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6,9
13.372
8
15 de junio de 2017
15 de junio de 2017
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Después de ver Sundown: The Vampire in Retreat (Anthony Hickox, 1989), una comedia vampírica de serie b, era imposible no continuar con la que es, por sus logros artísticos y la entidad de su realizador, la parodia por antonomasia de esta temática: El baile de los vampiros (1967), de Roman Polanski.
Tras alcanzar fama internacional con personalísimos títulos como Repulsión (1965) o Cul-de-sac (1966), el director franco-polaco decidió dar el salto a Hollywood con su primera película en color, de producción británico-estadounidense, y con la que quería parodiar los films de terror tan en boga entonces de la productora Hammer. Estamos en 1967 y es justo el momento previo a la tempestad personal que azotaría la vida del cineasta.
La historia, coescrita por Polanski junto a su por entonces guionista de cabecera, Gérard Brach, nos cuenta las peripecias de dos desastrosos cazavampiros en su viaje por Transilvania. Uno de ellos es el histriónico profesor Abronsius, trasunto cómico del Van Helsing de Bram Stoker con el aspecto de un Albert Einstein despistado (y que sería interpretado por un magistral Jack MacGowran) que se apodera de todas las escenas en las que aparece; el otro es Alfred, el ayudante del profesor, interpretado por el propio Roman Polanski, quien despacha una actuación discreta pero efectiva sustentada fundamentalmente en su comicidad gestual. Uno de los aciertos de la película es precisamente la química entre estos dos personajes, cuya relación en cierta manera supone una reedición de la eterna pareja Quijote – Sancho Panza, en esta ocasión en un periplo que les adentra, sin ellos saberlo, en el corazón de las tinieblas. Entre los personajes secundarios, destaca el majestuoso conde Von Krolock (genial Ferdy Mayne), un canónico vampiro aristocrático de parentela no reconocida con Drácula y de ironía tan afilada como sus propios colmillos; el hormonalmente alterado Shagal (hilarante Alfie Bass), posadero vampirizado para su propio deleite libidinoso; así como su hija Sarah (sosa pero deslumbrante Sharon Tate), arquetipo femenino clásico de terror, a medias entre objeto del deseo y de la perdición de los personajes masculinos.
Narrativamente, El baile de los vampiros está lejos de ser una película redonda. Comienza renqueante, con un pasaje inicial en la posada demasiado disperso, lo que hace que al espectador le cueste situarse. Sin embargo, superado ese bache, las piezas del puzle empiezan a encajar silenciosamente y cuando la pareja protagonista llega al castillo del conde Von Krolock, es imposible no sentirse hechizado por la fantasmagórica historia cual víctima de la mirada de un no muerto. Porque pese a su condición de sátira, el encorsetado guion va saliendo a flote impulsado por los aspectos técnicos del film, todos encaminados a crear zozobra y extrañeza: véase la desasosegante dirección de Polanski, la fría fotografía de Douglas Slocombe, la hipnótica partitura de Christopher Komeda o el logradísimo diseño de producción de Wilfred Shingleton. A esto ayuda además la concepción cómica del film, basada fundamentalmente en gags mudos (con la impronta del slapstick) que contribuyen a acrecentar esa atmósfera general de oscura ensoñación. Y es que si decíamos que uno de los grandes aciertos del film era la conexión en pantalla de su pareja protagonista, el otro es que, como toda buena parodia, la película consigue funcionar dentro del género que satiriza. Es, por tanto, sátira y homenaje a partes iguales. De hecho, ofrece escenas verdaderamente aterradoras como la del ataque del conde a la hija del posadero mientras se baña, la cual ha pasado por su plasticidad y lirismo a la historia del cine de terror.
El baile de los vampiros, traducción española literal del título británico, Dance of the Vampires, fue un rotundo fracaso en Estados Unidos, donde se presentó como The Fearless Vampire Killers or: Pardon Me, But Your Teeth Are in My Neck (Los valerosos caza vampiros, o perdón, pero sus colmillos están en mi cuello). Con este título y subtítulo nos hacemos una idea de la ligereza con la que se intentó vender la película en tierras yanquis, a lo que hay que añadir un error esencial: su distribuidor transoceánico, Martin Ransohoff, presentó un desastroso montaje diferente al de Polanski, se dice que como vendetta personal hacia el director por robarle a su representada, Sharon Tate, con quien se casaría un año más tarde. En Europa, donde se exhibió la versión original, la respuesta de crítica y taquilla fue mucho más positiva.
Sea como fuere, de lo que no cabe duda hoy en día es de que las virtudes de El baile de los vampiros, film nacido como menor por su condición de parodia-homenaje, lo han hecho trascender, incluso por encima de sus propios defectos, hasta convertirlo en una referencia de culto indiscutible del cine de vampiros. A fin de cuentas, es una película que debemos juzgar bajo la sombra del mito que representa. Ya lo decía el conde Von Krolock, y nosotros nos hacemos eco aquí de sus palabras: «Soy un ave nocturna, francamente no valgo gran cosa durante el día».
