de la cinta de Kubrick. Imágenes inquietantes que nos advierten que la serie no se moverá en torno al terror psicológico sino que se dirigirá más bien hacia el psicopático, el enfermizo, el delirante. Una perspectiva inédita en televisión que sólo podía encajar en un canal de pago adicto a romper moldes como FX.
American Horror Story todavía tiene más mérito si tenemos en cuenta que ha sido ideada por Ryan Murphy y Brad Falchuk, creadores de Glee, con lo cual se certifica que la serie parte de mentes un tanto bipolares, capaces de crear bodrios de instituto en forma de musical y a su vez esta siniestra ficción de factura brillante. También es cierto que figura en su currículum Nip/tuck, una prueba más de que si algo mueve a ambos productores es el riesgo.
American Horror Story no parte de crímenes o asesinatos en serie sino de una brutalidad mucho más abstracta. El origen del miedo está en una mansión con historial macabro, a la que se muda un matrimonio en crisis y su hija adolescente. Lo que no sospechan sus nuevos inquilinos es que la increíble oferta de alquiler venía acompañada de otros habitantes, reales y surreales, que convertirán su existencia en una pesadilla.
El primer episodio no escatima en recursos narrativos para enganchar al espectador. Están los sustos de rigor que pueblan toda producción del género, pero también apariciones fantasmagóricas revestidas de látex, escenas de sexo y masturbaciones inéditas en televisión. También situaciones dramáticas, como la gran bronca de la pareja, de la que apenas nos ahorran detalle. Un cúmulo de efectos, no necesariamente especiales, que quitan el hipo durante 50 minutos. Y un elenco de infarto, con Jessica Lange a la cabeza, que completa la hazaña. American Horror Story se presenta, de esta manera, como la serie más prometedora de la nueva temporada.
6
10 de mayo de 2010
10 de mayo de 2010
78 de 96 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las lesbianas sufren una doble marginación. La sociedad que conforman peras y manzanas tan felices como perdices las mira con rechazo, por mucho que Mecano convirtiera la relación entre dos mujeres en un hit del pop español. Pero además de esta reacción más o menos esperable en ciudadanos de estricta moral, dentro del llamado colectivo homosexual, las lesbianas padecen una segunda marginalidad por parte de sus compañeros masculinos. Si la supremacía de hombres sobre mujeres todavía es palpable en heterosexuales, la cosa se agudiza todavía más entre mariquitas y bolleras.
Mucho más invisibles que los gays, las lesbianas parecieron resurgir de su armario de doble fondo en el estreno de la última película de Julio Medem, una Habitación en Roma convenientemente publicitada con el reclamo del sexo explícito entre dos mujeres. A juzgar por el aforo de la sala, la estrategia sólo ha surtido efecto entre homosexuales femeninas. Ni hombres heteros atraídos por suntuosas mujeres en bolas ni gays sensibilizados con la causa rosa. Esto no es Brokeback mountain ni A single man, por citar dos ejemplos de cintas homosexuales con amplio altavoz mediático. Aquí estamos ante algo con menor repercusión, casi casi marginal, como la realidad sumergida que Medem ha querido plasmar.
¿Era necesario un remake de la ópera prima de Matías Bize? Exceptuando el matiz lésbico, la premisa partía de la misma idea. Dos desconocidos se descubren en una noche de pasión que pasará a formar parte de su pasado en cuanto amanezca. La intimidad de dos cuerpos desnudos en torno a una cama seguirá siendo el único eje central de la historia. Sin embargo, es en el tratamiento donde encontramos las principales diferencias. La cámara en manos de Medem se mueve con mayor elegancia, mientras la música se añade a la puesta en escena para ofrecer un relato menos abrupto y seco que el de Bize.
Pero lo que En la cama tenía de pretenciosa, Habitación en Roma lo tiene de exagerada. Aunque los trabajos de Elena Anaya y Natasha Yarovenko son sobresalientes, el guión las termina conduciendo hacia una escalada dramática insostenible. Los que acudan al cine buscando largas escenas de sexo casi pornográfico se encontrarán con orgasmos sorprendentemente precoces y, sobre todo, con toneladas de diálogos en busca de la trascendencia. Por mucho empeño de las actrices, el espectador abandona la función con escepticismo e incluso, tras la escena con la flecha de Cupido, con cierto bochorno. Si el amor fuera tan profundo, impulsivo e instantáneo como el que sufren estas dos desconocidas en una sola noche, no habría en el mundo plazas psiquiátricas suficientes para cubrir los inabarcables efectos del desamor.
Mucho más invisibles que los gays, las lesbianas parecieron resurgir de su armario de doble fondo en el estreno de la última película de Julio Medem, una Habitación en Roma convenientemente publicitada con el reclamo del sexo explícito entre dos mujeres. A juzgar por el aforo de la sala, la estrategia sólo ha surtido efecto entre homosexuales femeninas. Ni hombres heteros atraídos por suntuosas mujeres en bolas ni gays sensibilizados con la causa rosa. Esto no es Brokeback mountain ni A single man, por citar dos ejemplos de cintas homosexuales con amplio altavoz mediático. Aquí estamos ante algo con menor repercusión, casi casi marginal, como la realidad sumergida que Medem ha querido plasmar.
¿Era necesario un remake de la ópera prima de Matías Bize? Exceptuando el matiz lésbico, la premisa partía de la misma idea. Dos desconocidos se descubren en una noche de pasión que pasará a formar parte de su pasado en cuanto amanezca. La intimidad de dos cuerpos desnudos en torno a una cama seguirá siendo el único eje central de la historia. Sin embargo, es en el tratamiento donde encontramos las principales diferencias. La cámara en manos de Medem se mueve con mayor elegancia, mientras la música se añade a la puesta en escena para ofrecer un relato menos abrupto y seco que el de Bize.
Pero lo que En la cama tenía de pretenciosa, Habitación en Roma lo tiene de exagerada. Aunque los trabajos de Elena Anaya y Natasha Yarovenko son sobresalientes, el guión las termina conduciendo hacia una escalada dramática insostenible. Los que acudan al cine buscando largas escenas de sexo casi pornográfico se encontrarán con orgasmos sorprendentemente precoces y, sobre todo, con toneladas de diálogos en busca de la trascendencia. Por mucho empeño de las actrices, el espectador abandona la función con escepticismo e incluso, tras la escena con la flecha de Cupido, con cierto bochorno. Si el amor fuera tan profundo, impulsivo e instantáneo como el que sufren estas dos desconocidas en una sola noche, no habría en el mundo plazas psiquiátricas suficientes para cubrir los inabarcables efectos del desamor.
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