Tras alcanzar fama internacional con personalísimos títulos como Repulsión (1965) o Cul-de-sac (1966), el director franco-polaco decidió dar el salto a Hollywood con su primera película en color, de producción británico-estadounidense, y con la que quería parodiar los films de terror tan en boga entonces de la productora Hammer. Estamos en 1967 y es justo el momento previo a la tempestad personal que azotaría la vida del cineasta.
La historia, coescrita por Polanski junto a su por entonces guionista de cabecera, Gérard Brach, nos cuenta las peripecias de dos desastrosos cazavampiros en su viaje por Transilvania. Uno de ellos es el histriónico profesor Abronsius, trasunto cómico del Van Helsing de Bram Stoker con el aspecto de un Albert Einstein despistado (y que sería interpretado por un magistral Jack MacGowran) que se apodera de todas las escenas en las que aparece; el otro es Alfred, el ayudante del profesor, interpretado por el propio Roman Polanski, quien despacha una actuación discreta pero efectiva sustentada fundamentalmente en su comicidad gestual. Uno de los aciertos de la película es precisamente la química entre estos dos personajes, cuya relación en cierta manera supone una reedición de la eterna pareja Quijote – Sancho Panza, en esta ocasión en un periplo que les adentra, sin ellos saberlo, en el corazón de las tinieblas. Entre los personajes secundarios, destaca el majestuoso conde Von Krolock (genial Ferdy Mayne), un canónico vampiro aristocrático de parentela no reconocida con Drácula y de ironía tan afilada como sus propios colmillos; el hormonalmente alterado Shagal (hilarante Alfie Bass), posadero vampirizado para su propio deleite libidinoso; así como su hija Sarah (sosa pero deslumbrante Sharon Tate), arquetipo femenino clásico de terror, a medias entre objeto del deseo y de la perdición de los personajes masculinos.
Narrativamente, El baile de los vampiros está lejos de ser una película redonda. Comienza renqueante, con un pasaje inicial en la posada demasiado disperso, lo que hace que al espectador le cueste situarse. Sin embargo, superado ese bache, las piezas del puzle empiezan a encajar silenciosamente y cuando la pareja protagonista llega al castillo del conde Von Krolock, es imposible no sentirse hechizado por la fantasmagórica historia cual víctima de la mirada de un no muerto. Porque pese a su condición de sátira, el encorsetado guion va saliendo a flote impulsado por los aspectos técnicos del film, todos encaminados a crear zozobra y extrañeza: véase la desasosegante dirección de Polanski, la fría fotografía de Douglas Slocombe, la hipnótica partitura de Christopher Komeda o el logradísimo diseño de producción de Wilfred Shingleton. A esto ayuda además la concepción cómica del film, basada fundamentalmente en gags mudos (con la impronta del slapstick) que contribuyen a acrecentar esa atmósfera general de oscura ensoñación. Y es que si decíamos que uno de los grandes aciertos del film era la conexión en pantalla de su pareja protagonista, el otro es que, como toda buena parodia, la película consigue funcionar dentro del género que satiriza. Es, por tanto, sátira y homenaje a partes iguales. De hecho, ofrece escenas verdaderamente aterradoras como la del ataque del conde a la hija del posadero mientras se baña, la cual ha pasado por su plasticidad y lirismo a la historia del cine de terror.
El baile de los vampiros, traducción española literal del título británico, Dance of the Vampires, fue un rotundo fracaso en Estados Unidos, donde se presentó como The Fearless Vampire Killers or: Pardon Me, But Your Teeth Are in My Neck (Los valerosos caza vampiros, o perdón, pero sus colmillos están en mi cuello). Con este título y subtítulo nos hacemos una idea de la ligereza con la que se intentó vender la película en tierras yanquis, a lo que hay que añadir un error esencial: su distribuidor transoceánico, Martin Ransohoff, presentó un desastroso montaje diferente al de Polanski, se dice que como vendetta personal hacia el director por robarle a su representada, Sharon Tate, con quien se casaría un año más tarde. En Europa, donde se exhibió la versión original, la respuesta de crítica y taquilla fue mucho más positiva.
Sea como fuere, de lo que no cabe duda hoy en día es de que las virtudes de El baile de los vampiros, film nacido como menor por su condición de parodia-homenaje, lo han hecho trascender, incluso por encima de sus propios defectos, hasta convertirlo en una referencia de culto indiscutible del cine de vampiros. A fin de cuentas, es una película que debemos juzgar bajo la sombra del mito que representa. Ya lo decía el conde Von Krolock, y nosotros nos hacemos eco aquí de sus palabras: «Soy un ave nocturna, francamente no valgo gran cosa durante el día».
6
22 de mayo de 2017
22 de mayo de 2017
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los derroteros del cineforum de la revista digital La Soga nos llevan desde Japón hacia el continente asiático, para explorar el cine surcoreano y tratar de desmitificar la visión que ve en las cintas del sur de la península el paradigma del gafapastismo. Es cierto que el cine coreano que recibe más atención entre los medios suele ser el más sofisticado, digamos; el más difícil de digerir para el espectador medio. Películas como Old Boy de Park Chan-Wook o The Host de Bong Joon-Ho, son magnificaos filmes, con una factura increíble que demuestra el talento de estos directores; y, sin embargo, pueden no ser la mejor elección para pasar una tarde palomitera con los amigos.
Hay que apuntar que en Corea del Sur viven en torno a cincuenta millones de personas y que las películas surcoreanas (a diferencia de lo que ocurre aquí con las españolas), copan el 50% de la cartelera. Es decir, el público surcoreano consume mucho producto patrio y no quieren ver solo dramas, sino también comedias, películas de aventuras, cine de acción… No todas sus producciones pueden por tanto arrasar en los grandes festivales del mundo.
Es el caso, por ejemplo, de la película que nos ocupa, El bueno, el malo y el raro (Kim Jee-woon), una cinta trepidante que resultó ser la más taquillera de año 2008 y que contaba con un presupuesto de diez millones de euros. Se puede intuir un homenaje al cine de Sergio Leone en el título, pero la historia que nos cuenta, con la excepción de un par de escenas que recrean fielmente momentos icónicos de El bueno, el feo y el malo y La muerte tenía un precio, apuesta por una acción desenfrenada que no da tregua a lo largo de más de dos horas de metraje. De hecho, la mayor parte del presupuesto se va en las escenas de acción, espectaculares e intensas aunque, en ocasiones, demasiado largas (una persecución a tres bandas en un interminable desierto, por ejemplo). Quizás la duración excesiva sea la mayor pega que se le puede poner a una película que podría haberse aligerado con facilidad y acabará obligándonos a echar un vistazo al reloj precisamente en aquellas escenas en las que deberíamos estar más entretenidos.
En el terreno de la interpretación, destacar la actuación de Kang-ho Song (El raro) que se convierte en el auténtico protagonista de la historia, ganando todos y cada uno de los duelos interpretativos que libra con El bueno y El malo. No es de extrañar, siendo Kang-ho Song uno de los grandes rostros del cine surcoreano y habitual de directores como los antes citados, Park-Chan Wook y Bong Joon-Ho.
Así pues, sin ser una película redonda, El bueno, el malo y el raro es una buena muestra de lo que el cine surcoreano puede ofrecer al espectador ávido de espectáculos creados sencillamente para divertir, que no es poco. Perdamos el miedo a esos nombres orientales que parecen tan raros y dejémonos llevar por sus creaciones porque, al final, frente a una pantalla gigante y en una sala a oscuras, las risas, las lágrimas, las emociones y los sentimientos, son universales.
Hay que apuntar que en Corea del Sur viven en torno a cincuenta millones de personas y que las películas surcoreanas (a diferencia de lo que ocurre aquí con las españolas), copan el 50% de la cartelera. Es decir, el público surcoreano consume mucho producto patrio y no quieren ver solo dramas, sino también comedias, películas de aventuras, cine de acción… No todas sus producciones pueden por tanto arrasar en los grandes festivales del mundo.
Es el caso, por ejemplo, de la película que nos ocupa, El bueno, el malo y el raro (Kim Jee-woon), una cinta trepidante que resultó ser la más taquillera de año 2008 y que contaba con un presupuesto de diez millones de euros. Se puede intuir un homenaje al cine de Sergio Leone en el título, pero la historia que nos cuenta, con la excepción de un par de escenas que recrean fielmente momentos icónicos de El bueno, el feo y el malo y La muerte tenía un precio, apuesta por una acción desenfrenada que no da tregua a lo largo de más de dos horas de metraje. De hecho, la mayor parte del presupuesto se va en las escenas de acción, espectaculares e intensas aunque, en ocasiones, demasiado largas (una persecución a tres bandas en un interminable desierto, por ejemplo). Quizás la duración excesiva sea la mayor pega que se le puede poner a una película que podría haberse aligerado con facilidad y acabará obligándonos a echar un vistazo al reloj precisamente en aquellas escenas en las que deberíamos estar más entretenidos.
En el terreno de la interpretación, destacar la actuación de Kang-ho Song (El raro) que se convierte en el auténtico protagonista de la historia, ganando todos y cada uno de los duelos interpretativos que libra con El bueno y El malo. No es de extrañar, siendo Kang-ho Song uno de los grandes rostros del cine surcoreano y habitual de directores como los antes citados, Park-Chan Wook y Bong Joon-Ho.
Así pues, sin ser una película redonda, El bueno, el malo y el raro es una buena muestra de lo que el cine surcoreano puede ofrecer al espectador ávido de espectáculos creados sencillamente para divertir, que no es poco. Perdamos el miedo a esos nombres orientales que parecen tan raros y dejémonos llevar por sus creaciones porque, al final, frente a una pantalla gigante y en una sala a oscuras, las risas, las lágrimas, las emociones y los sentimientos, son universales.

7,3
2.379
6
22 de mayo de 2017
22 de mayo de 2017
0 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Siguiendo la estela de Náufragos (Alfred Hitchcock, 1944), película que trascurre en su totalidad en un mismo escenario y con el genial William Bendix como secundario, nos acercamos a Brigada 21 (Detective Story, 1951), adaptación cinematográfica que William Wyler realizó de la obra de teatro de Broadway del mismo título escrita por Sidney Kingsley.
Un carismático Kirk Douglas interpreta al temperamental detective Jim McLeod, hombre de métodos expeditivos y convicciones férreas. En el día a día de su comisaría neoyorkina las cosas son blancas o negras para él. El bien y el mal. La autoridad y el crimen. Sin embargo, su parcial perspectiva vital y profesional se verá en entredicho cuando la investigación de un caso destape oscuros secretos del pasado de su esposa (Eleanor Parker). Será entonces cuando su monolítica moralidad se tambalee.
La concepción teatral original de la historia se deja ver en su coralidad y en su consecuente desarrollo de personajes, además de en el hecho de que todo el film discurra en el escenario único de una comisaria. William acierta al trasladar ese espíritu a la gran pantalla. El ritmo es constante, entrando y saliendo de plano policías y delincuentes, y siendo las réplicas entre personajes fluidas y brillantes.
La trama principal, la que nos cuenta el acoso del detective McCleond a un criminal y las consecuencias personales que estos actos le conllevan, así como las tramas secundarias, aquellas que protagonizan la retahíla de deslumbrantes secundarios que pululan por la comisaría (desde una señora que asegura que sus vecinos están construyendo una bomba, hasta el procesamiento de dos ladrones, pasando por una inofensiva cleptómana o un joven despistado que roba por amor), se entretejen magistralmente con el telón de fondo de llamadas, interrogatorios y demás formalismos rutinarios de la vida diaria de un policía. No es difícil ver aquí un precedente lejano de ese realismo policiaco que en literatura populizarían autores como George Pelecanos y en televisión series como Homicidio o Canción triste de Hill Street.
Pero, por encima de todo, Brigada 21 expone a los espectadores de mediados de siglo pasado un procedimiento policial áspero y a todas luces fallido, mientras saca a colación la necesidad de renovar este sistema e invita al debate acerca de la reinserción del criminal, la flexibilización de la moralidad y la necesidad de redención.
Un carismático Kirk Douglas interpreta al temperamental detective Jim McLeod, hombre de métodos expeditivos y convicciones férreas. En el día a día de su comisaría neoyorkina las cosas son blancas o negras para él. El bien y el mal. La autoridad y el crimen. Sin embargo, su parcial perspectiva vital y profesional se verá en entredicho cuando la investigación de un caso destape oscuros secretos del pasado de su esposa (Eleanor Parker). Será entonces cuando su monolítica moralidad se tambalee.
La concepción teatral original de la historia se deja ver en su coralidad y en su consecuente desarrollo de personajes, además de en el hecho de que todo el film discurra en el escenario único de una comisaria. William acierta al trasladar ese espíritu a la gran pantalla. El ritmo es constante, entrando y saliendo de plano policías y delincuentes, y siendo las réplicas entre personajes fluidas y brillantes.
La trama principal, la que nos cuenta el acoso del detective McCleond a un criminal y las consecuencias personales que estos actos le conllevan, así como las tramas secundarias, aquellas que protagonizan la retahíla de deslumbrantes secundarios que pululan por la comisaría (desde una señora que asegura que sus vecinos están construyendo una bomba, hasta el procesamiento de dos ladrones, pasando por una inofensiva cleptómana o un joven despistado que roba por amor), se entretejen magistralmente con el telón de fondo de llamadas, interrogatorios y demás formalismos rutinarios de la vida diaria de un policía. No es difícil ver aquí un precedente lejano de ese realismo policiaco que en literatura populizarían autores como George Pelecanos y en televisión series como Homicidio o Canción triste de Hill Street.
Pero, por encima de todo, Brigada 21 expone a los espectadores de mediados de siglo pasado un procedimiento policial áspero y a todas luces fallido, mientras saca a colación la necesidad de renovar este sistema e invita al debate acerca de la reinserción del criminal, la flexibilización de la moralidad y la necesidad de redención.
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